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CATALO BOGADO BORDÓN

  MANGORÉ, LA CAUTIVA Y EL MESTIZAJE - Por CATALO BOGADO - Domingo, 14 de Febrero de 2021


MANGORÉ, LA CAUTIVA Y EL MESTIZAJE - Por CATALO BOGADO - Domingo, 14 de Febrero de 2021

Foto de tapa: Ángel Della Valle: La vuelta del malón, 1892.

 

MANGORÉ, LA CAUTIVA Y EL MESTIZAJE

 

Por CATALO BOGADO

 

catalobogado@gmail.com

El Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de Literatura, Ciencias y Artes de 1897 estableció que el término «mestizo»: «Se aplica a la persona o animal nacido de padre y madre de diferentes castas. Dícese con especialidad del hijo de hombre blanco europeo y de India». La historia oficial paraguaya mantiene esa definición, llamando incluso al actual distrito Mariano Roque Alonso «La cuna del mestizaje».

Ruy Díaz de Guzmán –mestizo–, en el Capítulo VII de sus Anales del Descubrimiento, Población y Conquista del Río de la Plata, nos relata la apasionante leyenda de la cautiva Luisa Miranda, ampliamente estudiada por la crítica literaria del Río de la Plata. Guzmán cuenta que allá por el año 1527, Sebastián Gaboto remontó el río Paraná y, tras enfrentarse con los nativos agaces, fue auxiliado por los guaraníes, que le proporcionaron alimentos y piezas de oro y plata, lo que hizo que se cambiara el nombre «Río de Solís» por el de «Río de la Plata».

Contento con los preciosos metales, Sebastián Gaboto, que había decidido regresar a España, pensando en el futuro, que supuso venturoso, dejó en el fuerte de Sancti Spiritu a unos 110 españoles a cargo de los capitanes don Nuño de Lara, Ruy García Mosquera y Francisco de Rivera, del alférez Mendo Rodríguez de Oviedo, del sargento Luis Pérez de Vargas y de otros hidalgos.

Cuando Gaboto partió a Sevilla, el capitán Nuño procuró conservar la paz con los timbúes, tribu numerosa y de buena voluntad con cuyos dos principales caciques había entablado muy buena relación logrando que, con mucha frecuencia, les proveyeran abundantes y variados alimentos, ya que eran gentes que labraban la tierra y no les faltaba nada para la subsistencia.

Los caciques de esta tribu eran dos hermanos, Mangoré y Siripó. Eran, según la crónica, mancebos de unos 30 a 40 años de edad, valientes y ejercitados en el arte de la guerra, muy temidos y respetados. Mangoré, en los festivos encuentros que se realizaban dentro de la fortaleza para intercambiar pescados por anzuelos y oro por trozos de vidrio, se enamoró perdidamente de la española Luisa Miranda, mujer de Sebastián Hurtado, oriundo de Écija.

A doña Luisa Miranda, Mangoré le llevaba muchos regalos y le abastecía con los mejores productos de la tierra para su alimento, y ella, según la crónica de Guzmán, le brindaba en agradecimiento amorosos tratamientos, por lo que el cacique llegó a sentir tan desordenado amor que decidió hacerla suya. Invitó al matrimonio a solazarse en su aldea, ofreciéndoles buen hospedaje en muestra de amistad. Pero Hurtado y su mujer se negaban siempre, con muy buenas razones.

Consumido de pasión, Mangoré vino a perder la paciencia y su amoroso sentimiento se trasformó en ciega furia. Poseído por un desconocido resentimiento, su corazón, que antes latía feliz por la amistad con los extranjeros, se llenó de rencor y tramó contra ellos una traición alevosa, creyendo que por esa vía conseguiría su objetivo: que la mujer por quien latía su corazón y con quien soñaba encariñarse de por vida fuese a vivir con él.

Para persuadir a su hermano Siripó de secuestrar a doña Luisa le dijo que no les convenía respetar ni andar con artificios de subordinación a los extranjeros; porque ellos, caciques, eran los señores y dueños absolutos de las cosas de su tierra, y si no se hacían respetar, en pocos días vendrían a avasallarlos y, si no se remediaba el inconveniente a tiempo, después sería tarde y no podrían excusarse ante su pueblo de exponerlo a servidumbre. Por lo tanto, era su parecer que los españoles fuesen desterrados y el fuerte donde estaban, asolado sin demora.

Siripó le preguntó cómo podía planear cosa tan horrible contra los españoles, habiendo sido amigo de ellos y muy aficionado a doña Luisa; y le manifestó que él no tenía tal intención, porque, además del buen trato y la amistad que le brindaban, no había recibido el menor agravio que pudiera inspirarle deseos de tomar las armas contra ellos. Mangoré replicó que así convenía, que se debía hacer por el bien común y por el particular gusto suyo, que como buen hermano debía corresponder. Siripó, aunque no compartía la idea, por el respeto que tenía a su hermano se dejó persuadir, conformándose con dejar para un tiempo más cómodo y oportuno tratar los asuntos discordantes de la discusión con Mangoré.

El momento para realizar el plan concebido por Mangoré no tardó en presentarse. Ante la ausencia de provisiones, pronto hubo en la fortaleza de los españoles necesidad de comida, por lo que el capitán Nuño de Lara despachó al capitán Ruy García con cuarenta soldados en un bergantín para que fuesen por las islas cercanas a buscar algo de comer y volvieran a la fortaleza con lo que consiguieran.

Mangoré y su gente, que aguardaban en un bosque cercano espiándolos, vieron en la salida del bergantín una buena ocasión, pues entre los soldados enviados a buscar racionamientos iba don Sebastián Hurtado, marido de Luisa Miranda. Avisado el cacique Siripó, movilizó a más de cuatro mil indígenas y fueron a instalarse a media legua de la fortaleza, en un sauzal a la orilla del río.

Al caer la noche, el cacique Mangoré, con trescientos robustos mancebos cargados de carne, pescado, miel, manteca y mucho maíz, llamó a la puerta de la fortaleza, y una vez adentro, con muestras de amistad, entregó la mayor parte de la provisión al capitán Nuño y repartió el resto entre los soldados y oficiales, con lo cual Mangoré fue muy bien recibido y agasajado.

Cumplida la entrega de los obsequios, contentos, se dispusieron a pasar la noche en la fortaleza. Los españoles apagaron su lumbre y todos, excepto los guardias apostados en la puerta, se durmieron pesadamente. Mangoré y los suyos, como estaba concertado, hicieron señas a los de afuera, prendieron fuego a la casa de municiones, apresaron a los que estaban de guardia y abrieron la puerta de la fortaleza para que entrara el ejército de los nativos que aguardaban afuera.

Algunos españoles, dice la crónica, pelearon varonilmente, en especial don Nuño de Lara, que salió a la plaza con su rodela y espada y, metiéndose entre los escuadrones de intrusos, hirió y mató a muchos guerreros aborígenes. Los nativos le tiraban tantos dardos y lanzas que el capitán Nuño andaba de aquí para allá bañado en su sangre.

También los sargentos Luis Pérez y Álvarez, con varios soldados, salieron con sus armas a auxiliar a los que intentaban socorrer la casa de municiones, enfrentando a los grupos de nativos, peleando con ellos con mucho valor, pero al final todos, mortalmente heridos, entregaron la vida en tan cruel batalla.

Mientras tanto, el capitán don Nuño seguía peleando sin poder remediar el desastre. De sus muchas heridas, andaba desangrado, y aun así se metía entre las fuerzas enemigas, donde, al toparse accidentalmente con el cacique Mangoré, lo mató a cuchilladas. Tras apuñalar y matar a Mangoré y a otros muchos indígenas, cubierto de sangre de las crueles heridas, el capitán Nuño cayó muerto al lado de su otrora amigo Mangoré, quien, en su último suspiro, nombró a su amada Luisa Miranda.

Muerto este gran capitán, la fortaleza fue tomada y destruida por los nativos, que no dejaron sobrevivientes, excepto cinco mujeres que estaban con doña Luisa Miranda y tres o cuatro niños.

Doña Luisa Miranda, las cinco mujeres y los niños fueron tomados cautivos y puestos junto a los objetos reunidos por los vencedores en el patio para repartirse como botín; esto se hacía como recompensa a los valientes y para que los caciques y principales tomaran lo que quisieran.

Siripó, profundamente apenado por la muerte de su hermano, observaba las armaduras, las montañas de objetos y a doña Luisa, dama que causó tantas muertes, y derramaba lágrimas pensando en el ardiente amor que le había tenido Mangoré. Así, como vencedor, solo quiso tomar como su esclava y esposa a Luisa Miranda, señora de su amigo Hurtado y, amada de su hermano Mangoré.

Los pormenores de esta tragedia han sido reelaborados varias veces por diversos autores, empezando por el explorador Félix de Azara y el deán Gregorio Funes. También ha sido argumento de novelas históricas como las de Eduarda Mansilla y Rosa Guerra en el siglo XIX, y tema de escritos de Manuel de Lavardén, Jorge Luis Borges y muchos otros. En su reciente ensayo La Argentina manuscrita. La cautiva en la conciencia nacional (Buenos Aires, Colihue, 2018), el sociólogo porteño Horacio González escribe que «tanto el cautiverio como el secuestro, las figuras del rehén, del prisionero o del perseguido tienen honda actualidad. Y mucho más la tienen los numerosos movimientos de reivindicación femenina que recorren el mundo, con efectos de invitación a la reflexión profunda sobre la vida en común». El mito de la cautiva, ha afirmado también González en una entrevista con la escritora rosarina Beatriz Vignoli, «comienza con Lucía Miranda, en el fuerte Sancti Spiritu, que es el inicio de la Argentina. Es una gran leyenda que no tiene muchos antecedentes europeos, pero se puede descender al rapto de las sabinas... La conquista o el rapto de una mujer de otra tribu a los efectos de fortalecer, fecundar y recrear al pueblo raptor, sería ese el sentido: hacer sostener en la mujer cautiva la reproducción de la comunidad. Por eso es un tema tan problemático. Interpela el feminismo contemporáneo y a la vez el feminismo contemporáneo debe interpelar esos temas» (1).

Siguiendo lo planteado por González, la leyenda de Mangoré y Luisa Miranda demanda una revisión de la historia paraguaya. Recordemos que en Paraguay una cultura machista ha designado a Domingo Martínez de Irala como «el padre del mestizaje» por haber elegido como concubinas a varias jóvenes indias. Si situamos la historia de Luisa Miranda y sus cinco amigas en su contexto, es probable que encontremos el revés tanto de la definición del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de Literatura, Ciencias y Artes (1897) que citamos al comienzo de este artículo, como del distintivo otorgado a Martínez de Irala.

Notas

(1) Beatriz Vignoli: «Releyendo la leyenda de Lucía Miranda», Página 12, 14/10/2018. En línea: https://www.pagina12.com.ar/148345-cautivantes-cautivas


Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 14 de Febrero de 2021

Página 4

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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