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GABRIEL CASACCIA (+)

  EL GUAJHÚ Y OTROS CUENTOS (Obras de GABRIEL CASACCIA) - Año 2006


EL GUAJHÚ Y OTROS CUENTOS (Obras de GABRIEL CASACCIA) - Año 2006

 

EL GUAJHÚ Y OTROS CUENTOS

Obras de GABRIEL CASACCIA

(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 5)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich

ABC COLOR y Editorial El Lector,

Asunción-Paraguay 2006 (104 páginas) 

Director editorial: Pablo León Burián

Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña

Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich

Asunción - Paraguay

2006 (104 páginas)

 

 

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ÍNDICE:

 

·         INTRODUCCIÓN

·         EL GUAJHÚ

·         EL VIÁTICO

·         LA CALESITA DE FERREYRA

·         EL MAYOR

·         EL TROPIEZO DE FELIPA

·         EL NOVIO DE MICAELA

·         EL HOMBRE DE LAS TRES A

·         GUÍA DE TRABAJO.

 

**/**

 

INTRODUCCIÓN

 

GABRIEL CASACCIA Y EL REALISMO CRÍTICO

 

 

1

Gabriel Casaccia -nombre literario de Benigno Gabriel Casaccia Bibolini- nació en Asunción el 20 de abril de 1907 y falleció en Buenos Aires el 24 de noviembre de 1980. Entre Asunción, Buenos Aires y Posadas realizó sus estudios secundarios durante 1919 a 1926, luego de los cuales se inscribió en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Asunción. En 1933, como Auditor de Guerra, estuvo en el Chaco durante seis meses, experiencia que le sirvió para escribir el cuento A RATOS PERDIDOS, única voz en que trató el tema de la guerra. Desde 1935 hasta 1952 vivió en Posadas alternando la creación literaria con sus labores de abogado, lo que repetirá en Buenos Aires, ciudad a la que se trasladó en 1952.

Introvertido, tímido, melancólico, Gabriel Casaccia experimentó durante toda su vida una intensa soledad interior, una "nostalgia terrible" por su pasado infantil en Areguá. En 1945 le confiesa a su hermano Carlos Alberto en carta desde Posadas: "He traído de allí una nostalgia terrible de todo lo que dejé, y que, quizá con dos o tres cosas más, sean las fuertes y únicas raíces que me atan profundamente a la vida, a mi vida a través de otras vidas. Desde luego, se vive por dos o tres cosas, o para dos o tres cosas. Me parece que soy un pobre sentimental, o más bien un hombre de dos o tres sensaciones, de dos o tres recuerdos. Ni siquiera creo que soy un ser de razonamiento ni sentimiento, sino un ser que tiene cuatro sensaciones adheridas permanentemente, tenazmente a la piel, y ese moho no desaparece ni envejece por más que pasen los años. Esta nostalgia que me hace doler el alma, la experimento cada vez que vuelvo de allá".

A los 18 años, en 1926, publicó su primer cuento, EL HONOR DE UN CASTELLANO, en la revista asuncena “Mundo Paraguayo”. A comienzos de 1926 en el diario “El Liberal” publicó su cuento AMOR QUE RETORNA. Cuatro años después, en 1930, apareció en Buenos Aires su primera novela: HOMBRES, MUJERES Y FANTOCHES. Su única obra teatral, EL BANDOLERO, se publicó en Buenos Aires en 1932.

Seis años después, en 1938, vio la luz, también en Buenos Aires, EL GUAJHÚ, una colección de nueve cuentos con la que Casaccia inició su notable exploración de los mundos interiores que dan razón y sentido a la realidad humana de nuestro país. Al año siguiente dio a conocer su segunda novela -Mario Pereda-, un experimento en la narración sicológica bajo el influjo compartido de André Gide y Francois Mauriac, que el propio autor calificó de "nouvelle frustrada".

EL POZO, su segundo libro de cuentos, se editó en Buenos Aires en 1947. En él "Casaccia, como lo dice F. E. Feito, demuestra hallarse ya en posesión y pleno dominio de todos los mecanismos y técnicas necesarios para descorrer, con riqueza imaginativa, los velos de un universo narrativo de mayor aliento como será el configurado por sus novelas de madurez. El ámbito en que éstas se han de mover, así como los cimientos que le servirán de apoyo, quedan perfectamente anclados desde este momento". Y Augusto Roa Bastos concluye su estudio de ese libro declarando: "No importa tanto que Casaccia sea un escritor geográficamente localizado, como que el enfoque de un medio, de una colectividad determinados, le permita captar una imagen profunda y universal del hombre; revelar esa inquietante cuota de misterio que la realidad cotidiana ofrece a un verdadero creador para mostramos sus propios sueños y obsesiones, y a través de ellos las obsesiones y los sueños permanentes de todos. Estos cuentos de EL POZO, escritos con austeridad, con pasión, con desvelo, llanos, rencorosos y tiernos, reflejan una realidad concreta, al nivel de los buenos testimonios de nuestra literatura narrativa latinoamericana; pero, sobre todo, son un rastreo sin concesiones de esos mundos interiores donde el destino humano proyecta sus enigmas, sus luces y sus sombras".

A partir de 1952, con la aparición en la capital argentina de LA BABOSA, Casaccia puso el primer gran cimiento que sostiene hasta hoy la narrativa paraguaya estéticamente válida. A esta novela siguieron: LA LLAGA (1963), LOS EXILIADOS (1966), LOS HEREDEROS (Barcelona, Planeta, 1976), novelas que obtuvieron primeros premios internacionales, y la póstuma LOS HUERTA (Asunción, 1981), concluida pocos días antes de su muerte.

En estas novelas Casaccia se sirvió, empleándolo al máximo de sus posibilidades, del "método genérico del llamado realismo crítico, según el cual el novelista, desde una perspectiva multifocal, considera no un aspecto de los hechos sino su totalidad". Y agrega el especialista cubano: "Pero aunque Casaccia se apasiona más por la materia que está contando que por la técnica, en el desarrollo de su que-hacer narrativo usa, indistintamente pero con moderación, los procedimientos de la novela contemporánea: monólogos interiores, principalmente en sus modalidades indirecta e indirecta libre; técnicas contrapuntísticas; asociaciones de ideas; yuxtaposiciones de situaciones o relatos o relatos paralelos o que se cruzan; retrospecciones; empleo del protagonista múltiple, etc.".

A pesar de su aparente dispersión o inconexión, la narrativa de Gabriel Casaccia fue creciendo en amplitud y profundidad a medida que desarrollaba su proyecto creador, explorando los mundos interiores de sus personajes tan densos, tan representativos, tan auténticos en el sentido de propios de esta sociedad multiplicada en fracasos colectivos, en desgarraduras históricas, en mitos totalizadores. En sus grandes momentos -a partir de LA BABOSA hasta LOS HUERTA-, en sus textos narrativos exploran el secreto motivo interior de la conducta social de nuestra gente. Y es en la presentación adecuada y lúcida de esa interacción de los planos interior y exterior de la persona, donde reside la indudable fuerza reveladora y crítica de este autor. Sus novelas son siempre multidimensionales, por lo que sus personajes (que la degradación y la decadencia moral erosionan) viven simultáneamente varios tiempos y planos existenciales. El complejo ambiente-personajes forma, de tal modo, un conjunto polifónico tremendamente auténtico y vital.

  2  

El año de 1938 marca la contemporaneidad narrativa del Paraguay respecto a la coetánea latinoamericana. Con la publicación de EL GUAJHÚ, en ese año, Casaccia introdujo un repertorio inusual en el tratamiento técnico de la materia narrativa, dotándola de profundidad. Instruido por el sicoanálisis freudiano, Casaccia se impuso la ardua tarea de liberar de adherencias adventicias la imagen humana dominante en la literatura y el imaginario paraguayos. Y lo realizó enfocando la experiencia paraguaya en la profundidad de la conciencia, así sea ésta fronteriza de la magia y el mito, o de los prejuicios y traumas socialmente inducidos.

EL GUAJHÚ (1938) y EL POZO (1947), además de unos pocos cuentos aislados, incorporaron en la construcción del mundo que define y, al mismo tiempo, es definido por el personaje, la visión en profundidad, eso es, crítica, de la aventura humana. Por ello, estos cuentos trascienden la anécdota local, su enclave regionalista, para alcanzar valores y significación universales.

Una muestra de la cuentística del autor es la recogida en este libro. En él, el lector tiene la ocasión de seguir brevemente el proceso de crecimiento y clarificación tanto de los temas como de los problemas enfrentados por el autor en su propósito de capturar la significación humana de los mismos, más allá de su sentido particularista. -

FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH. Asunción, julio del 2006

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CUENTOS DE GABRIEL CASACCIA

 

EL MAYOR

La montonera marchaba con lentitud por el estrecho camino. Sólo ahora, después de jornadas de constante zozobra, aquellos hombres podían darse un respiro. Un pique (Senda estrecha e improvisada, por lo general; en algunas partes se le llama camino de herradura) abierto durante la noche en la maraña de la selva, a golpes de machete, les había salvado de la persecución de las fuerzas gubernistas. Era ésta una de las dos o tres montoneras que, al fracasar la revolución comenzada un año atrás, erraban por los montes, asaltando las estancias y los pueblos. Su jefe, el mayor Rómulo Elizalde, ni bien sonaba el primer tiro en Asunción, reunía a sus partidarios y se lanzaba a la lucha. Había pertenecido al ejército regular, donde llegó a capitán. Sin embargo, se le conocía como el Mayor. En San Estanislao, donde habitaba, y varias leguas a la redonda, se le admiraba y respetaba. Su fama, esa fama que le había creado su audaz y aguerrido vivir, era a larga, y con el correr del tiempo se iba convirtiendo en leyenda. Sus crueldades y depredaciones, como asimismo sus actitudes de generosidad y desinterés, se habían hecho populares. Muchos episodios de su vida se cantaban en las polcas. Otros dos aspectos de su personalidad que le habían dado renombre, eran la gracia y agudeza con que divertía a sus amigos en las fiestas populares, y sus numerosas aventuras amorosas. Muchas de éstas eran simples violaciones. Sus hijos bastardos se contaban por decenas, pero no había reconocido a ninguno, ni siquiera los miraba como suyos.

El Mayor marchaba en ese momento detrás de su gente, montado en un alazán cuatrereado días antes. Era morocho, delgado y bajo de estatura. Llevaba sombrero muy aludo, como de tropero, un poco derribado hacia la nuca, chaquetilla militar de color caqui, desabotonada sobre el pecho velludo, pantalones de montar y polainas. Aunque el Mayor tomaba aires de estratega, realizando como él decía una campaña cientificista, no lograba convencer a nadie de ello. Toda su ciencia militar se reducía a sorprender al enemigo en emboscadas urdidas con astucia o caer de súbito sobre él, después de haber recorrido varias leguas en medio de la noche. Para esto sí que era estratega; pero un estratega que tenía algo de ese animal montaraz que husmea el peligro a larga distancia y camina leguas y más leguas en medio de la selva guiado sólo por su instinto.

Anochecía cuando la montonera hizo alto a una orden del Mayor. Gran parte de los jinetes bajaron de sus caballos, sobre los que se habían mantenido todo el día. Descabalgaban con ligereza y volvían a sentarse sobre el recado con igual agilidad. Una nueva orden fue saltando de boca en boca: que nadie desensillase.

Sentado en una piedra a un costado del camino, el Mayor les exponía a sus ayudantes prolijamente un nuevo plan para alejarse de las tropas gubernistas. Mientras hablaba, trazaba con el mango de su rebenque en la arena algunas líneas que eran algo así como el gráfico de su exposición. Pero al final, no se podía concretar nada mientras no volviese la patrulla que había ido esa mañana a San Joaquín, pueblo del que estaban a dos leguas cortas. El Mayor se mostraba impaciente, recelaba algo, barruntaba un peligro en el retraso de la patrulla. En su cara aceitunada de mestizo se pintaba la inquietud. Por momentos, tenía la sensación de que andaba a ciegas, y, entonces, se apoderaban de él esa angustia y so-bresalto del hombre acorralado. Sus tres ayudantes estaban a su lado. El más joven de entre ellos, el teniente Alderete, casi barbilampiño, alto, delgado, recorría de vez en cuando con la mirada los espesos y altos muros de follaje, que formaban la picada, como si quisiera saltar por encima de esa maraña espesa. Soñaba día y noche con escapar de esa cárcel de malezas y árboles, cuyo vaho húmedo, de vegetales en descomposición, lo ahogaba. Tendría veinte años de edad, y era cadete en la Escuela Militar cuando estalló la revolución. Los cadetes se sublevaron; pero al ser derrotada la revolución, el teniente Alderete no sabiendo adónde ir, quedó como atrapado en la montonera del Mayor.

Levantóse el Mayor a la vez que se azotaba las polainas de cuero con su rebenque de cabo de plata.

La columna comenzó a andar al principio con pesadez, levantando espesa polvareda; luego, a medida que avanzaba, fue alargándose y moviéndose con más rapidez. Se alzaban a todo su largo relinchos de caballos, voces gruesas, gritos que parecían deshacerse entre la polvareda.

Después de recorrida una legua más o menos, la columna volvió a hacer alto. En la vaga claridad de la noche se veía un arremolinarse y un ir y venir de sombras. Se encendió un fósforo iluminando la cara barbada y fiera de un montonero. Más atrás se vislumbró otra, una sombría bajo el ala el sombrero pirí (Sombrero de junco.). Un poco más lejos, apenas se dibujaban las formas de otro revolucionario, descansando a mujeriegas sobre el recado.

La columna se dividió en dos grupos: uno tomó por un pique que salía por atrás de San Joaquín; y el otro, siguió por el camino principal. Si había soldados gubernistas en el  pueblo los tomarían entre dos fuegos. Iba a repetir una vez más el Mayor uno de esos ataques sorpresivos y audaces, que le habían hecho famoso.

A poco de andar, los que iban más adelantados llegaron a las afueras del pueblo. Andaban con recelosa cautela. Nadie las salió al paso. Las puertas y ventanas permanecían cerradas, mudas. Algunos gallos lanzaron su sobresaltado cacareo y rompieron la paz de la noche ladridos lejanos, que se multiplicaban hasta el infinito. Se dirigieron a la comisaría, en la que entraron sin llamar. Era una casucha pequeña, de paredes despintadas, con el negro techo partido por una gran viga y el piso de ladrillos, gastados por el uso. Reinaba en ella un profundo silencio. El Mayor llamó descargando fuertes golpes sobre una mesa. La casa al parecer se componía de dos piezas: aquella en que estaban ellos y la contigua, cuya puerta estaba entornada. Todo el moblaje lo formaban tres sillas de asiento y respaldo de cuero, una lámpara de querosén y un largo banco de madera adosado a la pared. El Mayor se sentó en una de las sillas, y, apoyando los pies en la meza, comenzó a balancearse. La lámpara, colgada del techo por un alambre negro de humo, proyectaba su sombra movediza en el muro.

Un ruido en la pieza vecina hizo que el Mayor se pusiese de pie rápido. Se abrió la puerta y apareció un hombre corpulento. Tenía el cabello en desorden y los ojos todavía soñolientos por su repentino despertar. Quedóse quieto y con mucho sosiego mirando al Mayor, el que escondía la mirada en el antifaz de sombra que le ponía el ala del sombrero. Y desde allí, sus ojos agazapados, seguían atentos todos los movimientos del hombre que tenía enfrente. Se alzó la voz del Mayor preguntando en guaraní por el comisario. El desconocido movió los labios como para hablar, pero quedó callado. Siguió un largo silencio. El Mayor volvió a insistir.

-Che ndaicuaái (No sé) -replicó el otro seco y duro.

El Mayor sintió unos deseos furiosos de cruzarle la cara de un rebencazo. Le hacía perder los estribos la serena decisión del hombre aquel. Gritó, señalándole:

-Detenélo a ese...

Al pronunciar estas palabras vio que el otro llevaba la mano a la cintura. Pero el Mayor ya estaba con su revólver en la suya. Una detonación retumbó en la pieza. Oyéndosele exclamar acto seguido:

-Aipogána ichupé (Le gané de mano)

El desconocido cayó al suelo apretándose el vientre con ambas manos. El Mayor y sus acompañantes se apresuraron a socorrerle. Mientras dos de éstos se quedaran con el herido, el Mayor salió a la calle en el mismo momento que una descarga cerrada de fusilería sonaba en la quietud del pueblo: El grueso de la montonera lo acababa de ocupar. Se iluminaron algunas puertas y ventanas, y la luz de alguno que otro farol campesino asomóse cautelosa a escudriñar la noche. Ya sabían de qué se trataba. El tumulto y la confusión eran grandes. Se oía por todas partes movimientos de hombres y caballos, voces, gritos y ruido de puertas y ventanas cerradas de golpe. Sonaba uno que otro tiro aislado, cada vez más lejano, como si la brisa de la noche se fuera llevando a los tiradores.

-Epytá (Deténgase)

Al tiempo que lanzaba este grito, el Mayor detuvo a un campesino. Le preguntó por la casa del comisario. El campesino se ofreció a guiarle. Al poco rato de andar se detuvieron ante una casa. El Mayor llamó a la puerta. Nadie salía. Impaciente, el Mayor abrió de una patada la puerta, que estaba sin llave. Se encontraron con una muchacha vestida con una tosca camisa que le llegaba a la mitad de  las piernas, y tenía una vela encendida en la mano. Parecía no estar asustada. Mientras el Mayor se plantaba en medio de la pieza, la muchacha hizo gotear, con gran pachorra, la cera de la vela sobre el ángulo de una mesa, y allí la puso. Cuando le preguntaron dónde estaba el comisario, y los cuatro policías a su mando, quiso al principio fingir que nada sabía, pero apremiada y amenazada, terminó por confesar que unas horas antes habían huido.

Al salir de la casa, el Mayor le dijo risueño al teniente Alderete, indicándole a la muchacha:

-Buena carnaza.

En la oscuridad de las calles se encontraba y tropezaba a cada rato con soldados pasados de caña, que no conociéndole le insultaban y amenazaban a gritos. Los tres o cuatro almacenes del pueblo estaban llenos de hombres, que gritaban y reían. Durante toda la noche continuó aquel tumulto de gritos, detonaciones, correr de caballos y andar de gente.

Al amanecer, el Mayor con su poguazú (Cigarro grueso hecho de hojas de tabaco sin lavar.) entre los dientes, púsose a buscar una casa para aposentarse. Se decidió por la casa antigua, ancha y fresca de don Miguel Zuñagazú, un español venido al país hacía muchos años. Tenía fama de ser el hombre más rico de San Joaquín. Don Miguel tuvo que ponerle buena cara al Mayor y hasta agradecerle el honor que le hacía al elegir su casa como residencia.

-¿Me conocés? -le preguntó el Mayor mientras se dejaba caer descuidadamente en uno de los sillones de añejo raso rameado, que había en la sala.

Don Miguel, muy respetuosamente, de pie, con las manos gordezuelas cruzadas sobre el vientre, contestó que le conocía de oídas. El Mayor lo escuchaba repatingado en el sofá, con las piernas estiradas. De repente dijo:

-Escuche, don Miguel. -Éste temblaba de cólera. Pero el miedo lo dominaba. -Estaremos bien aquí -continuó sin notar el enojo de don Miguel; y dándose unas sonoras palmadas de satisfacción en los muslos, se levantó a la vez que añadía: -Hay que traer una mesa. Aquí estará el estado mayor.

Repetía a menudo estas dos últimas palabras. Sentía un raro placer al pronunciarlas. Un recuerdo tal vez de su época de oficial, o posiblemente no se resignaba a estar al frente de una desorganizada montonera.

Comenzó a pasearse por la habitación, ensuciando con el polvo de sus zapatos la descolorida alfombra.

-Y ¿la mesa? -preguntó con irritación mirando a don Miguel.

Éste salió apresuradamente con intención de buscarla. Volvió al poco rato diciendo que enseguida la traerían; y buscando congraciarse con el Mayor le preguntó si quería tomar algo.

-Tereré -dijo el Mayor.

Fueron interrumpidos por la llegada de dos muchachas trayendo una mesa, que colocaron en el centro de la sala. Una de ellas era de aspecto y facciones finas; la otra, se veía que era una campesina. Iban ya a marcharse, cuando el Mayor retuvo a la primera tomándola del brazo.

-¿Jha avá pico nde? (¿Quién eres tú? ) -preguntó con amable superioridad.

-Yo... yo... -respondió temblando la muchacha-. Soy Carmen, la hija de don Miguel.

La mirada del Mayor recorrió de arriba abajo, desvergonzadamente, el hermoso cuerpo de la muchacha.

-¿Por qué bajás los ojos? No seas avergonzada.

Y poniéndole la mano bajo la barbilla, le hizo levantar la cabeza.

-Parece que te doy miedo.

Y rió enseñando los dientes grandes y cubiertos de sarro. Carmen repuso temerosa.

-Sí... te tengo miedo.

El Mayor se echó a reír a carcajadas. En ese momento entró don Miguel, que al ver a su hija asustada y oír esas risotadas, se enfureció. Se le trababa la lengua y enrojecía el rostro grande y carnoso.

-Mayor, le he recibido en casa... Pero..., pero respete a los míos o le cerraré la puerta.

El Mayor le escuchaba sin decir palabra, y lo único que indicaba que iba perdiendo la paciencia eran los golpes que se daba en las polainas con el rebenque. Pero no bien terminó el otro de hablar, su voz se alzó violenta:

-Yo mando en el pueblo, gallego de mierda... Voy a hacerte pegar cuatro tiros por la espalda, y con los ojos vendados..., con los ojos vendados. ¿Me oye?

Repitió dos veces que lo haría fusilar con los ojos vendados, porque a su juicio no había humillación más grande que se pudiera aplicar a un condenado a muerte. Carmen se había cobijado entre los brazos de su padre, llorando. El Mayor la arrancó de allí a la fuerza y la empujó a un rincón. Entonces, don Miguel, ciego de rabia, sin saber lo que hacía, se abalanzó sobre el Mayor aplicándole un fuerte puñetazo en la cara. Tomado de sorpresa, el Mayor cayó hacia atrás, pero enseguida reaccionó, y pegó en la cabeza, con el cabo del rebenque, a don Miguel, cuya cara se cubrió enseguida de sangre.

-Pé apresa pecuimbaé pe, jha la cuñataí me pemboty peteí coty pe. Upé riré ya jhechá-ne ayapóva ichugui (Detengan a ese hombre y encierren a la muchacha en un cuarto. Después veré qué hago con ella. - ordenó al mismo tiempo que levantaba la mano con ademán nervioso.

Se llevaron a don Miguel desesperado, asustado, cubriéndosela herida de la cabeza con un pañuelo, enrojecido ya por la sangre. Detrás de él salió su hija. Al quedar solo, el Mayor se aproximó a una ventana de rejas, que daba sobre la plaza del pueblo. Era una mañana llena de azules y verdes. Pasaban algunas campesinas, y de tanto en tanto montoneros, que sólo se distinguían de los campesinos por el fusil y la bolsa de lona henchida de balas, colgándoles al costado. Desde la ventana, el Mayor llamó a uno de sus soldados que en la plaza conversaba con otros. Cuando aquél estuvo cerca de la ventana, le dijo.

-Belisario, quemaremos un judas... Reicuaáma. Co pyjharé pe las ocho ipú yavé. Emombá porá la ñande judas, jha eporomomarandú la ocaí-ta jha". (Ya sabés. Esta noche a las ocho. Prepará bien el Judas y avisa a la gente que será quemado.)

A pesar de la forma imprecisa en que se expresó, Belisario pareció entenderlo muy bien, porque lo escuchó sonriendo y haciendo signos afirmativos con la cabeza.

-Váyase nomás -dijo el Mayor, y siguió a Belisario con la vista mientras cruzaba la plaza.

Al anochecer vino el teniente Alderete a comunicarle que en cualquier momento que ordenara podían partir. El Mayor le escuchaba sin levantar la cabeza de la mesa, en que aparecían desparramados unos papeles y dos grandes mapas escolares, que había hecho traer de la escuela. Luego de un breve silencio, el teniente Alderete le peguntó con voz insegura, moviendo la cabeza del lado de la plaza.

-¿Están haciendo los preparativos para quemar un judas?

-Sí.

Se volvió a hacer un largo silencio entre ambos. Por la ventana entraban confusos rumores. Atardecía sobre San Joaquín. En la línea del horizonte, el cielo se teñía de un rojo purpúreo, como si reflejase lejanas fogaradas. Oyóse un grito largo, sostenido. El teniente Alderete se estremeció.

-¿Se hará lo de Paraguarí otra vez? -preguntó.

Impaciente y nervioso, el Mayor se removió en su silla, y, después, respondió con sequedad:

-Sí.

Dejó caer la afirmación con acritud y dureza. El teniente volvió a preguntar.

-¿Será don Miguel?

El Mayor pegó con el puño cerrado en la mesa, y dijo con voz desafiante:

-Sí... Y ¿qué hay? Acabá de preguntar de una vez...

-Eso es cruel. Una broma estúpida.

El Mayor lo miró con rabia:

-Una broma... una broma.

Luego quedóse mirando fijamente un punto del mapa que tenía delante. Después tomó un lápiz, jugueteó un rato con él, y se puso a golpear en la mesa, como los maestros en clase cuando ordenan silencio. Carraspeó sin necesidad, como para aclara la voz, y agregó:

-Yo mando... No lo olvide.

Era tal la vocinglería y tantos los campesinos que transitaban por la plaza, que parecía un día de fiesta patronal. Pronto había corrido la voz de que se iba a quemar un judas. En los almacenes se despachaba caña con sólo presentar unos vales o papeles firmados por el Mayor. Si la revolución triunfaba esos vales se podrían cambiar por dinero, pero los almaceneros servían su caña de mala gana sabiendo que de nada servían esos sucios papeluchos.

Por la noche, los vecinos se reunieron en la plaza para presenciar el espectáculo que les ofrecía el Mayor Elizalde antes de marcharse. En la plaza todo estaba dispuesto para quemar el judas. En el centro de ella se levantaba un arco de madera revestido de hojas y ramas de árboles. Varias lámparas de carburo iluminaban la escena. No se esperaba más que la llegada del Mayor para comenzar la fiesta. En el mismo instante en que éste llegaba, la gente reunida en la plaza sintióse conmovida por un fuerte tiroteo. El Mayor no pareció preocuparse. Se limitó a ordenar a uno de sus ayudantes que averiguara la causa de "ese batifondo". Fueron disminuyendo mientras tanto las detonaciones, hasta terminar en dos o tres estampidos lejanos. Pronto supo el Mayor que en un almacén de los alrededores se habían baleado soldados de su montonera con campesinos, de los que quedaron tres muertos y cinco heridos. Este suceso le trajo al Mayor el recuerdo de una aventura parecida en la que había tomado parte. Le puso punto final a su relato con un consejo. Cuando uno se encontraba en una situación así lo primero que había que hacer era apagar la luz de un manotazo. Esta era la moraleja del cuento del Mayor. Todos sus relatos terminaban con un consejo, o con una salida inesperada y aguda.

Apareció don Miguel caminando entre cuatro soldados que llevaban el fusil bajo el brazo. Iba más muerto que vivo. Delante marchaba Belisario con la frente levantada, serio, muy compenetrado de su papel de jefe de ceremonia. Al pasar frente al Mayor se detuvo a una señal del mismo, el cual avanzó hacia don Miguel fingiendo una gravedad que le costaba mucho simular.

-Ahora verás lo que es bueno, gallego... Adelante -agregó.

Ya bajo el arco, Belisario vendó los ojos a don Miguel, que preguntó con una voz que se le anudaba en la garganta:

-¿Qué van a hacer de mí?

Los concurrentes comenzaron a revolverse y arremolinarse con inquietud, sospechando que el judas era don Miguel. Los soldados después de atarle las manos y los pies con alambre, le derramaron encima el contenido de una lata de querosén. Entre el espanto que tenía, el alambre que le ataba los pies y el olor de querosén, don Miguel cayó al suelo.

-Van a quemarlo -exclamó con acento desgarrador una mujer.

-¡Judas! ¡Judas! -gritó mientras palmoteaba un chico.

-Repotí-ma añá memby (Reventaste, hijo del diablo.) -exclamó Belisario en voz alta al mismo tiempo que le pegaba un puntapié con todas sus fuerzas en las redondas y carnosas nalgas de don Miguel.

En medio de un silencio ansioso de los concurrentes, alzaron a don Miguel y le suspendieron del arco por medio de gruesos alambres, que le pasaron por los sobacos. Bajo el reflejo parpadeante de las luces de carburo, el rostro de don Miguel pálido, de una palidez de muerto, se enrojecía y muequeba. El cuerpo colgaba laxo, como si estuviese deshuesado. Mas de pronto empezó a sacudirse desesperadamente de pies a cabeza. Se agitaba en un furioso pataleo, como si quisiera salir trotando por los aires. Y en esto, cuando más hondo y angustiado era el silencio de la gente y más desesperado el pataleo de don Miguel, el Mayor y los que estaban con él empezaron a reírse. Y pronto corrió la voz entre los concurrentes que todo no pasaba de una broma. La gente lanzó un suspiro de alivio, rienda suelta a su alegría con gritos y palmadas. Peco a don Miguel nada ni nadie la sacaba el susto. Presentaba un triste y lamentable aspecto. Jamás olvidaría esos terribles instantes en que se creyó condenado a servir de antorcha humana. Lo descolgaron, y entre Belisario y otro soldado lo llevaron, poco menos que arrastrándolo ante el Mayor, porque las piernas no lo sostenían. El Mayor le dijo retorciéndose de risa:

-Tuichá o ñe mondyi la gallego. Anga reícuáne mava pa la Mayor Elizalde(Se asustó grande el gallego. Ahora ya sabes quién es el mayor Elizalde.)

Esclarecía. Era un amanecer fresco de rocío. La campiña florecía de cantos de gallos cuando la montonera del mayor Rómulo Elizalde dejaba atrás los últimos ranchos de San Joaquín.

 

**/**

EL HOMBRE DE LAS TRES A

 

El hombre aquel, alto y flaco, caminaba pegado a las paredes de las casas, que albeaban en la semioscuridad de las calles de Asunción, sin otra claridad que la muy leve de la noche tropical. Desde un mes atrás, Asunción se había quedado sin luz frente a las fuerzas revolucionarias, que la atacaban por los suburbios, porfiando por penetrar en ella. Una noche se habían parado los motores de la central eléctrica que suministraba luz a la ciudad. Posiblemente uno más entre los tantos sabotajes tramados por los agentes revolucionarios y los terroristas infiltrados en la ciudad.

Oprimía a Asunción esa noche un silencio denso y sofocante, un silencio amenazador de tormenta pronta a estallar. Sólo se oían de raro en raro rápidas ráfagas de ametralladoras y uno que otro tiro aislado de fusil. Apagados estos ruidos el silencio interrumpido por breves segundos se hundía en un silencio más profundo aún.

El hombre aquel caminaba sin hacer ruido como si estuviera descalzo o calzase alpargatas. Por momentos era una sombra más entre otras sombras. Veíase que caminaba vigilante y cauteloso. Al llegar a las esquinas, antes de cruzarlas con paso rápido miraba hacia todos lados. De repente, a mitad de cuadra, se detuvo. Sus oídos aguzados, tan nerviosos y atentos, que daban la impresión de que las orejas se l e levantaban como las de un perro en acecho, oyeron los pasos de una persona; luego, esos pasos le sonaron como de varias personas. Pero acto seguido, rectificó su primera impresión. Un transeúnte solitario venía en dirección contraria a la suya. Hundióse prestamente en el ángulo de una puerta. "Si viene por la vereda de enfrente, escondido aquí no me verá. Pero si pasa por esta vereda...". Y metió la mano bajo la campera apretando fuertemente el revólver que llevaba en la cintura. La sombra del desconocido se humanizaba cada vez más con los golpes que daba con el taco de sus zapatos en las losas de la vereda. "Tendré que matarlo al menor ademán que haga, si no me matará él a mí". Y puso el dedo índice en el gatillo. La silueta, cada vez más visible, se detuvo unos metros antes. Era un suboficial. Se adivinaba el uniforme verde oliva. El suboficial tardó unos segundos, que al que aguardaba le parecieron largos minutos, en meter la llave en la cerradura de la puerta de calle ante la cual se había detenido. Se oyó el chirrido de la puerta al abrirse. Cuando ésta se hubo cerrado, el hombre aquel respiró largo, como si le hubiesen quitado una mordaza de la boca. Su mano estremecida por la tensión nerviosa dejó de apretar el cabo del revólver. Aguardó unos minutos, y cuando el silencio de nuevo se hizo completo, prosiguió su camino.

Toda esa mañana se había combatido duramente y sin tregua en los alrededores de Asunción. Algunas pequeñas fuerzas de las avanzadas revolucionarias habían logrado penetrar osadamente hasta más allá de los suburbios, aunque no habían podido afianzarse por los violentos contraataques de las tropas leales, los que en ciertos lugares fueron tan intensos que se llegó a la lucha cuerpo a cuerpo.

El hombre aquel iba pensando en los sangrientos combates de esa mañana, y el silencio tan dramático que reinaba ahora, como si la mayoría de los combatientes hubiese muerto y sólo algunos pocos sobrevivientes continuasen manejando aquellos fusiles que sonaban de cuando en cuando en la noche.

Subió por Brasil y dobló por Cerro Corá. Estaba ya a un paso de la casa a la que iba. "No tengo que llamar a la puerta, sino en la ventana. Si toco directamente en la puerta puede abrirme otra persona, que no sea la que me espera y caer en una emboscada". Se aproximó a la casa. Era de aspecto común, con una puerta sobre la calle, y dos ventanas del lado derecho de aquella. Golpeó con la mano en una de las ventanas, la más alejada de la puerta. Era una precaución más que tomaba. Se entreabrió una hoja. "Debo preguntar por Eusebio Pintos" -se dijo. "¿Quién es?" -preguntó una voz desde adentro. Y en lugar de responder, el desconocido preguntó a su vez: "¿Hablo con Pintos?" "Sí, con Pintos" -le contestó la voz. "Será el mismo. No me estaré metiendo en una trampa. Porque este Pintos bien pudiera no ser el verdadero Pintos". Metió la mano en la cintura y sacó a medias el revólver. "Si me disparan, yo también tiraré". Se acercó a la puerta de calle. Vio que estaba entreabierta. Alguien lo esperaba detrás de ella. Se oía el movimiento de un cuerpo. "Me atacarán... me atacarán...". Repitió estas palabras como si dijese uno, dos, tres con los ojos cerrados; y entró en el zaguán dispuesto a todo, como si penetrase en una cámara de ejecución. Sintió como si se le quietase un peso de encima del pecho cuando oyó una voz que le decía en la oscuridad con tono cordial:

-Parece que ha venido corriendo por- la forma en que respira.

El desconocido rápidamente se quitó la mano de la cintura.

-Para llegar hasta aquí he tenido que dar un largo rodeo. En la ciudad sin luz varias calles me parecieron en un primer momento desconocidas. Es notable cómo las calles cambian y resultan distintas en la oscuridad. Temía encontrarme con alguna patrulla. Andan por todas partes.

La ciudad está muy vigilada.

-Cuidado con los escalones. Aquí hay una escalera de cuatro peldaños -advirtió Pintos al notar que su visitante tropezaba con el primer escalón-. Sígame. En la galería tenemos la claridad del patio.

Después de cruzar el zaguán, salieron a una galería, que daba a un patio interior embaldosado con tres espacios libres de tierra, en que estaban plantadas unas palmeras.

En la galería, frente a Pintos, el visitante le tendió la mano.

-¿Zoilo Aguilera? -preguntó Pintos. -Sí, Zoilo Aguilera -respondió el otro.

A Pintos le pareció que Aguilera titubeaba al pronunciar su nombre, como si no estuviera seguro de que así fuese. Entretanto, Aguilera pensaba que Pintos aún no le había dicho su nombre de pila, y para probarlo preguntó: -Usted es Ernesto Pintos.

-No -replicó rápido Pintos-. Eusebio. Soy Eusebio

Pintos.

Se lo dijo fuerte y claro como para que el otro se le grabara bien en la memoria.

Pero esa equivocación intencionada de Aguilera despertó la desconfianza de Pintos sobre si aquél podía ser el verdadero agente que tenía que visitarlo. Para sus adentros resolvió vigilarlo y estar alerta. Cuando le dieron esa misión en el Comando Revolucionario sólo le dijeron que una persona llamada Zoilo Aguilera, mandado por Rogelio Ayala, que dirigía en Asunción el Servicio Secreto Revolucionario, debía entregarle documentos y planos del Estado Mayor Gubernista.

-Sígame... Vamos al comedor -dijo Pintos al par que se encaminaba hacia una puerta que se abría sobre la galería.- Allí podremos estar más cómodos y encender una luz, sin que se filtre por las ventanas de la calle.

Pintos entró primero. La habitación estaba muy oscura. Aguilera se quedó parado en el umbral esperando que Pintos encendiese alguna luz. "Este hombre podría no ser

Eusebio Pintos. En el camino podrían haber secuestrado al verdadero Pintos y sustituirlo por otro. No tengo ningún dato para individualizarlo. Lo único que me dijeron es que debía encontrarlo en esta casa", se decía Aguilera mientras esperaba.

Pintos encendió una vela, que estaba colocada en una palmatoria encima de la mesa.

-Entre -invitó el otro.

Aguilera entró en el comedor. Era una estancia grande, con una mesa larga en el centro. A cada lado de ambas cabeceras de la mesa, contra la pared, había un aparador. De una de las paredes que quedaba libre colgaba un gran espejo. Los muebles eran de madera oscura, y parecían más oscuros aún por la poca luz.

-Yo estoy en contacto con Rogelio Ayala por medio del "mitaí" ' que me trae la comida. ¿Lo conoce usted? - preguntó Pintos.

-Sí, mucho. Estoy a sus órdenes. Es un jefe ideal. Es hábil y astuto. Da gusto obedecerle.

-¿Le costó mucho llegar hasta aquí? -preguntó Aguilera mientras se fijaba en un plato con un pedazo de sopa paraguaya, y en otro con restos de comida que había sobre la mesa. Y sin esperar la respuesta, añadió-: Debe haberle costado mucho. Si dentro de la ciudad es difícil moverse, cómo no será pasar por entre las líneas de las fuerzas leales.

-Muy difícil -respondió Pintos, mientras pensaba: ¿Por qué me dice leales?". Un revolucionario no diría "leales". Y enseguida añadió-: Desde Luque hasta aquí, que no es lejos, puse un día y una noche. Pero prácticamente durante casi todo el día estuve escondido. Andaba de noche.

-¿Escondido? ¿Dónde? -preguntó Aguilera con extrañeza.

-En el monte, a orillas de la carretera -respondió Pintos con tranquilidad.

Mientras hablaba Pintos, Aguilera no le quietaba la vista de encima, estudiando cada uno de sus gestos como para descubrir la verdad en ese rostro cerrado e impenetrable. Notó que cuando hablaba, Pintos hacía una mueca con la boca, que volvía equívocas sus palabras, aunque no fuera ésa su intención.

-¿Está contento con la cocina de Rogelio Ayala? - preguntó Aguilera señalando con un movimiento de cabeza los platos sobre la mesa. Y sonrió.

Pintos alzóse de hombros, y luego dijo:

-¿Por qué tardó usted tanto, Aguilera? Cuando me dieron esta misión, me dijeron que era cuestión de llegar y volver a partir, y que yo le encontraría a usted ya en la casa. Hace una semana que estoy, esperando, y si no fuera por Ayala que cada vez que me manda comida con Polí me hace decir que espere un día más, yo me hubiera ido.

-Hubo dificultades para sacar esos documentos. Su misión es esperar aquí hasta que se los entreguen. Si era necesario esperar semanas, tenía que hacerlo.

A Pintos le irritaba el tono superior y autoritario con que Aguilera le hablaba, y ya harto resolvió decir lo que hasta entones por astucia había callado. Y preguntó levantándose de su asiento, dispuesto a defenderse y atacar si era necesario al que se hacía pasar por Aguilera. -Dígame, ¿por qué me dijo usted que es Aguilera cuando no es? A mí me dijeron en el Comando que el que me entregaría los documentos era un tipo bajo y fornido, y usted es delgado y alto. Hay alguna diferencia.

-Es verdad. No hay ningún engaño. Aguilera no pudo venir a último momento, y Rogelio Ayala me mandó a mí. Vengo con su autorización. Lea este papel -y el supuesto Aguilera sacó un papel que pasó a Pintos.

Este lo tomó aproximándose a la luz de la vela. Leyó: "Confíe en el portador de la presente. Se llama Prudencio Avalos. Va en sustitución de Aguilera-. Rogelio Ayala". Miró bien la firma. Se leía claramente el nombre.

"No me había equivocado. Algo pasa aquí que no está claro del todo. ¿Por qué desde el primer momento este tipo no se presentó como quien era? ¿No será un agente del servicio de contraespionaje del gobierno? ¿No estará Ayala jugando un doble papel en este asunto?". Mientras todas estas preguntas se le pasaban por la mente, Pintos se sentó en la cabecera de la mesa. Avalos se sentó a un costado, después de quitarse la campera, que colgó del respaldo de una silla. La llama de la vela cabeceaba continuamente al recibir la brisa que entraba a través de la galería por la puerta entreabierta. Pintos abrió la boca para hablar cuando un lejano tableteo de ametralladoras lo dejó con la primera palabra sin pronunciar.

-Ahora suenan lejos. Pero depende del viento. Hay momentos en que oigo los disparos como si tirasen aquí a la vuelta -dijo Pintos-. El viento juguetea con ese sonido.

Tantos días aquí solo que cuando oigo las detonaciones me parece que no estoy tan solo. Me distraen. Es como si me trajesen un mensaje de vida, aunque se estén matando.

Avalos entretanto se inclinó hacia la silla donde había colgado la campera, y extrajo de un bolsillo interior de ésta un sobre largo que puso sobre la mesa.

-Hace mucho calor. Voy a abrir más esa puerta-dijo Avalos y se levantó.

Pintos se opuso. Podían ver la luz del "cantón" de una casa vecina y tirar en dirección de la luz.

-Aquí cerca, en una casa de tres pisos, en la azotea, han puesto un "cantón". Yo desde el patio los veo. Están tirando continuamente a los patios vecinos. El oficial tiene unos anteojos de larga vista, y se lo pasa bicheando.

-Pero ¿pueden ver esta luz desde tan lejos? - preguntó Avalos.

Pintos le contestó que la luz directamente no podían verla. Pero sí la claridad de la luz en la puerta abierta. En la noche, y sobre todo con la ciudad a oscuras, cualquier luz, por pequeña que sea, brilla como un faro.

-Aquí en este sobre -dijo Avalos empujando el sobre hasta ponerlo al alcance de la mano de Pintos- están los planos y documentos del Estado Mayor. Hay que entregarlos sin falta.

Pintos echó una mirada al sobre sin tocarlo, como si contemplase una araña venenosa. Luego, levantó la vista y la fijó en la cara angulosa y severa de Avalos. A la luz mortecina de la vela, los rasgos íntimos de ese rostro se perdían entre sombras. Lo miró a los ojos. Era difícil descubrir algo en esas pupilas en las que la llama de la vela se reflejaba con unos puntitos brillantes. Pintos pensó que Avalos lo miraba detrás de esos ojos con otra mirada que él no podía descubrir. Volvió a asediarle la duda de que no estaba ante Avalos, como tampoco ante Aguilera. No era Avalos. Tenía que ser otro. Podría saberlo enseguida con sólo ponerle el revólver en el pecho. Pero pensó que más le convenía seguir la comedia hasta el final, haciéndole creer que no sospechaba nada. Después, se vería quién engañaba a quién.

-Pero yo ¿cuándo salgo de aquí? -preguntó Pintos con la sensación de que estaba metido en una trampa-. Supondrá que no es divertido estar aquí encerrado semanas y semanas.

-Yo he leído la otra vez en una revista que un sabio francés permaneció tres meses en el fondo de una cueva, varios metros bajo tierra. Más fácil es estar encerrado unas semanas en la superficie de la tierra -dijo Avalos riendo-. Nadie se muere por eso.

-Tal vez no se muera, pero tal vez uno puede volverse loco.

-Polí con la próxima vianda le traerá las indicaciones en un papel sobre el momento en que debe usted salir de aquí, y el camino que debe seguir.

-Pero según las instrucciones que me dieron en el Servicio Secreto Revolucionario, usted al darme los documentos debía indicarme de inmediato la forma de salir, y en cambio, ahora me dice que debo esperar otro aviso. Pero ¿cuánto tiempo voy a tener que estar aquí encerrado todavía? -preguntó Pintos sin poder disimular su desconfianza.

-Tal vez una semana. Eso no puedo fijarlo yo. Es Ayala quien tiene que decidirlo. Las instrucciones vendrán dentro del pan que le trae Polí, escondido entre la miga-dijo Avalos levantándose y tomando la campera-. Me voy.

Pintos pensó nuevamente que Avalos no era sino un espía al servicio del gobierno, y que si lo amenazaba con el revólver tal vez consiguiese descubrir su verdadera identidad y el juego en que estaba metido. Se le ocurrió ir a buscar el revólver que había dejado en el dormitorio.

-Un momento, voy a buscar la linterna -dijo e hizo un movimiento como para dirigirse a la pieza contigua. Pero Avalos lo tomó fuertemente de un brazo. Sus dedos huesudos penetraron en la carne de Pintos como garfios, hasta lastimarlo. Ese hombre tenía una fuerza hercúlea y unas manos que parecían estar hechas de madera.

-No se moleste, Pintos. Se ve muy bien sin linterna. -Y luego de un breve silencio, en que lo miró profunda e intencionadamente a los ojos, agregó-: Resérvela. Podría hacerle falta a usted.

Y a Pintos le pareció que la cara aquella se distendía con la misma sonrisa ambigua y burlona que creyó ver dos o tres veces en esa noche.

Pintos sintióse dominado por la impotencia y la angustia. Se iba aquel hombre sin llegar a saber si era un amigo o un enemigo. Ya estaba descendiendo los cuatro escalones del zaguán. Un segundo más y estaría en la calle. ¿Qué hacer? Los papeles que encerraba ese sobre ¿qué eran? Eran documentos auténticos, o unas burdas falsificaciones. O quizá algo peor aún. Informes y datos falsos para hacer fracasar la revolución.

Sin notarlo, Pintos le había tomado respeto y temor a Avalos. Lo sentía superior a él e intuía que era dueño absoluto de sí mismo, acostumbrado a no titubear y hacerse obedecer. Tenía voz y ademanes de jefe.

Cuando la puerta de calle se cerró tras Avalos, Pintos tuvo la impresión que se cerraba tras un enigma que nunca más tendría la ocasión de descifrar. Se marchaba el posible Prudencio Avalos que hubiera podido decirle quién era Zoilo Aguilera, o el Zoilo Aguilera que sabía quién era Prudencio Avalos.

Enseguida que Avalos partió apoderóse de Pintos la duda y el miedo. Estaba cogido en una trampa, y hasta pensaba que el mismo Rogelio Ayala podía ser el artífice de ella. Sus sospechas y dudas se agigantaron cuando rompió el sobre lacrado que había dejado Avalos, y que no estaba autorizado a abrirlo y se encontró con unos documentos en un idioma que desconocía. Posiblemente en lenguaje cifrado. Los planos eran un verdadero laberinto de rayas y más rayas que se entrecruzaban en todo sentido. Seguramente que el Servicio Secreto del Comando Revolucionario tendría los medios para sacar algo en limpio de toda esa mezcolanza y galimatías de letras y rayas. Por más que miró y remiró esos documentos no pudo entender nada, a pesar de que las letras eran las de nuestro alfabeto.

Al día siguiente vino Polí con la vianda, que día por medio le mandaba Rogelio Ayala. Era Polí un muchacho como de quince años, moreno, espigado, vivaz, de grandes ojos negros. Traía la vianda en un recipiente de hojalata improvisado para tal objeto, y que antes había servido para otros menesteres.

Pintos hizo pasar a Polí al comedor. Mientras vaciaba el contenido del recipiente, se puso a conversar con el muchacho. Le preguntó si conocía a Zoilo Aguilera.

Polí le dijo que sí, y hasta agregó que venía a menudo a conversar con don Rogelio.

-Y ¿Avalos? ¿No conocés a un tipo que se llama Prudencio Avalos?

Polí quedóse pensativo un rato. Parecía que buscaba ubicarlo entre las caras que había visto en casa de Avala. Pero no. Aquel nombre no le sonaba.

Entretanto, Pintos desmenuzó el pan buscando el papel que debía traer las instrucciones. Pero no halló nada. Entonces allí mismo, sin dejar de notar el peligro a que exponía a la revolución, resolvió mandarle una nota a Rogelio Ayala advirtiéndole que estaban siendo juguetes de los agentes del contraespionaje del gobierno. "Rogelio Ayala: necesito instrucciones precisas. He sido visitado por una persona que no es el Zoilo Aguilera que debió venir, y que en medio de la visita me entregó un papel firmado por usted, y que para mí es falso, en que me lo presentaba como una persona de nombre Prudencio Avalos. Espero su aclaración. Pintos."

Todo esto lo escribió rápidamente en un pedazo de papel.

-Polí, llevá con cuidado este papel -dijo a la vez que le entregaba la nota-. Si encontrás una patrulla, te lo tragás antes que mostrarlo.

-A mí las patrullas me dejan pasar. No me hacen

caso. Al venir me encontré con dos, y no me preguntaron nada -replicó Polí guardando el pedazo de papel en el pecho, dentro de la camisa.

Pintos lo acompañó hasta la puerta de calle, y allí lo despidió poniéndole una mano sobre la cabeza a la vez que le decía:

-Decíle a don Rogelio que me conteste enseguida. Sos un mitaí valiente.

Cerró la puerta enseguida. Fue al comedor, y a la luz vacilante de la vela, que hacía saltar las sombras en las paredes como si fueran truculentas figuras fantasmagóricas, mordisqueó una de las empanadas que le acababa de dejar Polí. Pero no la terminó. Cada día tenía menos apetito. Si seguía perdiendo en forma tan rápida el apetito, acabaría por vivir sin comer.

Esa noche apenas pudo dormir. A cada momento lo despertaban el tableteo de las ametralladoras y explosiones intermitentes. Se veía que los retenes no descansaban y permanecían alertas. De uno de los frentes parecía esperarse un ataque. Hacia la medianoche se levantó de golpe, con el revólver en la mano. Creyó oír pasos en la galería. Ya era la tercera noche que sufría ese espejismo, fruto de su angustia y del largo encierro. Pero en el patio todo era silencio y tranquilidad. Cuando oía los pasos y se levantaba tenía la idea que se encontraría con Avalos.

Al día siguiente, Pintos se lo pasó caminando de un lado para otro. La desesperación y el temor comenzaban a hacer presa en él. Si Polí no le traía una contestación de Ayala estaba resuelto a partir fuese como fuese, sin instrucciones, a la buena de Dios. Pero no se quedaría un segundo más en esa casa que era para él como una jaula, lleno de incertidumbre y sintiéndose juguete de fuerzas desconocidas.

Hacia el atardecer, oyó que llamaban a la puerta.

Corrió a abrirla. Era Polí. Pintos lo recibió con tanto alborozo que poco faltó para que lo abrazase. Hacía recordar a esos perros encerrados que reciben la vuelta del dueño dando saltos.

Pintos arrancó la vianda de manos de Polí y se fue a la galería. Allí sacó el pan, y hurgando entre la miga, encontró un papelito enrollado. Lo desdobló y a la media luz del atardecer leyó: "Esté tranquilo. El papel que le mostró Avalos estaba escrito por mí. Avalos me merece tanta confianza como Aguilera. Usted debe seguir esperando instrucciones". El papel no llevaba firma ninguna.

¿De quién era ese papel sin firma? ¿Seguir esperando? No era posible. Pintos sentíase víctima de un juego que intuía, pero que no sabía a dónde conducía. Había terminado por sospechar de todos, hasta del mismo Rogelio Ayala, el hombre clave, y que tenía en sus manos el tejemaneje de este asunto. Necesitaba verlo personalmente y hablar con él corriendo cualquier riesgo. Cuando Polí, que esperaba a su lado, le dijo que tenía que volver porque ya estaba oscureciendo y era peligroso andar de noche por las calles, le contestó:

-Esperame, Polí, me pongo el saco y los zapatos y me voy contigo.

-Pero don Rogelio me recomendó que no saliera con vos, porque a vos te andan persiguiendo para matarte, y si me ven con vos las patrullas me van a tirar a mí también -le replicó Polí todo asustado.

-Yo te voy a seguir de lejos. No te va a pasar nada. Esperame.

Entró en el dormitorio. Se calzó rápidamente los zapatos, pues andaba descalzo, se puso el revólver en el cinto y se vistió una campera.

-Vamos -dijo saliendo del dormitorio mientras se corría el cierre relámpago de la campera-. Vos camina delante de mí, y yo te voy a seguir a cierta distancia.

Pintos abrió la puerta de calle con cuidado. Antes de salir, asomó la cabeza y miró hacia todos lados. La calle en toda su extensión aparecía desierta.

-Salí -dijo Pintos, haciéndose a un lado para dejarlo pasar a Polí.

Dejó Pintos que el chico caminase unos metros y luego lo siguió a una distancia prudente, como para no perderlo de vista y a la vez tener tiempo de esconderse en algún portal si aparecía una patrulla. Era ya noche. Pero a la leve claridad nocturna, Pintos distinguía bastante bien la silueta de su guía ocasional. No se sentía muy seguro de la obediencia de Polí, y por momentos le inquietaba el temor de que saliera corriendo y lo dejase solo en medio de la noche, en aquellas calles desconocidas. De vez en cuando se cruzaban con uno o a lo más dos transeúntes juntos, porque era prohibida la reunión de más de dos personas. Las patrullas no lo permitían y tenían orden de tirar sobre ellas. También cruzaba a toda velocidad algún automóvil, pero pocas veces y cuanto más se alejaban del centro, veíanse menos vehículos. La ciudad semejaba una ciudad de muertos. Las casas cerradas. "Aquí me pueden pegar un tiro de cualquier esquina y dejarme tendido en la calle como a un perro" -pensó Pintos.

Habrían caminado como media hora, cuando Pintos vio que Polí se detenía frente a un pequeño portón de hierro. Pintos corrió para alcanzarlo. Del portoncito se subía por una escalera de mampostería de diez gradas a una pequeña terraza embaldosada en parte, y en parte de tierra con algunos rosales secos. Sobre la terraza se abría una puerta de entrada a la primera pieza de la casa, que en ese momento estaba abierta e iluminada. Del interior partían gritos y lamentaciones. Polí todo asustado entró sin acordarse de Pintos. Este lo siguió y cruzó la primera pieza, que por la mesa y sillones que allí había era algo así como comedor y sala a la vez. Al penetrar Pintos en la pieza contigua se encontró con un cuadro terrible e inesperado. Tendido en la cama boca arriba, en camisa y con pantalones, estaba un hombre. De una herida del pecho le manaba un hilo de sangre. Pintos se acercó, el hombre ese era Prudencio Avalos. El mismo que dos días atrás había estado a verlo y le había entregado los documentos. ¿Qué hacía Avalos en la casa de Ayala? A su lado, arrodillada junto a la cama, una mujer como de cincuenta años lloraba y acariciaba una de las manos del muerto. Alumbraba la pieza una lámpara de querosene colocada encima de la mesa de luz. Al principio, en su aflicción, la mujer aquella no se dio cuenta de la llegada de Polí, pero cuando lo vio, se puso a decirle: "Lo han asesinado..., lo han matado...".

-Pero Rogelio Ayala, ¿dónde está? preguntó Pintos. -Este es don Rogelio -dijo la mujer. Y luego quedó callada, sorprendida de la presencia de ese extraño en la casa.

Polí le explicó a su madre quién era Pintos. La mujer que era la madre de Polí y criada de don Rogelio se dio cuenta enseguida que Pintos era la persona para quien preparaba la vianda que le llevaba su hijo.

-¿Cuándo lo mataron?

Entonces la mujer contó, usando en gran parte el guaraní, que a poco de salir Polí con la vianda, pues parecía que estuvieran afuera esperando su salida, dos desconocidos llamaron a la puerta que daba a la terraza diciendo que querían hablar con Rogelio Ayala. Este, que estaba en la pieza contigua y que oyó que lo buscaban, le gritó a la mujer: "No los dejes entrar. Vienen a matarme". Pero los dos desconocidos ya le habían dado un empujón a la mujer, y corriendo a la pieza donde estaba don Rogelio, entraron en el momento en que éste se preparaba para tirarles con su revólver. Al recibir la primera puñalada en el pecho, don Rogelio gritó: "Están equivocados. Yo no soy el que buscan. Yo soy Rogelio Ayala". "Nosotros no lo buscamos a Rogelio Ayala. Lo matamos a Prudencio Avalos por traidor" -le contestó el otro asesino a la vez que le daba una cuchillada por la espalda. Y la mujer no pudo terminar de hablar echándose a llorar por su querido patrón a la vez que se lamentaba de la desgraciada equivocación de los dos desconocidos que habían matado a su patrón tomándolo por otro. Creían que mataban a Prudencio Avalos cuando en realidad mataban a Rogelio Ayala.

-Se equivocaron, señor. Lo confundieron con otro. "Aguilera, Ayala, Avalos, ¿cuál era el nombre real y al servicio de qué bando había estado ese hombre que yacía allí, y que era el agente secreto de más confianza de los revolucionarios? ¿Lo había matado gente del gobierno en venganza, o de la propia revolución al descubrir que actuaba en un doble carácter?". Desde ese momento, don Rogelio pasó a ser para Pintos el hombre de las tres A, letra con la cual empezaba cada uno de los nombres supuestos que usaba.

Pintos comprendió que era peligroso para él seguir en la ciudad. Su vida corría peligro. Tal vez después del hombre de las tres A, la próxima víctima sería él. Debía tratar de alcanzar las líneas revolucionarias cuanto antes, o esconderse en otro lugar que no fuese la casa en que había estado hasta entonces. Pero antes tenía que volver a la casa para recoger los documentos que había dejado allí y que debía entregar al Servicio de Inteligencia del Comando Revolucionario para que constatasen si eran fraguados o auténticos. Pero como no podía volver solo, porque desconocía el camino, dijo:

-Dolí, ¿me podés acompañar hasta la casa? Si voy solo me voy a perder.

Polí, que estaba impresionado con la vista del cadáver, aceptó enseguida con tal de salir de allí, aunque a su madre no le gustó. Era peligroso andar por la ciudad en la noche. Pero en el estado de ánimo en que se encontraba, no puso mayores reparos. Antes de despedirse, Pintos le preguntó:

-¿Vos conocés la casa de ese amigo de don Rogelio que se llama Zoilo Aguilera?

La mujer no la conocía, pero sabía que quedaba por el lado del Barrio Obrero. Ayer tan luego Zoilo Aguilera había estado con don Rogelio, y después de conversar largo rato, salieron juntos.

-Y a Prudencio Avalos, ¿lo conocés?

La mujer no lo había visto nunca. La primera y única vez que oyó pronunciar ese nombre fue esa noche por uno de los asesinos.

Por las mismas calles que a la ida, Pintos y Polí se dirigieron a la casa. Durante el trayecto Pintos pensaba que esa persona que se haría llamar Zoilo Aguilera y cuyo verdadero nombre podía no ser ése, no sólo había intervenido activamente en este asunto de los documentos, sino que estaba complicado en el asesinato del hombre de las tres A, y algo tenía que ver con esos nombres tras los que se ocultaba la verdadera identidad del muerto. Quizá ahora anduviese también detrás de él. Tenía, pues, que recoger los documentos y huir sin perder un segundo. A pocos pasos de la casa, se detuvo y poniéndole una mano sobre el hombro a Polí, le dijo:

-Gracias, Polí. Tal vez algún día volvamos a vernos. -Y como dos días antes, volvió a repetir-: Sos un mitaí valiente.

Polí sintió que aquella mano puesta sobre su hombro temblaba.

No había caminado cinco pasos el muchacho cuando oyó a sus espaldas el ruido de la puerta de calle al abrirla Pintos, y casi al mismo tiempo el sonido de tres detonaciones. Se volvió lleno de terror y alcanzó a ver que Pintos daba unos pasos, trataba de apoyarse en la pared de la casa y caía en medio de la vereda. Entonces, dos hombres, dos bultos, salieron de la casa, se inclinaron sobre Pintos y tomándolo de los brazos arrastraron su cuerpo por la vereda hasta meterlo en la casa. Durante unos segundos, paralizado por el pánico, Polí se quedó mirando la calle desierta, perdida en la oscuridad, silenciosa, como si nada hubiese pasado en ella, como si todo lo visto fuese el fruto de una alucinación. Y acto seguido, salió corriendo desesperadamente como enloquecido.

 

 

 

 

 

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