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HERIB (padre) CAMPOS CERVERA (+)

  RAFAEL BARRETT - Prosa de HÉRIB CAMPOS CERVERA


RAFAEL BARRETT - Prosa de HÉRIB CAMPOS CERVERA

RAFAEL BARRETT

Prosa de HÉRIB CAMPOS CERVERA

 

I

 

            La influencia de Barrett se ha filtrado copiosamente en el alma paraguaya. Ya una niña de esta sociedad, me dijo un día en el Hotel Suizo de Villarrica, que hablábamos de la obra de Barrett: ese libro lo debemos tener todos debajo de la almohada. Efectivamente, ese libro ha sido una nota desconocida en el Paraguay, del que decía un escritor anónimo, esta rara combinación de pensamientos: "échese una vista sobre el desgraciado Paraguay, sobre ese país maravilloso por sus producciones, casi fabuloso por el silencio en que yace, incierto en su porvenir, cuyo clima, hombre, costumbres, leyes y hasta su dialecto le hacen aparecer como un capricho en medio del continente que lo encierra...".

            ¡Casi fabuloso por su silencio!

            ¡Es un capricho del continente!

            ¡Es incierto en su porvenir!

            Es claro que así se expresara el anónimo escritor del Paraguay porque este país se comunica en una lengua de barbarie. Aquí se habla el guaraní. Las madres no han podido educar a sus hijos sino en dialecto indio y por eso sus hijos desnaturalizan el castellano.

            No hace semanas, un doctor, togado por la Universidad, me escribió una carta.

            Se despedía con esta novedad léxica: recibas muchos recuerdos, etc., etc.

            ¡Recibas!

            Cuando leí recibas le di pasaporte para el dulce Lambaré en donde rebuznaría a sus anchas con los asnos de la región. Ese doctor togado necesita cepillar el moho que cubre su cerebro y debería seguir el consejo de la joven admiradora de Barrett.

            Y volviendo al autor de Mirando vivir, diré lo siguiente: Barrett que vino a la revolución de agosto, trajo con ella la verdadera revolución. No fue un anarquista como creen los dinamiteros del oficio, fue un aristócrata. Hizo una obra de artista genial. Iluminó cerebros, elevó corazones, cegó pantanos, abrió rutas, taladró los espíritus tenebrosos, en una palabra: entró a seco con el sable desvainado para cortar las malezas que nos impedían ver los paisajes hermosos del horizonte.

            La obra de Barrett está iniciándose recién. Los escritores tienen el privilegio de pronunciar discursos sublimes desde su sepulcro y son astros que brillan mejor desde la oscuridad del cementerio.

            Focos de luz, inmensas auroras resplandecientes son para este país "casi fabuloso por su silencio".

            Esa prosa lima los encéfalos primitivos y enseña castellano a los que mamaron en sus ranchos de paja el dialecto salvaje de los indios. La verdadera obra de Barrett realiza en el Paraguay aunque sus ideas y descripciones no se hayan ajustado a nuestras cosas en el sentido de haber puesto una cátedra de lengua castellana. Esos son los profesores que necesita la República, porque son literatos los que enseñan la arquitectura del lenguaje y no los que paga la nación en las aulas del colegio.

            El pobre Barrett se suicidó desangrándose. Su tuberculosis no estaba desarrollada para matar al atleta.

            El podía combatir su enfermedad, pero él prefirió la muerte a la muerte de sus ideas, él prefirió el suicidio al silencio anónimo de los que desaparecen como las hormigas voladoras. El quería sembrar para que recoja el fruto de su gloria la tierra que amó románticamente como todos los estetas que son príncipes del arte.

            ¡Pobre Barrett! Tenía cuarenta grados de fiebre y sonreía pálidamente enterneciéndose como un niño, del dolor ajeno, sin pensar en su propia desgracia.

            Un día lo vi llorar amargamente. Estábamos cenando en la casa del doctor Audibert. Su niño rozagante de belleza y de inocencia le llamaba papá.... Todos los ojos convergían en él, todos le besaban y el único que no lo podía hacer era su padre. Fue entonces que se levantó y escondiéndose detrás de una cortina lloró sin consuelo la triste realidad de su desgracia.

            Pocos escritores conocen tan íntimamente a Barrett como yo. Sin embargo, soy el último en escribir sobre él. La señorita a que aludo, se extrañaba de mi silencio y tuvo la franqueza de expresármelo, pero yo no podía escribir sobre Barrett porque temía profanar intimidades que respetuosamente quería guardar para mí solo en mi conciencia.

            Barrett fue más que un amigo, fue un hermano. Vivió a mi lado en Villeta y en mi casa después, cuando se trasladó a San Bernardino por mi consejo, le visitaba semanalmente y yo conozco los secretos de su vida porque él me hizo confidencias únicas. Nosotros nos marchábamos a buscar soledades en la espesura de los bosques que embellecen ese lago sublime que contemplábamos haciendo diálogos inolvidables.

            Barrett y yo hemos hecho un análisis completo de aquel paraíso que ha de inspirar a muchos poetas y en donde han de surgir muchas ciudades de porvenir heleno. Ese lago no tiene maravilla que se le comparen. Son bellas sus costas, son inmensos los bosques que le sirven de marco, es azul su cielo, son zafiro sus aguas y de noche parecen las fauces del infierno. Es como yo dije: "un lago de caimanes, un lago de melancolías desiertas". Sus aguas por la mañana sonríen una primavera de juventud inenarrable. Ha de llegar el día en que el Paraguay deje de ser ese país "casi fabuloso por su silencio" y que le hace aparecer como un capricho en medio del continente americano, para cuajar las laderas de sus cerros de ciudades y villas incomparablemente bellas.

            Suelen amar el arte las razas germánicas. Ellas desprecian el grosero materialismo de los pueblos positivos y así Alemania es la creadora de la música científica que dio notas que llenan de nostalgias o encienden de vida las almas desfallecientes. Alemania es un pueblo que se caracteriza modernamente por el esteticismo de sus creadores. El alma de Goethe se hizo carne en la raza y de positivista que fue se hizo romántico y caballeresco. Lohengrin, Margarita, Fausto, representan el amor ideal. Sus universidades enseñan lenguas muertas, sus ejércitos cantan, sus sabios escriben poemas de alta literatura. Me explico que alemanes hayan sido los primeros pobladores del lago. De estas cosas nos preocupábamos con Barrett y nuestra conversación se extendía haciendo castillos hermosos de poeta sobre las ciudades que más tarde ensordecerían con el pito de las fábricas asientos tan bellos de civilización y cultura popular.

            Me decía él: en este momento los anarquistas estarán pensando que pienso en ellos y ya ves cuán lejos anda nuestra psiquis de Bakunine, Kropokine y de Reclus.

            Efectivamente, Barrett parecía anarquista sin serlo. El no amaba el anarquismo sino a los pobres. El quería un pedazo de pan para el obrero sin que el patrono le explotase con usura. Por eso inició su terrible campaña contra los yerbales y se encarnizó con los capitalistas que habían hecho sus millones amasándoles con los crímenes.

            Si Barrett hubiera sido anarquista hubiera empezado por no casarse, por no inscribir su hijo en el Registro Civil.

            Barrett era aristócrata. Yo lo sabía perfectamente. Su padre era inglés, un noble caballero que se prendó de una augusta dama española del norte que llevaba nada menos que el apellido Álvarez de Toledo.

            Había estudiado ingeniería en Madrid y por infames combinaciones del destino tuvo que dejar su tierra profundamente amargado.

            Amó a una niña que fue en España un arquetipo de belleza, la señorita Rosario Boceta, tuvo un desafío ruidoso con el duque de Arión. Le cruzó la cara con un látigo y se alejó de España en donde había nacido. Vivió en París poco tiempo, de allí se fue a Montecarlo y después de haber perdido en el casino sus últimos recursos, emigró a la Argentina. No le comprendieron en la enseñanza los explotadores de oficio y el desengaño de fracasar con tanto cerebro y con tanto corazón, lo trajo al Paraguay, joven y lleno de ideales inciertos.

            ¡Feliz casualidad! Acontecimiento glorioso para nuestra patria "casi fabulosa por su silencio" llena de vida por su riqueza y pletórica de porvenir por su juventud. Para ella Barrett hizo ciencia y literatura que hasta las mujeres enaltecen aconsejando que debe tenerse a Barrett debajo de la almohada.

            Yo tengo que escribir mucho sobre ese triunfador amado. La obra de Barrett merece un libro. Nos impondremos el deber de hacerlo y cuando lo hagamos expresará su dolor y su figura verdadera para que su hijo sepa que debe arrodillarse ante el recuerdo de aquel mártir que no tuvo valor de morirse aquí, prefiriendo el anónimo convoy de una solitaria carroza en aquel París que él llamaba ¡proa de la humanidad!

 

            (Asunción, 13 de junio de 1912).

 

II

 

            Dije en mi artículo anterior que Barrett era un aristócrata. Bastaba verlo. Nadie paseó por Asunción una elegancia más exquisita que la suya con aquella levita gris y el sombrero de copa. Entonces no estaba enfermo todavía, acababa de llegar con nosotros de la revolución y para darse a conocer, nos dio en el Instituto Paraguayo aquellas inolvidables conferencias sobre altas matemáticas. ¡Qué novedad para la juventud y para los intelectuales de todas las esferas!

            ¡Qué elocuencia, qué tino, qué claridad, qué sencillez! Y hablaba nada menos que del espacio, sobre el infinito, sobre la cuarta dimensión, sobre mecánica pura, sobre el postulado de Euclides. El sabio, el gran hombre, era un sabio de vendad. Poincaré, el primer matemático del mundo, le contestó a una carta sobre solución de problemas inéditos a la ciencia y en ella le decía que la fórmula era exacta. Recuerdo que trataba sobre la función de los números primos. La viuda debe conservar ese precioso documento que en tan cortas líneas hizo sonreír de placer al glorioso maestro y le dio alientos que conservó hasta el borde de su          sepulcro.

            ¡Pobre Barrett! ¡Cómo guardaba el autógrafo del sabio! Fue el único autógrafo que tenía por grande en el laberinto de sus cuartillas.

            Barrett se hizo escritor recién aquí. Y recién ahondó problemas al encontrarse con la muerte. Su enfermedad crecía y entonces a medida que ella ganaba tiempo, él trazaba en el papel las intensidades de su cerebro.

            ¡Qué bien lo comprendí!

            Luchaba contra él la fiebre que produce el bacilo, ¡qué importa decía! Y tomando una hoja de papel inclinaba su cabeza de tristes palideces. Al poco rato con una voz desordenada, leía con cansado entusiasmo su tejido de paradojas sublimes.

            Comunicaba su dolor. Sus ideas machacaban en frío sobre los pesados yunques de su lógica. Tosía temblándosele la pluma. A veces la pluma hacía un borrón. Pasaba sobre él con despótico desprecio y continuaba trabajando una ansiedad de desesperado.

            Tenía muchas ideas y le faltaba aire, tenía sueño y le faltaba tiempo.

            No dormía para pensar y pensaba para escribir. Barrett se gastó como la pólvora de los fuegos artificiales, que arden iluminando en hogueras caleidoscópicas. Así fue en su corta vida de escritor.

            Si él hubiera tenido tiempo, si él hubiera sabido que la muerte estaba lejos, su obra indiscutiblemente que sería distinta. Me lo decía el mismo.

            Hizo Germinal porque se moría, fue valiente hasta el heroísmo porque se moría, fue una máquina para producir artículos porque fatalmente se moría. Luchó contra los demonios terribles e irreparables, el hambre y la muerte. Como era pobre tenía que escribir para ganarse el pan y como estaba moribundo tenía que macerar sus carnes en el dolor del trabajo sin descanso, sin pérdida de tiempo para que la muerte se llevase los harapos de su carne y dejase las sublimidades de su espíritu inmortal. ¡Oh, el gran enamorado de la gloria y no del anarquismo! Él amaba sus pensamientos y hasta su dolor. El que sufre está cansado decía Víctor Hugo, pero él no se cansaba ni descansaba. Sus horas eran para él siglos. Yo se me decía que las alas del alma se desarrollan con la muerte, pensamiento de Platón que hacía suyo, pero yo pienso en la vida y miro el vivir y esos cortos minutos que me restan no los quiero para curarme yo que soy un cadáver sino para redimir a los pobres esclavos que sufren el calvario del destierro y del hambre en las soledades del norte. Y así lo hizo realizando esa empresa en noches de fiebre, de miseria, de ingratitud y de perversidad humana.

            El pobre Barrett estuvo preso y fue desterrado por el jacobinismo de la juventud que enardecía su desprecio a la muerte y su asco para los políticos de trastienda.

            Efectivamente, nadie despreció con tanto desprendimiento su vida encantadora y digo encantadora porque era un encanto su contacto. Hablaba como Sócrates, sufría como Jesús, lloraba como un niño. Se levantaba cayéndose de la cama para visitar en la cárcel a míseros obreros. No volvía a su casa hasta que no los veía en libertad.

            Su figura larga, su paso vacilante, su cabeza fría de anemia, sus ojos yertos de cansancio, sus brazos caídos de tristeza comunicaba a nuestras almas una sensación de cementerio con fuegos fatuos. Era el fantasma de la luz, era el caído glorioso que sonámbulamente marchaba hasta el sepulcro amarillento con una antorcha en sus manos heladas.

            Suelen los escritores hacer una vida irregular de bohemia cenagosa. Barrett no era de esos.

            Vivió casto de soltero como los grandes héroes mitológicos de que nos habla Unamuno al hacer un juicio sobre Ibsen que fue otro casto sublime. Su pasión fue siempre la ciencia pura y la música creada por Wagner y Beethoven.

            El amó a una amiga con cierto platonismo ideal porque ella se dejó comprender en lo que tenía de superior. Tocaba el piano con inspiración de artista y a Barrett le encendía el pensamiento la rapsodia húngara, el claro de luna, las notas extrañas de Dubuissi, las melodías de Schumann, las arcanidades de Lizt. Por eso Barrett le escribió algunas cartas que atraen por su refinamiento y le sirvieron a ella para hacer más rumorosa su melancólica armonía de atrayentes músicas.

            Los espíritus hermosos se identifican con las altas sinfonías del arte y Barrett era de los que creía con Alphonso Karr que allí donde el pintor, el poeta no llegan, allí comienza la música.

            Doy estos detalles nuevos sobre la vida del pobre mártir y lo escribo con gran placer desarrollando su vida interior porque me parece que al hacer así, resucito su cadáver y lo hago caminar y vivir entre nosotros como en aquellos días que cruzaba la calle con esa expresión de niño que se para a jugar con otros de su edad en una esquina y luego sigue su trayecto lento, cariñoso, llevando sobre sus hombros la maleta romántica de los buenos, aquellos que se suicidan por platónicos ideales dejando tras de sí pan para los pobres, abrigo para los desnudos y consuelo para los ancianos fríos de desengaños.

            ¡Oh Barrett! Cuando miro a la luna creo ver en sus palideces algo de su nebulosa pura. En aquel lago de la colonia, muchas veces iluminó a nuestros pasos cansados la senda agreste de las carnes y muchas noches, debajo del añoso cedro de su jardín, filosofamos contemplando su lenta marcha hacia Occidente hasta que el sueño apagaba la luz de sus claridades y la antorcha de nuestras ideas.

 

            ("COLORADO", 21 de junio de 1912).

 

 

III

 

            Barrett llenó con sus ideas nuestro diminuto mundo intelectual. Su pluma era el acontecimiento. Bien lo comprendió el espíritu superior de Eugenio A. Garay que fue el primero que le pagó sus artículos. Luego le siguió "El Diario" y Rufino Villalba que hizo sacrificios para enviarle a San Bernardino los pocos centavos que le sobraban. Nunca la persona paraguaya había retribuido la labor del escritor hasta que Barrett se inició en las letras.

            Después que se hizo conocer en el extranjero, revistas argentinas pidieron la colaboración del joven que tan rápidamente se hizo de un nombre, pero "La Razón" de Montevideo es la que pudo gloriarse de haber pagado con más esplendidez y exactitud sus incomparables seducciones. Y de esos pagos vivía el artista. Sus ilusiones eran grandes, sus recursos apenas le llegaban para vivir con la modestia que le hizo llevar los botines rotos en más de una ocasión. ¿Pero qué importa?

            Vemos que los ricos se mueren en medio de una miseria más detestable. El olvido se encarga de compensar a los luminosos. El rico hace su fortuna, no la disfruta y va anónimamente a su última morada. Pasa el tiempo y hasta son olvidados de sus hijos. He aquí que se cumple después de todo una ley de la justicia póstuma.

            La fortuna del hijo glorioso es el nombre de su padre. Cualquiera de nosotros preferiría descender de Víctor Hugo que de Vanderbilt.

            Ya lo dijo el poeta Zorrilla en algunos versos.

           

            "Gloria y orgullo sin cesar conmigo

            templo en mi corazón, alzaros quiero,

            que más vale vivir como mendigo,

            por morir como Píndaro y Homero".

 

            No nos asuste la pobreza cuando hay inteligencia. Barrett prefería para él y para su hijo sus ideas a los millones de los desheredados de la inteligencia. Para comprender estas situaciones es preciso saber qué inmensidad hay en los placeres estéticos de la alta vida del pensamiento. Si le explotaron en su trabajo, no le robaron su gloria que orgullosamente ha dejado a sus amigos y a su familia.

            El problema de la patria le tenía a Barrett sin cuidado. Se decía ser inglés y era español, pero su verdadera patria, la que él amó fue el Paraguay. En España, no escribió una línea y menos en Inglaterra. Hablaba el inglés peor que el francés y sus sabidurías las trajo del alma francesa. Sus autores favoritos eran siempre franceses y su sueño dorado vivir en París y escribir para el Paraguay. ¿Cómo no había de amar al Paraguay si aquí sufrió y amó? El no tuvo tiempo sino de sufrir y de amar y por eso a base de la combinación de estos factores construyó toda su obra. Sus libros son páginas que lloran.

            No describió el lago, no analizó la historia como quiere Domínguez. No era posible que perdiese su tiempo en recorrer el archivo. El tenía que correr y hacer algo con el material que traía ya de las universidades europeas. El estaba enfermo. Sus pulmones, ¿qué tranquilidad le podían dar para compenetrarse del drama de nuestra historia, que requiere desahogos económicos y tiempo para todo? Barrett hizo ciencia en la literatura, su obra es de ideas y no de palabras de luchador, obra de mártir.

            El trabajó con la rapidez de un taladro, con la velocidad de una bala.

            Era distinto Goicochea Menéndez, argentino, conocedor de nuestro pasado tan íntimamente ligado al de su país. El nació amando las tradiciones históricas y así se explica que llega al Paraguay y escribe "Guaraníes".

            Yo creo gran poeta y gran escritor a Goicochea Menéndez pero las condiciones morales del bohemio cordobés eran otras que las de Barrett.

            A Barrett le parecía pequeño inspirarse en guerreros y se inspiraba en sabios. Quería pan para los pobres, ideas para los cerebros y corazón para las almas secas.

            Y todo eso lo quería aquí y si es posible en el universo entero. Su musa tenía melancolías para impresiones con tanto idealismo como Goicochea, pero qué pan iba a llevar a la boca haciendo poemas helénicos y fantasías históricas.

            Todo ha sido cuestión de pulmones. El bacilo de Koch es culpable de que Barrett no haya sido uno de esos genios completos capaces de hacerlo todo, hasta caricaturas. No lo dudo porque yo lo conocía.

            A mí me dijo una vez: Viriato Díaz Pérez escribe las siete lámparas de Ruskin porque gana un sueldo del Estado y puede consagrar el año a estudiar una sola cosa y escribirla después empleando en ella el tiempo que le dé la gana.

            Yo le daba la razón a Barrett porque la tenía. Los trabajos de aliento se hacen con aliento. Él no lo tenía. Es inmenso Barrett si se piensa que llegó a producir media docena de libros en dos años, vomitando sangre, pobre, desterrado y a veces teniendo que ir él mismo a comprarse un pedazo de pan. Hay que reconocer que los obreros lo amaron como a un apóstol y enternecía el cariño con que venía a ofrecerle sus cuidados y sus ahorros. Si Barrett hubiese querido vivir de la limosna de los humildes, le hubiera salvado la misericordia, pero él no quiso nunca pesar. Fue al suicidio conscientemente y fue a París no a curarse como creen muchos, sino a morirse avergonzado de que le vean expirar aquí. El tenía lástima a los demás, así no se la tuvo nunca. Si lloró algunas veces fue por su hijo que adoró hasta el infinito. No le llamaba por su nombre, le decía: ¡mi hijo!

            Oh, si fuese prudente revelar esas escenas políticas de la intimidad que hacía del hogar de Barrett el único grande que he conocido en el Paraguay, escribiría páginas que harán llorar a los más duros de corazón. Dejemos eso para que lo saboreen en sus recuerdos aquellos que le hemos querido porque lo merecía. Muchos han dicho que él era un malvado. Los malvados eran los que tal decían del pobre mártir que todo buen paraguayo lleva clavado en el alma.

            Porque fue bueno y grande la muerte y la poseedora de ese altísimo triunfador que dejó el Paraguay el tesoro de sus libros y el tesoro de sus sacrificios personales en defensa de los infelices.

 

            (22 de junio de 1912).

 

 

IV

 

            Cuando se revelan los pliegos salientes de un escritor, cualquier detalle que sea así es interesante.

            El cuarto de un dependiente no vale nada y en cambio, dice Teófilo Gauthier, haciendo la biografía de Baudelaire: ningún recinto parece tan agradable como el cuarto de un escritor.

            Cosas que a otros le ha sucedido y nada tiene de particular en Barrett son deliciosas. Por ejemplo, una noche que hacía con R. Ayala y conmigo el servicio de visitar a los puestos avanzados en la revolución de agosto, cayó del caballo y se rompió la clavícula. El doctor José Montero quiso insistir para curarle el contratiempo y Barrett, que sabía ser aristócrata hasta en estas cosas, tomó a risa su clavícula rota.

            Es que alguien ha muerto con un centímetro debajo en el hombro derecho como en el izquierdo

            Un día nos presentamos en un baile. Había en él una alegría pausada y cierto aire florentino en los hombres, se tomaba el pelo a las muchachas.

            Ellas no tomaban en serio la cuestión del amor y nosotros estábamos muy lejos de pensar como ellas. Y todo esto surgía en un ambiente impreciso. Manuel Gondra gusta ser ático, sereno, con refinamiento cuando la chispa de la alegría bate sus cuerdas interiores.

            Estaba en el baile y ya había hecho las delicias de una intriga, metiendo en ella, cuando una señorita se le acerca a preguntar.

            ¿Quién es aquel señor?

            Gondra contestó: es un obispo protestante.

            A mí me hizo estallar en carcajadas, Barrett se alarmó: me pidió explicaciones y le referí la historia. Demás está decir que el primer momento se indignó. ¿Quién podía dudar que no fuera un obispo protestante?

            Estaba afeitado, tenía una gorra, un poncho largo y azul que le cubría desde el cuello a los pies. Aquello no era un soldado ni un escritor, ¡era un obispo de Lutero! Ninguna niña quería salir a bailar con el obispo, Barrett intentó la prueba, fue inútil. Con semejante contratiempo, Barrett pareció estar en una noche desesperada que hizo las delicias y la de toda la concurrencia jacobina.

            La otra intriga de Gondra consistía en que le había hecho creer a una señorita que yo estaba soltero. La joven quería tener seguridades y hacía averiguaciones. Sabía que uno de los Campos Cervera estaba casado, pero Gondra le hizo pasar por casado a mi hermano Eugenio y a mí como soltero.

            ¡Deliciosos los apuros de mi hermano que tenía dada su palabra a varias villetanas! En una casa casi lo matan a sillazos. Le fue imposible levantar el cargo que lo inutilizaba para sus empresas de tenorio. Yo pasé en la Revolución de agosto por célibe, recibiendo recuerdos, ramitos de flores, hice todo un nuevo ensayo de enamorado mientras el soltero en vano decía a las muchachas que no era él el desposado.

            Barrett y yo fuimos célebres en el campamento de Villeta. Andábamos sueltos, libres del severo campamento. Nos marchábamos sin permiso y una tarde hubimos de caer en una emboscada en poder del enemigo. Montábamos Barrett y yo unos caballos idénticos a Rocinante. Estaban flacos, padecían de hambre. El de Barrett apenas podía sostener el peso de su cuerpo. Nos habíamos marchado haciendo filosofías hasta cerca de Guarambaré y nos salvamos por el caballo que Barrett cabalgaba.

            Cien varas más allá y éramos copados o muertos, pero al avanzar hacia los emboscados enemigos, una enorme víbora surgió del pantano, saltó ebria de indignación hacia Barrett que tocaba con sus pies el barro de la ciena.

            Con la correa de un cañón le di un golpe certero y la víbora herida mortalmente estremecióse en su agonía haciendo retroceder nuestros rocinantes que corrieron despavoridos hacia Villeta.

            Así nos salvamos sin saberlo de morir aquella tarde o de caer en manos del mayor Sosa, cuya soldadezca acechaba silenciosa y alegre la plaza que se le proporcionaba.

            Al día siguiente el general Ferreira tuvo noticia por el comandante Benítez de la imprudencia que a diario cometíamos con esas salidas románticas y quijotescas y nos aplicó un castigo que al poco rato se le olvidó. A la siguiente semana repetimos los paseos saliendo de Villeta a las cinco de la tarde y volviendo a las ocho, hablando pausadamente sobre aquellos caballos que se movían con lentitud de tortugas cansadas.

            Nos íbamos lejos, a los naranjales de Loma Peró, a las Lomas Valentinas, sin fusil ni armas, con un sextante viejo y desecho. Nosotros pertenecíamos al imaginario cuerpo de ingenieros. Nos servía de pretexto tomar la altura de los desniveles y con ese pretexto matábamos al hambre. Habíamos descubierto una isla llena de cocoteros, debajo de ellos había una piedra y un mazo. Con un poco de maíz tostado y unos restos duros de pan, tomábamos aquellos cocos por cenas admirables y sonreíamos de lástima de los demás compañeros que carecían de almendras dulces como llamaba Barrett al manjar que nos proporcionaba la piedra y el mazo de la isla. Al buen hambre no hay pan duro y al buen sueño una tabla nos parece una mullida cama de un príncipe.

            Nuestra entrada en la capital al terminar la revolución fue fantástica. Fuimos los primeros en entrar. Barrett, Boceta y yo traíamos pañuelos azules y unas espadas que pesaban cinco kilos y tenían un metro de longitud.

            A mí me arrastraba, a Barrett que era tan alto le llegaba al tobillo. Eran las famosas tarjas de caballería que usó los ejércitos de López, bellos por rudeza y feroces por su tamaño.

            Nosotros no llevábamos las espadas para asustar a nadie. Fue que nos causaba risa a nosotros mismos que éramos filósofos e inofensivos y entrábamos en Asunción, el obispo protestante con un arsenal y Boceta y yo con otro.

            ¿Por qué no referir aquellos pasajes que perduran en el recuerdo de muchos y dan la        verdadera impresión que causaron nuestras raras y extravagantes aventuras?

            ¡Qué tipos Barrett, Boceta y yo! ¡Qué tres soñadores!

            ¡Qué tres locos lindos como dirían en la Argentina!

            Boceta vino de París expresamente hasta el Paraguay para ver a Barrett, su amigo de infancia y su compañero en mil aventuras curiosas que sería interminable relatar. A él que está vivo todavía, le toca realizar esa misión.

            Es Boceta un artista superior. Estudió matemática con Barrett, pero ambos dejaron la carrera por ir en busca de gloria y sensaciones desconocidas. Toca el piano como un maestro, escribe como un artista, su figura es demasiado hermosa para ser de un hombre.

            Estaba tísico y contagió a Barrett su tuberculosis.

            Pocos meses antes de marcharse a París, al contestar una carta a su inseparable amigo Boceta, le decía estas palabras: "trabaja y sufre. Yo me estoy muriendo de tu mismo mal. Adiós B".

            Joaquín Boceta estaba casado con una sobrina del famoso Ruiz Zorrilla. A los pocos días de casado, su esposa, por un exceso de celos, le dio un tiro en la cabeza. Por un milagro, la bala se acható en el cráneo, sin causarle la muerte.

            Boceta no se había casado por amor. Su esposa había comprado con su dinero a aquel bellísimo joven que se seguía carteando con las amigas que dejó en París y el resultado de aquel matrimonio que tanto ruido llegó a causar en las altas esferas sociales de Madrid, engendró a una niña que su padre no conoce todavía.

            Barrett estaba vinculado estrechamente a los acontecimientos que refiero y tuvieron todos ellos bastante influencia en su destino. Los hechos consumados empujaron al glorioso caído hacia estas regiones del Nuevo Mundo que en su juventud no interesaron para nada. El pensaba en otra vida. Era galante, jugador, amigo de la aristocracia, cortesanos de reuniones sportivas, nada literato, muy bohemio, muy otro Barrett al que conocieron en España.

            En Madrid no se cree que Barrett haya terminado su vida como escritor y como un apóstol. Barrett se enfermó aquí, con el dolor, con la tuberculosis que tronchó su vida en el seno de la juventud más brillante y bella.

 

            ("COLORADO" 24 de junio de 1912).

 

 

 

V

 

            La figura de Barrett era complejísima como sus aventuras que las tuvo muchísimas y las tuvo de puro linaje. En Madrid, un joven le atravesó el pecho de una bala. Aquí se enamoró románticamente de Honorina Pettirossi, que fue la primera señorita que conoció en la capital. No sé por qué no se entendieron. El quería casarse. (Por el material destruido no puede leerse lo que dice a continuación).

            Francisca López Maíz, llamada Panchita, tenía su genio eternamente joven y en su fisonomía delgada... (sigue el material deteriorado).

            Hay un personaje de novela que evoca eternamente a Barrett. Es Pío Cid de Ganivet. (A continuación diez párrafos más todos referidos a Ganivet que no pueden leerse).

            En el hombre lo de seguir a estos o a aquellos universitarios, lo más es ser hombre, y para serlo hay que tener prendida la fragua.

            "Una pluma bien manejada vale más que una docena de diputados". Barrett con su pluma valía por una docena de diputados en España y por los veinte y seis diputados en los congresos de sordo mudos del Paraguay. ¿Existe alguno que me demuestre lo contrario?

            Hombrecillos los llamaba y reía después con esa ironía que no perdió en las horas más amargas de su vida.

            Una tarde que hablábamos en San Bernardino de abogados que tanto abundan en Asunción y que son tantos como estériles y vacíos de ciencia verdadera, desentrañando este pensamiento de Ganivet, en materia de jurisprudencia la cantidad mejora la calidad, llegamos a la otra conclusión, en todas las cosas de este mundo y del otro mundo, la calidad mejora la cantidad, pues Ganivet tiene razón: solo en la jurisprudencia es la cantidad la que mejora la calidad.

            O es claro: el abogado no cobra a sus anchas si no alarga los escritos y aumenta los expedientes. El problema no es aclarar, para ellos es enredar, confundir, cubrir de disparates el papel sellado, acumular incidentes, volver desde el fin al principio, no acabar el pleito hasta que el asunto valga más que el pleito mismo.

            ¿Es o no cierto que la cantidad mejora la calidad en el reino de las leyes escritas en los códigos que soberano desprecio, Barrett llamaba la infamia de los cerebros perrebrosos?

            No tenía tampoco mucha fe en los médicos. Y a propósito de Barrett y los galenos, recordaré una anécdota del gran Moliere.

            Todo el mundo sabe en Francia que asistiendo un día a una cena de Luis XIV, le dijo éste:

            "Parece que tienes un médico! ¿Y qué es lo que hace contigo?

            - Señor, respondió Moliere, conversamos juntos, me manda remedios. Yo no los hago y me curo".

            Vanamente los doctores intentaron curar a Barrett.

            El se creía incurable y despreciaba las recetas.

            Lo que más hizo por su salud fue alimentarse lo mejor que pudo y eso cuando se recordaba de que tenía que comer.

            Barrett no llegó a ingerirse creosota ni se puso inyecciones arsenicales, ni tomó inhalaciones ni usó del reposo que los tratados recomiendan para los tísicos. Si se daba baños del sol y de aire libre fue porque las necesidades imperiosas de la vida la arrastraban a la calle.

            No tuvo los sueños blancos que anima al tuberculoso, que hace de su mal el eje de sus cuidados. Soñó en el amor, en la gloria, en el honor de los humildes, en la perversidad de los injustos, en el egoísmo de los ricos y en la ignorancia de los togados. Defendía a los primeros y maldecía a los segundos. ¡Para los pobres y para los enfermos de la vida, dio su sangre y todo su cerebro! En esto superó a Pío Cid y a los que murieron dejando muchos poemas, pero no sus abismos de dolor.

            Suele ser mi compañero este pensamiento mío, con dos cosas se puede hacer y decir todo cuanto uno quiera, despreciando la muerte y el escándalo.

            Barrett y yo hemos despreciado ambas preocupaciones. Yo porque no creo en la muerte. Digo con Kardec y con Víctor Hugo, la vida sigue a través del sepulcro y con respecto al escándalo que en Francia se la teme más que a la muerte misma, me tiene sin cuidado y ya de tal manera, hace parte de mi personalidad que si no los encuentro en mi camino, los busco y casi siempre los encuentro.

 

            ("COLORADO", 25 de junio de 1912)

 

 

 

VI

 

            Hay un soneto de Guillermo de Montagá titulado "El sabio que nos da la síntesis de sus interioridades y exterioridades". Montagá dice:

            "Sus pupilas nos hablan de misteriosos fuegos. Ha envejecido sobre una oscura teoría que llenó muchos libros y olvidaron los hombres. Sabe de los placeres y de los desengaños, sus cansadas arterias llevan gatos de frío. Su piel es transparente. Ama el sol y el silencio, y se asoma a la nada sin temor, como el hueco de un sepulcro vacío".

            ¿Para qué más? El poeta habla de un viejo sabio, mas ese viejo sabio es también el mismo Barrett.

            Su juventud estaba enmohecida por el dolor, por el trabajo y por la ciencia.

            Ha vivido en dos años mucho más que otros en cuarenta. Intensificó y quintaesenció su vida y sus dolores.

            Curioso contraste, sin embargo, con prematura vejez que le dio tintes de pergamino antiguo porque Barrett en nada tenía que envidiar a don Quijote de la Mancha sus inverosímiles inocencias y sus heroicas empresas de soñador.

            Cuando terminó con la muerte de Carlos García el duelo a que llevaron las fatalidades perversas de la política, escribió un artículo que solo Don Quijote hubiese firmado sin alarmarse.

            El no culpó a Gomes Freire porque no vio en él, al culpable. Responsabilizó de la desgracia a los padrinos (1).

            A consecuencia del artículo surgía un duelo. Miguel Guanes que se sintió ofendido cometió la vulgar bajeza de escupirle en la cara en el Centro Español negándose después a reparar esa injusticia en el terreno de las armas.

            Como Barrett era el ofendido principal, eligió el florete. El jefe político le propuso que le matase donde le encontrase dando por excusa que lo había provocado primero, pero Barrett no quiso manchar sus manos ni su conciencia y dejó a su agresor sin ocuparse más del asunto.

            ¿Acaso Barrett no tenía por meta problemas más heroicos que cruzar su acero una hormiga? El honor es una preocupación de los insignificantes. Y en los duelos sobre todo, antes que medir los metros del terreno, habría que medir si las causas justifican ese crimen o si los contendientes están a la misma altura.

            Barrett no debía lavar nada con sus egresos. No podría mancharle la saliva que le había arrojado aprovechándose de que los separaba una mesa y los sujetaba el público que intervino, y sobre todo que los ponía a mil leguas de distancia, la causa de Barrett hizo suya y los ideales que representa como apóstol, como maestro y como escritor.

            En sus últimos tiempos, Barrett no pensó y obró como lo había hecho al iniciarse en la carrera de las letras. Maldecía sus duelos, despreciaba las preocupaciones de los hombrecillos. Si le hubieran querido matar, no se hubiera defendido. Hallaba más fuerza en la no resistencia que en la resistencia. Vio en Jesús al triunfador y porque se dejó castigar y crucificar sin queja contra sus verdugos. Dejaba en la conciencia el castigo del mal.

            En un hombre grande hay siempre muchos hombres pequeños y diferentes el uno del otro.

            Barrett sentía asco hacia diversos tipos que había representado en la comedia humana. A última hora juntó todas las personas que había en él e hizo una sola. Se simplificó sintetizándose mundos enteros. ¡Se cristalizó en un Barrett que puede honrar a una patria y a una época!

            Decía: "Yo no quiero hombres de ciencia, yo quiero hombres de conciencia, yo no quiero amigos, quiero hermanos, yo no quiero hijos, quiero niños".

            Cuando se acordaba de los niños tenía delicadezas enternecedoras.

            Amaba a sus almitas pequeñas hasta llorar de melancolía. Tenía un hijo y era el padre que en su corazón amaba por igual a todos los que no lo tenían.

            A veces surgen al mundo hijos del dolor. Nacen de matrimonios oprobiosos, de madres que sufren y de padres que odian a sus mismos hijos. El despecho los hace criminales con su propia sangre. Para esos niños, Barrett tenía tristezas que partían el alma.

            Un chiquitín que lloraba abandonado en la plazoleta de la colonia San Bernardino hería el corazón con sus lamentaciones intensas. Barrett que apenas podía andar en esos días le había dado un ataque, corrió hacia el pequeño niño y haciendo caricias que solo los perros nos enseñan, consiguió desatormentar al infantito y tomándole después en brazo le condujo hasta el hogar de sus padres. Cuando nos despedimos mientras el niño había callado, Barrett se puso a llorar compadecido de aquel minuto de dolor ajeno. ¿Es lógico que un hombre así ensucie la glacial blancura de su alma en la ciénaga de un duelo imposible y estéril? No. Me quedo con Barrett que prefiere su sacrificio a victimar al prójimo. Que se batan los arrastra sables y los que pueden escribir seis libros en dos años echando sus pulmones por la boca.

            En el duelo de García hubo dos víctimas: García y Esteves. Barrett tuvo el valor de despreciar su vida para inculpar a los que consintieron tan espantosa e irreparable infamia. Yo sé como sufrió García en sus últimos momentos porque yo los presencié y los describí en "La Tarde" y sé también, ¡esto qué es lo más cruel!, que Estéves ha sobrevivido al compañero para llorarle más que nadie y para viajar con él toda la vida. Esteves lleva un luto eterno por su poeta malogrado. Él no necesita decirlo. Sus ojos se empañan de dolor cuando vienen a su memoria las tristes realidades de aquel drama que otros hicieron y él está pagando. Así es el mundo en sus complicados misterios indescifrables.

            Haciendo un punto aparte, voy a contaros uno de los detalles más cómicos de su existencia novelesca. Vivía entonces con Joaquín Boceta en la casa de doña Rosa Acosta de Pérez. Era empleado de la oficina de Estadística en la que Modesto Guggiari ocupaba el cargo de secretario y yo el de Jefe de Sección. No ganaba sino trescientos pesos, Boceta igual suma, Guggiari cuatrocientos y yo quinientos. Nunca trabajamos en la oficina y renuncié a la canongía avergonzado del dinero que robábamos al Estado. Así, bien claro lo que dije en el autógrafo que se conserva en el Ministerio del Interior.

            Como Barrett no podía vivir con trescientos pesos, soñó fantásticamente en negocios. El doctor Manuel Domínguez le facilitó cinco mil pesos. Barrett vivía trastornado con el gran éxito que iba a tener su empresa.

            Convenció a Boceta que debía marcharse inmediatamente a París a vender ñandutíes. Boceta vio el cielo abierto. Barrett otro cielo más hermoso todavía. Su fantasía se llenó de París, ñandutíes, pieles de tigre. Mimis, viajes... ¡Barrett se iluminaba de alegrías inenarrables!

            Enseguida Boceta presentó la renuncia y salimos los tres juntos hacia Carapeguá a comprar los famosos ñandutíes que iban a realizar el milagro de la fabulosa riqueza.

            ¡Qué inocencia!

            Boceta no pudo vender ni en lo que había costado aquel espumante alijo de encajes, y como es natural, no volvió al Paraguay ni le remitió a Barrett un solo centavo.

            El negocio era enorme en la imaginación, y en realidad, el más completo y acabado de los fracasos.

            Desde ese día, Barrett no volvió a pensar en pieles ni ñandutíes, convencido de que él no había nacido para levantar castillos con el comercio.

            La generosidad de Domínguez sirvió de experiencia a Barrett y el mismo Boceta que vive de sueños y de poesía, y aunque en el camino de la muerte, en el final se juntan como artistas y el uno hizo como un centauro y el otro música como una sirena de los mares helénicos.

 

 

VII

 

            ¡Era Barrett un soberano de la inteligencia y un soberano de las inteligencias! ¡Dos cosas! ¡Dos cosas que se parecen y son distintas!

            Lo mismo era para Francia aquel señor de Voltaire que miraba a los soberanos por encima del hombro y despreció el trato de muchos príncipes y personajes de su tiempo. Era tan grande cerebro que tuvo razón cuando Fran fue a visitarlo con su nieto, le dijo conmovido al niño que llevaba: ¡arrodíllate delante de ese hombre!

            - Si yo llegase a triunfar algún día con mis obras -decía Barrett- mi ensueño dorado es que me amen como se ama a Voltaire.

            Oh, la gloria es más épica de las recompensas y por ella se puede dejar el encanto de todas las mujeres y la magnificencia de todos los tronos del universo. Juan Jacobo Rousseau decía: "queremos la gloria por las mujeres".

            Se enorgullecía el autor de Confesiones que había triunfado sobre Diderot, el enciclopedista insigne, porque escribió óperas que las mujeres saludaron con sonrisas y aplausos.

            Barrett no hubiera escrito óperas por el amor de las mujeres. Me pongo en el alma de Wagner para deducir que hizo músicas tan enormes por el arte puro. ¿Se puede escribir Tanhauser y Lohengrin para las más bellas de las alemanas de su tiempo?

            Baudelaire ha dicho: el tiempo es corto, el arte es largo. La paradoja cristaliza la acción del arte en su infinita e interminable versión. Las mujeres nos ayudan a crear. A veces le descorrió los velos, si es cierto que la mujer ideal no existe sino el ideal mismo en el alma del poeta. Margarita nació en la imaginación del artista y Fausto que renuncia a la vida por el amor, es ese arte más largo que el tiempo de que nos habla Baudelaire.

            Barrett no escribió por merecer un ósculo mentido de mujer. Ha sido desinteresado y romántico, escribió por el dolor que le causaba el dolor. Descuidó su cuerpo suicidándose, pero cuidó su alma para que no lo olviden.

            "El olvido es el más espantoso de las tumbas".

            No ha de ser difícil que los escritores se esfuercen más por el temor al olvido que por merecer como decía Rousseau, la sonrisa y el aplauso de las mujeres. El miedo al olvido es una fuerza. ¡Quién sabe si en secreto, fue ella la que más contribuyó a la muerte de Barrett!

            ¿Por qué de sano, pletórico de vida, no tomó una cuartilla de papel para escribir Mirando el vivir?

            Las pocas notas que los diarios porteños habían insertado en sus columnas no hacen columbrar las que posteriormente escribió aquí. Su propio mal, resulta de la suposición que hago, el supremo bien que despertó en su yerta vida la pasión de las letras.

            ¡Qué misterio es el azar de los hombres y de los hechos! Odiaba a la ciencia oficial por estúpida.

            ¡Todas las inteligencias superiores son de la misma opinión!

            Estaba con él en San Bernardino cuando se me ocurrió esta cuarteta que celebró mucho y por eso la recuerdo: "Mis mentiras eternas son mis verdades. Yo no quiero la ciencia en frase encerrada. La luz que no deslumbre con grandes claridades. Me parece que tiene las pupilas cerradas".

            La ciencia oficial por su dogmatismo intransigente, ha terminado por ser la risa de los cerebros emancipados.

            El verdadero sabio, por lo mismo que lo es, cree en supersticiones. Spencer encontraba en ellas algún fondo de verdad, y Víctor Hugo, cuando le consultaron irónicamente lo que pensaba sobre el espiritualismo, les contestó compasivamente, asegurándoles que él no cree en lo probable que deja de ser más que un estúpido. La más bella de las obras de Barrett no se ha dicho todavía por ninguno de sus críticos y biógrafos. Yo he de recordar a sus amigos y a la juventud del mañana, que es la única en la que hay alguna esperanza.

 

 

VIII

 

            Transportémonos a la histórica noche del 2 de julio. El cañón y los discursos ensordecen al aire. La ciudad cruje con espantosa trepidación. Nadie sabe todavía lo que sucede, nadie puede adivinar que es Jara el que lo conmociona todo. Eso a Barrett no le preocupa. El sabe que hay heridos y dejando comodidades, dejando a su esposa y a su hijo, se apodera de un carro, lo guía y sale. ¡Es el momento más bello de la vida del apóstol! Las balas cruzan el aire en todas las direcciones, le mata al caballo, le atraviesa el carro.

            Barrett no se amilana. Con una velocidad desesperada penetra entre los fuegos, toma los heridos y los lleva a la asistencia y vuelve en busca de otros.

            Al pasar por la calle Palma, se saluda con el general O'Briand, Ministro de los Estados Unidos de Norteamérica.

            El general lo detiene, le indica que está dispuesto a tramitar un arreglo. Barrett se ilumina de felicidad y corre al campo enemigo desafiando la muerte con una temeridad sin ejemplo. Jara que se siente vencedor lo pide todo. Fracasan las gestiones de paz y Barrett toma de nuevo su carro y no para de recoger heridos hasta que cae el orden legal y cesan los acontecimientos.

            Durante los dos días de bombardeo, recogió más de doscientos heridos.

            Hasta aquí Barrett no había roto con los políticos. Había hecho temblar "al burgués espeso con las mortales puñaladas de su pluma". La Industrial Paraguaya Berhet, cuanto obrajero existe en el Norte y en el Sur de la República vivían alarmados. Barrett había prometido ir en persona a los desiertos de la esclavitud. Quería la huelga de los explotados. Prefiere el paro de las industrias a que continuase laborando a base del crimen consentido, amparado por la ley, favorecido por las autoridades y glorificado por la persona.

            Al sentirse dueño del poder, los radicales se ventilaron todas las venganzas comprimidas en el alma microscópica de los políticos. Se apresó, se deportó, se mató a palos en los cuarteles, a Berthoto se le dio como cena sus propios artículos. Yo, por mi parte, rugía en "La Verdad". Me disculpa mi sinceridad y mi dolor. Era yo el único a quien sacrificaron irreparablemente: El asesinato de mi padre me ponía carbones encendidos en el tintero. Escribí desgarrado y ensangrentado.

            ¡Qué época!

            La refleja un artículo de Barrett: Bajo el terror, que nadie se atrevió a publicar. Lo tiró en una hoja suelta y lo repartió en persona de puerta en puerta. Yo contesté ese artículo con otro que lleva el mismo título. Del choque de sentimientos, surgió una lamentable desinteligencia. Nos habíamos herido en la confusión, turbadora de los momentos.

            Barrett sintió una clase de terror y yo sentí otro. Aterrorizados hemos escrito cosas temibles que pasman. Habían dejado de rugir los formidables cañones, pero Barrett y yo reproducíamos tiempos de una revolución que ensordecía.

            ¡Pobre Barrett! ¡Qué grande se mostró con los caídos!

            El gobierno castigó al filósofo. Fue conducido a la policía y al poco tiempo desterrado.

            La Bastilla paraguaya no respeta la verdad ni la justicia. Fue tan ciega en su furor como la del año 79. Parece que con las tormentas revolucionarias se contagia el deseo de victimar al prójimo en las mujeres y hasta en los niños cuanto más en los jóvenes que rugen de furor sus odios partidistas.

            A consecuencia del destierro, se avecindó en Montevideo. Se instaló en el Hotel del Globo. Allí tuvo el primer vómito de sangre, allí se convenció de ¡cuán miserable es la materia!

            Estando en Montevideo, escribía cartas desoladoras a los hombres que podían entenderle.

            El doctor Rodolfo Ritter, confidente de Barrett, es depositario de cuánto sintió y sufrió en el extranjero. Modesto Guggiari tiene otras. ¿Por qué no se publican? Los tiempos han pasado. Las intimidades que escribió llorando y moribundo pertenecen a la literatura y aún a la historia. Esas cartas valen más que sus artículos. Las han trazado el dolor y la injusticia.

            El terror en los tiempos de revolución desarrolla una fiebre que caldea la atmósfera. En la Revolución lo anormal es lo normal, el crimen es la virtud, la guillotina un río tan sagrado como era el Jordán. Ya lo había dicho Emilio Castelar: "Para explicar las revoluciones y comprendido cuan profunda alteración hacen a la vida y cómo enardece los ánimos, es preciso haber pasado por ellas".

            "En los tiempos de revolución se vive mucho y un día y un suceso deciden de largo tiempo y de innumerables sucesos...".

            El 2 de julio ha de estudiarse despacio por la juventud que viene detrás de la presente generación. Ésta no hará nada, ¿quién duda que se ha perdido para siempre? ¿Quién no sabe que inutilizó los mejores años de su vida en las miserias del odio?

            No dudo que el presente ha fracasado.

            Tendremos mañana, por lo que ahora son niños. La actual generación se ha manchado con la sangre de sus hermanos y abandonó los libros por los placeres y la guerra por la política y el estudio embrutecedor la jurisprudencia. En las universidades en donde no se enseña más que Derecho, no surgen los naturalistas, los químicos, los geógrafos, pero sí dan ponzoñosos de corrupción que atrasa a los países y los envuelve en una atmósfera de esterilidad desconsoladora.

            No es en esas facultades de Derecho donde estudió Barrett. Europa es grande porque desprecia a los leguleyos.

            No deben quejarse de mis juicios los que viven de pleitos. ¿Acaso no pertenezco a cursos superiores de esa misma Facultad de Derecho que considero como mala? ¿Acaso no había de terminar en ella las asignaturas que me faltan? Siempre es noble decir la verdad y más noble será siempre cuando se hiere uno a sí mismo. Quisiera para mi país otras cátedras más augustas porque todos tenemos hijos, hermanos y sobrinos y desearíamos verlos que se eleven en brazos de las que son ciencias verdaderas, porque ésas, al apartarse de la política, las aproxima a la verdad fecunda en resultados.

            Barrett que odiaba a la política odiaba también a la Facultad de Derecho que los incuba. Todos los abogados al despedirse del viejo claustro con el título debajo del brazo, no se dirigen al laboratorio, o a la clínica, lo cuelgan pomposamente con un dorado marco en lo más visible de la sala y empiezan la tarea subterránea de sus maquinaciones. Conspiran, odian, persiguen, roban si pueden hacerlo "sin dejar papelitos que canten".

            ¿Qué les importa el ideal?

            ¿Qué puede preocuparles la verdad pura?

            Esas son preocupaciones -según ellos- de los que están chiflados como Barrett.

            No me alejo mucho de la verdad cuando yo dije en mi artículo: la poesía moderna: "nosotros hemos de vivir todavía medio siglo en el limbo de la barbarie".

            Nos hemos de salvar por los Barrett y los cien jóvenes que estudian en Europa y por los niños que despreciarán a la presente generación de nulidades confabuladas.

            Barrett ha escrito para que se lo entienda en época lejana, don Juan Silvano Godoy ha gastado sus millones para otra juventud, Blas Garay, aquel prodigio de energías que no cupieron en su tierra, exploró los archivos españoles para mentalidades más clarividentes, Domínguez escribió "La sierra del plata" para los luminosos del mañana, Gondra su crítica al poeta Rubén Darío para esos que ahora están mamando todavía, Bertoni y Hassler sus grandes obras, para cuando el Paraguay se sedimente en sus cataclismos geológicos y se empiece a despreciar a los leguleyos como en Europa.

           

 

 

IX

 

            "Barrett, me hace gracia nuestra personalidad de escritor. Ud. y yo somos los únicos que nos paseamos sobre la panza de esta sociedad". "Ud. hace polvo de los yerbateros y yo hago otro tanto de los politiqueros".

            Y nos reíamos hasta más no poder.

            Lo que nos causaba gracia era que nos reíamos de nosotros mismos.

            Había mucha gente en Asunción que al leer un artículo de esos que salen ardiendo como las lavas escondidas, creerán que los hemos escritos ebrios de ira. Por eso nos resulta cómico el asunto. Por lo que a mí respecta, declaro con sinceridad que los artículos más feroces los he trazado riendo y sonriendo.

            A Barrett le sucedía otro tanto. ¿Y qué compensación tendríamos los luchadores si encima de luchar no podríamos saborear con cierta florentina sonrisa el esfuerzo realizado?

            Yo gozaba cuando Barrett en sus íntimas expansiones reía y sonreía porque olvidaba los crueles padecimientos de su enfermedad. Cuando Barrett se alejaba de la atmósfera siniestra en que se tienen pesimismos inmensos, se reía de sus miserias, se reía de sus microbios burlándose irónicamente de su mal.

            Muchas veces lo he transfigurado inyectando en su espíritu la savia de mis quimeras que eran también las suyas. Si él gozó esos instantes y por mi parte lo he gustado con más secreto placer. Fuimos felices al juntar nuestras almas y yo me transportaba a mundos hermosos porque le hacía olvidar su negra desgracia, su espantosa miseria de realidades trágicas. Los verdaderos amigos tienen el esteticismo de hacer amable la vida de sus amigos. ¿Qué es la amistad sino un desprendimiento de amor y de cariño, un altruismo sin ejemplo y una tolerancia única en las intimidades? El amigo que sabe ser amigo tiene celos y hace suyos los pensamientos del amigo.

            Yo he querido a Barrett como solo he querido a otro Barrett que no escribía pero que era tan sabio y tan grande como él. Aquel amigo fue el célebre genio de la modestia Andrés Bellogin, a quienes los sabios consultaban en España, que no escribía porque había llegado a un escepticismo pavoroso, que se sentía tan alto y tan ateniense que al no poder escribir el Quijote prefería la sombra luminosa de su propia alma.

            Fue como Barrett, mi compañero de cuarto y fue como Barrett depositario de mis intimidades como yo lo fui de las suyas. El Paraguay ha perdido a un erudito que Unamuno admiraba, que don José de Etchegaray tenía que consultarle a menudo en el Ateneo de Madrid, que Rubén Darío recomendó a sus amigos de la Argentina. Aquel Bellogin casi ciego de estudiar, que todo lo sabía, vegeta miserablemente en España ganando un sueldo indigno de sus sabidurías.

            Yo creo que es un deber del gobierno paraguayo la vuelta del maestro. Nuestra juventud ha de tener en él un artista de la enseñanza, un Menéndez y Pelayo por su erudición y un verdadero apóstol por su modestia sin ejemplo. Dejo a don Manuel Gondra la tarea de conducirlo a la tierra paraguaya si es que el político acierta dirigir sus orientaciones en el sentido de levantar el espíritu de los jóvenes que estudian.

            Fue Barrett un admirador de Bellogin. Le ha escrito muchas veces, le ha admirado sin conocerlo, le ha querido por la leyenda de sabio que aquí supo dejar en la enseñanza.

            Barrett lo necesitaba como yo lo necesito y como todos aquí lo necesitamos. Tengo por seguro que si el presidente uruguayo Batlle y Ordóñez se entera de lo que vale el sabio alumno de la Universidad de Salamanca, discípulo predilecto de su rector don Miguel de Unamuno, le faltaría tiempo para traerlo a sus institutos de enseñanza. En toda España, no existe un joven que pueda superarle, ¡eso yo lo aseguro!

            No quiero terminar mi trabajo sobre Barrett sin hacer como epílogo una síntesis del juicio que emite sobre su personalidad el conocido historiador y gran amigo de los escritores don Manuel Domínguez.

            Domínguez dice:

            "Que saltaba sobre cada asunto y lo agarraba del pescuezo, tenía la médula de un sabio y las alas de un artista, era maestro consumado en el arte de adjetivar, sus ideas eran envolventes, nuevas en el romance castellano. Después de habituarnos a sus artículos, es raro el autor que no nos parezca desmayado. En prosa bella nos enseñó a pensar. Supo cantar en prosa magnífica las maravillas geométricas del hierro. Entraba en su temperamento literario cierta poesía psicológica penetrante y turbadora que ponía el espíritu en tensión continua. Producía con una energía que no daba reposo y así cada uno de sus artículos causaba el efecto de un torrente. El estilo de Barrett, hecho para las cosas abstractas, era rectilíneo, casi lapidario con relámpagos de luz. Optaba por los temas del momento y con arte supremo sabía destilar sus artículos, la ironía velada, corrosiva como el ácido. Fue destructor inmenso de cosas aprendidas en libros viejos. Barrett tuvo corazón para ser el paladín del oprimido y su blasón es haber peleado por el débil. Delató el crimen colectivo, fue pregonero de redención social. Desgarró las carnes del burgués espeso con las mortales puñaladas de su pluma. ¡Dijo cosas formidables!".

            ¡Oh sí, dijo cosas formidables!

            Dijo y las hizo, ¡las hizo como ninguno!

            Barrett ha dejado una escuela de conducta para el pensador y para el pueblo que se nutre de sus pensamientos.

            La semilla que ha puesto en el surco virgen de los cerebros paraguayos, habrá de cosecharse con el tiempo. Su gran obra de destructor tremendo de cosas viejas, sus mortales puñaladas al burgués espeso y codicioso, su estilo que aturde, que tritura como una palanca de hierro, ha de quedar como herencia luminosa de su paso por la vida a la juventud que ama los sacrificios y se encamine por la senda florida del maestro augusto que nunca morirá".

 

 

X

 

            Cuando Anatole France se despidió de la ciudad de Buenos Aires pronunció una frase que debería estar esculpida en letras de oro al pie de la columna de Mayo. ¡Qué frase! Es un programa de orientación, un símbolo de revolución, una frase de apóstol.

            Estábamos con Barrett en San Bernardino cuando la comentamos. El espíritu superior de Anatole France ha dicho al irse de nuevo para su encantador París: juventud argentina, no seáis prudentes.

            ¡No seáis prudentes! Tres palabras como tres pirámides de Egipto. En ese desierto de las almas de la populosa ciudad porteña se ahoga al sonido de la voz, la virilidad de la raza y los empujes gigantes de los imprudentes sublimes. A esa falange de imprudentes perteneció el rudo presidente que desgarró con su pluma de Hércules el lomo curtido de la barbarie de sus propios compatriotas. Su "Facundo" fue una montaña que retumba hasta hoy en nuestros oídos.

            Anatole France al pedir a los jóvenes del Río de la Plata que no fueran prudentes, era que les aconsejaba inspirarse en el maestro porque solo una dinámica sin tregua podía salvar el indiferentismo de las masas jóvenes y hacer de ellas una potencia de energías.

            El capitalismo hizo mucho bien en la República Argentina y por otra parte mucho mal. Los hijos de los ricos por amor al dinero y los placeres han abandonado las riquezas del alma. Se han hecho prudentes, conservadores, cobardes y estáticos. Ya sus escritores no producían el Facundo. La juventud porteña se embrutecía en naderías como la de aquí mismo que no sueña sino en diputaciones como supremo fin de su carrera.

            Era natural que Barrett, tremendo destructor de cosas viejas, como dice Domínguez, saltase de alegría al compenetrarse de las tres palabras del ático escritor.

            La prudencia es cobardía, eso que llaman tacto, que llaman juicio, que llaman espíritu reposado, no es sino indignidad de carácter.

            La juventud debe imitar a Barrett en su valor por la verdad, debe leerle y pensar que hizo directamente su propaganda. Por eso me he esforzado en recordar sus aventuras, sus quijotismos y sus heroicas empresas por el ideal.

            Será incompleta mi narración y pequeño mi propósito si me hubiera concretado a la fría descripción de su vida. Cuando tomé la pluma me puse en seguida al servicio de su causa y ya que me quedan cuarenta años de vitalidad para el porvenir, un minuto de esos cuarenta años que me otorgó los he saturado con las esencias de Barrett. Un poco de su perfume es una brisa salvadora.

            Cuando se lea mañana, habrán de saber sus jóvenes amigos que Barrett escribió y obró para ellos. Sobre todo obró y obró con conciencia del bien que sembraba. El valor se contagia y se imita. Jesús tuvo muchos mártires iguales a él. Barrett querría otros Barrett que se le pareciesen. El camino es desconocido ni siquiera difícil, está en tener fe. Con esa imprudencia que quería Anatole France y que tanto glorificó Barrett, temblaron los tiranos y los malos políticos se remodelaron y los togados sin inteligencia se resignaron en su papel infeliz de simples borroneadores de papel sellado.

            La inteligencia de los Barrett eclipsa la tenebrosidad de las nulidades doctoradas y emula a los cerebros luminosos y crear y producir. Y es eso lo que necesita el Paraguay "casi fabuloso por su silencio" como dije al empezar este trabajo.

            Barrett amaba mucho la inteligencia ajena y despertó sus entusiasmos en más de una ocasión. Recuérdese lo que publicó en "Los Sucesos" de agosto de 1906 sobre Domínguez: fueron pocas pero elocuentes palabras:

            "Amigable y fuerte a un tiempo, su estilo, tallado en cortos períodos, facetas de diamante, cada una de las cuales encierra un hecho o una idea, hace reaparecer en el conjunto la unidad luminosa del elemento. El positivismo a base evolucionista estaba designado para seducir a este espíritu ordenado y elegante que tiene el buen gusto de preferir un método a una metafísica. Los reglamentos democráticos debían satisfacer a este amante de la libertad pacífica y provisoria. Sibarita del pensamiento, lo estima en lo que a él personalmente le atañe. Aprueba la audacia de la frase o del libro mejor que la de los estómagos. No es hombre de acción, porque adora la acción en semilla de los filósofos tímidos que preparan revoluciones convenientemente póstumas. Muy francés de talento y de aficiones, algo le distingue de Voltaire aprendido de memoria, de Renán a quien veneraba, de France que le encanta: de ironía exótica bajo este clima natural y político. Los ojos negros, no del todo transparentes, inquietan cuando ríen. El cabello encrespado arroja sobre la frente pálida el misterio de sombrío oleaje. ¿Pasión? Quizá, pero pasión noble. Es imposible dejar de admirar su ingenio vigoroso y su erudición honda y hábil, y es también imposible dejar de amar su buen corazón abierto siempre al amigo como un refugio hospitalario".

            Si Barrett hubiese conocido a Blas Garay, aquel prodigio de energía, que siendo el más joven de los paraguayos es el que escribió más libros, le hubiera saludado épicamente como él sabía hacerlo. Barrett amaba el talento y se asociaba a los que podían comprenderle. Por eso escribió el doctor Ritter a Modesto Guggiari que es seguramente el único joven que tiene orientaciones de porvenir. Al menos las ha tenido hasta hoy y triste sería que olvidando las palabras de Anatole France prefiriese la política a la patria, la ciencia a las mezquinerias, y le que fue esperanza y lo que es porvenir se queda en malogrado leader de orientaciones saludables.

            Yo quiero que si quisiera él se salve, que él se eleve más y más. Salvándose él, se salvarán otros muchos y se tiene a raya a los que han nacido eunucos y malvados.

            El sacrificio que hace un joven de talento y de corazón es consolador. Esperar es el genio de los triunfadores y Alejandro Dumas consideraba esa palabra en tan grande y profunda veneración que la convirtió en el Evangelio de su personaje Edmundo Dantés.         Mercedes fue desgraciada porque no esperó. Saber esperar equivale a no perder ninguna batalla.

            En el intervalo que hay entre el comienzo de la lucha y el fin, la juventud debe trabajar por su perfeccionamiento.

            La patria no recoge de ella otro fruto que ese que da en el fecundo paréntesis de los dos términos.

            Desgraciado del que se precipita con precipitación. ¡Ese nunca se levantará!

            Nada valen los cargos públicos, valen únicamente las personas que las desempeñan, nada vale un magistrado si es un imbécil, nada vale un presidente si es ignorante, un diputado si no labora. Los inútiles brillan como las piedras falsas, se gastan como ellas y se les desprecia finalmente por las piedras que hizo Dios de una manera misteriosa.

            En el proceso de la vida, se condensan los elementos con el paso de los años. Si la juventud quiere ser algo, su camino es la ciencia y la virtud.

            Es Barrett quien lo prueba. Iluminó con luz, cegó las sombras que proyectan las mentalidades oscuras. Su cerebro no estaba localizado en las mandíbulas y por eso su pronunciación no fue nasal.

            La juventud debe pasearse en triunfo sobre la panza de los inútiles y crecer a despecho de las miserias que no desalentaron nunca al apóstol Barrett hasta el final de su existencia.

            Y aquí pongo un punto suspensivo. El punto final habré de colocarlo otro día. Tengo que decir de Barrett, cuando el tiempo lo requiera, las otras intimidades que respetuosamente guardo para mí solo en mi conciencia.

            El presente estudio es un ensayo que dedico a la memoria de la joven que "guarda sus libros debajo de la almohada" para complacerla en su deseo. Si lo he conseguido, le envío mis saudades envueltas en el corazón genial de mi desdichado amigo que duerme en París solo y abandonado sin que podamos colocar en su tumba un puñado de pétalos azules.

 

            ("COLORADO", 10 de julio de 1912).

 

 

 

NOTAS

 

(1)       He aquí el escrito de Rafael Barrett, publicado en "Los Sucesos", que dirigía Eugenio A. Garay, cuyo local se hallaba ubicado en Benjamín Constant esquina Ayolas, el sábado 13 de enero de 1906:

            "La tragedia de hoy

            Un buen amigo, un excelente y modesto joven, ha muerto esta mañana, fusilado como un salteador de caminos.

            Ha sido rematado a tiros de revólver, el arma con que se rechaza a los bandidos, jamás el arma con que los caballeros dirimen sus cuestiones de honor.

            ¿Qué código han seguido esos cuatro representantes, cuya absoluta ignorancia de las leyes del duelo ha quedado por desgracia patente?

            ¿Dónde han visto que una inocente cuestión periodística exija cinco disparos a veinte pasos de distancia?

            ¿Qué eclipse inexplicable de su sentido común han sufrido los padrinos de un miope casi ciego, para dejarlo ametrallar como un perro rabioso?

            Yo sé que esos cuatro señores son personas dignas y que llorarán amargamente su aturdimiento, pero hay que decir la verdad, por dura que sea, han sacrificado a ese pobre muchacho.

            El duelo es legítimo, es la única salvaguardia de nuestra individualidad, es un precioso excitante del valor personal y de las energías sociales, es un bello gesto de las edades heroicas. Pero a semejanza de todas las fuerzas humanas necesita la ciencia, el tacto y la oportunidad para ser útil y fecundo.

            El infeliz García ha perecido no a manos de un adversario sino de sus representantes.

            Que esta terrible lección sirva de algo. Que la muerte nos enseña a vivir".

            A continuación el periódico consignaba el siguiente aviso:

            "CARLOS GARCÍA Q.E.P.D. hoy a las 9 horas.

            La redacción de ÁLON se permite invitar por estas líneas a todas las personas que quieran solemnizar el acto con su presencia, para acompañar el ataúd fúnebre del que en vida se llamó Carlos García, y fue director de ALON.

            El convoy fúnebre partirá de la casa mortuoria, calle Cerro Corá N° 211 mañana a las 7 1/2 a.m. 13 de enero de 1906".

 

 

ENLACE INTERNO AL DOCUMENTO FUENTE

 

(Hacer click sobre la imagen)

 

HÉRIB CAMPOS CERVERA (p.) - NOVECENTISTA OLVIDADO

PROSA Y POESIA

LUIS MARÍA MARTÍNEZ (COMPILADOR)

ASESORES INVESTIGATIVOS: NABEL FELIPE ESTRUC y RAÚL AMARAL

CRITERIO EDICIONES

Asunción – Paraguay, 2006 (292 páginas)






Leyenda:
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