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LISANDRO CARDOZO (+)

  ¿MAGO O MESÍAS? - Narrativa de LISANDRO CARDOZO


¿MAGO O MESÍAS? - Narrativa de LISANDRO CARDOZO

¿MAGO O MESÍAS?

Narrativa de LISANDRO CARDOZO


A algunas personas no les alcanza la vida para hacer lo que deben. Mientras cavilan cómo deben obrar en ciertas circunstancias, se les va el tiempo, y van saltando de oficio en oficio, de changa en changa, cama en cama y de intereses hacia otros desintereses.

Continuamente se ponen cara a cara con la eterni­dad, con el inmenso deseo de trascender, de ser y hacer algo en la vida, tener un nombre con el que sobresalir sobre los otros, que están en su mismo nivel. Se deva­nan los sesos, pero en todo lo que emprenden acaban mal, o el mal acaba con ellos. Sus vidas son un constan­te ensayo y error y nada les satisface.

Eso ocurrió con Richard Sanchiz, un hombre co­rriente, que lo primero que hizo al emprender lo que él consideraba sería su nueva vida, fue buscar un nuevo nombre con el que ocultar el verdadero, que lo avergon­zó desde que tuvo conciencia de él en la escuela.

Odió a sus padres por bautizarlo Tolomeo de Merce­des Aguirre. Sus compañeros lo tomaban en broma y lo llamaban “Te lo meo” y otros más mal hablados decían “Te lo meto”. De “de Mercedes” ni hablar, pues le to­maban el pelo ofreciéndole aros, esmalte de uñas y has­ta moños de las compañeras. Esto realmente lo enojaba, y por ese motivo tuvo serias reprimendas en el colegio y fue expulsado de dos por bochinchero.

Ya con el nombre artístico, fue completando su prácti­ca de mago, estudiando el curso por correo que un insti­tuto argentino le enviaba, incluyendo los textos, casetes, fotografías y algunos elementos con los que hacer sus prácticas de magia y encantamiento. Para aprender más rápidamente fue a ver a un viejo mago del barrio Obre­ro llamado Maginot y enseguida se hizo su ayudante por un tiempo. Primero aparecían en los afiches y en las propagandas callejeras, como el Maravilloso Mago Maginot y su ayudante Richard Sanchiz. Luego, ya eran sencillamente “Los magos Maginot y Sanchiz”, los que eran anunciados con sus actos de hipnotismo, encanta­miento y desaparición, especialmente de los objetos de valor, que hábilmente reemplazaban por baratijas.

Recorrieron pueblos y ciudades del interior, acompa­ñados de payasos y malabaristas, y al poco tiempo ya tenían un completo circo, con numerosos actos y juegos de diversión. El éxito por primera vez le sonreía también al Mago Maginot, que por fin salía de la miseria, pudo comprar un nuevo pantalón y una camisa floreada, que hace mucho tiempo quería. Richard enseguida hizo lo mismo, porque los dos debían estar a tono.

En el deambular de la pareja de magos, Richard fue dejando amores en cada ciudad, y en algunas dejó mu­jeres preñadas, de las que ya no tuvo noticias. Estuvo preso en Paraguarí, Carapeguá, Pedro Juan Caballero, Villarrica y en Misiones, varias veces por estafa y hurtos de poca importancia. Pero lo dejaban libre enseguida, pues nunca le encontraban encima las pruebas. Las ha­cía desaparecer “como por arte de magia”, decía orgu­lloso Richard.

Trabajó luego en una granja, en una estancia en Misiones y en un comercio en Encarnación, al quedar abandonado a su suerte por su maestro y mentor, quien prefirió volver a Asunción con el poco dinero que lo­ graron juntar. Como Richard no sabía hacer más que algunos números sencillos como mago, todo le costó el doble en los escenarios. Pero se dispuso a estirar hasta completar el primer mes en ese trabajo y se mudó del depósito, donde dormía sobre unas bolsas vacías de ar­pillera en un pasillo, a una piecita que alquiló por poco dinero.

Richard Sanchiz, sin embargo, seguía obsesionado con eso de ser alguien en la vida, como le había en­cargado su padre antes de morir. Intentó hacerse poeta y escribió por las noches unas frases que de poéticas no tenían nada. Le dijeron que de la poesía no viviría y sería un pobre diablo, como todos. Entonces probó escribir una novela, pues quería contar la historia de su vida hasta ese momento. Pero tampoco le satisfizo mu­cho lo que narraba, pues notoriamente era inconexo y faltaba el “ángel del arte” como él decía, apropiándose de lo que había escuchado decir a un poeta de verdad, en Posadas, Argentina.

Sabía que tenía aptitudes para el arte… ¿pero qué arte?, se preguntaba continuamente. En un bar vio a una joven cantante que era acompañada por un viejo guitarrista que no era ciego pero tenía los ojos blancos por la catarata. Se quedó prendado de la chica y se le ocurrió que para enamorarla debía aprender a tocar la guitarra y emprender con ella largas giras por el mundo. Consiguió prestada una guitarra del hijo de su patrona y buscó un profesor. Al cabo de unas semanas, su profe­sor le dijo que la guitarra no era lo suyo y le recomendó tocar flauta, “que no es más que soplar y apretar unos agujeritos en la tacuarita”, le dijo burlón.

Entonces decidió probar con el acordeón, que le pareció iba a ser más fácil, pues solo debía apretar las teclas, empujar y contraer el fuelle de aquí para allá. Cuando probó, no necesitó que le digan, que el acor­deón no era lo suyo.

¡Qué dilema! Y no se sacaba de la mente a Roxane Ortiz, la cantante de sus sueños. Con ella no tenía ar­ gumentos como con las demás, pues la veía muy fina, talentosa y educada.

Creyó que la solución sería hacerse taxista para lle­var a Roxane a sus actuaciones y así poder conquistarla. Pero no tenía licencia y tampoco el auto, pero a fuer­za de engaños consiguió que alguien le confíe un auto, pero enseguida tuvo que devolverlo, porque enseguida se llenó de multas. Luego se le ocurrió que podría ser cartero para llevarle las cartas a su enamorada que él mismo escribiría. Pero al cabo de unos días se conven­ció Richard que la cantante ni por asomo se fijaba en él. Esa profunda reflexión lo volvió a la realidad.

Entonces, creyó ver la luz al final del largo túnel y es­cuchar el llamado del Señor. Ahí su alma se llenó de gozo.

Tomó inmediatamente el bus y se largó con su pe­queño ahorro a recorrer ciudades, predicando la palabra de Dios. Desempolvó o deslió una Biblia que siempre llevaba en su maleta, regalo del Mago Maginot. Se aprendió de memoria algunos versículos del Apocalip­sis, del Eclesiastés, de los Filipenses, Marcos y de los muy necesarios Salmos de David.

Ya bien armado, estaba seguro que su nueva profe­sión de mesías le llevaría a la fama. Aprovechó los fines de semana en que había más gente en los mercados, se apostó también frente a los shoppings, en las esquinas de plazas, y a voz en cuello pregonaba que “el fin de los tiempos” se acercaba, y con la Biblia en lo alto, ad­vertía a quienes quisieran oírle, que la destrucción de la raza humana estaba próxima. Gritaba también que todas las degradaciones de los jóvenes que caían en el vicio y el pecado, que las degradaciones de las aguas y los bosques, eran señales inequívocas de lo que decía. En dos meses recorrió todas las ciudades importantes del Paraguay y solamente consiguió unos pocos billetes. Pero no obtenía la respuesta esperada: nadie le propu­so fundar su propia iglesia o armar con la palabra de Dios una feligresía importante que le pudiera mantener como el pastor, que ya él se consideraba, con el aporte del diezmo.

Fue echado de muchos lugares, especialmente por los católicos y otros protestantes que lo veían como un farsante. Esto lo desanimó y fue a sentarse en el banco de una plaza a reflexionar y hacer un autoexamen para encontrar el camino correcto. Luego se acostó y siguió construyendo proyectos en el aire. Cansado ya, se dur­mió sobre el duro banco y lo despertó de repente una fuerte lluvia que no se dio cuenta se avecinaba silencio­samente.

Entre sus cavilaciones estaba la idea de que podía pro­bar hacer milagros, perdonar pecados, dar esperanzas a los afligidos, dotar de nueva vida a los leprosos curan­do su carne, limpiando su sangre… Y… ¡Zaz! ¡En ese momento se le prendió la lamparita!… Anunciaría que podía curar también el sida. ¡Esta es mi salvación! dijo. Pero enseguida se dio cuenta que nunca vio un leproso por ahí, porque todos estaban ocultos en Sapucai. De sidosos tampoco tenía noticias en esas ciudades del in­terior y decepcionado, tuvo que desechar su genial idea.

En ese momento, se le iluminó el semblante al pen­sar que podía realizar el milagro de caminar sobre las aguas.

Eso sería un genial golpe de publicidad, pero antes debía practicar y ver la forma en que haría el acto sin hundirse. Recorrió el río Piribebuy en toda su exten­sión, buscando un paso poco profundo. Miró por todos lados y como no vio a nadie en las cercanías, comenzó a dar los primeros pasos sobre el espejo del agua. Logró un relativo éxito en el primer intento, pero enseguida se le acabó la buena suerte y como empujado por algo o al­guien se desvió del trayecto y cayó a un profundo pozo que no había previsto. Fue hasta el fondo y al sentir la blanda arena y el limo, se impulsó con desesperados pataleos. Salió a la superficie, ya cuando se le acababa el oxígeno en los pulmones, y se acordó que no sabía nadar y del susto se quedó mudo por unos segundos. Lo primero que hizo fue buscar algo de qué agarrarse; una rama, una raíz o algo sólido, pero no había nada y eso le desesperó más aún. Se acordó de rezar y suplicar a su dios, que hasta ese momento se le mostraba esquivo. Le prometió dar todo de sí, adorarlo toda la vida, con tal de salvarse.

Como por arte de magia, o un milagro, porque sólo podía ser eso, apareció un pescador buscando un lugar donde lanzar su liñada en busca de algún pez que le salve el almuerzo del día. Richard salió a manotear una vez más antes de hundirse de nuevo en el agua. Ahí lo vio el pescador, que se acercó presuroso al barranco y le pasó la larga tacuara que era su caña de pescar. Salió a duras penas con vida de ese percance y en cuanto pudo siguió su camino en busca del éxito que no le resultaba para nada fácil.

Siguiendo con el plan de volverse un mesías a cual­quier costo, se le ocurrió la poco original idea de la mul­tiplicación del pan y el pescado.

Voy a ir a los lugares más populosos, donde están los más pobres, y les voy a repartir panes y pescados. A los borrachines les voy a dar una ración de dulce vino. Voy a hacer el milagro que hizo Jesús y me voy a ganar el amor y la estima de todos. A la mañana temprano fue al mercado, compró unas trinchas de pan, que de hecho, cada una tiene seis bollos fácilmente separables. Pero cuando se fijó en el pescado, se encontró con la di­ficultad de que le sería imposible separarlo y menos aún multiplicarlo, como hizo el verdadero mesías. Entonces se acordó de la caja de trucos que usaba su maestro y protector hasta que lo abandonó. ¡Ahí está mi solución!, pensó entusiasmado. La caja tiene un doble fondo, con tapas laterales y una de ellas deslizable, por donde vol­vería a cargar los pescados.

Hizo todo lo pensado. Fue al barrio más miserable de Itacurubí de la Cordillera e incitó a la gente a prestarle atención. Se ubicó bajo la fronda de un enorme árbol y llamó a la gente dando fuertes voces con una prédica cargada de citas bíblicas, oraciones, alabanzas y bendi­ciones. Incansablemente repitió ¡Aleluya, Aleluya!, sin entender muy bien lo que significaba eso. La gente se acercó a Richard Sanchiz, que para ese momento, ya se hacía llamar ¡el Apóstol Richard!

Hacía más de cuatro horas que había comprado los pescados, que tenía en la caja pintada de negro. Siguió vociferando salmos, versículos, citas y capítulos enteros del Nuevo Testamento mezclados con el Antiguo y al­gunas frases leídas de otros libros. Llegó el momento de realizar su gran acto y comenzó repartiendo los bollos de pan que sacaba de la caja. La gente los tomaba con reserva, pues tenían un olor raro. Cuando llegó el mo­mento de repartir los pescados se dio cuenta que ya se estaban descomponiendo y empezaban a pudrirse, por el sofocante calor, en su hermético encierro. Richard no tuvo en cuenta que Jesús había repartido pescado salado y secado al sol. Las moscas ya revoloteaban sobre la caja y todos desistieron de recibir el milagroso pescado.

La dispersión de la gente fue inevitable, aunque el Apóstol Richard procuró por todas los medios retener­los. Los niños en la retirada comenzaron a tirarle pie­dras, lo que imitaron enseguida los mayores insultando al falso mesías. El Apóstol tiró la caja a un costado y perdiendo toda compostura se puso a correr perseguido por la turba, liándose con la falda del blusón blanco que se puso para imitar al Hijo de Dios.

Los que lo vieron por última vez aseguraron que iba por la ruta, en dirección oeste, hacia los cerros.

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 1 - AÑO 1 - MARZO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

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