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LISANDRO CARDOZO (+)

  EL ENTIERRO - Cuento de LISANDRO CARDOZO


EL ENTIERRO - Cuento de LISANDRO CARDOZO

EL ENTIERRO

Cuento de LISANDRO CARDOZO

 

Extraído de "Noche de pesca y otros cuentos".

Editorial Servilibro


Ña Salustiana y Feliciano, su hijo, sacaron los catres para dormir bajo el ala del corredor. La noche estaba calurosa y húmeda. Ni los grillos soportaban las ren­dijas de la pared caliente de estaqueo. Luciana, la hija menor, después de cenar estiró la única sábana sobre el camastro, en la semipenumbra de la pieza. Prefería dormir bajo techo, ya por el miedo o el dolor de cintura por la prematura enfermedad a consecuencia del fresco de las madrugadas.

Salustiana, como todas las noches, prendió una vela al Cristo Crucificado y a san Cristóbal. El nicho de ma­dera tallada y pintura desconchada estaba en la pared que daba al viento sur.

Antes de ir a la cama se puso un camisón, fue al fondo y, aprovechando la oscuridad, no llegó al servi­cio donde al menor ruido zumbarían los moscardones. Cuando orinaba escuchó claramente su nombre; una, dos veces, y luego fue como un agudo grito en su oído. Quedó como clavada en el lugar, pero al cabo reaccionó corriendo con la bombacha en bandolera, y con el apu­ro se le cayó una zapatilla en el yuyal.

Fumó dos interminables cigarros metida en la cama. Era para espantar el miedo y los mosquitos, pero no pudo dormir, a pesar de que el fresco fue reemplazando al calor agobiante. Sus cinco sentidos apuntaban hacia el fondo, y escuchó otra vez "Saluu... Salustianaa..." y vio una lumbre vivísima que se apagó recién con el can­to de los gallos. No dio cuenta a sus hijos de lo ocurri­do esa noche, sino hasta que estuvieron almorzando a mediodía.

Prudencio, el hermano de Salustiana, llegó como a las diez del domingo. Regresaba después de mucho tiempo a su pueblo, donde vivió desde que se casó con la sobrina del sacerdote y se fue cuando falleció Hermil­da, hacía un tiempo, de muerte natural.

Feliciano aceptó la invitación de su tío y compar­tieron el aperitivo. Tenían una botella de caña "tipo empleado" enfrente mientras charlaban cada vez más entusiasmados. Prudencio contaba anécdotas de su "pa­sar" por el Alto Paraná, mirando permanentemente a sus sobrinos y hermana, para ver el efecto que causaba en ellos.

Feliciano contó a su tío lo que le ocurrió por la noche a su madre, a pesar de una seña de desaprobación de Salustiana. Prudencio, de la sonrisa incrédula, se puso serio y sentenció gravemente sin titubear: "Aquí hay al­gún entierro, che ra'y. Seguramente es mucha plata y, por lo que me contás, es para tu mamá''.

Una siesta Salustiana sintió que se movía su cama, que la arrastraban unos metros. Escuchó pasos que parecían perderse en un extremo del corredor. Luego creyó escuchar que alguien tosía secamente esa noche, y en alguna ocasión anterior ya había escuchado la per­sistente tos de alguien que parecía ahogarse.

Alejandrino, regresó después de trabajar unos meses recolectando algodón en Posadas. Llegó y se tendió en el catre que permanecía bajo el mango. Traía unos rega­los que luego desperdigó en la cama; eran algunas ropas y otras baratijas que le permitió comprar el poco dinero que logró juntar. Pidió un cuchillo filoso para rebanar el fiambre y pan que traía, y comieron hasta las migas.

Hablaron del tema que les preocupaba, mientras be­bían cervezas. "Es una clara señal que parece venir del cielo y cae justo en ese lugar", dijo Salustiana, interesan­do aún más a su marido. "Esta misma noche vamos a comenzar a buscar. Esa plata tiene que ser para nosotros y por eso es que tanto se muestra a tu mamá".

—Siempre escuché decir por ahí, que aquí había mo­vimiento y que por eso nadie se quedó a vivir después de morir don Leocadio —dijo Luciana.

—Nosotros vamos a quedarnos, mi hija, y vamos a ser millonarios —dijo, ya eufórico, Alejandrino, tras tomar el último trago de cerveza antes de dormir unas horas.

Entre todos ubicaron el lugar exacto. Alejandrino plantó cuatro estacas a manera de mojón y esperaron la oscuridad, preparando un cuadrilátero con sábanas y frazadas para ocultar la zanja que harían.

Trabajaron toda la noche y Salú, llevó mate bien ca­liente cuando el sol ya se insinuaba. Feliciano durmió unas horas, mientras sus padres sorbían la infusión en el borde del pozo.

—Te voy a contar lo que nos ocurrió anoche —le dijo Alejandrino a Salú—. Continuamente se nos caía encima otra vez la tierra que sacábamos con cada pa­lada. Pero mirame a ver si tengo algún grano encima. Escuchamos remesones de gritos y palabras que no en­tendíamos. Parecía que nos atropellaban caballos fu­riosos y unas cadenas se arrastraban y parecía que nos iba a golpear. Pero un rato después terminaba todo y seguíamos cavando tranquilamente. Tuve miedo y en un momento, casi dejamos el trabajo.

Pasaron tres noches de trabajo y el pozo ya era una profunda zanja. Tres por tres de base y más de cuatro de profundidad. Tuvieron que construir una rústica esca­lera para bajar y subir con los baldes. En la cuarta noche y en la primera palada, Alejandrino creyó ver algo que brillaba y lo recogió. Era una moneda que pulió con arena y su pantalón y vio que era de plata.

—¡Ya estamos cerca, mi hijo! —gritó alentando a Fe­liciano, que a esa altura estaba cansado y decepcionado.

Los vecinos más cercanos ya estaban enterados o maliciaban que algo grande estaba pasando. En el al­macén, la comidilla era el entierro, y las exageraciones apuntaban hacia millones en oro y plata.

Ña Salustiana miró esa noche el cielo, que de repen­te se iluminó con una delgada estela que caía, luego fue una lluvia de meteoros refulgentes que parecieron explotar quedamente. Alejandrino sintió que ella se afe­rraba temerosa a su brazo, y con un hilo de voz dijo:

—Esto es de mal agüero, Alejandrino, y casi se con­firma mi pesadilla.

De improviso, también las luciérnagas invadieron el lugar, los grillos serrucharon en los yuyales y las sábanas no cesaron de volar al viento.

—Hay amenazo y tengo que volver al trabajo —dijo Alejandrino, mientras se alejaba la mujer.

Continuó hurgando con la pala en la arena y sintió un chasquido.

—¡Este es un cráneo! —dijo, y ahogó una maldición.

—¡Son mis huesos! —dijo una voz que parecía ve­nir de muchas partes. Dio una media vuelta y vio a un hombre parado a su lado. Se le erizaron los pelos, y la filosa pala que pendía de sus manos fue lo último que vio Alejandrino.

Se escuchó en la profundidad de la noche el grito de Salustiana, cuando Feliciano le dijo que su padre estaba tirado en el pozo con el cuello cercenado. Los vecinos, como por arte de magia, formaron un cerrado círculo en torno al hoyo. Muchos de ellos creyeron que ya habían encontrado algo y que el grito de Salú fue de júbilo.

Ayudaron en silencio a sacar el cuerpo. Las mujeres más viejas prepararon la mortaja. Alguien avisó al juez y al alcalde, quienes vinieron después de unas horas.

Ya iba amaneciendo y todo estaba dispuesto en la piecita que daba a la calle. Las velas ardían en cada ex­tremo de la mesa donde estaba tendido Alejandrino con el cuello mal cosido y un hilito de sangre que coaguló en la sábana. Este no va a aguantar hasta esta tarde, mi hija, le dijo a Salú una viejita que ya presagiaba un intenso calor para ese viernes.

El día de final de rezo limpiaron el tatakua; las muje­res liaron cigarritos de tabaco negro y compraron cara­melos para los mita'i. Desde temprano, el calor húmedo presagiaba lluvia, las sombras se condensaban a lo largo del corredor, mientras caían las primeras gotas que re­sonaron sobre la tierra reseca y caliente. Enseguida la lluvia arreció formando raudales que iban directo a la zanja abierta.

Feliciano miraba desde hacía un rato el agua que se perdía en el pozo y dijo:

—¡Voy a ver por qué no rebosa ese maldito hoyo, carajo!.—Al rato volvió empapado y con expresión de asombro—. La zanja está vacía, mamá. Ahí no hay una sola gota de agua.

—¡Seguramente toman los muertos guardieros, m'hijo! —dijo don Prudencio.

Esa noche Salustiana no pudo dormir.

—Me está llamando tu papá —le dijo a Luciana con voz queda.

—Yo no escucho nada. A lo mejor es Feliciano, que está volviendo un poco borracho —dijo la chica, aco­dada en la cama.

—Yo tampoco lo escucho, pero lo siento como si fue­ ra dentro de mí, como si gritara en mis huesos —exte­riorizó Salustiana.

Varias noches pasaron en vela. Feliciano, a esas horas estaba en el almacén de don Centú, y volvía al amane­cer y dormía como un animal herido, con profundos y sonoros estertores.

—¡No soporto más esto, mi hija! —dijo un día Salú—. Alejandrino no me deja dormir y ya no puedo vivir así. No me asusta, ni le tengo miedo, pero no sé si será cierto lo que dice. Estoy muy trastornada, mi hija.

—Tenemos que mudarnos de aquí, mamá. Por ahí dicen que ya estamos locas. Encerradas todo el día y que ni comemos bien, dicen.

—No quiero dejar la casa ni a Alejandrino. Pero por vos y Feliciano voy a hacer el sacrificio.

Contrariamente a las leyes, pero con el permiso de las autoridades, a Alejandrino lo habían enterrado en el fondo de la propiedad, a un costado de la zanja. El laico que oficiaba de sacerdote en el poblado no quiso bendecirlo, ni permitió que lo lleven a la capilla, ni al cementerio. "Esto es cosa del demonio", había senten­ciado en una reunión. "Estuvo perturbando el sueño de los muertos y no merece perdón de Dios", dijo después.

El juez de paz escribió en su libro de nacimientos y defunciones: "Muerte poco claro. Asigún los famillares fue por culpa de la pora". Así cerró el caso.

Prudencio alquiló un camioncito para la mudanza. Quería trasladar a su hermana, Salustiana, al poblado vecino, cansados como estaban de las habladurías. Fe­liciano tuvo una mala cosecha, Luciana enfermó del pulmón y debían buscar un lugar más alto y aireado.

Acomodaron los catres, el ropero de luna rota y los colchones. El cántaro era lo último que alzarían.

Desenterraron a Alejandrino.

—Lo vamos a tapar con la carpa en la carrocería — dijo Prudencio.

Tardaron unas horas por el camino de tierra y barro. El cajón fue lo primero que bajaron al llegar, y cava­ron esa noche una nueva sepultura y llevaron la sencilla caja, que rápidamente se había podrido abajo. Salustia­na, que ayudaba, sintió que algo se le había caído en los pies y casi gritó del susto. Enseguida lo sintió de nuevo, y esta vez con más fuerza. Con mano temblorosa tanteó bajo el cajón y palpó una viscosa humedad y se estremeció.

—Esperen un rato, bájenlo —dijo Salú—. Quiero ver qué cayó sobre mi pie.

Alumbraron con la linterna por todas partes, la ma­dera crujió y se estremeció un tanto.

—Tenemos que abrir el cajón, rápido —ordenó emo­cionada la mujer.

Cuando levantaron la tapa, un brillo enceguecedor salió del interior, como una desbandada de luciérnagas. El resol era de oro pulido y resplandecía en la noche.

Alejandrino parecía sonreírles desde los confines del tiempo, y vieron que había encogido en su mortaja ma­rrón. Sus descarnados y diluidos labios parecían decir algunas palabras que escucharían por siempre.

—El murió por esto y lo guardó para nosotros —dijo Salustiana, y esa noche descansaron en paz.

 

 

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NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS

Cuentos de LISANDRO CARDOZO

Editorial SERVILIBRO. Asunción - Paraguay

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 5 - AÑO 1 - SETIEMBRE 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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