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MIRELLA COSSOVEL DE CUELLAR

  UN RAYITO DE LUZ - Por MIRELLA COSSOVEL DE CUELLAR


UN RAYITO DE LUZ - Por MIRELLA COSSOVEL DE CUELLAR


De nacionalidad italiana, residente en Paraguay desde el año 1947, presentó su primera novela Tape pora, en el año 2011. Seguidamente, El cantar de la cigarra (2012), El taxista (2014), El maletin (2015), Cuando estoy lejos de ti... (2016).

El preámbulo de su novela Tape pora fue publicado por la Wayside Publishing (EEUU), en el libro de texto

«Triángulo aprobado», que se usa para el aprendizaje del idioma español en ese país. Es socia del Pen Club y de la Sociedad de Escritores del Paraguay- SEP.

 

 

 

 

UN RAYITO DE LUZ

 

Por MIRELLA COSSOVEL DE CUELLAR


Apretujadas en el vehículo que se deslizaba raudo por la ruta, iban seis mujeres jóvenes. Juana era una de ellas. A través de sus párpados entreabiertos, Juana vio deslizarse como fantasmas escurridizos los edificios, las casas, los árboles y luego, solo polvareda y cielo. Todas, menos Juana, se reían y armaban bulla. Hablaban en jopara, el guaraní mezclado con el castellano. Juana no estaba con ganas de hablar con nadie, no quería que se le hicieran preguntas ni quería dar respuestas. Estaba sumamente sensible. No resistiría, se pondría a llorar.

Dándose codazos, las chicas señalaban a Juana, pues pensaban que se mandaba la parte, que era una engreída. Sin embargo, Juana estaba triste, muy triste, no le importaba escuchar los comentarios que hacían sobre cómo habían conseguido ese trabajo conel que iban a ganar mucha plata. Cuando Juana aceptó la propuesta que le habían hecho, no se lo comentó a nadie. El día fijado para la partida, se escabulló de su casa con lo que llevaba puesto y una muda de ropa, y casi sin darse cuenta, se encontró sentada en ese vehículo con esas otras chicas jóvenes llenas de ilusiones como ella.

Arrepentida por haber mentido a su madre iba tan ensimismada en sus pensamientos, que dejó de escuchar las voces y las risas de las presentes. Toda presencia se alejó de ella y como en un sueño se vio a sí misma, niña, oliendo, a través de un mantel inmaculadamente blanco y almidonado, las chipas que su madre había amasado y horneado y con las que llenaba una canasta que todas las mañanas alzaba sobre la cabeza en envidiable equilibrio, con Pablito, su hermanito menor, a horcajadas en la cadera. Madre e hija disponían la canasta a la vera del camino sobre un cajón de madera que alguien les había proporcionado y que en algún momento había contenido manzanas. Los clientes no daban tiempo para descansar. Juana se sentía importante cuando podía ser útil a su mamá, encargándose de vender las chipas cada vez que amamantaba al niño. Ceremoniosamente, Juana introducía cada chipa en una bolsita de plástico y se la entregaba al cliente. El dinero que recibía en pago se amontonaba en el enorme bolsillo del delantal blanco almidonado que llevaba su mamá. Ahora, todo eso había quedado atrás. Solo quedaban recuerdos.

Juana no recordaba a su papá pero sí al hombre que un tiempo se consideró marido de su mamá y se comportaba como si fuera el dueño de la pequeña vivienda que con mucho sacrificio Antonia había levantado. El hombre, a quien Juana conocía solo por Toti, ocupaba buena parte de la cama más confortable que tenían. A Juana le disgustaba compartir su mamá con él. Además, Toti la obligaba a servirle el mate con el beneplácito de su mamá, quien no se daba cuenta o no quería darse cuenta, con qué descaro él miraba a la niña. Juana se ruborizaba cada vez que los ojos de Toti se detenían en sus pechos, que se insinuaban a través de la delgada tela de sus vestidos. Cuando Antonia anunció a Toti que esperaba un hijo suyo, él declaró que no estaba interesado en criar a un mocoso y se fue. Aunque a Juana le daba pena ver llorar a su mamá, le alegraba que el hombre se hubiera mandado a mudar. ¡Más vale que sea para siempre!, pensó.

Juana tuvo algunos noviecitos que a su madre no le gustaron. No todas las cosas fueron fáciles entre ambas, y entre una y otra discusión, Juana conoció a alguien que le convenció que debía buscar otros horizontes. La promesa era que ganaría pronto mucho dinero y se ilusionó en pensar que iba a hacerse de casa, iba a poner un puestito de venta y ser independiente económicamente.

Juana abrió los ojos y se enderezó en el asiento. Las chicas la miraron con curiosidad. Yo soy Francisca, dijo una de ellas. ¿Y vos? ¿Cómo te llamás?, le preguntaron al unísono. Yo me llamo Juana. Las chicas nunca habían salido de su pueblo ni del país, y estaban eufóricas, creían que estaban viviendo un cuento de hadas. Francisca tenía un hijo de cuatro años y lo había dejado al cuidado de su madre; soñaba con ganar mucho dinero… y comprar al niño la bicicleta que tanto anhelaba. Gloria y Carmen querían seguir una carrera profesional corta, indecisas entre peluquería, maquillaje o cosmetología, y enseguida ponerse a trabajar en su propio negocio. Las aspiraciones de Eulalia y Leonarda, en cambio, eran de nivel más elevado: la universidad era su meta. Juana no tuvo más remedio que participar de la alegría del grupo, rió y charló con las chicas a pesar de su tristeza.


***

Juana reflexionaba y pasaba revista a todo lo acontecido desde que saliera de su casa. El viaje por vía terrestre; el paso sin inconvenientes por las diferentes aduanas; la travesía en avión; la llegada al aeropuerto; las ropas abrigadas que les entregaron; las comidas y bebidas que no habían pagado ellas sino la mujer silenciosa que las acompañaba en todo momento y a la cual debían seguir como un rebaño de ovejas; el dormitorio con baño y televisión y el opíparo desayuno. Sí, era como un cuento de hadas, que en nada se igualaba al de su infancia y al de su adolescencia, cuento de la vida real en el que no había habido hadas madrinas ni príncipe azul.

Juana se recostó en una de las seis camas del amplio dormitorio donde las alojaron. No sabía dónde se encontraba, ciudad,  país o nombre del hospedaje. Nadie le había hablado durante el trayecto. Sus compañeras no paraban de reír, de hacerse chanzas. Saltaban y brincaban en las camas como chiquillas. Hacía frío. Juana se arrebujó en la manta que encontró bajo la almohada, observaba a las chicas y se preguntaba qué estaba haciendo ella allí… y con ese grupo de extrañas. Se sentía fuera de lugar y el bullicio reinante la aturdía. Vencidas por el cansancio y la emoción del día las jóvenes se apaciguaron de a poco; en el cuarto reinó la calma, y, en el silencio, Juana se escuchó a sí misma preguntando en voz alta: ¿Cómo se supone que vamos a pagar todo esto? Las caras de las cinco jóvenes se volvieron hacia ella. No seas aguafiestas. Dejate de amargarte la vida, dijo la más despabilada, y agregó triunfante: ¡Con nuestro trabajo! ¿Con qué más? ¡A la pucha!… Todas rieron festejando esa contestación.

A la mañana siguiente, entró en el cuarto una joven cuyos ojos hinchados resaltaban en un rostro pálido y sin afeites. Su mirada despreciativa se posó unos instantes sobre cada una de las chicas y luego hojeó el papel que traía en la mano. En voz alta, la mujer leyó dos nombres: ¡Eulalia!… ¡Leonarda…! Las nombradas dieron un brinco, tomaron sus bolsos y al unísono exclamaron: ¡Yo!... ¡Yo! La joven las apremió con brusquedad. ¡Vámonos, ya! ¡Apúrense! Con una amplia sonrisa en sus rostros, Eulalia y Leonarda salieron del cuarto, no sin antes saludar a las demás, que les devolvieron el saludo con un dejo de envidia, porque hubiesen querido ser ellas las convocadas.

Gloria, Carmen y Francisca fueron las siguientes. Juana quedó sola en el cuarto que ahora le pareció más grande y más frío. Le inquietaba que no la hubieran llamado aún. ¿Sería que no la consideraban apta para el trabajo? Casi, casi, esperaba que la enviaran de regreso a casa.

Juana dormitaba acurrucada en la cama. Le sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse. Antes de que la joven desabrida la llamara, Juana tomó su bolso y la siguió. Bajaron las escaleras. En el estacionamiento, donde varios vehículos estaban aparcados, una mujer seguida muy de cerca por un hombre, levantó la cabeza cubierta con una pañoleta que casi le cubría los ojos. La mujer y Juana cruzaron la mirada al mismo tiempo. ¡Francisca!, exclamó Juana, emocionada al ver una cara conocida. El hombre tomó del brazo a Francisca, la empujó bruscamente y la introdujo en el vehículo cuya portezuela ya estaba abierta. Juana estaba por decir a su acompañante que Francisca parecía estar llorosa y aterrorizada, pero antes de que pronunciara una palabra la desabrida se dio la vuelta y propinó a Juana un bofetón en plena cara que la hizo trastabillar. ¡Nunca hables con alguien sin mi permiso!, le dijo, mordiendo las palabras.


***

Juana había perdido la cuenta de a cuántos hombres había recibido ese día, cuántas manos lascivas la habían manoseado, vejado, ultrajado. Se consideraba indigna, estaba viviendo una pesadilla. Se sentía sucia, despreciable; lo único que la mantenía viva era el deseo de pedirle perdón a su madre, por no haber confiado en ella, por no haberse despedido de ella. Sin parar, murmuraba: Ñyrõ, che sy; perdón, mamá.

La puerta de la habitación se abrió y la silueta de un hombre se recortó en la penumbra. ¡No uno más, por favor! Ñyrõ, che sy, murmuró Juana. Se hizo un silencio en el cuarto. Luego, ¿qué decís?, le increpó el hombre ásperamente. Nada, nada, gimió ella. El hombre se acercó a ella y la tomó del brazo con fuerza e insistió: ¿Qué dijiste?, te pregunté. A punto de llorar, Juana dijo: Solo decía, perdón, mamá. No, retrucó, tajante el hombre, no es eso lo que escuché. ¿Qué dijiste? ¡No me mientas! Una lágrima mojó la mejilla de Juana. ¡La verdad!, insistió el desconocido. De los labios temblorosos de Juana salieron las palabras que el hombre quería escuchar. Ñyrõ, che sy… Ñyrõ, che sy… Ñyrõ, che sy…

Bueno, bueno, suficiente, dijo el hombre. Tranquilizate, no te voy a hacer daño. Estuve por Paraguay, sé algo de guaraní, por eso te pregunté qué dijiste. El hombre quedó pensativo un rato. Luego, se quitó el abrigo, desenrolló la bufanda que llevaba al cuello y sacó un par de guantes del bolsillo de su saco. Juana gimió y retrocedió unos pasos, alejándose de él. ¡No temas!, dijo el hombre, y le explicó lo que iban a hacer. Por lo menos vamos a intentarlo. Ayudó a Juana a ponerse las prendas que él se había quitado. Con un gorro que te cubra las orejas y un lente ahumado, con suerte, podemos hacerte pasar por mí. El hombre la miró, satisfecho de su obra. Te voy a hacer salir de acá, dijo en voz baja, antes de que llegue la policía que estará aquí en cualquier momento, y si te encuentra aquí vas a quedar registrada como prostituta. Creo que no estás en este lugar por tu voluntad. El hombre suspiró y siguió hablando en voz baja. Hace tiempo que estamos vigilando este lugar. Tomá esta tarjeta y presentala en la puerta. No hables con nadie. Alejate rápido de aquí, no corras, no demuestres que tenés miedo. El hombre le puso unos billetes en la mano. Tomá, es dinero para el taxi y en este papel está anotada la dirección de tu embajada y mi contraseña, que se la tenés que decir al portero.

Juana no podía creer que fuese cierto lo que acababa de escuchar; pero a veces los milagros ocurren. Tenía muchas preguntas que hacer. Calló. Su mirada se detuvo un instante en el rayito de luz que había sido su compañero en las tardes de desesperanza y que en ese momento se filtraba en el cuarto a través de una pequeña fisura de la ventana tapiada. El hombre siguió la mirada de Juana, creyó que estaba indecisa.

¿Qué te pasa? No hay tiempo que perder, le apremió irritado señalando la puerta y tomándole del brazo.

¡Andate, ya!, le dijo. ¡Adiós y buena suerte!

Juana salió del cuarto, bajó las escaleras, recorrió el largo pasillo, pasó delante de la recepción. Con el corazón en tumulto, entregó al encargado la tarjeta, que la tomó y sin siquiera mirarle la cara pulsó un botón. La puerta se abrió, Juana salió a la calle. El aire frío de la noche le quemó el rostro. Caminó varias cuadras, cada vez más ligero, el miedo royéndole las entrañas. Miró a su alrededor, algunos transeúntes pasaron a su lado sin mirarle, envueltos en sus abrigos, cada uno con sus dramas, penas y alegrías. Sentirse libre le dio una sensación de euforia. Cuanto más se alejara de ese tugurio, mejor. Juana hizo señas a un taxi. Subió al vehículo, cerró la portezuela y se acomodó en el asiento mientras el conductor controlaba el taxímetro. Con voz firme, que sonó extraña a sus propios oídos, Juana dictó al conductor la dirección de la embajada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 75 al 86

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