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LISANDRO CARDOZO (+)

  EL OLVIDO - Cuento de LISANDRO CARDOZO


EL OLVIDO - Cuento de LISANDRO CARDOZO

EL OLVIDO

Cuento de LISANDRO CARDOZO

 


“Si mi dueño se olvida de mí, por favor, guárdeme, que él en algún momento de su vida vendrá por mí”, decía en la página en blanco del libro de poemas, con cuidada caligrafía. El libro de tapa dura estaba sobre la mesa del bar donde Diana y Alfredo trabajaban de camareros. Ya eran cerca de las once y debían cerrar el local. Se pusieron a ordenar las cosas, recoger las coli­llas de cigarrillos, doblar los manteles, apilar las sillas a un costado. “Mirá este libro, dijo Diana, alguien se lo olvidó acá”. Alfredo se acercó a mirar y dijo a su vez, “En esta mesa estaba un hombre que pidió café y dos sándwiches de queso… después de un rato pagó y se fue. No me fijé que haya dejado ese libro, o sino le avi­saba”. “Mejor que no le hayas avisado, porque así voy a tener qué leer, dijo Diana y rio, me gusta leer poemas, es más, me gusta escribir también”. “¿Vos escribís?, dijo algo sorprendido el muchacho y rio. No te veo a vos escribiendo poesía. Eso es más para chicas finas, román­ticas y vos sos medio tocame un tango, Diana” Rieron ambos con ganas “Es que soy divertida, feliz y aunque un poco loca, me gustan esas cosas”

Diana llegó a su casa, cercana al bar, donde vivía con su madre. Era más de medianoche. Se duchó y se dis­puso a leer el libro. Recorrió con la vista la puntillosa caligrafía del hombre, que según los grandes rasgos que le dio Alfredo, era de unos cuarenta años, alto, aunque por la penumbra del lugar no pudo distinguir si era tri­gueño o moreno, fumó uno o dos cigarrillos con el café, además “no le presté mucha atención, porque el hombre era un cliente más, como los de siempre”, dijo Alfredo para concluir su descripción. El libro era voluminoso y en la gruesa tapa decía en letras caladas y pintadas en oro: “Obras Completas de Olivio Garrido”. Nunca había escuchado hablar de ese poeta, lo que no probaba que no existiera o no hubiera existido. Buscó datos so­bre el autor y vio que era español, que vivió a fines del siglo diecinueve en Granada.

El primer poema del libro se titulaba “La luna como tus ojos”, y al leer los primeros versos Diana, sintió un cosquilleo en el corazón. Era un poema de amor que enseguida la transportó a paisajes de ensueño, a bus­car al hombre ideal de sus sueños. Leyó y releyó verso a verso, el mismo poema, que el autor enamorado ha­bía dedicado a alguna mujer. Una vez vencida por el sueño, puso el libro abierto sobre su pecho y durmió plácidamente. El libro amaneció a su lado, y ella hecha un ovillo, tratando de entrar en calor, con el frío de la madrugada.

Esa noche llevó el libro al trabajo a la espera de que venga el dueño, pero el mismo no dio señales de vida y tuvo que volver a su casa con el paquete bajo el bra­zo. Esa medianoche se dispuso a disfrutar del segundo poema, que le resultó un poco más enigmático, por las imágenes y la métrica endecasílaba. Así fueron pasando los días, idas y venidas con el libro, lectura a gusto de los poemas y en consecuencia sus emociones, sus fantasías que se encendían más y más cada noche, estremeciendo su ser. Idealizó al poeta, y al dueño del libro que nunca apareció en búsqueda de ese preciado objeto.

En sus noches, que ya se iban volviendo insomnes con las lecturas obsesivas que parecían no avanzar, ima­ginaba al poeta, que la esperaba a la vuelta de su casa, le llevaba flores rojas y amarillas, o le mandaba intermi­nables cartas de amor que ella inventaba en su mente, y parecían surgir letra por letra sobre papeles de colores. Estas cosas ella las comentaba con su compañero, Al­fredo, quien la escuchaba mientras secaba copas o do­blaban juntos servilletas, y después reía de la ocurrencia de su compañera. Le daba una pequeña palmada en la frente, como para hacerla volver a la realidad y le decía riendo: ¡A vos te falta un hombre, Diana, porque o sino vas a enloquecer!. Ella también reía de sus propias his­torias, aunque se reservaba las mejores partes.

El libro tenía doscientos ochenta y cuatro poemas. Recordaba que fue dejado por el extraño el siete de julio del 2007. Pensando en coincidencias se dio cuenta que se repetían tres sietes, los números de la cantidad de poemas sumaban dos veces siete y la mesa que ocupó era, precisamente, la número siete. ¿Qué puede signi­ficar todo eso? se preguntó varias veces, y lo hizo con Alfredo y con Ramiro, el dueño del bar. Este le dijo que esas eran agüerías, que no haga caso. Contrariamente a lo que Alfredo le dijo, “Todo eso da que pensar, Diana. El siete es un número mágico, bíblico y tenés que con­sultar con alguien que sepa de esto. Un espiritista, creo, que sabrá qué significa eso”. Ella, por supuesto no hizo caso a lo que dijo Alfredo, pues sabía muy bien que él era bromista y burlón.

Ya iba por la mitad del libro.

Entonces Diana, tenía un gran dilema: ¿Estaría enamorada, y tanto el poeta como el dueño del libro, ambos sin rostros definidos, se estarían disputando su amor?. Cada noche, debía elegir con quién salir a rea­lizar sus muchos sueños, a caminar sobre arcoíris que unían continentes, hemisferios y los llevaban a bosques, extrañamente luminosos y misteriosos. Siempre desper­taba sobresaltada, tras dormir vencida por horas insom­nes, hecha un ovillo, destapada y temblando de frío.

Ese desmejoramiento de Diana fue notado por Al­fredo y Ramiro. Ambos le señalaron lo mismo y le re­ comendaron que se tome unos días de descanso, pues durante el invierno había poca gente y ambos podían arreglarse bien con la clientela. Diana se tomó un fin de semana y se dispuso a descansar, pero del libro no quería desprenderse. Era como una cuestión de vida o muerte terminar con la lectura. Con las horas de ocio, ella se dispuso avanzar más, porque cada página era mo­tivo de suma atención. Hacía anotaciones en un cuader­no, de similitudes temáticas, de lenguaje, imágenes y lo que ella entendía por estilo. Así pasaron unas semanas, hasta que un día Alfredo le dijo que le pareció ver al hombre que había dejado el libro en el bar. Esto llenó de alborozo a Diana, aunque luego, apesadumbrada pensó que debía entregar el libro antes de leerlo todo. Pero enseguida no hubo más noticias del personaje parecido al de aquella noche.

Llegó a la última página del libro y era como el últi­mo capítulo de una novela de amor que ella fue recrean­do en su mente. No quería que nunca llegue ese ins­tante, pues sabía que muchas cosas cambiarían, como la felicidad transitoria con las fantasías que transitaron su cerebro y que por momentos la llevaron a somatizar sus emociones, con intensas vibraciones íntimas que la dejaban exhausta y aterida.

Esa madrugada, Diana, cerró el libro y sintió una paz aparente. Había leído el último poema, que la dejó desolada, pues la sacó de su cotidiana emoción, por lo trágico de la situación amorosa, con la que se coronó el poemario.

Ese mediodía las noticias dieron cuenta de una muer­te, que podría ser un suicidio o un asesinato, porque no se sabía muy bien si las marcas en el cuello de la joven mujer aún no identificada, eran de una soga, o de las fuertes manos de un hombre.

Pasó el tiempo, y al otro lado de la ciudad, una mujer que fue esperar a su novio en un pequeño bar, en el asiento de al lado del suyo, encontró un libro de tapa dura que decía: “Obras Completas de Olivio Garrido”.

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 2 - AÑO 1 - ABRIL 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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