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NEIDA BONNET DE MENDONÇA

  LA PREGUNTA - Cuento de NEIDA BONNET DE MENDONÇA


LA PREGUNTA - Cuento de NEIDA BONNET DE MENDONÇA

LA PREGUNTA

Cuento de NEIDA BONNET DE MENDONÇA

 

 

NEIDA BONNET DE MENDONÇA : Nacida en la Provincia del Chaco (República Argentina). Maestra y Bachiller recibida en el Colegio "Nuestra Señora de Itatí", de Resistencia (Chaco), reside en el Paraguay desde hace treinta y cinco años. Ha cursado estudios de Decoración General, en Asunción, egresando como la mejor de su promoción.

Ejerce la cátedra en el Instituto Superior de Artes Plásticas y Aplicadas como docente de Historia y Estilos del mueble desde 1978.

Ha publicado los siguientes libros: "Golpe de luz" (novela), el que obtuvo el Premio de Literatura "La República", como mejor libro del año en 1983, "Hacia el confín" (cuentos), entre cuyos textos se encuentran premiados, por el Instituto de Cultura Hispánica, con Mención de Honor, el cuento "Pyharepyte" (en el año 1984); y el cuento "La hamaca", que obtuvo Mención de Honor en el concurso de la Veuve Clicquot en 1985.

Ha publicado también, en noviembre de 1988, el libro de cuentos "De polvo y de viento".

 

 

 

LA PREGUNTA

 

Qué quiere que le diga, doña Felipa, "cuando la limosna es tan grande hasta el santo desconfía", y yo soy desconfiada, porque la suerte es arisca con nosotros. Cuando por casualidad nos llega una migaja, dura poco, muy poco; apenas el tiempo que tardo en fumarme un cigarro. ¡La verdad es, doña, que de nadie me fío! Tengo que meter mi dedo en la llaga y revolver y revolver para decir sí, creo. Así mismo me ocurrió al sucedernos el milagro. Antes de eso vivíamos en un chiquero, allá, en el bajo. Dependíamos de la suerte del río y sus riberas para comer o para Asfixiarnos; últimamente ni una burbuja de aire nos quedaba para respirar. Los de arriba nos llamaban "los marginales". No puedo contarle, doña Felipa, qué significa marginales, pero, lo que es a mí, me huele a mala palabra. ¿No le parece que suena a vaginales? ¡Cómo si no fuésemos gente! Al fin de cuentas tenemos el mismo cuero, nos preñamos del mismo modo, sangramos de la misma manera y hasta odiamos y queremos igual que cualquiera de ellos. Presiento que procuraban no vernos, no oírnos, no saber que existíamos. Ni una pizca de memoria tenían para nosotros. ¡Éramos casi nada! Sin embargo, podíamos enseñarles algunas cosas; como vivir sin aflojar, enfrentando cualquier desastre. Porque desastre es ver que el agua se traga tu patio, tus chanchos y tus gallinas. Desastre es ver que el agua apaga tu fuego y alcanza el catre de tus hijos y que el gato, que es más sabio y más ágil, está subido en el zinc del techado. Desastre es quedarte sin guarida y tener que estironear a tus cinco hijos y arrastrarlos hasta las carpas que instalaron en el patio de alguna iglesia. Allí no acaban tus desastres; todavía te sobra entrar en la iglesia con el cura por delante para darle gracias a Dios, protector de los olvidados. Yo le dije a "Ñandeyara": ¡Al diablo con tu paraíso! Te cambio mi parte por un pedazo de tierra donde el río no entre ni por casualidad. Y ...¿sabe, ña Felipa?, creo que algo tuve que ver con el milagro. Siete días pasaron y se nos presentó en el campamento una señora paqueta, anunciándonos la felicidad: "En tres meses cada familia tendrá su casita de material, con baño moderno y todo".

Entonces me interesó saber qué era ese "todo". ¿Todo lo que necesito yo? ¿Todo lo que quiero yo? ¿Todo lo que cada uno cree que es todo? Me pareció que era mucho pedir tanta explicación; me conformé con preguntar:

-¿Dónde?

- En el barrio "El Porvenir"- respondió la fifí y, como si adivinara mi preocupación, agregó - Cerca de la ciudad y lejos del río.

Los acampados en el patio de la iglesia poco tardamos en encontar "El Porvenir". Desde ese día vimos agrandarse nuestra gracia a medida que se ahondaban los cimientos. Sin parar, igual que hormigas, íbamos y veníamos hasta la nueva urbanización. Aquí nos instalábamos, sentados en la gramilla, viendo crecer piedra sobre piedra nuestras casas con baños y electricidad. Éramos treinta familias amparadas por la esperanza. Dígame, ña Felipa, ¿esperanza es igual a felicidad? ¡... quién sabe!

Teo, la mayor de mis hijas, eligió una de las construcciones más creciditas y comenzó a remover la tierra de sus alrededores para plantar cebolla de hojas, orégano y perejil. Sus amigas la ayudaron y así nomás fueron pasando de un patio a otro trabajando y chismoseando. No faltaron albañiles bocasucias y toqueteadores, pero las muchachas sabían defenderse. Ningún tipo de discordia enturbiaba nuestra alegría. Era para no creer; ni los niños peleaban. Con dos pelotas que compramos en contribución jugaban por riguroso turno. ¡Cosa rara en esta tierra! Nos queríamos y nos ayudábamos. Todo lo compartíamos y lo repartíamos y la esperanza continuaba despierta. Era como si Adán y Eva no hubiesen cometido el pecado; parecía que ya nunca habría diluvio y que hasta "ociar" nos estaba permitido.

En círculo nos acomodábamos bajo un "ybyrapytá" y abuela Nicolasa nos contaba en guaraní sucedidos de la Guerra Grande y los casos de las fusiladas por orden del Mariscal. De vez en cuando alguien pedía un mate caliente, pero abuela Nicolasa no lo tomaba ni se detenía, como si las desgraciadas historias le dieran cuerda a su propio coraje. De este modo continuaba hasta que alguno de nuestros muchachitos gritaba:

- Mamá, ¡tengo hambre!- Y ese grito niño empujaba la tragedia hacia atrás. Delante de nosotros teníamos "El Porvenir" a punto de terminar.

¿Vio, ña Felipa?, no debemos quejarnos si la felicidad dura poco. Nada dura para siempre, porque siempre aparecen los peros y las plagas...

El día que colocaron las últimas tejas armamos una gran farra. Con ramas y flores la muchachada adornó los techos; los hombres prepararon asado de costilla y las mujeres sancochamos kilos de mandioca. Con polcas y guaranias bailamos hasta la madrugada. Creí yo que hasta el demonio y Dios hicieron las paces en esa hora de júbilo. Lo cierto es que el prodigio fue completo. En varios meses de trajín ni un solo percance tuvimos, porque no puede llamarse percance el que Teo, mi "mayora", se preñase sin saber de quién. Al fin y al cabo ya teníamos nuestra propiedad y uno más se acomoda en cualquier rincón. ¿Quiere otro mate, ña Felipa?.

La mudanza la hicimos rápidamente. Nos costó aceptar que eran nuestros esos pisos brillantes y las paredes blancas con olor a cal. Comenzaron las preocupaciones unas semanas después de instalados, al reaparecer los obreros dando vueltas y macheteando yuyales cerca de "El Porvenir". El movimiento causó revuelo cuando trajeron camionada tras camionada de material. Para aclarar el asunto salimos en manada y don Cipriano preguntó, con reniego:

-¿Qué pasa aquí?

-Vamos a levantar treinta casas más- contestó un tipo barrigudo.

-¿Para quiénes?- averiguó recelosa ña Deolinda.

-¡Qué le importa!- gritó el panzón.

Nos callamos como si nos hubieran dado un sopapo. Al anochecer nos reunimos en la placita y una vez más estuvimos de acuerdo: No queríamos intrusos. "El Porvenir" era nuestro y de nadie más.

Nombramos una comisión para organizar protestas y escribir notas de reclamos. Nadie nos escuchó. Inútiles resultaron nuestros pataleos. Las casas ajenas estuvieron listas en menos de lo que canta un gallo y en menos de lo que canta un gallo, bien de madrugada, nos llegaron los nuevos dueños. ¡Parecían fantasmas! Y cuando fueron acercándose vimos que eran niños, mujeres y ancianos mugrientos, hediondos, llenos de moscas y de granos. Estaban tan flacos y raídos que repugnaban; parecían restos de personas y sus pocos trastos eran deshechos, idénticos a sus dueños.

- ¿De dónde salen, roñosos?- preguntó el concubino de ña Ciriaca.

-De la Salamanca- dijo una chica reseca desde el pelo hasta las uñas y agregó, sin fuerzas- recogemos desperdicios en el basural.

-¡Fuera de acá, piojosos! ¡Váyanse, "carancheros"! ¡No queremos podredumbre!- gritó Justino.

En ese mismo momento se armó tal revuelo que el vecindario entero salió a las calles y vociferó: ¡Mándense a mudar, asquerosos! ¡Desaparezcan, pordioseros! El zafarrancho fue descomunal. Los hambrientos, perseguidos por sus moscas, casi no podían correr. Nosotros aprovechamos para arremeter y abalanzarnos sobre ellos, golpeándolos y pisoteándolos a nuestro antojo; no fuera cosa que quisiesen volver.

-¡Huelen a carroña! ¡Nos dan asco!- les repetíamos sin parar.

Traté yo, en lo posible, de no verlos, de no oírlos, de no saber que vivían. Ni una pizca de memoria quise tener para ellos. Al final, es como si no existieran. ¡Son casi nada! Eso pensé, cuando la bandada de males desapareció.

-Dígame, doña Felipa, ¿tengo o no tengo razón?

 

Neida Bonnet de Mendonça

 

 

Fuente:

 
© EDITORIAL DON BOSCO
Tirada: 750 ejemplares
IMPRENTA SALESIANA.
Asunción, Paraguay
1992 (152 páginas)
 
 
 
 
 
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