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OVIDIO BENÍTEZ PEREIRA

  MARIA REFUGIO (De NARRATIVA PARAGUAYA - TOMO I por TMF)


MARIA REFUGIO (De NARRATIVA PARAGUAYA - TOMO I por TMF)

 OVIDIO BENITEZ PEREIRA
(Enlace a datos biográficos y obras

en la GALERÍA DE LETRAS del
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MARIA REFUGIO

** Las manos viborean entre el paso verde. Preñadas de renuencias, se detienen un momento. Arrancan algunas briznas secas, como si todavía éstas pudieran deslucir el esplendor de ese prado en miniatura. Las manos, que iniciaron con desgano ese trabajo de despojo y de desmonte, promediando la mañana, prosiguen con el mismo tren de indecisión. Guiadas más por un imperativo del corazón que por la huidiza mirada de esos ojos oscuros, las manos soslayan su responsabilidad. Se niegan a amoldarse a las cotidianas costumbres dentro del avance inexorable del tiempo.
** Y es por mucho que María Refugio recoge sus manos apretando contra su seno ese gallo de buche rojo, alas negras, y cabeza y cola amarillas. Busca definirse en una sonrisa la separación de sus labios entreabiertos. No hay hoyuelos en sus mejillas morenas y jóvenes, prematuramente austeras. El sol se filtra por entre los claros del jazmín de lluvia y dilata el pico roto del ave, las desolladuras del cuerpo, la mugre de tanto tiempo hecha costra dura en el dorso. Las manos palpan, reminiscentes, su contorno. El dedo meñique tantea mecánicamente la hendedura. Tanteo en el humo denso del tiempo. Una sacudida brusca deja de oír el tintineo opacado por la presión de las manos.
** Picoteado por ese grotesco gallo de barro, que conserva en su estómago inerte las cuatro o cinco monedas de la niñez de María Refugio, el recuerdo surge a remezones: El hombre aquel con la bondad cuajándose en la comba de sus bigotes, en las puntas de su barba, en sus ojos deslucidos. Su padrino. El regalo del gallo alcancía. El gozo indeleble en su sensibilidad de niña. El contraste difuso entre la hermosura del gallo y la fealdad del sórdido ambiente de su tía Regina. Las monedas, tesoro sumo, por su difícil obtención. Y un dolor indescifrable allí, cerca de la raíz de su corazón...
** Sacude el gallo con fuerza para constatar por segunda vez la aprisionada presencia de su pérdida inocencia. Lo analiza. Y a sus ojos actuales es un gallo distinto. Una tercera y más acuciante sacudida, con su tintineo burlón despierta a Francisco Solano. Patalea gruñendo en su pequeña hamaca de arpillera asegurada con piolas a dos horcones vecinos. La madre extiende el brazo hasta él y columpia la hamaca.
** -¡Chi, chi, chi! Dormí, mi papito... Piensa que le estarán saliendo ya los dientes. Aunque es difícil que una dentición comience a los cinco meses.
** -¡Es difícil, pero no imposible! Chi, chi, chi... Dormí, mi papito. Dirige la mirada hacia el mangal y la adustez de su rostro se afloja un tanto. En el suelo, entre hojas de mango, descubre a Francisco Javier, untándose la cara con el aromático fruto. El líquido amarillo escapa por las comisuras de los labios, vetea sus mejillas y su cuello, desciende goteando por sus tetillas, bandea su ombligo saltón y se pierde en su entrepierna debajo del pajarito.
** Un suspiro de sus entrañas la sorprende y la retorna a lo suyo. Se ha dormido el de la hamaca. Ladea el cuerpo acuchillado y deposita el gallo en el piso de tierra apisonada, tratando de desentumecer las piernas. El chis-chis de las hojas secas acompaña a su cambio de postura, al sostenerse sin querer en las ramas entrelazadas del arco frontal. Las hojas secas caen en su falda junto con el negro esqueleto de un racimo de uvas. Las manos acarician de nuevo las flores biseccionadas y las puntas de las hojas de este pasto reverdecido. Tan crecido, que las figuras de barro diseminadas sobre él apenas dejan entrever algún sector de sus rudimentarias formas. No se arrepiente de haberlo hecho todo ella sola. Palear ese pasto en el camino de la víspera de Navidad. Deambular por la ribera del río con los hijos a cuestas, macheteando ramas de ka’avove’i. Cortar del cocotero los olorosos espádices con un cuchillón atado a una tacuara. Descuajar matas ensortijadas de amambay. Coleccionar piedras vistosas y raras. Colorear huevos vacíos con colores elementales de frutas y resinas silvestres. Ingeniarse para improvisar chiches alegóricos. Y armarlo todo, frente al fastidio y desaprobación patentes de Evencio, tumbado crónicamente sobre el catre de correas trenzadas.
** Evencio... Un rumor sordo sube desde sus adentros en un ofrecimiento de respaldo a la furtiva intención que dormita en ella desde la noche antes. Y la vuelve a sumir en la inacción.
** Larga pausa, después las manos se deciden y desbaratan el hatillo de ovejitas. Sueltan los piolines que sostienen los huevos de piriritas y de ñandúes. Privan de sus patitos al acuoso plato de barro camuflado entre arena y llantenes. Despueblan el resto del prado de animales, músicos y bailarines. Desvanecen de su firmamento de ramazones secos los estrellones, la luna, el sol y el Gloria de cartón. Hesitan trémulas antes de retirar al Niño. O los niños. Porque en las escarpas de cerro fabricado con un jirón de lona, incrustada de vidrios de botella y espolvoreada con azul, yerba y ladrillos machacados, reposan en su estático sueño de arcilla dos terracotas de Niño Jesús, fondeadas por una estampa de la Sagrada Familia. Las manos acunan la estampa y los dos niños. El aliento sopla sobre ellos para liberarlos del polvo y para que traduzcan con mayor nitidez lo sagrado de sus memorias. Estas bullen como urubúes en giro sobre su cabeza, no para abalanzarse sobre su presa sino más bien para patentizar su presencia ineludible. Como esa decisión suya que sabe impostergable. Y que debe ser hoy. Ahora. De lo contrario...
** La enfermedad agravada de la madre llevó a Evencio muy temprano río arriba, montado derrengadamente sobre su morcillo.
** ¡Cuando venga otra vez que no encuentre má ete pesebre, porque voy a quemarle todo!
** Palabras definitivas y de adiós, como había pensado María Refugio cuando lo vio bandear la tranquera.
** Con los niños en las manos se pone en pie y contempla el pesebre vacío de habitantes. El pasto verdal contrasta con el ocre de las ramas secas en los flancos y en el techo aboveda. Ya en los primeros días de enero Evencio le había instado a desarmar ese tosco nacimiento. Ocupaba su terreno. El rincón del corredor donde acostumbraba pasarse el día sentado, naqueando o simplemente digiriendo su borrachera, mientras ella se deslomaba en la capuera.
** -El pesebre hay que sacar después de los Reyes recién. Si no trae yeta.
** La aceptación a regañadientes de tan convincente lógica, alentó a María Refugio, a insistir después del seis de enero.
** -Todo el mes de enero es el mes del Niño. Y hay que dejar el pesebre. Si no... trae yeta.
** ¿Por qué desarmar el pesebre? En su anhelo impreciso de hallar un escape a la acre monotonía de sus días, se aferró a ese armazón de pasto, ramas, piedras y lona pintada. ¿Por qué no dejarlo armado todo el año como un árbol místico crecido en su casa, para contemplarlo a cada vuelta de sus quehaceres y sumergirse a su vista en la fugaz alegría de su símbolo? Fue su refugio durante cinco semanas. De algo más que de visos de consuelo la saturó su estructura humanizada, por su niñez presente en el pesebre, a través de cándidas aunque muy lejanas reminiscencias. Su madre ya difunta... Su padrino ya difunto... Ña La Ramona, su madrina vieja... Su intuición, más que su conciencia, le abre el sendero al convencimiento de su desdicha actual, incomprendida aunque no por eso menos agobiante. ¿Por qué...? Y la respuesta es un picor en la mejilla izquierda. Levanta instintivamente el hombro para rascarse, inclinando levemente la cabeza. La presión resultante agudiza el dolor latente y el dolor agudizado la sitúa dentro de los acontecimientos de la noche antes.
** -¿Va a venir de una ve, o queré que vaya a traerte a patada?
** Penetración dolorosa en su desprevenida carne es el rememorar la voz gangosa de ese formidable irracional llamado Evencio. Y el vagido intermitente de su niño pequeño, con el desalentador síntoma de alguna indisposición orgánica, requiriendo su continua dedicación. Y su rebelión en aumento, gota a gota creciendo, hasta llegar a ese punto en que es difícil no tomar providencias extremas. Como atreverse a decir: "No me voy a ir. Tengo que cuidar de la criatura". Y el repetir como un estribillo histérico: "No me voy a ir. No me voy a ir". Y el trastrabilleo del borracho acercándose a ella en la semioscuridad lunar del patio. Y el puñetazo brutal en su mejilla izquierda. Y el rodar de su frágil cuerpo hasta quedar hecho un ovillo gimiente cerca de su pesebre. Y todo vertiginosamente uno: El estirón brusco. El dejarse arrastrar de ambos brazos. El dejarse desnudar por aquellas rudas y temblorosas manotas. El soportar pacientemente el vaho alcohólico de su aliente junto con el hedor nauseabundo de sus partes. El entregarse una vez más sin protestar a todos los escarceos lujuriosos del macho... El esperar que la furia fuera aplacándose gradualmente hasta dejarse oír los ronquidos espasmódicos. El levantarse con sigilo y lavarse profusa y profundamente para no dejar rastros que pudieran empreñarla otra vez. El permanecer parada mucho tiempo contemplando su pesebre a la luz espectral de la luna. El levantar al hijo llorón y enfermizo y tenderse en la estera junto con el otro. Y el mirar con ojos desorbitados el limpio y rotundo cielo creyendo que nunca más podría dejar de mirarlo.
** Fue allí que percibió el olor nuevo de una tierra lejana y paladeó el sabor acucioso de una decisión. Se escaparía. Iría a Puerto Pinasco. Buscaría a su madrina. Mañana mismo. Aprovechando la ocasional partida de Evencio. Ña La Ramona. Un nombre. Un recuerdo. Una posibilidad de nueva vida. Una meta a alcanzar. Ña La Ramona...
** Absorta, María Refugio va comprimiendo con las manos su trinca e imágenes de niños. La excesiva compresión de sus dedos quiebra los frágiles brazos de uno de ellos y la revierte a la realidad. Los pequeños brazos desprendidos caen sobre el suelo apisonado. Un dejo de pavor, mezcla de superstición y de respeto por las cosas benditas, la turba en tal forma que el temblor resultante de sus manos facilita la caída del otro Niño, con la consecuente rotura de la cabeza. Y un Niño manco y otro decapitado son los cauces por donde su llanto se suelta a borbotones. Las puertas por donde se hacen presentes, en manifestación irrefrenable, su desaliento y su casi desesperación. ¡Es tan difícil! En la noche, durante su desvelo, la cadencia de la mejilla golpeada, la rebelión de su vientre ultrajado, las magulladuras de su cuerpo manoseado sin misericordia y el asco y la rabia que la sobrepujaban por la cobarde acción del hombre, la habían convencido no sólo de la necesidad sino también de la facilidad de su huida. Bastaría con ensillar la potranca y partir con sus hijos lo más rápido posible a fin de llegar al anochecer a Concepción. Allí se embarcaría en el primer vapor a Puerto Pinasco... pero el convencimiento y la decisión se diluyeron con la claridad del día. Ahora temía no llegar a cumplir su intento. Temía ser descubierta por el hombre. Temía sus cruentas consecuencias.
** -¡Si te escapá alguna ve voy a buscarte hasta donde esté y te voy a matar! ¡Tu tía Regina te dio a mí! Yo soy tu dueño. ¡Yo!
** Así habló el alcohol más de una vez, por la boca de Evencio.
** El deseo de ser libre es dominante en María Refugio. Está dispuesta a enfrentar cualquier trabajo. No desdeña ningún sacrificio. Pero todo aparece ahora como si fuese otra persona y no ella, quien debe dar ese paso tan trascendente para su vida. ¿Y si se dejara estar, y esperara que los acontecimientos presentaran un giro distinto? Pero eso es tan imposible como pretender que cesen las crueldades de Evencio o que él la trate con cariño. ¿Acaso no hay que resignarse entonces a un destinó aciago, marcado con fuego indeleble, en los que como ella, no contaban con el apoyo de nadie, bajo el signo desalentador de la pobreza? ¿Acaso así no tiene que ser y así no sería aunque ella se opusiera? Pero ¿es justo entregarse y paladear pasivamente toda la amargura de su vida en plena juventud, sin hacer uso de esa libertad desconocida pero intuida? Un deseo irresistible de sentirse protegida por alguien la tienta a abandonarse a un nuevo acceso de llanto. El amago vuelve a definirse en suspiro. Contempla a sus dos hijos y un grito sordo conmueve sus entrañas. Ve a uno de ellos sin cabeza y al otro sin brazos. Tiempo le lleva adaptarse y comprender que sus ojos miraban los niños de barro caídos en el suelo. Alza los despojos benditos y los entierra en el patio, elevando sobre la, sepultura un cono de arena, rematado en un ramito de reseda en flor.
** El trabajo del entierro ha sido minucioso y de profunda unción cristiana. El movimiento de sus músculos acelera el ritmo de su corazón. La sangre circula rápida y es el detonante necesario para encender la chispa de su decisión. Se levanta erguida oteando los lejanos y azulosos cerros. Respira el aire ya caliente de la avanzada mañana estival. Sí. Ella sería la cabeza y los brazos de estos dos niños que no quiso, pero que asna con amor de animal selvático. Y basta el asomo de decisión para que ya no pueda dejar de estar en movimiento. Guarda en un atadijo las chucherías del pesebre junto con sus pocos trapos desteñidos y arrugados. Corre. Apaña a sus hijos. Se emperejila ella misma venosamente. ¡Estrella!, sale gritando. ¡Estrella! La potranca surge de la isla de arbustos befando los labios e hinchando las quijadas. Se deja aparejar sin muchos aspavientos por esas manos femeninas y expertas, la necesidad aviva el ingenio para la improvisación de la montura. Y ya todo está listo. No hay que pensar. Hay que obrar. Apurarse. Correr. No hay que pensar, porque si se piensa viene la duda.
** María Refugio monta como un hombre. Lleva al querubín hecho un rollón, en el brazo izquierdo. Sostiene el pecho del mayorcito y las riendas, con la diestra. Una mirada hacia atrás a modo de despedida. Y sabe que no debió hacerlo. El mudo armazón del pesebre con su pasto verde la recriminan. Y las fuerzas comienzan a menguar de nuevo. Se siente invadida por una sensación de estar cometiendo un acto nefando. Con sobrehumano esfuerzo trata de sacudir de sí esa mansedumbre de raíz aferrada al estiércol. Su espíritu lucha con la dificultad del que quiere atravesar un aire sólido. Al fin, un movimiento convulsivo del pie hunde su talón en el ijar del animal. Deja que éste inicie la marcha bamboleante. Es casi mediodía pero es de noche porque ella cierra fuertemente los ojos y reza. Reza una oración labios afuera, sin orden ni sentido porque las palabras no pueden ser vehículo de vivencias en ese momento álgido. Puede adivinar que Estrella traspone la tranquera. Siente que gira hacia la izquierda y toma el ancho camino hacia su sueño de liberación. Pero Estrella se detiene. Relincha...
** María Refugio abre los ojos y se escucha a sí misma en un despavorido estertor. Los cuerpecitos que por instinto se apretujan contra ella la hacen sentirse, por un momento siquiera, verdadero refugio. Araña la piel de la peluda bestia buscando en ese áspero contacto algún vigor para embestir. Pero permanece allí mirando, en un estatismo mineral. Mientras, sobre el morcillo, entre asombrado y amenazador, se acerca Evencio. A un tiro de piedra apenas.
De: LA SANGRE Y EL RÍO
(Asunción: Ediciones Mediterráneo, 1984)
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Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L). Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH. Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas)
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