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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  OJO POR DIENTE, 1985 - Cuentos de: RUBÉN BAREIRO SAGUIER


OJO POR DIENTE, 1985 - Cuentos de: RUBÉN BAREIRO SAGUIER

OJO POR DIENTE

Cuentos de: RUBÉN BAREIRO SAGUIER

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Barcelona,

Plaza y Janés, 1985.

 

 

Enlace al ÍNDICE del libro OJO POR DIENTE en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

SÓLO UN MOMENTITO

OJO POR DIENTE

DIENTE POR DIENTE

RONDA NOCTURNA

BROWNING 45

VIENTO NORTE

OJO POR OJO

SALMÓN Y DORADO

ANIVERSARIO

LA OPERACIÓN

PACTO DE SANGRE

 

 

 

1953. Rubén Bareiro Saguier concluía sus estudios de abogado cuando Roa Bastos publicaba El trueno entre las hojas y Juan Rulfo, El llano en llamas, dos libros decisivos en la formación del futuro escritor paraguayo. En 1950, el poeta Hérib Campos Cervera lanzaba Ceniza redimida, libro que contiene el poema «Un puñado de tierra», de innegable resonancia en la lírica contemporánea del Paraguay. Y en 1952 había aparecido la novela La babosa, de Gabriel Casaccia.

Estas referencias literarias revelan hasta qué punto el joven abogado se sintió atraído por la personalidad mítica del escritor exiliado. Roa Bastos había definido al Paraguay como una «pequeña isla rodeada de tierra», pero fue Rubén Bareiro Saguier quien reflexionó en profundidad sobre su país: «Paraguay forma un grupo humano con caracteres de nación, celoso de sus tradiciones y de su independencia. Esto, que puede considerarse como un factor positivo de integración, tiene su contrapartida al establecer un aislamiento pernicioso por su impermeabilidad». En resumen: país aislado, escritores desterrados.

«La mayor parte de la literatura paraguaya ha sido escrita en el destierro -dice Rubén Bareiro Saguier- y la que nace en el país tiene también el signo de un estilo impuesto por el temor: una obra no representa sólo lo que dice, sino también lo que deja de decir». Así crece la floresta literaria paraguaya: hacia dentro y hacia fuera.

Fuera está -vive, sueña y escribe- Rubén Bareiro Saguier. Perteneciente a la generación de escritores paraguayos posteriores a la de Hérib Campos Cervera, Gabriel Casaccia, Hugo Rodríguez Alcalá, José María Rivarola Matto y Augusto Roa Bastos, el autor de Ojo por diente se integra, generacionalmente, en el grupo de escritores hispanoamericanos formado por los mexicanos Salvador Elizondo y Fernando del Paso; los argentinos David Viñas y Manuel Puig; los peruanos Enrique Congrains Martín y Alfredo Bryce Echenique, el venezolano Adriano González León y el chileno Jorge Edwards.

El jurado que le otorgó el premio Casa de las Américas hizo hincapié en el carácter lírico de su prosa. «Empecé como poeta y sigo siendo poeta», declarará después el autor de Ojo por diente. Autor de tres libros de poemas: Biografía de ausente (1964), A la víbora de la mar (1977) y Estancias/Errancias/Querencias (1982), Rubén Bareiro Saguier escribe una poesía trabajada por el tiempo, próxima a la tradición oriental (él dirá que ha bebido de las fuentes guaraníes y hemos de creerle), y sin pretenderlo entronca con la lírica ejemplar de Juan Ramón Jiménez -tan inmerso en la tradición arabigoandaluza-, de Giuseppe Ungaretti y de poetas latinoamericanos como el mexicano Juan José Tablada y los argentinos Porchia y J. L. Ortiz. Si nos detenemos en este punto es sólo para señalar que el estilo narrativo de Rubén Bareiro Saguier proviene de un arduo y prolongado ejercicio poético. Esto significa no sólo la recreación del lenguaje personal del poeta, sino también la recreación del había de su pueblo.

Cuando Rubén Bareiro Saguier escribe sus bellísimos poemas «Historia antigua», «Ancestral», «Paisaje» y «Biografía» no hace otra cosa que invitar a sus lectores a un viaje por el silencio. Y el silencio, ese silencio teñido de humor, nostalgia y malicia, nos habla de ríos, caballos, veranos, tierra roja, lapachos y de un sufrimiento viril, callado, estoico, nunca resignado.

Rubén Bareiro Saguier, ensayista, ha escrito estudios interesantes sobre César Vallejo -poeta al que admira-, Andrés Bello, Miguel Ángel sturias, Ciro Alegría y Augusto Roa Bastos y ha participado enA coloquios, congresos y encuentros de escritores en Francia, España, Estados Unidos, Alemania Federal, Suiza, Venezuela, Argentina y Cuba.

En 1955 fundó y dirigió la revista «Alcor», órgano de expresión de varias promociones culturales en Paraguay. Participó en la edición de las revistas «Aportes», «Desquicio» y «Libre», de París. Trabajó en Editions Gallimard como lector de obras en español y portugués. Ha realizado ediciones críticas -Literatura guaraní del Paraguay- y ha compilado textos de la tradición oral de las culturas precolombinas, La tête dedans, en colaboración con Jacqueline Baldran.

Emigró a Francia en 1962. Desde entonces fue asistente y lector de español en la Universidad de París. Ha enseñado literatura latinoamericana y guaraní en la Universidad de Vincennes y actualmente ejerce el cargo de investigador en el Centro Nacional de la Investigación Científica.

La infancia de Rubén Bareiro Saguier transcurrió en su pueblo natal, a la vera del río Paraguay. El mundo rural, su paisaje, sus personajes, su historia lo marcaron a sangre y fuego. Llegó un momento en que Rubén Bareiro Saguier sintió necesidad de expresar su mundo interior. De la poesía dio un salto a la narrativa, al cuento.
«La poesía -dice Rubén Bareiro Saguier- tiene límites en lo que a posibilidad de expresión se refiere. Es decir, creo que la narrativa concede mayores posibilidades expresivas; una situación social es más fácil de transcribir en el plano narrativo que en el plano lírico. La poesía es, para mí, síntesis. La narrativa es analítica... El cuento tiene una mayor apertura en el sentido de posibilidad expresiva. Pero creo que, de todas formas, mi narrativa está y estará marcada por la poesía...».

A partir de 1962 realiza continuas visitas al Paraguay, pero la última, en 1972, determinará su condición política de exiliado. Es apresado, encarcelado y, finalmente, expulsado del país. Se le acusa de trajines subversivos y es, precisamente, el libro de cuentos Ojo por diente, premiado en 1971 por Cuba, el pretexto para su escarnecimiento y destierro. En una conmovedora «Carta a la Compañera», Rubén Bareiro Saguier cuenta que resistió el asedio y la soledad de la prisión leyendo a Faulkner, Heinrich Böll y la Biblia de Jerusalem. Desde entonces no ha podido volver a su país.

Ojo por diente se compone de once cuentos. Es una parábola de la realidad paraguaya captada por un poeta nada idealista -filosóficamente hablando- aunque portador de un rico acervo de vivencias e historias escuchadas en su tierra natal. Es un libro de temática «social», apoyado por el relato vivo de los propios personajes. El lenguaje es importante en esta obra. El autor, mejor aún, la sensibilidad del autor, aflora cuando fluyen las descripciones, el curso narrativo de la historia.

Con toda naturalidad, Rubén Bareiro Saguier escribe de lo que sabe, de lo que recuerda, de lo que desprecia: la opresión y la violencia. Desde el punto de vista formal, Ojo por diente reúne cuentos separados por su temática y lenguaje. En el libro se pueden distinguir dos tipos de relatos. Los hay que tratan de los fantasmas de la infancia del autor y aquellos en que afloran los fantasmas de la sociedad paraguaya.

Rubén Bareiro Saguier no era un niño cuando decidió dar a conocer su libro de cuentos. Pero Ojo por diente nació signado por el infortunio. Una serie de circunstancias contribuyeron a que este libro importante no haya circulado debidamente. Vamos a verlo.

Cuando Ojo por diente no aparece, aún flameaban las banderas de «lo real maravilloso», el gusto barroco y la hegemonía de lo que se dio en llamar «el boom latinoamericano».

Es obvio que Ojo por diente no pertenece a este modo de entender la narrativa, una moda, al fin de cuentas. Por eso, la crítica se mostró reacia a consagrar un estilo diferente. Tampoco hace concesiones al folclore o al color local (la palabra Paraguay no aparece por ningún lado). Esto, sin duda, le restó también lectores, sobre todo entre el público paraguayo. Rubén Bareiro Saguier descubre con talento las verdades profundas del mito y de la historia de su tierra lejana. Y no hace concesiones al lugar común.

A ello se suma otro suceso. Ojo por diente resulta premiado cuando estalla el «caso Padilla», razón por la cual su publicación en Cuba es postergada. Se publica, entonces, primero en París, traducido al francés con el título de Pacte du sang. Después, en 1972, en Caracas, en su versión original.

El premio cubano, su prestigio y sus implicaciones, persiguen a Rubén Bareiro Saguier hasta Asunción. Allí es apresado y encarcelado durante un mes y medio para ser luego expulsado del país.

Así, este libro de Rubén Bareiro Saguier permanece casi ignorado. En él se describe la violencia y la opresión del hombre, mediante un lenguaje cargado de humor y despojado de excesos barroquizantes. La economía de estilo es sorprendente en este libro hecho no de descripciones de retratos psicológicos, sino de bocetos, con un lenguaje tenso que oscila entre la ironía y el sortilegio poético. Lo que sorprende en este libro es su poder de seducción, «el asedio estricto de las palabras reveladoras» su capacidad de hablarnos de una realidad profunda sin hacer localizaciones temporales, lo cual le confiere una mayor fuerza mítica, un concentrado vigor narrativo. Esta impresión le llevó a decir a Claude Couffon: «Saguier revela en estos relatos una sensibilidad creadora original, apta para encontrar el tono justo capaz de explicar, en toda su autenticidad, el drama del oprimido». Después de celebrar su calidad literaria, Roa Bastos sostiene que «cada uno de los once cuentos de Ojo por diente trata de participar, desde adentro, en el drama de opresión y degradación no menos que en su contracanto de esperanza y coraje. Su virtud principal es que el espíritu de estos relatos está exento del maniqueísmo que parece seguir acechando las expresiones de nuestra literatura testimonial... De este modo, la aventura de los hechos narrados se identifica con la aventura del lenguaje en el que la palabra cobra una función de vida vivida. La tierra y el hombre paraguayos trascienden así el marco localista hacia una visión totalizadora de nuestra América; hacia una visión, en última instancia, sospechosamente universal».
Nunca mejor dicho.


 

 

RONDA NOCTURNA

Allá, otra vez, la figura disimulada bajo la sombra de los naranjos. Si por los menos hubiera luz en la esquina. Todo es muy raro últimamente. Hace poco, un moscardón en la sopa; luego, una oreja palpitando bajo la almohada. Amelia dice no saber nada, pero esa mirada que pone cuando..., esa cara de espapirantomina. Hay pasos apagados en el corredor; la servidumbre, quizá, pero quién sabe si ellos mismos... Estoy seguro que el ojo de la cerradura espía mis movimientos, hasta en el baño me sigue. Ayer había un ojo azul clarito cuando estiré la cadena. No tuve tiempo de distinguir si era verdaderamente celeste o verdecito. Amelia no cree mucho. Me parece que ella también está mezclada en todo esto. ¿Con quién hablaba ayer cuando entré de improviso en la sala? «...clorobenzoato...» o «...benzoclorato...» o «...clarozapato...», y cortó en el acto. Gatos extraños cruzan el patio de noche, y hasta el dormitorio, los he visto fugazmente al despertarme la noche de la tormenta.

No, no podría aguantar de nuevo algo parecido a lo de la última vez que estuve adentro. Noches y noches sin dormir..., los gritos, las lamentaciones en la pieza vecina. Nadie sabía explicarme exactamente lo de la bañadera. Tengo aquí los aullidos, el olor «insoportable del retrete cercano, del sudor acumulado, de la promiscuidad.

-El jefe le quiere hablar.

El pyragué cojea ligeramente; su cara curtida, sus rasgos adolescentes se bambolean con la marcha. Algún resorte se me afloja en las piernas y creo que yo también estoy rengueando. Siento la piel de la cabeza y del rostro tendida, a punto de desgarrarse, como cuando uno se enfunda una media, para desfigurarse. ¿Y si el sitio adonde me conduce no es el despacho del jefe sino...? ¿Dónde estará Julián? A la entrada nos separaron. No, no puede ser. No era su grito. Estoy casi seguro. No sé muy bien si este hipo ya lo tenía antes o si me ha comenzado en este largo corredor en que cada columna me da golpe de sombra al pasar.

Paredes amarillas, sin más adorno que un retrato. ¿Para qué usarán este escritorio oscuro? Un legajo manoseado que el hombre cierra al entrar yo, al tiempo que se levanta de la única silla, con respaldo de rejillas. Y un gigante detrás, a la izquierda del superior, con pañuelo carmesí en el bolsillo del traje blanco arrugado y sucio.

-Mire usted...

El jefe comienza a hablar con voz meliflua, casi paternal.

Mi tía pregunta qué ha pasado con el dulce de mamón que estaba en la alacena.

La mirada metálica se pierde sobre mi cabeza, cerca del techo, va hacia el hombre del retrato colgado detrás, a mi izquierda. Esta sensación de estar hablando con un ciego me turba aún más.

-Su compañero ya contó todo -sigue la voz dulzona-. Sólo queremos su confirmación de los hechos para ponerlo inmediatamente en libertad.

-Señor jefe... yo -el maldito hipo me corta el resto de aplomo-, yo no sé nada...

Si me contás bien te voy a dar un premio. Tía, yo no sé nada...

La mirada perdida hacia el techo se nubla ligeramente. La voz se agrava un tanto, hay en ella un ligero tono zumbón.

-No macanee. Si no es grave. Confiese; de todas maneras el doctor Julián Figueredo ya nos dio todos los detalles.

La precisión del nombre y título de mi amigo tiende indudablemente a hacerme creer en su confesión. ¿Qué les habría dicho en verdad Julián? ¿Es cierto que ya lo habían interrogado?

-A ver. Ustedes llamaron por teléfono desde el Triunfo -dice luego de una pausa que no me atrevo a romper-. Como habían convenido, fueron a la casa del gringo a las nueve -mi hipo le interrumpe-. Con entera tranquilidad, cuéntenos de lo que hablaron.

El dulce llenaba la sopera enlozada. Ahora está menos de la mitad. Decime bien no más... No me acuerdo ya de mi padre, menos de mi madre que murió al nacer yo.

-Bueno... -dije, y el malhadado hipo me cortó de nuevo-. Él es también especialista de teatro. De eso hablamos. De los autores modernos y su influencia en nuestros países. Sabe, nos interesa mucho la situación actual de nuestros teatros...

Trato de dominar el maldito hipo, de abrumarle con detalles verosímiles. Yo mismo me doy cuenta de la falsedad de mi voz que procura ser natural, del ritmo acelerado de mis palabras.

-¡Qué teatro ni qué teatro! -me interrumpe fríamente.

Los ojos vacíos se vuelven como de acero y se fijan en el retrato lleno de condecoraciones como hablando no conmigo sino con el rostro abotagado que sale del colorido uniforme, a quien dedica el rito.

Ah..., fue el día en que la tormenta y el gato me despertaron... o quizá esa misma, noche... bueno, no recuerdo muy bien. Era esa misma escena, y las otras, como en una película. Me llevaban de nuevo ante el Jefe y todo ocurría de la misma manera. Pero recién entonces veía algunos detalles; la jarra de vidrio, el vaso y la bombilla en un rincón de la pieza cuadrada; el bulto bajo el saco del Jefe, a la altura del cinturón; la cicatriz del pyragué alto, sus zapatos combinados. Luego afuera, los naufragos malolientes sin voz durante el día, el chapoteo horrible, los alaridos...

-Nosotros le preguntamos a las buenas. Es mejor que conteste bien. Tenemos otros medios... Y usted no va a aguantar... -dice, alargando intencionalmente las últimas palabras, fijándome una mirada condescendiente y burlona desde lo alto.

Los pyragués, que hasta entonces parecían dos estatuas, se mueven ligeramente en sus pedestales.

Vos comiste el dulce, sinvergüenza, grita mi tía. Yo no recuerdo la muerte de papá, sin embargo, tenía yo cuatro años. ¡Pobre mamá! Yo fui el culpable. Mi infancia, como una barca solitaria, boga en medio de la pieza cuadrada. Cuando sea grande compraré cuadernos y escribiré mucho y me iré lejos de la alacena, de esta casa fría. ¡Qué oscuro es este cuadro! ¡Si por lo menos pudiera salir para hacer pipí! Cuando sea grande...

El teléfono suena tres veces antes de que el Jefe lo atienda.

-¡Holaaa!... Sí, el mismo...; ¿Pantaleón Palacios? ¿Dónde?... Ya me parecía... Que le traigan inmediatamente... No..., no... suspendan y que lo traigan ahora mismo... claro... sin rastro... ¿Entendido? En seguida. Taluego.

Deseo ardientemente que siga hablando. Pantaleón Palacios, rana eléctrica bajo espesa capa de agua meada, escupida, defecada. Pero no. Deposita solemne y triunfalmente el tubo en la horquilla y vuelve el rostro hacia mí.

-Ya ve. Acaba de caer este tipo que nos faltaba. ¿Usted le conoce?

No sé si los ojos desteñidos y extraviados reparan en el ligero movimiento de mi cabeza, de arriba a abajo o quizá de izquierda a derecha. Pantaleón pateándome por debajo del banco: soplá, desgraciado... Y tía de Los Ángeles moviendo ceremoniosamente el dedo índice: este muchacho no es buena junta; muy cabezudo, muy farrista; seguro que ya anda con mujeres y todo; te va a perder... te va a perder...

-...saber las relaciones que hay en este asunto entre los de allá y la gente de aquí.

-Justamente, como prueba de una cooperación, hablamos de adaptar el Martín Fierro...

-¡Fierro es lo que le vamos a dar si sigue haciéndose el idiota! ¡Sabemos bien que hablaron de la invasión! ¡Ese gringo no es sino un enlace con ustedes, los traidores de adentro! ¡Qué agregado cultural ni su abuela va a ser! ¡Por dónde van a entrar! ¡A ver, diga! ¡Quiénes son sus cómplices! ¡Rápido!...

Un puñetazo sobre la mesa, y el sudor frío que me gotea desde adentro, sobre la frente en las manos. De los ojos ausentes salen pequeños murciélagos azulados. Mi barca se hunde de golpe, con mi tía y la alacena y el dulce de mamón y mis cuadernos. Sólo siento la piel de mi rostro y mi cabeza tensa como la de un tambor batido en las sienes. Mi cuerpo helado no me pertenece. Ni siquiera mi boca, que tartajea monosílabos e hipo cada vez con mayor frecuencia.

-Pero no... no... Señor Jefe... hip... no... yo no sé nada...

Cómo dura esta pesadilla. Quiero volver a casa de mi tía. De haberlo sabido, nunca hubiera dicho «ser hombre», cuando me preguntaban qué haría cuando grande.

La voz sigue, cada vez más glacial y amenazadora. Los murciélagos se meten en mis orejas, en mis ojos. Oigo las palabras duras, lejanas, como proyectiles; las oigo desde detrás de mi cuerpo frío, de mi piel de tambor, siguiendo el vuelo de los dípteros, que pegan saltos con cada hipo; las oigo cada vez más ajeno a lo que está pasando en aquella pieza cuadrada, cada vez más cerca del retrato condecorado que sonríe complacido ante la devoción del hombrón rubio.

El escritorio negro, sin tintero ni pluma. Un legajo manoseado en cuya carátula puedo leer GUER... El resto está borrado por la suciedad, por la grasa de las manos, por la rabia. Menos la S final que zigzaguea como una culebra. La silla de madera oscura, con el respaldo de rejillas. Los dos pyragués, el rengo a la derecha del jefe, con su camisa de nylon rosada; el más alto a su izquierda, con un chorro de sangre en medio del pecho. El armario de metal, gris claro contra la pared amarilla, sin más adorno que el retrato que sonríe con todas sus presillas cerca de mi oreja izquierda; de mi oreja izquierda dolorida, roja como mi oreja derecha. Y la voz implacable, pétrea, llenando los rincones de la pieza, los intersticios oscuros de mi cuerpo, detrás del cual trato de esconderme buscando inútilmente la alacena, el dulce de mamón con clavo de olor, mis cuadernos... Mi cuerpo lleno de agujeros por donde se escapan monosílabos e hipos y pasan los murciélagos acerados...

Noches interminables, llenas de gritos, chapoteos, lamentos, ruidos de golpes. ¿No seré yo el próximo? El hombre de cara aplastada, en camisa de nylon verde botella pasa cerca y vuelve con el cadáver pálido del muchacho que dos días antes han sacado desvanecido de la cámara. Un suspiro de alivio ¡Qué miserable! Pero es más fuerte que yo. Siento los nervios tensos como cuerdas recién templadas. ¡Y el olor de orín, de heces, como una flor podrida en mis narices, en mi estómago, en mi alma! ¡Que me lleven, que me lleven a mí, para acabar de una buena vez con esta espera voraz...! La mañana es un horno; el calor aumenta las exhalaciones del retrete. Imposible dormir con esos ruidos. Caronte en camisa verde botella y su barca de gritos eléctricos, su baño de miedo bogando en mi espinazo, metiéndose por todos los meandros de mis nervios... 

 

El hombre se aparta del hueco oscuro del portal, se pone delante. Huele a sudor enfundado en su camisa rosada.

-¡Documento! -dice con tono seco y autoritario.

Vos robaste el dulce, sinvergüenza... mejor a las buenas... ¡Fierro!

Huelo el acre sudor condensado en su camisa de nylon, el olor de la promiscuidad, del orín, de la mierda...

 

 

 

VIENTO NORTE

«Un trago siempre es bueno». Tereso entró al boliche de don Tito con la sonrisa ancha brillándole en el sombrero. «La cañita blanca con limón me cae bien». Cristoso, recostado en el mostrador sucio, también estaba de buen humor. «Salú, salú...», su trigésimo tercer vaso del día chocó con el de Tereso.

-...y... pican... pero hoy no salgo; desde la mañana temprano el río está callado y los pakú andan por el fondo sin interesarse para nada en la carnada. Va a haber cambio. Ellos saben. Anoche había amenaza...

-Ya otra vez con tus antojos... no creo un carajo en tus historias de pescaditos -la mirada burlona y el gesto exacto del almacenero llenando de nuevo los vasos.

-Mirá don Tito... no es la primera vez...

-Pero qué primera vez ni qué perro muerto, no seas boludo...

-¿No ven...? -comenzó Cristoso, tartajeando, cuando el relámpago seco le pasó cerca de los ojos y se incrustó en la pared, entre las botellas. Miró a sus interlocutores. La indiferencia de ambos cortó todo comentario.

-Pero por qué... por qué no... -terciaba Tereso-, hay que respetar la creencia de la gente... ayer me decía...

-Vos también ahora sos católico... la gran pistola...

Cuando el mostrador empezó a moverse lentamente de izquierda a derecha, Cristoso se fijó en sus contertulios; ninguno de los dos parecía haberse dado cuenta.

Volvió a mirarles. «Sin embargo hoy chupé igual que siempre nomás...». El perro olisqueaba el aire; comenzó a aullar bajito.

Cristoso le acarició la cabeza y atajó la silla con el respaldo inclinado en que estaba sentado.

-Pichicho, pichicho -murmuró Cristoso comprensivo y cambió con él una sonrisa de entendimiento-. Sin embargo... -comenzó a decir, dubitativo, y volvió a callarse cuando los vasos cambiaron de lugar.

Don Tito llenó automáticamente las copas vacías y miró de costado hacia abajo, en donde el perro lloriqueaba, mientras que con la parte de la boca que no ocupaba el pucho apagado gritaba una orden a Crecencia, su mujer, perdida en el trascuarto, entre el chirrido de la fritanga, con la cara velada por el olor.

El bolichero volvió a mirar hacia el lugar desde donde venían los leves aullidos. «¡Ah mis tiempos de pelotero!», y asestó una contundente patada en las costillas del perro.

Al recibir el puntapié, el pichicho lanzó un chillido agudo y de golpe todo cambió. Tereso, que acababa de ingerir un trago, sintió que la mitad de la caña se le volvía amarga en la boca; sus cabellos doing... doing... se pusieron de punta. Por su parte, Cristoso hizo una mueca de disgusto al tragar y miró al otro de través. El bolichero buscaba al perro dando saltitos de boxeador y puñetazos al aire. Tereso tiró un billete arrugado sobre el mostrador y salió sin despedirse. A punto de franquear el umbral, todavía oyó el ruido seco de la bofetada que don Tito acababa de asestar a su mujer en el trascuarto.

La calle ya no rodaba hacia el río, como cuando entró al boliche; estaba quieta, totalmente inmóvil. Una luz metálica bañaba el poblado, suspendido en el silencio. Tereso se dio cuenta de que el vacío rodeaba el pueblo, y que en los límites, al pasar el cementerio, uno podía desplomarse en una zanja sin fondo. Desistió de la proyectada visita a su amigo Serafín, que vivía unas cuadras más allá del camposanto: «Quién sabe si no está en el fondo fondo...». Las calles de pasto estaban pegajosas. Chapas horizontales de cinc y de resol dificultaban el paso. De repente se dio cuenta que en vez de caminar, iba dando saltos, con los pies juntos, como los canguros. Muy fatigado se sentó a descansar en el banquito, frente a la casa de los Morales; las tablas crujían bajo sus nalgas calientes. Desde la fachada, las ventanas rosadas y los adornos amarillos reverberaban, dándole puntadas en los ojos, en el pecho, en las orejas. Pasó rodando una bola y a duras penas reconoció a doña Nadia, la turca gorda de la otra cuadra. Se levantó con gran dificultad, tenía los pies de plomo, sentía distintamente cada uno de los huesos del cuerpo, la bisagra de cada articulación, la cuerda de cada nervio, tensa como para ser rasgueada, los pelos del cuerpo como espinas. Siguió lentamente la calle desierta, remando corriente arriba. Un jinete dobló la esquina del Juzgado de Paz. Venía nadando en las ondas del resol. Su compadre Patrocinio pasó sin saludarle, jinete en un caracoleante caballo de fuego alazán, las venas salientes dibujadas como caprichosos caminos en las ancas lustrosas. Sus espuelas titilaban cerca de las verijas sangrantes del animal. El saco pijama a rayas rojas y verdes echaba avispas al contacto con el aire inexistente. El juez apareció, alto y cuadrado, en el marco de la puerta de su despacho. Estaba más negro que de costumbre, y más bizco. Les miró a ambos a la vez, fijando primero el ojo derecho en el jinete, el izquierdo en Tereso; luego al revés, el derecho en el peatón, el izquierdo en Patrocinio. Repitió varias veces la operación, los brazos velludos cruzados sobre la prominente barriga. Todo estaba suspendido de la mirada del juez; carraspeó, lanzó violentamente un escupitajo amarillento-verdoso que se quedó chirriando al sol sobre la vereda; mostró los dientes blancos y poderosos de perro joven, y entró de nuevo a su despacho.

Tereso siguió andando. En el costado izquierdo de la iglesia parroquial encontró al Sacristán peleando con su perro, ambos se mostraban los dientes y gruñían.

-Buen día, don Muachita...

El Sacristán ni le oyó, ocupado como estaba en retar al animal.

-Puerco, perro de mierda, malagradecido... confundirme con un poste. Quién me va a pagar ahora el lavado del pantalón, con el mal olor que tiene... perro de Belcebú; lo que te mereces es que te deje en ayuno y abstinencia durante una novena por lo menos, así puede ser que recupere un poco..., pero sin cabeza, luisón, cancerbero. El animal le respondía con gruñidos, levantando los labios para mostrar los poderosos colmillos.

Tereso llegó a su casa por la parte de atrás; saltó el alambrado, atravesó el yuyal y se metió en la cocina. El cuchillo grande relucía sobre la mesa pringosa. Las moscas espesas hacían resaltar el brillo de la hoja. Pegó un salto cuando una se le posó sobre la nariz. Empezó a pasar el cuchillo por la piedra de afilar, con ritmo febril, mientras llamaba a grito pelado: «¡Celestinaaaa! ¡Celéeee!». Su mujer no aparecía por ninguna parte. Con la hoja reluciente en la mano derecha revisó la casa de punta a punta, detrás de la fiambrera, debajo del catre. «¡Dónde mierda se metió; seguro que ya está otra vez en casa de su madre, esa bruja! Cuando más se la necesita, la gran...». Con rabia despanzurró la almohada. Las plumas volaron; moscas blancas bailaban con las negras en el rayo de luz que agujereaba la pieza desde la tronera. Siguió maldiciendo a su mujer, a los amigos, al Santo Padre, a los desconocidos... trozó la vela sobre la mesa y salió corriendo tras el gato que había estado dormitando bajo la fiambrera. El gato se perdió en el yuyal y Tereso se quedó temblando bajo la parralera del patio; su cuchillo echaba chispas. «Así murió mi abuelo...». Desde el patio vecino, la vieja Eudosia fijaba en él sus ojitos brillantes, por sobre el cerco de tacuarillas. «Un día como éste, que le miró la cara al Supremo en la calle. Una hora después le afusilaron». Eudosia le miraba por entre las rajaduras de las arrugas en la cara viejísima, de cuero achicharrado. «En esas ocasiones, el Supremo era malo, como un perro rabioso era, como un yacaré clueco...». Tereso la miró con furia; levantando la vista vio las hojas de la parra, inmóviles, pegadas al cielo reverberante.

Esa noche Tereso escuchó desde su casa los gritos de la pelea que se armó en el baile de la Escuela; estuvo a punto de ir, pero el cansancio pudo más. No durmió mucho; la luna enorme golpeaba la puerta, entraba al cuarto con sus patas relucientes, silbaba en los rincones como araña pollito o se acostaba a su lado, haciendo crujir el cuero del catre trama; los pomberos se peleaban en el patio por el agua del aljibe, haciendo ruido con la cadena y el balde. Varias veces se levantó en busca de agua o para orinar detrás de la cocina, cuidando de no molestar a los pomberos que se repartían el naco dejado en el mortero.

Al día siguiente, la churera le contó el resultado de la trifulca en el baile. «Dos se desgraciaron, seis se hirieron nomás...». Todo el día permaneció Tereso en casa, entre la hamaca y la silla de paja recostada contra la pared del corredor, mirando el norte, gruñendo cada vez que Celestina le dirigía la palabra. Comió sin ganas, luego de putear a su mujer por haber hecho caldo para el almuerzo. Le despertó de su larga siesta la voz gangosa de la vieja Eudosia que hablaba con Celé en el patio. Las palabras le llegaron en ondas, entre las capas superpuestas de viento muerto y de resol: «...y dice que don Cristaldo, el peluquero, le sacó un pedazo de la oreja a Lacú Noguera con la navaja y le tajeó todo el pescuezo y la cara a tres más; a don Robú sí que le peló bolero..., ahora está preso porque Lacú Noguera es pariente del Comisario...». La vieja seguía contando con voz monótona impersonal, como si rezara, los sucesos del día. Que Nachí se cayó en el escusado donde había estado saltando y se hundió hasta el cuello; que a ña Jacinta le tomó parálisis y no puede hablar, «la más grande desgracia, primera vez que se calla...»; que en lo de don Cuquejo hubo una riña, unas cuantas cabezas rotas, sin importancia; que don Melitón le había apuñaleado al amante de su esposa y eso que eran buenos amigos; «que... que... qué querés ña Celestina, mi abuelo también fue afusilado, una vez...». Tereso sentía el fuego paseándose por todas partes, en el estómago, en las orejas, en la garganta, en los talones.

Cuando hubo trasvasado buena parte del cántaro a su barriga, sintió todavía pedazos de calor, como islotes de llama; sus huesos se movían solos, uno a uno podía identificarlos, medirlos, palpar su contextura, su longitud, el movimiento de la tibia y el fémur en la bisagra de la rodilla, el del cúbito y el húmero en la del codo. Salió al patio y se dio cuenta que estaba veinte o treinta centímetros más bajo; su mujer estaba reducida prácticamente a dos tercios de su estatura y la vieja Eudosia casi había desaparecido; de ésta no se escuchaba sino la voz de lata, detrás del cercado de tacuarillas.

Nemesio llegó con su canasta al atardecer; al panadero le bailaba la larga mandíbula, apenas saludó.

-Hoy no les traigo pan, se me quemó toda la hornada, y eso que cuidé, la gran siete. Hay galleta coquito, por si no tienen nada para hoy y mañana. Pss... todo anda mal... allí mi vecina ña Apolonia está desesperada, su marido desapareció desde anoche. Algunos vieron pasar a don Jacinto hacia el cementerio con los ojos encendidos como carbón, dicen. Y Timoteo, que esta madrugada tuvo que irse por ahí, vio un perro negro que echaba fuego por los ojos; le vino derecho, sin ladrar ni nada y vio que de la boca le caía espuma como con sangre. Timoteo iba a correr pero se dio cuenta que el luisón le iba a alcanzar en seguida; de repente se acordó que tenía su rosario bendecido en el bolsillo, sacó y empezó a hacer cruces en la dirección del maldito. Al séptimo pase con la crucecita de plata, dice que el luisón se paró en seco, casi se cayó de culo, y de allí donde estaba, se dio vuelta y rajó a toda bala, aullando. Candé, que vive a cien metros del cementerio, esta madrugada vio por su ventana pasar el mismo perro, pero sin cabeza; con esa luna que había le vio bien. Se asustó tan grande que su compañero tuvo que ponerle compresa fría en la cabeza y amasarle la barriga. Ña Apolonia no sabe nada de eso, nadie se anima a contarle, pero desconfían porque esta mañana ya se fue a averiguar con la gente que vive por el lado del cementerio. Nadie le dijo nada, ni Candé ni Timoteo, para no preocuparle; pobre mujer, está tan afligida... Fíjese, le dijo a mi señora que leyó en el almanaque que esta noche va a haber luna llena y eclipse. Parece que don Jacinto mismo había marcado la fecha... no sabe qué hacer, no quiere dar parte al Comisario, que es capaz de intervenir mal porque don Jacinto pues no es de su partido. Yo no sé qué va a pasar en este pueblo.

«Así murió mi abuelo...», comenzó la vieja Eudosia que escuchaba detrás del cerco de tacuaras.

La calma fue creciendo, creciendo con la noche; se la sentía flotar. Veían al monstruo tirado en el patio, en la pieza, en los ojos. La luna enorme, que se preparaba para el combate con el jaguar azul, alumbraba su lomo insoportable. Sentían el aliento cálido del engendro en los rostros, en las piernas, en toda la piel; la baba que echaba les pegaba a la silla, al catre, a la hamaca. De repente empezó a bramar y a echar relámpagos por la boca. La tierra se puso a humear y se cubrió de un aroma tibio -vaho de madera, bosta, polvareda, hoja, pasto, insecto-, cuando cayeron las primeras gotas, gordas como puñetazos.

Al día siguiente, Tereso se encasquetó su sombrero sonriente y cantando salió a la calle limpia, que rodaba en corriente verde hacia el río. Nadie se acordaba del viento norte.

 

 


OJO POR OJO

Allí estaban los dos, silenciosos. Pero siempre había sido así; jamás habían tenido mucho que decirse, ni tiempo. Apenas si para acoplarse en el cansancio de las noches calientes, como dos gusanos.

-Como esos gusanos blanduzcos -se dijo ella.

El fuego pasaba a través de los agujeros, como un cuchillo entre las costillas; pasaba desde arriba, o quizá desde abajo. Porque esto muy bien podía ser el infierno del que tanto habían escuchado hablar al Pa'í. Sin embargo, el señor cura les había prometido salvarlos de las llamas -perdurables- amén, con la condición de que se casaran y vivieran cristianamente: el bautismo-la confirmación-la comunión de los hijos-la misa-el matrimonio-el viernessantoayuno-la pascua florida-la extremaunción-las novenas-los diezmos. Los diez mandamientos. Centavo sobre centavo habían tratado de cumplirlos, y sin embargo, ahora el calor les atravesaba de punta a punta, ese calor que derrite la grasa, que pudre todas las cosas.

Pero ellos nada decían. Las manos grasientas de la vieja en las manos grasientas del viejo. Como cuando ella iba a visitarlo al corralón donde él pasó dos años por aquella «desgracia», durante el baile en la escuela. Conste que no había sido culpa suya; el otro le agredió porque no le gustaba el color de su pañuelo y porque la caña; el puñal dijo el resto. Entonces ella iba todos los domingos a llevarle el atadito de cosas, y permanecían horas con las manos en las manos, hasta que sentían crecer una capa de grasa entre ellos, sin hablarse, a través de las rejas del patio enorme. Apenas si le preguntaba por los hijos.

-Conché come tierra -murmuraba la mujer.

Y él pensaba que estaba bien que no los trajera.

-Kitó me ayuda en la capuera -y le entregaba el bastimento.

Pero él salió en libertad, gracias a su compadre que ya era comisario. Y todo fue mejor. Hasta pudo comprarse un caballo para ir a las carreras de los domingos.

Ella ya sabía de lo que se trataba cuando él regresaba con una máscara de ceniza, de silencio espeso y ceñudo.

-El hombre es hombre -se decía ella-, y... así no más tiene que ser.

Todo fue mejor, pese a la muerte del hijo, el segundo, y a que la menor, de muchacha en una casa de familia decente, pasó a trabajar en aquella casa.

-Eso no está bien, pensaba la vieja. Que sirva a los hijos del patrón, bueno... ¡pero con todo el mundo, y por plata...!

Todo mejor, gracias a que cumplían con los sacramentos, como dijo el Pa'í, quien hasta entronizó una imagen de la Santa Virgen de los Remedios en el cuarto. Desde entonces, nunca faltó la bendición de la Santa Patrona, ni tampoco una vela los viernes, sobre la repisa, junto a las flores de papel ennegrecidos por las cacas de moscas, empalidecidas por el polvo y el resol.

Ahora tenían más tiempo para recordar todo aquello, sin decirse nada, igual que siempre, igual que durante las veladas de invierno en la cocina, cuando las brasas se iban consumiendo y las sombras comían sus facciones inexpresivas, como un gusano enorme, como ese gusano cerca de sus uñas azules. «Quizá es el mismo o un pariente de los que aquel año y aquel otro y aquel otro destruyeron el algodonal. Hasta es posible que todos los gusanos sean parientes».

Todo mejor... Y seguían roturando la tierra, hasta que en la cara se le abrieron esas grietas que el sol dibuja en la costra sedienta del suelo durante las siestas de fuego.

-¡Fuego eterno para los que olvidan la patria celestial! -clamaba el Pa'í-. Pero la piedad, la devoción... -agregaba, los ojos en blanco.

Y ella rezaba su rosario, mañana y tarde, y hasta por las noches cuando el insomnio le fue creciendo con el reumatismo. Cada vez más sola, como al principio. Nadie más que él y el perro de costillas florecientes, también ya desdentado, le escuchaban desgranar el devocionario desgastado que guardaba en la cabeza.

-Parece que va a haber seca...

-Sí... -respondía él, y miraba el fuego en el poniente.

El perro dormitaba y perdía ruidos por todos los costados. «De puro viejo», pensaba.

-¡Fuera!... -decía ella, y volvía a sus rezos.

«La piedad, hijos míos; la devoción, mis amantísimos hermanos...». Y sin embargo, qué caliente era todo alrededor de ellos. Qué pesada sobre sus manos grasientas, podridas, sobre los pelos crecidos, sobre las uñas largas y moradas, ese metro y medio de tierra, de fuego rojo.

 

 

 
 
 
 
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