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LISANDRO CARDOZO (+)

  NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS, 1994 - Cuentos de LISANDRO CARDOZO


NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS, 1994 - Cuentos de LISANDRO CARDOZO

NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS

Cuentos de LISANDRO CARDOZO

 

Categoría: Literatura

 

Las narraciones breves que se incluyen en la presente edición del libro "Noche de Pesca y Otros Cuentos" han sido escritos en distintos momentos de la vida del autor, con diversos temas, que van desde la anécdota hasta las ficcionadas, con escenarios reconocibles, tanto urbanos como rurales.

 

 

NOCHE DE PESCA
 
 En Varadero el agua estaba picada y hacía fresco. Había un viento norte pesado que cruzaba sobre mis hombros.
 
Estaba pescando desde la popa de una vieja barcaza en desuso; había poco pique y el aburrimiento estaba haciendo presa de mí con sus enormes fauces. Hacía horas que estaba sentado intentando pasar el tiempo lo mejor que podía, y tenía en el agua, atada a un largo cordel una media docena de bagres y unos armaditos que había capturado.
 
De vez en cuando un mbiguá pasaba raudo o se zambullía a unos metros de mi línea, y al rato salía con una desesperada presa en su pico; la engullía y a seguir pescando desde el aire. Las horas parecían arrastarse en la lenta corriente que seguía bajando imperturbable, trasportando camalotes, botellas, o cualquier cosa que pudiera flotar.
 
Desde mi lugar percibía los movimientos de otros pescadores en las sonoras planchadas de metal de los barcos vecinos. Se oían voces, algunas bromas o un agudo silbido, mientras yo seguía tirando y recogiendo mi liñada, o reponiendo envejecidas carnadas, cambiando de vez en cuando el anzuelo; culpándolo de mi poca suerte. Me conformaba pensando en el viejo dicho de los pescadores, "todavía no es la hora''. Renovaba mi paciencia con unos sorbos de tereré, y seguía sentado al sol, que iba declinando de a poco.
 
Levanté mi pobre sarta de pescaditos y, para colmo de males, lo encontré disminuido, pues alguna piraña se había sebado en dos de ellos. Había rastro de feroces dentelladas en los vientres de ambos. Limpié pacientemente lo que quedaba de los bagres y los coloqué en una bolsa de hule.
 
Con la luz de la linterna junté mis cosas, pues el sol se había puesto, las voces cercanas habían callado y solamente se escuchaba el ruido metálico de los barcos, al mecerse en la noche. La oscuridad era total y me disponía a retornar a mi casa con poca suerte, pero con un espléndido tiempo en soledad. Había reflexionando cosas que me preocupaban, ordenado otras, y dejado algunas para irlas resolviendo en la semana.
 
Busqué a tientas el tablón que era el puente hasta la barcaza más cercana a la playa; desde ahí en un salto estaría en tierra. Pero, extrañamente, no veía ninguna luz a mi alrededor, no había el titilar de la candela prendida en las casuchas de la ribera, ni se escuchaba el griterío de los niños jugando en la playa. Sabía de memoria dónde estaba el puente y lo buscaba como a los chirriantes barcos surtos en la playa, y nada. "Esto no puede ser. Es una broma de alguien", pensé. Pero era absurdo creer que persona alguna haya retirado las toneladas de hierro flotantes y medio varadas en el fango. Recorrí varias veces la borda, tropecé con maderas y hierro viejos, maldiciendo lo que me estaba ocurriendo.
 
Mi codo sangraba. O sea, esto no era un sueño, y me sentí furioso e impotente a la vez. Qué podía hacer en esas condiciones. No podía arriesgar mi vida lanzándome al agua; primero por temor a acalambrarme, pues hacía tiempo que no nadaba y además no veía la costa más cercana.
 
De vez en cuando tenía la sensación de que la barcaza se movía, que iba a algún lado con movimientos leves. Me senté anonadado y estupefacto sobre lo que parecía un cajón viejo de madera. No podía entender lo que me estaba pasando...Yo tenía tantos planes para esa noche, y en esas condiciones no me quedaba otra cosa que esperar el amanecer. Consulté mi reloj y eran las ocho. Miré el cielo por enésima vez y confirmé que no había luna, ni las estrellas titilaban a lo lejos. Había, sí, una profunda oscuridad en torno a mí y una sensación de desasosiego me envolvía con el correr de las horas.
 
No podía dormir, pues cuando lo intentaba, sentía un sofocón y despertaba sobresaltado. Seguramente ya era más de medianoche cuando sentí que estaba recostado en la dura pared del desvencijado cuartito que alguna vez fue un camarote. No tenía colchón ni cobija, y por supuesto que era mucho lujo pretenderlo.
 
De vez en cuando escuchaba que alguien se acercaba, entonces gritaba para llamar la atención de esos hombres, y las voces irremediablemente se iban diluyendo. ¿Serán pescadores que vienen de revisar sus espineles o están buscando otra canchada para pescar?, me preguntaba, y nuevamente el silencio me envolvía, y mi impotencia se iba acrecentando. Me sentía entumecido por el frío y tenía miedo por lo que me estaba ocurriendo impensadamente.Según mi cálculo, faltaba mucho para que amanezca, tenía aún alguna carnada, y lo mejor sería hacer pasar el tiempo.
 
Preparé el cordel y lo lancé al agua con nueva carnada, pero me pareció que la plomada no había contactado con el líquido, y soltaba hilo hasta dar todo lo que había en el carretel. No sentía ni que se meciera ni tocara fondo.
 
Experimenté de nuevo la sensación de ahogo; fue como un súbito ataque de asma. Me faltaba el aire y tenía entumecidas las extremidades. De mi garganta no salía palabra alguna y era como roncos carraspeos, o como si estuviera haciendo gárgara.
 
Tenía punzadas en todo el cuerpo; ¿será por la postura incómoda del camastro?; y lo sentía en los costados y a lo largo de la espina dorsal. Me dolía terriblemente la cabeza y recordé el analgésico que siempre tenía, pero me sentía incapaz de ir por él. Se me secaba la garganta, la boca se me endurecía, y la respiración se me iba haciendo difícil y entrecortada.
 
Escuchaba que hablaban muy cerca y era como si pasaran a mi lado, y quise creer que ya estaba amaneciendo. Con la alegría súbita que sentí, moví mis manos y palpé la aspereza de las escamas que volaron por los aires. Di unos palmoteos desesperados que habrán sido sin mucha gracia.
 
Una vez más las voces sonaron cerca y pude reconocer algunas palabras en mi delirio...
 
-¡Miren esto, muchachos! Alguien olvidó sus elementos de pesca anoche.
 
-Acá hay una bolsa con pescados y una liñada en el agua. La voy a revisar...Y parece que pescó algo o está trancada en algún raigón.
 
Sentía que revisaban palmo a palmo la barcaza.
 
-Seguramente el hombre cayó al agua y por eso están todas sus cosas aquí...
 
De repente vi que un deslustrado zapato se acercaba con violencia a mi cara.
 
-Miren esto muchachos, un pescado tan raro y feo. Lo voy a tirar al agua, porque ya huele mal y está endurecido, que parece un cartón viejo.

 

 

 

LA LLAVE EN LA PUERTA

Se fue hace aproximadamente tres semanas. Tuvimos discusiones acerca de si lo más conveniente era mar­charse de nuevo o quedarse definitivamente conmigo. Con algunas señales vistas y presentidas, tuve la certeza de que volvería en algún momento.

Para mí, lo confieso, él es una necesidad tan vital como las funciones básicas de mi cuerpo. Sin él no tengo capacidad suficiente de movimientos, no puedo pensar y me es difícil coordinar aun los reflejos más insignificantes.

Desde la mañana no hice más que mirar insistente la puerta. Sin darme cuenta, estaba otra vez parado frente a la ventana que daba al amplio parque, al otro lado de la calle. Esperaba verlo sentado en algún banco o cami­nando con las manos en los bolsillos, mirando hacia la casa. Temo por él, tan frágil como es.

La última vez que se marchó fue hace dos años. Re­cuerdo que hacía un calor pegajoso y envolvente con sus treinta y tantos grados. Aquello era muy extraño para esos días de primavera. Dijo que no soportaba más vivir en tales condiciones y le era imposible concentrarse en alguna actividad. En ese tiempo, creo, estaba leyendo un libro de Dostoiesvki; no recuerdo ahora el título, pero estará en algún anaquel de la biblioteca.

Se quejaba de las tibias sábanas y del agua que nun­ca estaba fría a la hora del baño. En fin, le molestaban hasta las cosas más triviales. Por mi parte hice todo lo que estaba a mi alcance, incluso le había propuesto mu­darnos a un piso más confortable.

Una noche, mientras dormía, en sueño vi que él se despojaba de mí como otras veces. Quedé vacío, sin sentido, como un amasijo de carne y huesos, con las ar­ticulaciones doloridas. Sentí una explosión violenta en mi interior y caí tendido en el cuarto en sombras que se diluían de a poco.

Tras un cierto tiempo, ya finalizado el verano, volvió, casi tímidamente. No lo esperaba ese año. Golpeó la puerta y sonó como un susurro. Era más de mediano­che y, extrañado, fui a abrir; él estaba ahí, en el um­bral, con la mirada gris. Creo que de cansancio o de vergüenza. Lo abracé con alegría, aunque parecía un tronco viejo, rugoso y desvalido. Nos integramos casi inmediatamente tras los primeros saludos. Pura fórmu­la, faltos de toda amabilidad en la tensión del regreso.

En aquella oportunidad, tuve algunos indicios, como los de ayer, que no fueron del todo claros. Recién al compararlos pude estar seguro de su regreso.

Esa noche dormimos como si nada hubiera pasado. Es decir: él durmió, si bien hablaba en sueño, decía co­sas incoherentes; nombraba lugares extraños y a veces temblaba un poco. Yo sentía una leve excitación, y el temor me asaltaba más y más.

Por la mañana, ya repuestos del cansancio con un buen desayuno, nos sentamos en la sala. Observé que no había cambiado tanto, como fue mi primera im­presión. Debo advertir que tenemos el mismo nombre, los mismos gestos y calzamos los mismos zapatos. Tal vez la pequeña diferencia consiste en que él siempre fue inquieto, inconforme con nuestras cotidianas costum­bres. Quizás esto provenga de mi madre, que para libe­rarse de la atadura de mi padre, prefirió la muerte. Un largo viaje.

Se mantuvo todo el tiempo tranquilo, casi sonriente; miraba a todos lados, como descubriendo de nuevo lo que ahí había. Fijó sus ojos un momento en el retrato de nuestro abuelo, luego en el rostro impasible de nues­tra madre, que acariciaba un gato siamés. No dejó de palpar con sus dedos ni un momento los pliegues grises de un elefante de porcelana, que era réplica vulgar de alguna misteriosa dinastía oriental.

Por fin reuní fuerzas y le pregunté qué había hecho con su vida transparente en todo ese tiempo. Pareció no escuchar la pregunta, pero fue poniéndose serio gra­dualmente.

(Después de tanto tiempo es natural que haya olvi­dado algo de todo lo que dijo aquella mañana. Esto es parcialmente lo que pude sacar de mi memoria frente a mi vieja Remington.)

"Hice un largo viaje, dijo, que ni puedes imaginar. Recorrí todos los tiempos, todos los continentes, vivien­do intensamente cada minuto. Crucé el Atlántico mu­cho antes que las expediciones. Viajé en un antiguo y extraño barco, y tras casi un mes de porfía, llegué a una agreste bahía de piedra y arena salada. Desde ahí fui adentrándome a pie por un sendero de guijarros hasta un acantilado. El murmullo de mar me llegaba claro desde las rompientes a intervalos regulares y precisos.

Allí conocí a Ulises; él estaba atado al mástil de su barco. Volvía de Troya con sus guerreros todavía san­grantes. Mi voz se transmitió nítidamente sobre las olas y le dije que Penélope aún lo esperaba, a pesar del tiem­po y los príncipes que la acosaban en Itaca. También le advertí sobre lo tortuoso que sería el regreso.

Crucé los Pirineos y fui transitando la península itálica hacia Roma. Ahí escuché a Séneca aconsejando al que más tarde quemaría la ciudad al son de su lira. Luego navegué al noreste, al Asia menor, y en el Ponto conocí a Mitrídates VI, bebiendo sus venenos para mo­rir finalmente en mano de su esclavo, ante el acoso de los romanos.

Después de vagar por Grecia y Palestina, fui a Fran­cia. Eran años iniciales del siglo XII. Con Marcel y Jac­ques de Clermont conversamos acerca de las leyes del equilibrio estático, aplicadas en las inmensas catedrales de París, Reims y Amiens. Con Fulcanelli estudié los símbolos y enigmas ocultos, y fuimos en busca de la piedra filosofal, en varios experimentos.

En Florencia conocí a Leonardo Da Vinci y a Miguel Ángel, que por ese tiempo esculpía La Aurora. Con Da Vinci trabajamos en las teorías sobre las leyes de la hi­dráulica, la velocidad del viento y en la exactitud de los cálculos para la construcción de los engranajes. En uno de esos largos y fructíferos días que tuve con el maes­tro, le hablé del avión, del submarino y del helicóptero. Tomó muchas notas ante un espejo e hizo varios bo­cetos sobre tales descripciones. Aún tengo las costillas doloridas de intentar el vuelo con alas articuladas de madera y lienzo.

En Ravena vi a Dante, que iba camino al infierno, componiendo en el crepúsculo la grandiosidad de su obra, y no quise interrumpirlo. Ya en España, me asocié a algunos navegantes marranos que huían de la Santa Inquisición y avine a la gran aventura de ir hacia las Indias y llegar a América.

Ya en el continente, vine al sur, hasta encontrar el es­tuario del que sería Río de la Plata, y lo remonté peno­samente hacia el Paraguay, con muy poco viento a favor. Después de muchos avatares, en Asunción inició su go­bierno el dictador Francia; hombre parco y de muy poco hablar. En una de las audiencias que me concedió, dis­cutimos sobre el encierro del país, y decía que no estaba de acuerdo con que Paraguay fuera provincia de Buenos Aires, y la sola mención de la idea lo encolerizaba.

Durante toda una fresca tarde nos sentamos en la amplia galería de la Casa de Gobierno. El vestía su acos­tumbrado blusón blanco y ajustada polaina, que gol­peaba constantemente con una fusta de cuero trenzado. Charlamos sobre la teoría heliocéntrica de Copérnico, y me mostró el libro del sabio, “De Revolutionibus Or­bium Coelistium”, que gustaba leer directamente del latín. De Galileo Galilei, hablamos cuando me enseñó su telescopio reflector, un verdadero tesoro, que guar­daba cuidadosamente en una caja de madera preciosa y revestida de paño carmesí, pues era aficionado a la astronomía y pasaba largas horas insomne en las no­ches, observando el cielo. Me explicó el isocronismo del péndulo y probamos la ley de la gravedad. Tradujo con palabras seguras In Nunzio Sidereo, de Galileo. Tam­bién hojeamos la pesada Biblia, que dijo que estaba en­cuadernada con piel humana y que la había hecho traer de Inglaterra, por intermedio de Rengger. La Rueda de Ezequiel era un enigma insondable para el Dictador, que nunca pudo concebir a Dios, como el profeta lo explicaba a través de la visión que tuvo de Él.

El Apocalipsis de Juan, era otro pasaje que lo intriga­ba y decía obsesivamente que estábamos rodeados por los Ángeles de la destrucción, que estaban en cada pun­to cardinal. Temía por el daño que pudieran hacerle a su pueblo, y por ello, el enclaustramiento del país.

Fui pasando posteriormente de guerra en guerra y de revolución en revolución. Tantas muertes, miserias, luego las calles asfaltadas, venenos, torres altas de ce­mento y piedra, sucios charcos y el aroma antiguo de la ciudad...", dijo el visitante y se levantó bruscamente y fue hacia la puerta. Bien, más tarde te contaré otras his­torias con mayor tiempo. Ahora debo retomar mis estu­dios. ¿Estás de acuerdo?, dijo tranquilamente, mientras yo asentía. Me quedé un rato más sentado, pero nunca más me habló de esos viajes.

Pero estaba de nuevo allí en la insoportable espera, de noches insomnes, días de lluvia, humedad pastosa y soles calcinantes. Mientras tanto, mi expectativa crecía con las horas.

Ya era media tarde y miraba insistentemente la puer­ta. Pensé que llegaría pasada la medianoche, como la vez anterior. Fui a la ventana una vez más, miré el cielo que estaba claro, aunque algunas nubes parecían ame­nazar desde el poniente, y había una leve brisa entre los árboles de la plaza.

La tensión iba creciendo en mi interior, estaba con la boca seca y al borde del colapso. Fui de nuevo al baño y revolví el botiquín en busca de mis píldoras. Tomé una con abundante agua desde la canilla, pues mi salud había desmejorado bastante en los últimos tiempos, y el médico me había mandado tomar vitaminas y calman­tes, prohibiéndome alcohol y condimentos fuertes. Es el corazón, estaba seguro, aunque se resistía a decírmelo el doctor. Es cuestión de herencia, creo.

Ya eran casi las seis. ¡Al fin!, dije, casi gritando, y sus­piré hondo al sentir que mi pulso se aceleraba. Miré el picaporte que giraba casi imperceptiblemente. Me acer­qué a la puerta, procurando alejar de mí la impresión y la emoción del momento. El picaporte llegó suavemente a la curva máxima sobre su eje, y sabía que estaba ahí. La hoja de madera comenzaba a moverse e incluso po­día escuchar su respiración entrecortada.

Miré el picaporte y la llave estaba puesta hacia aden­tro. La puerta rebatida se acercaba a mí inexorablemen­te, y ya percibía su característico aroma en el resquicio.

De improviso, como empujado por algo, salté sobre la madera, la empujé con el cuerpo y la hoja chirrió bajo mi peso, en un profundo quejido. Instintivamente busqué la llave y la giré dos vueltas.

Cuando la taquicardia fue cediendo y tuve concien­cia de mis actos, cuando la angustia fue reemplazada por una infinita tranquilidad, me fui a la ventana y lo vi caminando hasta desaparecer en la esquina.

En el cielo había evidencia de lluvia, y me sentí en paz conmigo mismo, desde entonces.

Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 6 - AÑO 1 - DICIEMBRE 2014

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