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JORGE BÁEZ ROA

  DE LA ESPERANZA A LA RAZÓN, 1983 - Por JORGE BÁEZ ROA


DE LA ESPERANZA A LA RAZÓN, 1983 - Por JORGE BÁEZ ROA

DE LA ESPERANZA A LA RAZÓN, 1983

Por JORGE BÁEZ ROA

Tapa: CARLOS COLOMBINO

Editorial EL LECTOR

Asunción – Paraguay



JORGE BAEZ ROA nació en Asunción en 1937. Se lo puede considerar como una personalidad de varias facetas entre las cuales se destaca la pasión de la música que alterna con el quehacer intelectual puro. Ensayista y crítico, su estilo puede llegar a ser polémico, en algunos casos, cuando defiende una tesis determinada o, también, adquiere un subido timbre lírico cuando el tema que desarrolla así lo permite. De su quehacer artístico, sus conciertos de violín han logrado una buena recepción en el público y en la crítica. En varias oportunidades ha sido acompañante de grandes intérpretes que llegan a nuestro país. Escuetamente, tal es lo que podemos decir de este artista e intelectual que honra con su trabajo y su vida la límpida trayectoria, las páginas del presente de la cultura paraguaya.



La realidad paraguaya absorbida ávidamente con amor y sinceridad ha ido sedimentando en mi espíritu. Precisamente, mi visión de esta realidad es la que he querido expresar en estas páginas. Y no sólo he querido expresarla, sino además compartirla a través del diálogo con el lector.

Vivimos tiempos de prisa, de vértigo y si algo de ello se resiente es el espíritu. Precisamente una de las crisis que afecta al hombre de nuestros días es la progresiva desintegración de su personalidad, como consecuencia de haber perdido su capacidad de reflexión íntima.

El alejamiento de nosotros mismos hace que renunciemos a nuestro espíritu crítico con mengua de nuestra dignidad y autenticidad. Olvidamos con frecuencia que sólo el pensamiento ejercido con libertad y espíritu crítico nos aproxima a la verdad al mismo tiempo que nos invita a construir una sociedad racional y humana.

Hoy, como nunca, necesitamos que la cultura paraguaya se organice desde un pensamiento filosófico. De ahí el compromiso del intelectual de asumir los problemas con rigor y responsabilidad evitando el capricho, el simple devaneo al margen de la razón.

La erudición que nada cuestiona que vive ajena a los problemas, no pasa de brillante exhibición a igual que filigranas en vitrina.

Que bien pudo decir Julián Marías que, “hablar porque sí, de las cosas, suele ser un excelente medio de evitarlas. Lo grave es que a la larga se pierde el hábito del pensamiento y no se es capaz de repensar, sino a lo sumo de transpensar”.

Sí, el escritor, el intelectual no ha de renunciar a su independencia de criterio, ni a su libertad creadora. Desde el periódico, la cátedra o el libro, en magisterio difuso y multitudinario, menesteroso de diálogo habrá de alzar su palabra acerca de una actualidad asediadora que ansia clarificarse en la razón.

Esta tarea supone también un sentido de las jerarquías en esa comunidad en que el hombre de pensamiento asume su tarea. Ella ha de conferirle el respeto y la gratitud en respuesta a su quehacer.

La cultura implica un movimiento progresivo de respeto a la inteligencia, a los valores y a la libertad.

Sí, necesitamos que la cultura paraguaya se organice desde un pensamiento filosófico que nos permita ubicar en una perspectiva inteligible todo aquello que se resiste a la razón.

Razón, que ha de ser histórica y dialéctica y por lo mismo, capaz de explicarnos el universo de la historia.

J.B.R. Abril 1983



I PARTE

DE LA ESPERANZA A LA RAZON

DE LA ESPERANZA A LA RAZÓN

 

Siempre que estamos ante las cuartillas acude a nuestra mente con obstinada persistencia esa realidad según la cual todo hombre debería ser portador de cultura. Reparamos al punto que esta capacidad presupone un modo de pensar libre y responsable. El caso es que nuestro tiempo nos ofrece una visión poco alentadora de este hecho. Cada día es mayor el número de hombres que claudican a esta tarea. Las preocupaciones de orden material resultan absorbentes e impiden el crecimiento de nuestro espíritu empobreciéndolo.

El tiempo de la reflexión se nos ha evadido y por lo mismo la capacidad de concentración nos es cada vez más extraña.

Ante esta quietud del espíritu se da el hecho paradójico de que devoramos telegramas, noticias de todas partes y acabamos siendo seres fragmentarios y efímeros porque en ese aluvión de hechos cotidianos, queda evanescente la sustancia de nuestra vida.

Se dirá que el hombre de nuestro tiempo como pocas veces en la historia impone a sus tareas rigor, responsabilidad y eficiencia, a tal punto que en ese trabajo su existencia alcanza autenticidad plena.

El caso es que, paralelamente a una intensa actividad de orden material y hasta profesional, se da un marasmo del espíritu patentizado en la ausencia de un pensamiento crítico que se despliegue a inquirir por las causas de los fenómenos afanoso de dar sentido a las cosas y desentrañar la verdad de los hechos.

Al ser suplantado el pensamiento crítico, se busca el cómodo sostén de las creencias.

El resultado de todo esto se traduce en una imagen disminuida del hombre. Y es que no siempre se trata de una faena que demande nuestra capacidad integral, sino todo anda limitado al “primumvivere”.

Unamuno no se cansaba de repetir a sus paisanos que estaba bien que un pueblo cifrara sus aspiraciones en la higiene, en la instrucción y la riqueza, aunque advertía que buscando la riqueza de fuera nos empobrecemos por dentro. La vida, —decía Unamuno— no se la puede tomar como un fin en sí misma. Siempre hay un más allá en que pone el corazón supremo anhelo.

La trivialización del pensamiento no impulsa al hombre a la búsqueda de una constelación de valores, sino por el contrario propende a bajar todo lo alto y digno a la propia medida.

La sociedad de “consumo” no incita al hombre a una “ascesis”. Simplemente le fija un monto y le pone ante sí el “milagro”. Y tras el milagro viene el naufragio de la inteligencia en su tarea dilucidadora y crítica.

La inteligencia degradada sustituye valores, confunde jerarquías.

“El siglo pasado —ha escrito Theilard de Chardin— conoció la huelga de las fábricas. Este siglo empieza a conocer la huelga del Espíritu”

A su vez, la labor intelectual — entre nosotros al menos—, se resiente en la mayor parte de los casos de un regodeo, por lo anecdótico, cuando no de un historicismo huérfano de análisis e interpretación de la realidad a que apunta.

Pareciera como si olvidara el intelectual su misión de asumir una actitud vigilante y orientadora en su comunidad con un afán de verdad despojada de jactancia.

Yo no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Es probable que haya sido peor en muchos casos; perode lo que no puedo dudares de la seriedad del intelectual que avalaba su palabra con su conducta ciudadana.

'Ejemplar resulta en este respecto aquella generación del “novecientos” cuyos integrantes impusieron el cuño de su personalidad y magisterio afincados en la cultura, en el espíritu de tolerancia, en actitud de diálogo en la que aún hoy los encontramos desde sus libros plenos de humanidad.

Recordar a aquellos hombres no significa la nostalgia del pasado en actitud de quien ansia refugio en él. No es posible instalarse sin más en el horizonte mental y espiritual asumido por estos antepasados nuestros. Se trata sí de recoger aquella herencia y al mismo tiempo de ser fieles a nuestro “aquí y ahora”.

Y si el mérito de ellos fue introducir innovaciones en su tradición, nos toca a nosotros realizar otro tanto.

Repárese que aquellos varones alcanzaron una egregia categoría humana no sólo por sus prendas morales sino en grado eminente por el asiduo ejercicio de la inteligencia a través del estudio.

Llegaron a las altas funciones de la vida ciudadana con un respetable bagaje de conocimientos lo que explica la fecundidad y la calidad de sus quehaceres. La mayor parte de ellos volcados a la cátedra, fueron en verdad maestros de juventudes. Pero igualmente la prensa, como las caldeadas pasiones de las luchas políticas, los vio en su dimensión ciudadana.

Una honda visión de la realidad nacional fue la tónica de sus palabras y de sus hechos. Raro fue que alguno incurriera en la demagogia estéril y en actitudes mediatizadas.

Aún hoy resuenan las palabras estremecidas de patriotismo del Doctor Blas Garay. Cuántas veces su tono desdeñoso que daba acritud a su crítica, no era sino expresión de un amor auténtico al hombre de su tierra. Nada fue más extraño a su espíritu que la demagogia palabrera.

Bien sabía que el heroísmo proverbial del hombre paraguayo no necesitaba a su gloria el ditirambo; le era suficiente a su espíritu el sentido de su honra y la conciencia del deber cumplido en defensa de su heredad. Ese hombre necesitaba sí, la visión de otros valores que, unidos a aquéllos, proyectaran su espíritu a una dimensión siempre más alta.

Por eso, aquellos intelectuales nuestros, más que esforzarse en apologías vacías de sentido, hicieron de su palabra siembra fecunda, destinada a fortalecer el concepto de la dignidad del hombre y a clarificar las ideas imprescindibles en la vida ciudadana.

Sabían que la política es acción, pero en mayor medida ciencia vocada al conocimiento de la sociedad y del Estado.

Y como requisito insoslayable para la acción política se pertrecharon de un importante bagaje de conocimientos, lo que explica que nada fuera tan ajeno a ellos como los tanteos y las improvisaciones en el manejo de la cosa pública.

Como lejano antecedente de esto debemos recordar entre otros, la egregia figura del Doctor Francia.

Sí, hubo desdén en las palabras de estos hombres. No pretendieron ganarse simpatías nacidas del mero instinto. Buscaron dignificar al hombre a través de las ideas.

Aún hoy, más allá de la risa que suscita en nosotros las frases llenas de sarcasmo del Dr. Eligió Ayala, ellas nos mueven a reflexión. Y sin embargo, ¿quién podría dudar de la bondad de sus intenciones, siendo como fue su vida ciudadana la mejor prédica que pudo ofrecer como paraguayo?.

Entre inquisidores de izquierda y de derecha, sus palabras no tuvieron gratas resonancias. Así se explica esa soledad huraña en que tuvo que vivir, aun en el ejercicio del poder como un modo de aislarse de componendas yarribismos de quienes veían en la política el exitismo y la satisfacción de inconfesables pasiones.

Juan Sinforiano Bogarín, primer arzobispo del Paraguay y primado de los prelados americanos, dejó unas “Memorias” que hasta la fecha no han sido editadas. No obstante ello, y gracias a amigos del prelado que conservan copias auténticas, el acceso a ellas ha sido posible. Las “Memorias” del obispo abarcan un largo período de tiempo, desde el fallecimiento de Monseñor Pedro Juan Aponte en 1891 en que queda vacante la sede episcopal del Paraguay, hasta los días del Congreso Eucarístico en nuestro país en 1937.

Las “Memorias” ofrecen interesantes cuadros de fuertes pinceladas que retratan épocas férvidas de nuestra vida de nación. En ellas enjuicia el prelado la labor de hombres en los negocios del Estado. El obispo, en prosa fluida, salpicada de ironía, relata acontecimientos de la vida nacional.

Hay sobre todo un capítulo en que enjuicia al hombre paraguayo. En muchos momentos, su palabra se toma dura y admonitoria. Y nos preguntamos: ¿Cómo era el obispo? ¿Cómo era su carácter?.

Quienes lo conocieron lo recuerdan como hombre bondadoso, aunque enérgico. Uno de sus biógrafos lo describe como: “Hombre franco, pero no airado; estricto, pero no rígido. Ningún paraguayo ha sido tan amado de su pueblo como él lo fue. . . Su sola presencia era perfumada como un pesebre. . . Demostró que los paraguayos pueden ser guiados por la palabra suasoria, el ejemplo y la razón y no sólo por la fuerza o el despotismo. La igualdad reinaba en su corazón pero no al punto de inhibirlo a amonestar, a censurar y a combatir a los descarriados”. Así lo recuerda Justo Pastor Benítez al ilustre prelado en su libro: "Mancebos de la tierra”.

Ahora, oigamos algunas de las palabras del obispo, cuando habla del hombre paraguayo:

“Es cosa difícil conocer bien el carácter de una persona y lo es más aún en tratándose del de un pueblo. Una de las muchas condiciones al efecto requeridas es un completo desapasionamiento en la apreciación de la manera de ser peculiar de los hijos de un pueblo. . . La conciencia me dice que puedo consignar en mis apuntes el modus essendi del paraguayo, pues, he rozado mucho con mis compatriotas y he tenido siempre marcada inclinación; más aun gusto en observar sus vueltas, sean éstas buenas o malas. Quiero a mis paraguayos con sus virtudes o defectos y esta circunstancia no me impulsará ni a aumentar sus méritos ni a disminuir sus defectos”.

. . El paraguayo ha sido hecho por Dios, para estar en su casa, trabajar y obedecer; no es inquieto ni pendenciero, ni de instinto sanguinario; es pacífico y hasta tímido mientras no se agiten sus nervios. Mas estas buenas cualidades pierde completamente y se manifiesta con todas las contrarias, desde el momento en que se le despierta el orgullo latente, el amor propio, que tiene en dosis considerable. Se alista a un partido político, y ya pierde su estribo; se opera en él un cambio completo, es el reverso de la medalla. Aquel hombre pacífico, obediente, enemigo del desorden, y de la camorra, se convierte en inquieto, iracundo, turbulento, pendenciero. Desde que tiene una opinión que defender. Entrado en un partido político, hará todo, con tal que su partido triunfe; desafía los peligros, se expone a ellos, en los comicios — animado de su amor propio siempre — no retrocede ante su adversario político, hiere o es herido, da muerte o muere. Y esto, ¿para qué?.

Sólo y únicamente para obtener el triunfo de una agrupación, de un partido; él no se da cuenta, no se preocupa ni mucho ni poco, si su partido trabaja o trabajará por el bien o por la ruina de su país; lo único que sabe muy bien — mas en ello no piensa— es que, de los esfuerzos que desarrolla, de los peligros a que se expone, ningún beneficio ni material ni moral obtendrá. . .

¡Ha! paraguayo!. . .

Hecho autoridad, es para un fracaso; pues, si comprometedor y hasta peligroso es, como miembro de grupos políticos, como autoridad es casi nulo y hasta perjudicial. Desde que ejerce algún cargo sufre una especie de transformación; deja entrever marcada inclinación, facilidad para injusticias, arbitrariedades y abusos de poder. Como si el cargo desarrollara en él una gran dosis de orgullo o vanidad. Basta que el gobierno lo nombre de autoridad para sentir satisfacción inmensa, ponerse ufano... sin pensar en las obligaciones y responsabilidades inherentes al cargo que desempeña. Mira la posición que ocupa, no como una carga que le obliga a mantener el orden público y a hacer cumplir las leyes, sino como un privilegio que le faculta a hacer imperar su voluntad y a satisfacer sus caprichos. . . hay excepciones tanto más honrosas cuanto que son raras”.

“El paraguayo es generoso y hospitalario, pero desagradecido”. El paraguayo es noble. No niega ni a su hijo natural ni a su deuda; no atenderá a aquél ni solverá ésta, pero no negará ni lo uno ni lo otro”.

Duras suenan las palabras del ilustre prelado cuando enjuicia al hombre paraguayo. Lo trata de ingrato. Lo ve insoportable apenas instalado en algún cargo público importante. Y el buen obispo, tras sopesar vicios y virtudes de sus paisanos, concluye con estas palabras: “Amo a mis paraguayos”.

Pocos como él, recorrieron en su época y a lomo de mula la geografía patria, auscultando el alma de su pueblo y llevando la palabra evangélica a los corazones.

Decididamente, entonces como hoy, hemos de ver en la crítica una noble faena de la inteligencia, aplicada a la realidad en vista a analizarla e interpretarla. Ella supone un radical cuestionamiento. Un preguntar por la verdad de las cosas y de los hechos con miras a su comprensión cabal.

Y, si es cierto al menos, como creía Goethe, que el mundo avanza hacia una plenitud terrena en saber, dignidad y ventura, ello supone una realidad histórica renovada que exige respuestas conforme a un orden social siempre más humano y racional.

El intelectual que se desentiende de los problemas de su comunidad termina por adoptar una actitud escapista que se resuelve en una traición a su conciencia, al tiempo que renuncia a su misión de forjar el porvenir.

Digamos aquí con Albert Schweitzer: “A ningún precio debe permitirse que las emociones y la fraseología del romanticismo impidan a nuestra generación formarse un concepto claro de lo que es realmente la razón.

En todo tiempo el Paraguay ha producido hombres de talento espejados en una respetable labor cultural. Si me he permitido recordar a algunos representantes de la generación del "novecientos” es porque ella constituyó una eclosión de espíritus egregios que, superando todo provincianismo intelectual, realizaron su obra inspirados en los problemas de su tierra con visión universal. Nada fue más ajeno a ellos que la palabra banderiza adobada en rencores.

Lamentablemente, las luchas políticas fueron marginando la presencia del intelectual de las instancias decisivas del proceso histórico del país. No faltan quienes ven en la actividad del intelectual un quehacer ocioso en el que se pone de manifiesto una mera facilidad para hablar o escribir acerca de determinados temas. Concepto este que entraña una honda perversión del sentido de las jerarquías y que ha inducido no pocas veces a que se mirara hombre de cultura como adorno de la sociedad.

No faltan graves señores que pasan por cultos y que afirman muy orondos que fulano o mengano sabe escribir o sabe hablar estupendamente bien, como si escribir y hablar con sustancia de pensamiento fuesen dones gratuitos del cielo. Habrá sin duda en ello alguna facilidad natural, pero fundamentalmente detrás del acto de escribir y de hablar hay un trasiego de lecturas, un largo y fatigoso trajinar por los caminos de la cultura en cuyo decurso se ha ido decantando conocimientos e ideas y se ha ido afinando la sensibilidad.

Refiriéndose a esa imagen empobrecida del intelectual a que son proclives ciertos sujetos que se la dan de hombres prácticos, recordaba Justo Pastor Benítez en su libro: “Páginas libres” a modo de denuncia y decía: “Es difícil vivir de la pluma en los medios de penuria económica; los intelectuales que han llegado a tener influencia en nuestro país no pasan de media docena. El resto es usado como adorno.”

"Báez fue arrinconado en el profesorado; Domínguez vivió marginado por la envidia; a Gondra no le perdonaban la superioridad; Moreno se alejó prudentemente para enfrascarse en los estudios históricos; Pane se agotó en la labor mal remunerada de las cátedras; Alejandro Guanes era taquígrafo del Congreso. El único que supo imponerse fue Eligió Ayala que cuidaba personalmente tres sectores: la prensa, el erario y los cuarteles”.

Esta visión de nuestro pasado debe movernos a reflexión para no reincidir en la tremenda injusticia que entraña marginar a los hombres que dan lustre y prestigio a la patria. Y es que, toda civilización vive cimentada en jerarquías del espíritu y por lo mismo en el honor y en el respeto a la personalidad ajena y a la propia.

La declinación del intelectual en el proceso histórico de la vida del país no fue un caso aislado en el nuestro, aunque sí de acusados relieves, si se tiene en cuenta que se tradujo en la sustitución de méritos y talentos por una mediocridad asociativa en desmedro de las instituciones.

El hecho, en alguna medida configuraba un fenómeno planetario.

Hasta principios de siglo, el mundo había vivido en una arrogancia ciega con respecto a lo que pudiera entenderse por civilización. No faltaron voces que denunciaban con profético acento el suicidio de ella, pero esas voces no tuvieron eco en la conciencia de sus coetáneos.

Remontándonos al tiempo, fácil es ver que el “iluminismo” como también el “racionalismo” habían expuesto ideales éticos asentados en la razón. Como pocas veces en la historia de la civilización el pensamiento se alzó con el prestigio que le confería una de las conquistas más nobles de la inteligencia a la que no era posible renunciar sin riesgo de volver a la barbarie.

Europa enarbolaba airosa la bandera del progreso con fervor contagiante a los demás pueblos.

La visión ética de los “iluministas y “racionalistas” no resistía la crítica que les lanzaba el pensamiento científico. Su dogmatismo no hacía sino acumular prejuicios en contra de él. Kant había buscado un nuevo terreno que pudiera apuntalar aquel edificio que amenazaba ruina. De acuerdo con las exigencias de una teoría del conocimiento,parecía aquello quedar a salvo, aunque los elementos espirituales que debían vivificarlo no asomaban por ninguna parte y el tiempo siguió transcurriendo con demoledora persistencia.

Hegel, entre otros, se esforzó por restablecer aquellos ideales cimentados en una ética optimista para la cual aportó el análisis lógico y metafísico del ser y su desarrollo en el universo. El sistema de Hegel es la construcción más acabada y profunda de la época moderna.

Todo el idealismo alemán alcanza madurez en su filosofía y en puridad; su obra constituye la culminación de la Edad Moderna.

Podríamos decir que la filosofía del siglo XIX fue una consecuencia en alguna medida directa del hegelianismo, o el decidido afán de asumir un nuevo punto de vista en franca oposición a dicho sistema, que permitiera una filosofía diferente.

Las ciencias naturales,que desde tiempo atrás se venía afianzando, se alzaron en contra de aquel majestuoso edificio, dispersando las ideas éticas en que se cimentaba y estas se disgregaron hasta callejones excéntricos.

Empezaba una nueva época signada por las ciencias descriptivas de la naturaleza. El racionalismo especulativo de los grandes filósofos recibió la crítica de haber violentado la realidad al asignar a los conceptos que se habían formado por el pensamiento puro, una posición superior a la de los hechos científicos.

Se desechaba el racionalismo, pero con él desaparecía también la concepción de una ética de la sociedad y el hombre que había forjado. De este modo, la filosofía aparecía huérfana de espíritu creador reduciéndose a reflexionar sobre los resultados obtenidos por cada una de las ciencias.

Era el recrudecimiento del naturalismo, cuyos orígenes se remontan a Demócrito y llega hasta nuestros días por la línea de Hobbes, los Enciclopedistas, hasta Comte.

Al rechazar la metafísica adopta la forma de positivismo. De este modo el conocimiento de la naturaleza precede al estudio del hombre. Las matemáticas y la experimentación lo llevan a insertarse en la trama del mundo de modo a explorarla, descubriendo leyes que rigen el universo.

El mundo aparece como una totalidad causalmente determinada. “Todo conocimiento es sólo un análisis dela experiencia”, proclamarán los positivistas aduciendo fundamentos empíricos. Se dan de este modo concepciones mecanicistas generalizadas a toda la realidad, y por lo mismo, la subordinación de lo espiritual a lo biológico.

El positivismo afirmó la necesidad de ajustarse al “positum”. A lo que está puesto y lo encontramos ante nosotros. Sólo se reconocía un modo de presentarse los objetos: la dimensión que pudiera darle el hecho físico, la percepción sensible, desechándose por inferencia toda posible realidad distinta a esta situación.

La doctrina fundada por Comte no constituyó únicamente una teoría de la ciencia. Fue además una reforma de la sociedad y hasta una religión. De ahí lo polifacético de su destino. Mientras para unos era doctrina de conocimiento, para otros eran normas de vida destinadas a perfeccionar al hombre. Estas características del positivismo se dan durante todo el siglo XIX,al mismo tiempo que se afianza el liberalismo, como ideología.

También en nuestros pueblos hispanoamericanos junto con el positivismo se dio el liberalismo como ideología preponderante. Esto es, como complejo teórico de una praxis orientada a transformar la realidad social.

Podríamos reseñar algunos enunciados fundamentales del liberalismo:

La exaltación de la personalidad individual del hombre ciudadano frente al Estado,ya que éste no es sino un instrumento a su bienestar. De este modo propugna la soberanía del pueblo.

En lo económico se proclama la libre empresa y se estimula la iniciativa privada como también la libre competencia.

En el orden social aspira al logro del bienestar económico y político del ciudadano sobre bases iguales y equitativas ante la ley,eliminando de este modo la lucha de clases.

En lo concerniente a la educación, se fomenta la enseñanza pública laica y se respeta todo credo religioso.

Se proclama la independencia de la razón al mismo tiempo que se condena todo fanatismo y obscurantismo.

Como lejano antecedente del liberalismo paraguayo pueden ser recordadas aquellas vibrantes proclamas de la Revolución Comunera de 1735, cuyos adalides fueron Jose de Antequera y Castro y Femando de Mompox.

Los partidos políticos tradicionales del Paraguay tienen como fundamento ideológico al liberalismo, aunque con peculiaridades que le dan en todo tiempo sus componentes más representativos.

El eminente médico y humanista Gregorio Marañón decía en memorable ocasión: “Ser liberales, precisamente estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo, y segundo, no admitir que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin”.

Con estas palabras, Marañón propugnaba el diálogo como norma de convivencia.

En el sustrato del liberalismo se dan a un tiempo: racionalismo, cientificismo, laicismo, progresismo. . .

Pero convengamos en que el liberalismo no es una filosofía tal como se afanan en presentarla sus expositores. El liberalismo es una ideología. Y como en toda ideología no alienta en ella un problema de estricta verdad científica, sino fundamentalmente un haz de ideales.

Es fama que los ideólogos liberales antes que hacer ciencia se han remitido a los resultados de ella en la creencia de indubitable de tales resultados. Ejemplar resulta aquella crítica de Unamuno al respecto “. . . el cientificismo es la fe, no de los hombres de ciencia, sino de esa burguesía intelectual, ensoberbecida y envidiosa.' . . Ella no admite el valor de lo que no comprende, ni concede importancia alguna a todo aquello que se le escapa.

Pero no puede negar los efectos del ferrocarril, del telégrafo, del teléfono, del fonógrafo, de las ciencias aplicadas en general, porque todo esto entra por los ojos. . . La ciencia para ellos es algo misterioso y sagrado. . .”

Y es que, el ideólogo no se atiene a la fidelidad de la experiencia. Esto es, a observar y analizar los hechos de modo a lograr a través de un proceso inductivo la ley que los ordena.

Simplemente se sirve de esos hechos y los adecúa a su ideología. Entre nosotros no deja de ser frecuente la confusión entre “visión del mundo” e “ideología”, incurriéndose en abusivo empleo del término “filosofía”.

Ocurre, que, una “visión del mundo” a que aspira la filosofía como saber radical, lleva mucha diferencia de una ideología como cuerpo de ideas-creencias que es ésta y que se desplaza sobre la superficie de la realidad de la historia.

Cuando hablamos de una “visión del mundo” nos referimos a una realidad totalizadora en la cual se da una interpretación del mundo y de la vida que supone a su vez aquellas instancias supremas que denominamos “valores”. Los primeros principios y las cuestiones últimas que dan contenido a la realidad están ínsitas en una “visión del mundo”.

La ideología en su momento germinal con Destutt de Tracy fue una “ciencia de las ideas”, en tanto que “representaciones”, de tal modo que si por una parte la ideología era la ciencia filosófica general, constituía por la otra una parte especial del objeto mismo del saber.

Actualmente la ideología representa un modo de manifestarse la constitución interna de la sociedad a través de las ideas.

Es a un tiempo, la expresión de una clase y también el conjunto teórico de una praxis encaminada a transformar la realidad social.

Como lo señala Max Horkheimer: “El objetivo de la Mitología no es el conocimiento de una totalidad o de una verdad acabada y absoluta, sino la transformación de ciertos estados sociales”. Recordaba Horkheimer que, en conexión con esto, Marx había criticado a la filosofía sin proponer una nueva metafísica que pudiera reemplazar a la antigua.

Es frecuente la confusión de ideología con un partido político,al mixturar los idearios y objetivos de éste con aquella. Se reduce así a la ideología a un esquematismo donde un vasto repertorio de ideas y doctrinas aparecen en una perspectiva eminentemente práctica.

Y por supuesto tampoco se hace distinción entre partidos políticos que operan con ideologías coincidentes aunque con denominaciones distintas.

Volviendo a nuestra realidad nacional,recordamos un notable ensayo publicado en 1967 por Juan Santiago Dávalos. Su título: “Cecilio Báez como ideólogo”. Dávalos decía: “Ideólogo liberal, Báez se interesó demasiado en las normas, en el “deber ser”, como para preocuparse de la nuda realidad e intentar investigarla”.

“. . . su mundo ideológico incluso lo condujo, en su ideal de perfección algo al margen de su tiempo. Todo su pensamiento es arquetípico en el sentido de mostrarnos, paso a paso, la progresiva ruptura entre el mundo perfecto y concluso de la ideología y el mundo de la realidad imperfecta y áspera”.

Y Dávalos agrega estas palabras que deberían movernos a pensar: “El caso de Báez se ha venido repitiendo desde entonces en el Paraguay...”

Y a renglón seguido dice: “ha habido político que era ideólogo, que era hombre de ciencia, que era un mayúsculo hombre —orquesta que finalmente vivía en su mundo — su mundo ideológico — que hacía mucho tiempo había dejado de ser el mundo. Por eso, la manera de negarcontundentemente la utopía de la ideología es, debe ser, la ciencia”.

“Filosóficamente el liberalismo clásico descansó sobre el supuesto de la razón, la libertad y el progreso... supuso que el individuo era la sede de la racionalidad y de la libertad. De aquí proviene el tema de la educación, como medio de promover ambas fuerzas en el hombre. Para Croce, para cualquier liberal de corte clásico, para Báez, el liberalismo es ‘la religión de la libertad’ o del individuo frente al cual se levanta el Estado. Así, liberalismo y estatismo se dan como términos irreconciliables, antitéticos, que no admiten una síntesis superior. Los teóricos del estatismo en cambio, concebían al Estado como ‘la personificación de la libertad’, con lo cual caían igualmente en una concepción antitética.”

“Pero ello fue debido a algo previo, a saber la idea de la razón. Se manejaron dentro de una idea analítica y metafísica de la razón, sin advertir el significado más auténtico de la razón, que es ser histórica y dialéctica, la única capaz de dar cuenta del universo de la historia.

“De ahí que no pueda ya satisfacernos aquella idea de la razón del racionalismo liberal, la cual omitía la realidad más profunda del proceso histórico, al pensarlo sólo en términos de naturaleza”.

“De igual modo, tampoco puede ya satisfacemos la idea de la libertad vista sólo desde el ángulo del individuo, una libertad burguesa. Tampoco nos convence ya la idea del progreso indefinido en línea recta. Tal progreso no es expresión cabal de lo que sucede en la historia, materia fabulosamente compleja. El progreso es evidente pero su imagen no es la recta sino, como pensaba Goethe, la espiral”.

“Los positivistas desconocieron la autonomía de las ciencias del espíritu, que deben situarse con derecho igual al lado de las ciencias de la naturaleza”.

'Necesitamos de la ciencia empírica, y también de la teoría. No vamos contra los famosos ‘hechos’, imprescindibles para el conocimiento; vamos sólo contra su interpretación positivista que es ya un pasado”.

"Necesitamos de la teoría para interpretar los nuevos hechos de acuerdo a nuestra más nueva modernidad”.

Y luego de propugnar la investigación científica en la Universidad, Dávalos concluye: “Al hacer como Báez hay que hacer otra cosa. Hay que liberar la ciencia de su encapsulamiento en la ideología y ejercerla sólo como tal, en toda su pureza. Aún como país subdesarrollado, en la ciencia debe estar nuestro destino.”

"Destino, es decir, lo inexorable”.

La ejemplaridad de las palabras de este pensador paraguayo nos incita a una meditación acerca de nuestra realidad presente. Más aún cuando las respuestas no pueden ser palabras divorciadas del hecho vivo.

Quedan en pie estas preguntas: ¿se hace ciencia en nuestro país? ¿Se hace investigación en la Universidad? ¿Necesitamos de la teoría y para qué?

Siempre que hemos asistido a reuniones en diferentes países de nuestro continente, auspiciadas en ocasiones por la OEA o por UNESCO en las que se debatieron aspectos de la cultura en Latinoamérica, al tema de la Universidad se le ha asignado fundamental importancia. En especial, a su labor formativa y cultural en la vida de un pueblo, más allá de la producción masiva de profesionales que en muchos casos actúan divorciados de su realidad en el marco de un elitismo corto de miras, y por consiguiente de poca o ninguna proyección social.

En tales ocasiones se ha recordado que junto a su labor docente no puede soslayar otras actividades inherentes a ella. Tal, el acrecentamiento de la vida intelectual creadora, a través de la investigación a la que se suma su función orientadora de la actividad cultural del país.

Esto, sin olvidar su carácter supranacional como consecuencia de la universalidad de las ciencias y la índole de las actividades culturales.

En nuestro país la labor de la Universidad ha tenido, en diversas épocas, aunque sin continuidad, una influencia en la apertura a las ideas y en la formación de profesionales, muchos de los cuales han alcanzado relevancia en su específico quehacer.

Ha tenido influencia en esa apertura a las ideas, pero le ha faltado dinamicidad y continuidad. Ha faltado en ella una vida intelectual creadora, cuyo signo más palpable constituye la “investigación”.

Ha faltado en ella el sostenido contacto con las ideas de su tiempo. Y sobre todo no se ha dado en ella ese encuentro de generaciones sobre la trama ardiente de los problemas y el consiguiente proceso dialéctico, que es signo de la vida intelectual. Por eso su docencia antes que creadora, ha sido las más de las veces repetitiva.

Estos problemas, —conviene señalarlo — no han escapado a la atención de sus auténticos maestros de todas las épocas.

Basta recordar un interesante trabajo publicado en 1910 por el Dr. Antolín Irala en que expresaba: “La enseñanza que en ella se da es meramente dogmática. Nuestra Facultad — se refería ala de Derecho—tiende a formar abogados y no hombres de ciencia. En ella se enseña la ciencia hecha y no a hacerla. Las universidades para revestir carácter científico, deben ser laboratorios para el trabajo personal y escuelas de libre investigación. En la nuestra, la enseñanza se reduce a la exposición dogmática de los principios científicos, mientras que debiera propenderse, ante todo, a formar personas aptas para el cultivo de las ciencias por la investigación personal”.

Por esas mismas fechas, el Dr. Cecilio Báez decía: “Más allá del agolpamiento de Facultades debe existir ‘el alma mater’ ; el espíritu de la Universidad con doctrina revisora muy por encima de la adquisición de un saber irregular”.

Creemos que las palabras de estos maestros no han perdido actualidad y merecen ser tenidas en cuenta por la sinceridad y la experiencia acreditadas en la docencia universitaria.

En nuestros días el Dr. César Romeo Acosta, destacado profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ha expresado también sus preocupaciones sobre la realidad universitaria nuestra. Postura que merece acogida respetuosa por la noble intención que conlleva, pese a algunos espíritus refractarios que ven en la crítica una actitud peyorativa y de menoscabo.

Sólo la crítica hace crecer a un pueblo. La crítica respetuosa y constructiva, desde luego, y no las andanadas irresponsables de iconoclastas.

Por lo demás, la Universidad no debe estar divorciada del pueblo ni indiferente a la proliferación de una supuesta “cultura de masas” que resulta, a más de irrelevante, perniciosa para la instauración de una jerarquía de valores.

Ante el dilema de “cultura de masas” o “cultura para las masas”, la elección es obvia. La cultura para las masas al más alto nivel. Llegar al pueblo con las mejores expresiones que tienen el país junto con lo más representativo de los valores universales.

En cuanto a la necesidad de la teoría, nos recordaba hace poco tiempo el joven y destacado intelectual paraguayo Juan Andrés Cardozo, en su interesante ensayo: “El pensamiento crítico”. “Es posible— decía Cardozo— que la racionalidad aún no constituya una preocupación adecuada en nuestro medio. Con facilidad se advierte que la manifestación conceptual y metodológica, fundante del conocimiento, no se muestra en su despliegue de ideas y como confrontación necesaria con la realidad”.

Casi podríamos decir que nuestra ‘visión del mundo’ está plena de opacidad por la ausencia de un pensamiento racional. . .

“No podemos acceder a una sociedad moderna si no teorizamos. Teorizar significa conceptualizar contemporáneamente la práctica social y la intencionalidad que la mueve. No es la justificación de lo que se hace sino su comprensión crítica, su mediación racional. La crítica definida como conciencia de la diferencia representó siempre para la sociedad el momento de su autoconocimiento."

“Por su operatividad, ella es capaz de reconocerse a sí misma como el lugar en que históricamente, los hombres asumen y hacen surgir la verdad y lo justo”.

“El pensamiento crítico, como práctica de teorización, impulsa al mundo actual a configurar nuevas formas de relación más auténticas y racionales entre los hombres. . .”

El voltaje expresivo de estas palabras de Cardozo se incrusta en nuestra realidad con polémico acento. Y es que el pensar no es una fuga de la realidad, sino pasión de verdad. La realidad misma es la que habla al hombre y le empuja a dar expresión a ella.

Acceder a la realidad no significa quedar prisionero de lo inmediato, sino ubicar en una perspectiva inteligible todo aquello que guarda opacidad y se resiste a la razón.

La tarea del pensamiento filosófico consiste precisamente en ofrecernos una aproximación más auténtica a la realidad. Faena en la que no deja de acecharle al hombre la ilusión y el error. Precisamente, Heidegger, en su carta sobre el Humanismo, nos advierte que bajo la influencia de la ciencia y de la tecnología moderna el hombre alienta con frecuencia la ilusión de que su mirada ahonda cada vez más en su pasado prehistórico y en los rincones más remotos del universo. Y sin embargo como pocas veces el hombre se ha sentido tan solo y desvalido como en nuestro tiempo y por lo mismo ajeno y remoto a cuanto le rodea.

La filosofía tiene conciencia    de su menesterosidad y torna su mirada sobre sí con apremiante necesidad de ser fiel a la vida.

Bien podríamos decir    que si existe un patrimoniocomún a todos en esta hora que nos toca vivir, ese patrimonio lo conforma un vasto repertorio yde problemas cuyas soluciones superan a las ideas y doctrinas que en siglos ha ido acumulando nuestra cultura de Occidente.

Sin embargo, tal hecho, antes que constituir una realidad dolorosa,es un desafío a la razón.

La inteligencia en todo tiempo ha sabido empezar por los problemas. Y nada resulta tan opuesto a esa tarea como la suplantación de los hechos a ser cuestionados. Precisamente las formas inauténticas del quehacer intelectual se caracterizan por el afán de dar respuestas falsas, cuando no, a encubrir, la existencia de los problemas.

Al escamotear sectores de h realidad, no hacemos sino anular la posibilidad de un planteamiento efectivo a los mismos.

A su vez, nada hay tan sutil como tomar posesión de los problemas.

Nuestro tiempo vive el prestigio del saber tecno-científico. Tal prestigio es el resultado de admirables conquistas en el campo de la ciencia y la tecnología que han venido a contribuir de un modo decisivo en el conocimiento y en hechos con su enorme caudal de aportes que coadyudan, junto con el saber, al bienestar y la felicidad del hombre.

Desde esta perspectiva el saber tecnológico no ofrece reparos. Por el contrario, no puede menos que mover a admiración.

Sin embargo, hay una terrible realidad ínsita en la “ratio” técnica: su voluntad de dominio sobre el universoy sus entes.

Cuando ese poder se torna omnímodo, el hombre resulta un ser evanescente. Simple medio a ser manipulado por otros, con mengua de su dignidad humana. Súmese a ello que cuando el ejercicio de la razón se pone en marcha para enfatizar la técnica y su voluntad de poder que ella involucra, el autodescubrimiento y la profundización en lo humano se tornan tareas poco menos que irrelevantes.

Con lo dicho, no se arguye un rechazo del saber tecnológico. Se trata sí de señalar la ausencia de una complementación entre el “logos” que vertebra la técnica y el “logos” en que cimenta el hombre su dignidad. Cuando no existe esa integración, el hombre de pensamiento se ve reducido a simple hermeneuta de los resultados de la ciencia, porque ha perdido su entrañable vínculo con la sabiduría originaria que le sustentaba a la que se suma su orfandad de una teoría del universo.

La civilización presupone hombres libres que puedan concebirla y realizarla. No se trata, sin embargo, de una libertad vacía y formal, sino de aquella vivenciada en el quehacer de los días y que permite al hombre disponer de su vida dándole un sentido impuesto por él mismo, en armonía con sus preferencias axiológicas y las necesidades e ideales de su comunidad.

Sí, necesitamos de la teoría para acceder a la realidad y ubicar en una perspectiva inteligible todo aquello que se resiste a la razón. Y necesitamos hacer ciencia y no remitirnos a sus resultados en la creencia de lo indubitable de los mismos.

Se ha de hacer ciencia ejercitando al mismo tiempo una racionalidad crítica y libre que permita el desarrollo en consonancia con las necesidades e intereses de los hombres todos. La vida humana postula la razón. No ya aquella analítica y metafísica sino la que propugnaba Dávalos, la histórica y dialéctica capaz de explicamos el universo de la historia.

En medio de la crisis de nuestro tiempo que hace que a cada instante nos aseche la deshumanización, la cosificación, el pensamiento filosófico se alza como un guardián de la razón. Y en especial la dialéctica ostenta su poder de objetivar la razón como autoconciencia que desde su interioridad señala el progreso de la historia.

En un mundo preñado de mutaciones, el pensamiento tiene la tarea de interpretar los hechos y hacer que germinaran ideas nuevas.

Vuelvo a leer estas últimas líneas de mi escrito y puedo fácilmente reconocer en ellas mis lecturas y mis pretensiones de asimilar en alguna medida el pensamiento de algunos filósofos. Al hablar de la historia y de la razón ¿como hubiera podido desentenderme de Hegel? Sin embargo, no se da porque sí un retomo al pasado. Jacques D’Hont nos recuerda que Hegel presentía, si no las modalidades por lo menos la fatalidad de ese envejecimiento que afecta a todos los seres, a todas las cosas y a todas las concepciones filosóficas. Pero lo superado sobrevive, a su modo, magnificado en lo que lo superó”.

D’Hont nos recuerda la necesidad de reelaborar constantemente cada filosofía de la historia ya que en su contemporaneidad se da su historicidad. “Consideremos a Hegel a la luz de nuestro siglo” exclama D’Hont. Y a continuación añade estas palabras: "Se tratará de valorar un pensamiento que interesa a nuestra época y que nos afecta íntimamente; se tratará de defender un patrimonio y de mostrar que una herencia cultural no es un osario, sino un manantial inagotable... Hegel quiso persuadirnos generosamente de que el presente se nutre de todo lo que fue grande en el pasado”.

Se ha dicho y repetido que la filosofía es pensar itinerante en cuyo decurso se nos revela la no verdad del saber aparente; cuestión fundamental si la hay, para todo hombre que de verdad lo sea. Sus caminos aguardan nuestros pasos invitándonos a esa aventura del espíritu. Al caminar por ellos, no podremos menos que escuchar aquellas voces seculares desde las cuales la razón nos habla. Forzoso será entonces que aprendamos que no hay progreso posible al margen de la ciencia y la cultura. Y que la cultura para que sea tal, ha de ser creativa, crítica y actualizada.

La vida no ha de ser arbitraria y confusa sino armónica con los ideales de bien, de verdad y de justicia.

Y bien, amigo lector, tú que has tenido la amabilidad de leer hasta aquí, esto que he venido escribiendo, recordarás también que al comenzar este escrito hablábamos de la esperanza. Y me dirás: la esperanza, ¿para qué?

Te diré, —mejor—, te recordaré que el proceso de la historia no tiene el mismo ritmo de nuestra vida personal. Nuestra vida, por mucho que acumule años, resulta breve si se la compara con ella. La esperanza que sustenta el labrador cuando arroja la semilla al surco,esperando el germinar con su verdor que le anuncia la vida en cada primavera, no se da precisamente en el plano del espíritu. El germinar de la siembra lleva aquí mucho más tiempo. Muchas veces ni alcanzamos a verlo. Pero, ¿por qué hemos de dudar de la efectividad de nuestra siembra?

Vivimos afectados por todo cuanto ocurre en ese sobrehaz en que se da nuestro tiempo vital y la impaciencia nos gana fácilmente. Y con ella el escepticismo y el conformismo.

Cuántos hombres soñaron en su juventud con una grande empresa de ideales y al no ver realizados sus esfuerzos en el corto plazo de su impaciencia se marcharon abandonando la sementera. A igual que aquellos discípulos de Cristo quienes, mientras iban por el camino que conduce a Emaús permitieron que la tristeza y la desesperanza los dominaran, porque sus ojos se opacaron al milagro de la vida.

El sembradío en la tierra del espíritu reclama una dilatada esperanza y por lo mismo, un porfiado tesón. Solemos escuchar aquello de: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Pero ocurre que las más de las veces nuestro mazo anda parado sin voluntad ni brazo que lo sustente. Y es que, esperar con esperanza activa no es aguardar en la quietud y el sueño. Es salir al encuentro de aquello que anhelamos con voluntad firme, con ánimo templado. Es esperar activamente no la hora tuya, lector amigo, o la hora mía, sino la hora aquella de Dios que hace fructificar la luz de la verdad y el ansia de justicia de que hemos de dar testimonio.



II PARTE

HOMBRES E IDEAS

 

ENSAYO II

Lo hemos dicho y hoy lo repetimos, el intelectual puede equivocarse pero no debe incurrir en la mentira. Y si bien la erudición es un presupuesto básico a su tarea, también ha de sentir apasionadamente la necesidad de impugnar las ideas que se dan por seguras cuando éstas no se han justicado. El derecho a disentir con rigor conceptual y a elaborar ideas nuevas es una de sus conquistas más legítimas. Y esto lo decimos, porque el coloquio amable proclama, sin duda, una vocación comunitaria, aunque resultaría ingenuo pensar que la polémica, la disensión de las ideas, sólo es posible en terrenos con grandes zanjas de desacuerdos. Suele ocurrir que ella se da sobre una base de supuestos comunes a los cuales se acude al punto. Y esto de tal modo, que no es equivocado decir que en el sustrato de estas disensiones late una concordia. Cuando no es posible ya el desacuerdo, tampoco es posible la actitud dialógica por lo que el camino queda expedito al silencio o a la violencia.

Volvamos una y otra vez a la esperanza. Busquemos en ella el cimiento de esta tarea humilde y altiva a un Tiempo, como lo es la búsqueda de la verdad, ya que sólo ella dignifica y justifica nuestro humano transcurrir sobre el planeta.

“Pero, en fin, se vive” decía don Francisco de Quevedo,a modo de desahogo de hondos desengaños y tristezas en aquella España de Felipe IV en donde la envidia no era menor que el hambre.

Esta expresión de Quevedo no la dictaba otro sentimiento que la desesperanza. La desesperanza que lo llevaba a perpetuo concepto, a despedazar vocablos y voltear razones con aquella maestría de doblegar a su voluntad la frase o el verso castellano.

“Pero, en fin, se vive”, repetía Quevedo para consolarse de sus miserias al tiempo que de ellas se mofaba.

“Admiramos en Quevedo -dice Azorín— la perpetua efervescencia de las ideas”.

Y si es verdad que el mundo de las ideas actúa soterráneamente en el subsuelo de la historia, en el “racionalismo” de Descartes estaría ya el germen de la Revolución Francesa, como también en los “Ensayos” de Montaigne apuntaría el “liberalismo” posterior.

Decididamente, comprender nuestro presente sólo es posible en la medida en que comprendemos nuestro pasado, para lo cual hay que rastrear las huellas de quienes columbraron el porvenir, es decir, nuestra realidad de hoy.

“En fin, se vive”, repetirá una y otra vez don Francisco de Quevedo, como anunciando uno de los signos de nuestro tiempo: la desesperanza.

Cuando la desesperanza cunde, lo que de algún modo se resiente es el sentimiento de la libertad. La libertad que toca a la esencia misma del hombre y que le impulsa a realizar su vida bajo el signo de alguna vocación.

La quejumbre de Quevedo, como aquella otra de Job, como la que brota en todo tiempo del corazón angustiado del hombre nos habla de una acuciante búsqueda de algún logro no alcanzado. Y nos habla también de una no resignada rebeldía ante lo establecido de antemano.

La conciencia de nuestra libertad como también la de nuestra historicidad en lo que tiene de innovación, aporte inédito, acrecentamiento de valores, no se resigna a un fijismo sin ventanas al porvenir. Nada hay más terrible para el hombre que experimentar el transcurrir de un tiempo vacío, al margen de toda impronta humana.

En una época en que se enseñorean totalitarismos al pensamiento crítico se busca suprimir de modo a dar pábulo a creencias, según las cuales, todo en la vida está determinado. En muchos casos se arguye un “providencialismo” que puede inducir al hombre a vivir de un motín irresponsable.

Ante la irracionalidad de hoy y de todos los tiempos hemos de esforzamos por mantener nuestros ideales, y un pensamiento crítico capaz de no sucumbir a las demagogias de momento.

Tal vez, lo más característico de toda inteligencia lúcida sea la de hallar en los años de la juventud las ideas a las que habrá que dedicar la existencia. A cierta altura de la vida, el hombre no puede menos que entrar en últimas cuentas consigo mismo. Desde ella podrá sopesar si su vida tiene los caracteres de una empresa en que la libertad le impulsó a realizar sus ideales y vocaciones.

Puede ocurrir también, que caiga en la cuenta de que toda su vida fue configurada desde fuera, a través de rígidas estructuras que, al anular su libertad, diluyeron su personalidad, al punto de cosificarlo.

Los totalitarismos son proclives a esta anulación de la personalidad. Y para ello, lo primero que destruyen es el valor del pensamiento crítico, y consiguientemente el ejercicio de la opinión responsable.

Rastrear el pasado es el mejor modo de comprender el presente. Al recordar hoy a don Francisco de Quevedo, no hacemos otra cosa que admirar en él esa inextinguible efervescencia de ideas que fue su vida y que lo llevó a una honda comprensión de los hombres y de los hechos. El, que supo decir admirablemente:

Fue sueño ayer, mañana será tierra;
poco antes nada, y poco después humo;
y destino ambiciones y presumo,
apenas punto al cerco que me cierra.

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!

¡Oh cómo te deslizas, edad mía!

¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría!

¡pues con callados pies todo lo igualas!

El tiempo que va agostando nuestra vida, nos enfrenta al final con nosotros mismos. Y todo hombre que ha vivido vida auténtica, trueca la desesperanza en plenitud de vida.


 

ENSAYO IV

He vuelto a leer en estos días a nuestro gran poeta Alejandro Guanes. Poeta que cantó a la patria, a su hogar, a sus seres queridos.

Resonaron en mi espíritu aquellos versos de sus “Leyendas”: “En el báratro de sombras alocado el viento brega”.

“Caserón de añejos tiempos, el de sólidos sillares, con enormes hamaqueros en paredes y pilares, el de arcaicas alacenas esculpidas, qué de amores, qué de amores vio este hogar!”.

“El que sabe de dolores y venturas de otros días, estructura singular; Viejo techo ennegrecido, qué de amores y alegrías y tristezas vio pasar!”.

Me puse a leer los versos del poeta y a leer también algo acerca de su vida. Pude enterarme de sus lecturas preferidas. En su juventud había leído a poetas románticos: Espronceda, Zorrilla, Lamartine—Musset. Luego su creencia en un saber supraracional, más allá del aprehendido por el discurso lógico, se hizo carne en su espíritu.

Guanes se hizo teósofo. Y su teosofía le llevaba a preferir determinados autores y libros casi de un modo absorbente.

Este dato no deja de ser importante si se tiene en cuenta la influencia del libro en el espíritu del hombre y más aún en el caso de un poeta en quien la sensibilidad y b imaginación asumen importancia preponderante.

Al hacer este reparo, no es mi intención censurar al poeta su afición a la lectura, sino la tendencia a determinadas y exclusivas lecturas.

Algo parecido se había dado por esas épocas —y aún antes— en España, tierra de místicos, poetas y héroes.

Precisamente después de leer a Guanes leí una carta vehemente de Ortega y Gasset escrita en su juventud y dirigida a Unamuno. En ella le decía entre otras cosas: “Acaso me diga usted que no hace falta saber para pensar; pero le he de confesar que ese misticismo español- clásico que en su ideario aparece de cuando en cuando no me convence...”

Nunca olvidaré las amargas y humanas frases de Turguenev: “No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin estudio; ¡por Dios! No, aunque se tenga la frente como una hectárea, hay que estudiar comenzando por el alfabeto; si no, hay que callarse y estarse quieto”. Y añadía Ortega: “Una de las cosas honradas que hay que hacer en España donde falta todo cimiento, es desterrar del alma colectiva la esperanza del genio como una manifestación del espíritu de la lotería...”

Protestó Unamuno de que su amigo le atribuyera haber propugnado la creencia de que no hace falta saber para pensar y de que haya condenado el estudio, “yo que hago de él -repetía Unamuno- la principal ocupación de mi vida y que he sido un devoralibros sobre todo desde mis dieciséis a mis veintiséis años. El libro es en España más imprescindible que en otras partes. Donde hay más cultura en el ambiente social que la que hay aquí, recíbela uno sin saber cómo: de las conversaciones, de la lectura de diarios, de conferencias, del espectáculo mismo de la vida. Y puestos a leer, a leer mucho. Cuando menos se lee,más daño hace lo poco que se lea por cuanto tornan rígidos la mente y el espíritu”.

La afición de Guanes por determinado tipo de lecturas me ha llevado a estos reparos. Por otra parte,cuando escucho a ciertos sujetos que gustan llamarse “hombres prácticos” y que en tono despectivo endilgan el mote de “espíritus librescos” a quienes buscan asimilar conocimientos y saberes en libros que por su jerarquía están a total distancia de revistillas estragadas por la ramplonería y la vulgaridad, no se qué pensar de ellos.

Sin ir más, nuestra historia patria nos recuerda que los hombres que han sobresalido por su saber e ilustración siempre se han ganado el respeto de sus conciudadanos en premio a tales prendas, unida a ellas la probidad de una conducta como corolario de cultura.

Cuando por el contrario se ha querido minimizar el estudio, el continuo trato con las ideas, el resultado ha sido el entronizamiento del más torpe individualismo en que sólo afloran apetencias e intereses subjetivos.

El individualismo tiene como exponente al “picaro” o antihéroe” en cuyo espíritu naufraga la nobleza de la inteligencia para dar paso a la astucia.

Y la astucia hace caso omiso de los medios porque sólo le interesan los fines.

¡Y vaya fines! Una visión del mundo reducida a un ámbito a ser colonizado en vista al propio y exclusivo beneficio.

Nuestro obligado autodidactismo ante la ausencia de maestros debe llevarnos a apreciar el libro y a hacerlo compañero inseparable. Ello no significa un dar de espaldas a la realidad del entorno en que se desenvuelve nuestra existencia. El saber no es por su propia esencia una realidad última que descansa en sí. El saber tiene más bien una función mediadora orientada al querer y a la acción, que hace que el hombre pueda configurar el mundo con su propia actuación, señalándose objetivos y valores. Mediante el saber el hombre vence el determinismo de la naturaleza y llega a ser “él mismo”.

“El viejo saber olvidado” de que hablaba Guanes es un saber de reminiscencias que nos recuerda a Platón, pero que mal interpretado puede llevamos a un quietismo, a un mirarse el ombligo, confinando la conciencia a una inmanencia estéril.

Claro que mucho peor es el desprecio de los libros de quienes se llaman “hombres prácticos” y donde el individualismo y la barbarie se dan la mano por mucho que pretendan arroparse en regio manto.


 

ENSAYO VI

A

Raúl Amaral:

He estado en la casa en donde vivió don Juan E. O’Leary. He visitado su estudio. Allí están sus libros, cuadros, fotografías, obras de arte que pertenecieron al gran hombre. He posado la mirada sobre aquella humilde mesa de trabajo sobre la cual urdió su obra de poeta, historiador y publicista. Viejos libros en sus bibliotecas circundan las paredes. Nada turba el sosiego de este ambiente. Todo parece estar igual como cuando lo dejó en aquel día de su muerte hace más de diez años.

Paso luego al jardín de su casa, confidente de tantas horas de tertulia en esa comunión de la amistad. A la tarde, en ese patio florido en que crecen helechos y culantrillos con su alero colonial, solía reunirse con sus amigos. Aquellos sus amigos a quienes siempre recordó en sus escritos, Arsenio López Decoud, Enrique Solano López, Ricardo Brugada, Ricardo Odriosola y Manuel Domínguez...

La austeridad de este silencio nos recuerdan la simplicidad, la fortaleza, el sufrimiento bajo serenas apariencias, que fue signo espiritual de aquellos nuestros ilustres viejos que labraron la grandeza patria.

Tomo a regresar a su sala de estudio. Los libros se apilan en los estantes de la biblioteca y la pared está cubierta de retratos de héroes, de ilustres hombres que conoció en su vida, fotografías de sus seres queridos. Vuelvo a mirar aquel escritorio en el cual el tiempo ha impreso su huella devastadora. El polvo y la humedad se apretujan en él. Aquella mesa de trabajo que fue confidente de sus luchas, del germinar de sus obras que habrían de darle perdurable fama y que fue también testigo de sus desgarros espirituales cuando la muerte visitó un día su casa arrebatándola a su hija Rosa.

Pensaba en esto y no pude menos que evocar aquella elegía del poeta en que llora a la pequeña hija muerta.

La poesía fue en una primera época de la vida de O’Leary un epinicio destinado a levantar a su pueblo de la honda y demoledora crisis en que se hallaba después del desastre de la Guerra Grande.

En esos versos primeros O’Leary resucita el pasado de un pueblo con todo el prestigio de su grandeza. Canta luego al indio arrasado por “La airada mano de la Conquista”. “El Alma de la Raza” fue uno de sus primeros grandes triunfos en los años de su mocedad. Pero donde alcanza su voz más plena, su madurez total es en su poema “Salvaje”. De este poema pudo decir Salvador Rueda: “Deberían esculpirse las estrofas de ‘Salvaje’ con un cortante tosco, en el tronco enorme dé un árbol de caoba o de otro virgen árbol resinoso de esos que lloran lágrimas de olor. Yo no creía que en América existiese el poeta bravio, sagradamente natural y pleno, que fuese capaz de cantar en toda su integridad, al hombre primitivo, al Adán americano con toda su hirsuta fortaleza”.

Su obra de historiador, de maestro de juventudes puso luego un largo silencio a estos cantos del poeta. Un día, la muerte visita su casa y arranca de su tallo cual temprana flor en su primera mañana a su hija Rosa. Y aquel cordaje de su espíritu que parecía ya callado para siempre se hace escuchar en una estremecida elegía, una de las más intensas surgidas en tierra paraguaya.

El poeta había tenido el presentimiento de su desgracia mientras leía un día a Edmundo de Amicis. “Antes de ser padre -recuerda O’Leary— tuve ya la visión de mi presente dolor. Fue leyendo aquella tierna página que Edmundo de Amicis dedicó a la trágica muerte de su hijo.

Quedé aturdido como si una secreta y misteriosa sim- palia me asociase al ajeno infortunio. Y durante mucho tiempo resonaron en mi oído las palabras del poeta desesperado, despertando en mi espíritu inexplicable pavor, algo como un presentimiento de que alguna vez caería también derribado por el mismo golpe. Hoy después de la catástrofe, herido en mitad de la vida por el rayo de la muerte que nos sorprendió abrazados, tengo por fin ni mis manos la clave de mis siniestros presentimientos. Ya sé que habló a mi alma el infeliz poeta al expresar su pesadumbre...”.

Al contemplar la mesa de trabajo del poeta he recordado los primeros versos de la elegía:

 

Sobre mi pobre mesa de trabajo

y a la luz de la lámpara

que ilumina mis noches de vigilia,

entre las cuatro tablas

en tu ataúd, tendida para siempre,

te vi dormir callada

el sueño de la muerte, sempiterno,

el sueño que no acaba!


Rosa entreabierta, de perfume llena

en la primera mañana

de una tranquila juventud dichosa,

por la mano tronchada

de tu destino cruel, rodaste mustia

y empapada en mis lágrimas,

hasta el oscuro fondo de la tumba

que tus despojos guarda!


La casa del poeta con su patio florido y su alero colonial en cuya atmósfera de espiritualidad plena germinaron sus obras que habrían de darle perenne fama, suscita en nosotros toda una época de austeridad, de simplicidad en que el hombre cifraba su grandeza no en fachadas ostentosas, sino en el culto a las ideas, en la vida del espíritu.


 

ENSAYO IX

En el primer Canto de la literatura castellana hay una escena profundamente conmovedora. La misma corresponde al momento en que el Cid, antes de salir de Castilla camino del destierro va al monasterio de San Pedro de Cardeña para dejar allí a su mujer y a sus hijas.

El Cid se despide de sus seres queridos y en la ocasión no faltan, junto al llanto derramado ante la separación, palabras de esperanza y de consuelo, como también la fe, la convicción en la justicia de Dios.

Impresión parecida a esta escena suele suscitar en mí la lectura de la carta que el Mariscal Francisco Solano López escribiera a su hijo Emiliano, quien había ido a Europa a proseguir sus estudios y se hallaba entonces en los Estados Unidos.

La carta la escribe el Mariscal en las postrimerías de la guerra contra la Triple Alianza. Era el mes de junio de 1869. Iba tocando a su fin aquella épica agonía de muestro ejército en un cerco total en el que venía debatiéndose desde hacía casi un lustro.

Junto a los sabios consejos prodigados al hijo, hay en la carta, algo como una premonición de despedida. Apenas avanzamos en su lectura, nos encontramos con este ¡párrafo: “La guerra sin embargo, no puede durar mucho, y si la Patria se salva, todo estará salvado; pero si por desgracia cae, yo caeré con ella, y en ese caso, tú serás, como lo he dicho antes, la esperanza de tus tiernos hermanitos, y te recomiendo que entonces trabajes, aunque sea labrando la tierra, para que no les falte el pan que así nuestro Dios les ayudará a todos y serán benditos por El como por mí”.

Pocas veces como en esta carta se transparenta el hombre, el padre que abre su corazón al hijo a quien acaso ya no lo habrá de ver nunca más.

La carta, extensa en su dimensión, guarda en todo momento una admirable prolijidad hasta en mínimos detalles de urbanidad y cortesía. Ni qué decir en lo referente a la importancia del estudio, la buena conducta en la vida, el buen empleo del tiempo, la contracción al trabajo.

A propósito de sus estudios en el extranjero le recuerda: “No se trata de un paseo de holganza y entretenimiento, sino de la práctica de la vida y el estudio más asiduo y constante, que te ha de formar en el mundo. Muchos años has pasado ya en Europa sin que yo haya notado un provecho real en tus estudios. Por el contrario he tenido que deplorar más de una vez tu poco adelanto, debido a circunstancias de que no he sabido darme buena cuenta por la prolongada incomunicación en que esta malhadada guerra nos ha puesto en el tiempo en que más precisabas tú de mis consejos y yo de tus noticias”.

Solano López, hombre de vasta cultura y lúcida inteligencia, consciente de la importancia del saber, insiste a su hijo en la contracción al estudio. Y es que sólo el saber eleva al hombre a la conciencia de su propia realidad y por lo mismo le permite adoptar una posición fundamentada ante los problemas de su tiempo y de su comunidad.

El ser del hombre no se reduce a un mero acaecer. Antes, por el contrario, la conciencia de la propia fugacidad en el tiempo, hace del hombre un ser afanoso de eternidad. A mayor conciencia mayor ansia de infinito, mayor aspiración hacia lo absoluto. Y si la muerte es la definitiva y suprema realidad del hombre, sólo quien haya realizado su vocación, su pequeña o grande historia, podrá tener conciencia de su propia trascendencia proyectándose más allá de su transcurrir terreno. De ahí también que hay vidas que sólo ocupan tiempo, vidas que “duran” ni el sentido prosaico del término y otras, que personifican un tiempo imprimiendo en él, la huella del propio espíritu.

Qué bien expresada resulta esta idea cuando le dice al hijo en la carta que comentamos: ...el número de años un sirve sino en sentido negativo cuando no se ha sabido aprovecharlo ventajosamente o por lo menos útilmente”.

En lo referente a su relación y trato con personas y jóvenes le recuerda el buen cuidado de escoger amigos ya que la mala compañía a la postre no tiene otro resultado que la dilapidación de los valores humanos con mengua de la propia dignidad. “... cuídate de hacer el conocimiento o la relación de hombres o jóvenes ociosos, que no te traerían sino el desprecio inmediato de las gentes sensatas y desgracias en el futuro; yo te recomiendo evitar tales escollos con la más cuidadosa precaución, como que nada será tan penoso para mi corazón de padre como tu prematura pérdida”.

Hoy como nunca esta hermosa carta del Mariscal a su hijo Emiliano debe movemos a reflexión. No pudo menos que cuestionarse Solano López el “tipo” de hombre y de sociedad a que aspiraba. Si le dolía la ignorancia que hace del hombre víctima de vicios y de taras por cuanto reduce la conciencia a un nivel que confina con la del animal, tampoco pudo haber concebido una sociedad consumista donde la pura productividad convierte al hombre en máquina, en pura cosa.

En esta época que nos toca vivir no puede escapar a la atención de un padre consciente que las sociedades que viven colmadas de cosas superfluas y en la que todo se reduce a amontonar con insano afán si algo se pierde en ella, es precisamente el hombre, valor supremo. Y Dios quiera que en esa asistencia diligente a nuestros hijos no descuidemos su autovaloración en premio al esfuerzo, al estudio, al trabajo que no excluyen por cierto las sanas distracciones. Porque triste cosa es ver a un joven sumido en una vacía interioridad, en un laberinto de sensaciones y de angustias, incapaz de hallar su propia dimensión humana.


 

ENSAYO XI

Julián Marías, en ocasión de una entrevista que le hicieran y en la que le preguntaron, entre otras cosas, acerca del papel del intelectual en la época que nos toca vivir, respondió con otra pregunta: “¿Cuánto piensan los intelectuales”? Y recordó que el pensamiento se da en cuantía, en intensidad y en formas varias. Subrayó además un hecho tan común en nuestro tiempo: la información y la erudición, a las que calificó de grandes simuladoras que figen vida intelectual donde sólo hay manejo de inertes objetos intelectuales. Barajar problemas y teorías es un cómodo expediente para quedar a cien leguas de ellos. “Lo grave es que -concluía Marías- a la larga se pierde el hábito del pensamiento y no se es capaz de pensar, ni de repensar, sino a lo sumo de transpensar. No se sospecha hasta qué extremo está embotada la capacidad de apreciar lo que es auténtico y lo que es “mero hacer que se hace”.

Recordábamos estas palabras de Julián Marías y hablábamos de cómo la vida del pensamiento, rica y polémica, aparece desenciada en palabras en que no se arriesgan ideas. El despliegue de una intensa actividad social, tal como ocurre entre nosotros, parecería conllevar una vida ricamente humana y sin embargo, allí sólo se dan frases de cumplidos, comentarios impersonales, todo ello a cien leguas del diálogo vivo. De este modo coexistimos en un mismo ámbito físico, pero sin convivencia real y efectiva ya que ésta supone comunicación y comunidad de una conciencia de “estar en lo mismo”.

Y todo esto nos llevó como de la mano a evocar no sin cierta nostalgia, el espíritu y la obra de aquellos nuestros grandes viejos. Aquellos hombres del “novecientos” que impusieron el cuño de su personalidad y magisterio alineados en la cultura, en el espíritu de tolerancia, en actitutud de diálogo en la que aun los encontramos después de tantos años.

A esta actitud de espíritu, unieron, y en medida ejemplar, una estupenda laboriosidad que se tradujo en último mino en fecundidad admirable.

Se diría que esta continua evocación de nuestro pasado podría llevamos a incurrir en el calco, en la ilegitimidad, al punto de transitar por el mismo camino que recorrieron nuestros mayores, para encontramos al fin de donde acaso debimos empezar.

No, no se trata de instalarnos sin más en el horizonte mental y espiritual asumido por nuestros antepasados. Se trata de recoger aquella herencia y al mismo tiempo ser fieles al imperativo de nuestro “aquí y nuestro ahora”. El mérito de ellos, entre otros, fue precisamente haber introducido innovaciones en su tradición, haber hecho vida histórica, en suma. Nos toca a nosotros hacer otro tanto, orientando la mirada hacia la realidad, la genuina realidad de un mundo interpretado.

Un día, aquellos hombres del “novecientos” inauguraban una institución de cultura: el “INSTITUTO PARAGUAYO”. A poco editaban una “Revista”. Su primer número apareció en octubre de 1896. Leamos algunos de los propósitos y finalidades de la misma. “La fundación de la REVISTA DEL INSTITUTO PARAGUAYO”, de carácter esencialmente científico, literario e histórico, es un verdadero acontecimiento no solamente para la sociedad de cuyo seno surge a la vida, sino también para nuestra querida patria, única quizás en el mundo civilizado desposeída de una publicación de este género. Y sin embargo, ningún país merece y necesita más que el Paraguay, que sus hijos y los extranjeros que cariñosamente acoge al amparo de sus libérrimas leyes, se ocupen en el sentido que iniciamos: la iliada y la odisea de su interesantísima historia, sublime epopeya en que no se sabe si admirar más la nobleza y el valor insuperable de este pueblo mártir o la tenacidad de su infortunio; “La Revista del Instituto Paraguayo” viene a la luz con el noble propósito de acoger todas las producciones de carácter científico, literario e histórico con las que los hombres de buena voluntad quieran honrar sus columnas. Es órgano de la juventud paraguaya, que se lanza al palenque de la prensa nacional, ávida de beber en las puras fuentes de la ciencia y del arte, pero tal cosa no implica que desdeñe o niegue sus fojas a los viejos, que quieran enseñamos los frutos de la ciencia o experiencias que hayan adquirido en el curso de sus vidas. Bienvenidos sean siempre que se ocupen de disipar errores o enseñar lo que hayan atesorado, y lo hagan con la elevación y cultura con que debemos tratarnos en la sociedad y un escrupuloso respeto por la verdad histórica”.

En este último párrafo, puede decirse sin temor a equívocos, que está todo el ideario del “novecientos”. Afán de conocimiento, de saber, amor a la cultura, valoración y respeto a la dignidad del hombre, tolerancia para el diálogo y respeto por la verdad histórica.

Han venido después otras generaciones con logros estéticos más depurados, con afanes de una puesta al día en las ideas. Han faltado el ímpetu, la laboriosidad sin claudicaciones, el diálogo sincero y respetuoso, la humildad de quien sabe que el conocimiento exhaustivo es imposible en lo humano, tal como lo vieron y comprendieron aquellos nuestros grandes “viejos”.



II

PARTE GRANDEZA Y MISERIA DE LA PALABRA

 

ENSAYO XIX

En nuestro tiempo de prisa y de ideas masificadas, la oratoria no pasa de ser un espectáculo sin interés y “sin cola en la taquilla”, como dicen los españoles.

Acaso la radio, la televisión, la pusieron fuera de moda por mucho que en otras épocas ocupara un sitio de privilegio. Baste recordar que los romanos la tenían como lema en el frontispicio de sus escuelas y academias. Y si es verdad, que la oratoria se ocupa además de adecentar lo más inmediato que poseemos los hombres para comunicarnos, como es la palabra, no vemos la razón del por qué de su desvalorización.

A propósito de la retórica, decía alguna vez José María Pemán que: “España nunca influyó tanto en el mundo como cuando fue más tremendamente retórica. El énfasis de nuestras crónicas o de nuestro teatro —decía Pemán-, importó para nuestra difusión tanto como el temple de nuestros héroes”.

He aquí, subrayado, el valor de la palabra, por lo que se hace difícil explicarse la razón de su menosprecio.

Tal vez, la retórica no haya sido precisamente abandonada sino más bien remozada con otros estilos de expresión más directa. De ser así, concluiríamos afirmando que cada época tiene su propia retórica.

El caso es que la retórica tal como la conocemos, supone al orador, al hombre que al mismo tiempo que discurre va creando su propio lenguaje. Porque si importante es la idea, tanta o igual importancia tiene el estilo de exponerla en ese breve tiempo que dispone el orador.

El poeta —y el filósofo— sería el orador por antonomasia desde el momento que su lenguaje es apropiación original y expresión de una realidad antes que un mero hablar y repetir lo que es lugar común en una tradición.

Las cosas yacen postradas en la oscuridad, pero viene el poeta, viene el filósofo y las nombra y las desvela enriqueciendo el mundo de los hombres.

Ocurre que, un poeta, un verdadero poeta, o un filósofo constituyen casos nada comunes en la vida de un pueblo, y si la oratoria debiera vivir supeditada a tal categoría de hombres, su desaparición se toma poco menos que inevitable.

Por nuestra parte, creemos que la oratoria no es tanto el don de unos pocos en quienes esplende la elocuencia, sino también, de quienes teniendo cierta aptitud para expresarse, unen a ella, cultura y sensibilidad.

La ausencia de una adecuada formación intelectual depurada en la cultura ha tornado poco menos que estéril la oratoria. Porque nada hay tan penoso como escuchar una retórica sustentada en un pensamiento que se mueve en círculo, en que unas pocas y adocenadas ideas se repiten en pura hojarasca.

Entre nosotros, es fama —así lo recuerdan quienes los escucharon— la oratoria del padre Maíz, de Domínguez, O’Leary, Audibert... Y uno se pregunta: ¿en qué residía la virtud de esa oratoria al punto de constituirse en vibración ciudadana, expresión de arte, cátedra de pensamiento? No lo dudemos. Eran hombres de vasta cultura cuyos pensamientos se desplegaban en parábolas, paradojas, y seductores ritmos al mismo tiempo que se integraban de ideas. Allí están los libros de Domínguez. En ellos se aprecia al escritor que sabe acuñar frases densas y nítidas. Se aprecia en esos libros al hombre de cultura y sensibilidad.

En nuestros días y en nuestro país no faltan quienes hablen con facundia y entusiasmo. Faltan precisión, riqueza de léxico y sobre todo ideas. No olvidemos que el uso metódico de las ideas supone una educación paralela del lenguaje.

Es probable que cada época tenga su retórica, pero resulta difícil creer que la verdadera elocuencia pueda sostenerse en el desnudo pensamiento y menos aún en el hueco palabrerío. Pensamiento y palabra se integran de un modo vital en ese breve tiempo que el orador dispone. Y vuelvo a citar a Pemán cuando hablaba de aquel siglo retórico y de esplendor de España. “El binomio de Newton —decía Pemán- no vale demostrarlo con elocuencia. Basta escribirlo en la pizarra. Lo que la oratoria demuestra, es lo que no se puede demostrar en la pizarra”.

¡Ah! y no olvidemos la calidad moral del orador con la cual ha de certificar la bondad de sus palabras.

Un auditorio en actitud de silenciosa ironía impone su clima ante el orador con tachas morales. Tal auditorio lo escucha, lo aplaude en gesto de urbanidad, pero nada más. Distingo éste que ha subsistido a través de generaciones en nuestro pueblo como síntoma de salud espiritual.


ENSAYO XXI

Recordando la incomprensión en que vive muchas veces el intelectual, Rafael Barret escribió una parodia en que hace decir a su ficticio interlocutor: “¿Sabe usted lo que es un intelectual?

El que reduce el universo a ideas. ¿Y quién confiará un centavo al infeliz que padece semejante enfermedad? Yo arrastro sobre mí ese estigma indeleble. Cuando empecé a hacer un uso inmoderado de mi inteligencia, no sospeché lo que me esperaba. Debí haber comprendido que el espíritu pertenece a los órganos vergonzosos del hombre, y que también existe el libertinaje de la razón”.

La costumbre de pensar a todas horas tiene algo de vicio bochornoso ante el común de las gentes, y me ha convertido en un ser inútil, a veces nocivo, odiado, despreciado...”.

De este modo, discurre el “intelectual” de Barret. Se queja ante la incomprensión y también denuncia lo precario de su situación económica. Así escribió Barret a principios del novecientos. Las cosas han ido cambiando. El escritor de hoy vive mejor que el de antaño, tal vez porque no es sólo escritor. Tiene que realizar otras tareas para sustentar su independencia económica y afirmar su importante rol social. Cervantes o Lope vivían de la protección de un mecenas.

El autor del Quijote se apellidaba “criado” del Conde de Lemos. El escritor era una figura decorativa al servicio de un potentado. El escritor de nuestros días ha hecho cesar esta dependencia. Tiene una gravitación nacida de la importancia de su magisterio y afirmada a los cuatro vientos de la vida de su comunidad.

Podríamos sin embargo hacer una pregunta. No es ella ociosa. ¿Persiste el intelectual en ese compromiso con su oficio?

Nuestra época, si bien valora la presencia del hombre de pensamiento tiene, sin embargo, el signo de la prisa y del vértigo en que se diluye el espíritu.

El ajetreo de nuestra vida va dejando un tiempo sin huecos para el ocio que nos permita el goce de la belleza y el ejercicio del pensamiento.

La prisa febril de la vida moderna nos deja al fin una imagen evanescente del hombre. Hasta el trabajo en la mayor parte de los casos ha dejado de ser una labor creadora para convertirse en un modo exclusivo de subsistencia. Decididamente el “Primumvivere” cercena nuestra dimensión humana aniveles increíbles. Así, antes que optar por las ideas, nos mediatizamos en las cosas.

En muchos casos se llega a confundir el auténtico ejercicio del pensamiento. Basta echar una mirada a esa labor en que muchos pretenden acreditar tal magisterio y que si bien se cimenta en una copiosa lectura con sus datos y sus fichas, deja sin embargo intactos los problemas. No acompaña a este esfuerzo meritísimo la inquietud por lo humano que se nos revela más allá del dato.

No puede negarse la importancia de la erudición como base y sustento de la labor intelectual. El rigor y la responsabilidad con que el intelectual asume su tarea se fundamentan en su saber. Pero la erudición que nada cuestiona, que vive al margen de los problemas no pasa muchas veces de una brillante exhibición, al igual que filigranas en vitrinas.

En memorable ocasión, a Julián Marías le preguntaron acerca del papel del intelectual en la época que nos toca vivir. Marías respondió con otra pregunta: “¿Cuánto piensan los intelectuales?”.

Y recordó que el pensamiento se da en cuantía, en intensidad y en formas varias.

Agregaba que la información y la erudición son grandes simuladoras, que fingen vida intelectual donde solo hay manejo de inertes objetos intelectuales.

Decía Marías: “Hablar de las cosas, suele ser un medio excelente de evitarlas. Lo grave es que a la larga se pierde el hábito del pensamiento y no se es capaz de pensar ni de repensar, sino a lo sumo de transpensar. No se sospecha hasta qué punto está embotada nuestra capacidad de apreciar lo que es auténtico y lo que es “mero hacer que se hace”.

Sí, el escritor, el intelectual no ha de renunciar a su independencia de criterio, ni a su libertad creadora.

Bien pudo decir Karl Jaspers: “El sentido del filosofar es la actualidad. No tenemos más que una realidad, aquí y ahora. Lo que por esquivez omitimos, nunca retoma, pero si nos dilapidamos, también perdemos el ser”.

Desde el periódico, la cátedra o el libro, en magisterio difuso y multitudinario, menesteroso de diálogo, el escritor alza su palabra en tomo de una actualidad asediadora a la que habrá de iluminarla.

Toda su tarea no tiene otro fin que la búsqueda de la verdad. Su fidelidad a ella y el afán de una respuesta a su mundo y a su tiempo en incesante esfuerzo por transformarlo conforme a ideales de bien, de verdad y de justicia dan perfil a su vida y magisterio.


ENSAYO XXIII

Se ha dicho que la epopeya espiritual de un pueblo es la lucha con sus propios medios expresivos. No habría lugar para esa lucha si el hombre sólo viera en tales medios un agente directo y espontáneo a sus fines inmediatos.

La palabra, por ejemplo, como medio prosaico de comunicación no iría más allá de su necesidad cotidiana en cada caso. No sería más que un imperativo biológico. Precisamente el afán de la palabra poética aparece como exigencia del espíritu. En ese forcejeo con el lenguaje el poeta, el filósofo se afirman y crean la cultura. Basta echar una mirada retrospectiva al idioma castellano, a aquellos primeros siglos del “sermo vulgaris” en que no pasa de un haz de jerga fronteriza y, sin embargo, con tan rudo medio expresivo se edifica el primer gran monumento de la lengua castellana: el poema del Cid.

Siglos de distancia separan la lengua que dio vida al Cid de aquella que habla Garcilaso. Entre su obra y nosotros ya no existe la valla del lenguaje arcaico. Unese a ella su naturalidad asombrosa a través de aquellos endecasílabos sonoros, palpitantes, llenos de expresión vital.

En la prosa, y en el siglo XVI Juan de Valdés da la norma suprema: “Escribo como hablo”. Quien así se expresa no es sin embargo un hombre cualquiera. Por el contrario es un hombre culto. Su lenguaje no podría menos que expresar su perfil intelectual, la calidad de su espíritu.

El caso es que no se escribe como se habla. Y esto, porque el escribir supone una distancia crítica, una mediación entre la escritura y la palabra que el coloquio no exige. Y nada tan cautivante sin embargo como leer lo que ha sido escrito con la espontánea semejanza de la conversación. Qué bien pudo decir Antonio Machado: “Si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado”. La lengua conversacional de Garcilaso, Santa Teresa, Cervantes nos ofrece junto con los primores del idioma una rica y perenne sustancia humana que nos habla de aquella incógnita nunca desvelada de la espontaneidad y la norma, de la intuición y la razón en que se patentiza la obra del genio.

Decía Saint-Beuve que la dicha que tienen ciertos poetas de alcanzar el acierto feliz de tal modo que arraigue en todas las memorias, merecía ser envidiada. Y recordaba a un joven poeta que ansiaba nada más que un pequeño poema, una página de arte por breve que sean sus dimensiones, pero sellada por la perfección y que jamás se olvide...

Si era Saint-Beuve quien hablaba por boca del joven poeta, forzoso es confesarlo que frustrada su aspiración en la página única, halló la perennidad a que aspiraba en una obra monumental y prodigiosa. Poseía el crítico francés penetrante lucidez de espíritu unida a una vastísima cultura literaria, todo ello sustentado por un afán de sobrevivir.

Sí, la epopeya espiritual de los pueblos es obra de esa lucha con sus propios medios expresivos, pero no es menos cierto que en la raíz de esa lucha se halla un supremo anhelo de sobrevivencia, de eternidad. Y es que todo arte que de verdad lo sea vive referido al hombre, valor supremo. El hombre, en su finitud y limitación posee conciencia de sus límites, y su pensamiento y acción constituyen permanente y renovado esfuerzo por superarlos. Esa conciencia de los límites que nos habla de la propia imperfección da lugar a esa tarea incesante y sin término que se conoce como cultura y como historia.

Es verdad que de antemano nos hallamos en una realidad en medio de las cosas y los demás hombres. Pero nuestro mundo no queda determinado de un modo pasivo. Por el contrario, nos lo ganamos y realizamos en activa conquista. Conciencia de la propia fugacidad y, al mismo tiempo, sed de infinitud constituyen la paradoja de nuestra humana condición.

No quisiera poner punto final a estas líneas sin antes recordar un episodio por demás significativo en la vida de un gran hombre como lo fue Unamuno. Tal hecho tiene absoluta relación con el tema aquí expuesto, sobre todo en lo que atañe a la epopeya espiritual de un pueblo.

Asistía Don Miguel a una de esas tantas conferencias decimonónicas infestadas de cientismo positivista en la que remató el orador con la tesis según la cual después de esta vida no hay otra. El público asistente celebró aquello con una ovación. Tiempo después y recordando ese hecho Unamuno escribía: “Que un hombre no crea en otra vida, lo comprendo ya que yo mismo no encuentro prueba alguna de que así sea; pero que se resigne a ello y, sobre todo, que no desee más que ésta, eso sí que no lo comprendo”. Resulta difícil comprender que un hombre, un verdadero hombre, viva sin anhelo de trascendencia. Y mucho peor cuando es todo un pueblo el que así lo siente. Da que pensar en nuestra comunidad actual esa ausencia de inquietud espiritual, cuya prueba inequívoca está en el fastuoso conformismo de quienes sólo se hacen problemas con los cuidados del día y olvidan al hombre interior, al que edifica y crea cultura, al que ahonda y vivifica conciencias y ansia eternidad.


ENSAYO XXV

Se ha dicho que el hombre es el exégeta de la realidad aunque en el ejercicio de esa faena le acechen la ilusión y el error. Y es que el hombre no es un ser pasivo que se reduce a refractar de algún modo el mundo. Por el contrario, es un ser dialéctico y a fuerza de tal, resulta muchas veces anárquico, contradictorio y hasta disociante.

Decididamente, la apertura del espíritu a las ideas, a los valores no sólo es una toma de posición ante la vida, sino fundamentalmente un estilo de vida. Terrible cosa es pretender ser “uno mismo” en la soledad y el aislamiento, en un solipsismo que denunciaría una grave autolatría. Pero igualmente lamentable es canjear el valor del pensamiento por su sola efectividad, soslayando su capacidad de ahondar en ese rico y vasto universo del hombre en que se desvelan instancias supremas y donde alcanza el sentido de su libertad.

El hombre es luz que ilumina las cosas y les da nombre. Pensamiento y palabra constituyen una unidad, ya que la mediación entre el pensamiento y la realidad sólo se concibe por la palabra. El hombre como haz de posibilidades sólo se explica en la palabra.

Nuestro tiempo, es el tiempo de la palabra. Por todas partes se habla y se escribe, aunque no siempre se piensa debidamente. No debe olvidarse que el uso metódico de las ideas, supone una educación paralela del lenguaje.

El poeta, el filósofo, serían los hombres en quienes la palabra alcanza plenitud, desde el momento en que el lenguaje resulta en ellos apropiación original y expresión

de una realidad antes que un mero hablar y repetir lo que es lugar común en una tradición.

Las cosas yacen postradas en la oscuridad, pero viene el poeta, viene el filósofo y las nombra y las desvela y de este modo enriquece el mundo de los hombres.

Y bien, se dirá, hasta qué punto sólo el lenguaje del poeta o del filósofo alcanza autenticidad y plenitud. Por nuestra parte, no creemos que hablar bien o escribir correctamente sean dones exclusivos de unos pocos. Habrá en ello cierta aptitud para expresarse, pero fundamentalmente en el sustrato del lenguaje oral o escrito subyace una realidad signada por la cultura y la sensibilidad. La ausencia de una adecuada formación intelectual depurada en la cultura reduce a páramo la oratoria de tantos individuos facundiosos. Penoso es escuchar una retórica sustentada en un pensamiento que se mueve en círculo en que unas pocas y adocenadas ideas se repiten en pura hojarasca.

Nuestro tiempo es el tiempo de la palabra, pero ella ha dejado de tener el prestigio de otras épocas. Lejos estamos de aquella retórica de que nos hablaba alguna vez José María Pemán, recordando a aquella España fulgurante donde el énfasis de sus crónicas importó para su difusión, tanto como el temple de sus héroes.

Es probable que cada tiempo tenga su propia retórica. Nuestro tiempo es el tiempo de la palabra desvitalizada. “Yo creo-decía Unamuno-que la gran batalla que hay que dar es la que ha de llevamos a conquistar el respeto al hombre. En mis escritos yo no doy ideas, no doy conocimientos; doy pedazos de alma. Me importan menos, mucho menos, las ideas que expongo que el modo de exponerlas”. Aludía así Unamuno a la pasión que ponía en sus escritos y emplea la palabra “alma” antes que hablar de conciencia o de razón.

Otro poeta nos dirá que “alma” es una palabra genesíaca por la que los hombres empezaron a darse cuenta de su identidad. Al saber que tenían alma, cada cual se sintió único e irrepetible. Quizá sólo los que han sufrido y amado de verdad, tienen la revelación de que son dueños de un alma.

El caso es que la palabra supone al hombre. No olvidemos la calidad moral del orador o del escritor con la cual ha de certificar la bondad de sus palabras.

Este tiempo nuestro, tiempo de la palabra, es también un desafío al hombre y a su integridad moral, porque la palabra es espejo de la vida misma. En ella se sustenta y desde ella alcanza fuerza y dignidad. Cuando nos dice machaconamente Unamuno que le interesan menos las ideas que expone que el modo de exponerlas, alude a la pasión sin duda, pero alude también a la calidad de su vida, a su “hombridad” como gustaba decir. Esa hombridad que nos invita a realizamos bajo el signo de alguna vocación, pero fundamentalmente con el peso de la propia dignidad.


ENSAYO XXVII

Cuando el aluvión historicista se nos viene en gesto memorioso aunque con saludable afán de recordar a los hombres que forjaron la grandeza de nuestra patria, se está dando un paso hacia el conocimiento, siquiera sea del nombre de las obras de aquellos.

Y decimos del nombre de sus obras, porque no se ve en esta labor un adentramiento en ellas. Se menciona que tal escritor es el autor de tal o cual libro; que tal artista compuso tal o cual música. Rara vez, sin embargo, se habla de las ideas que el escritor expone en sus libros y tampoco se mencionan las cualidades que otorgan excelencia a una obra de arte ponderada.

Cuando nada de esto se dice, cualquiera podría creer que estos hombres de cuyos libros se habla, carecían de ideas propias y no eran sino receptores de las ideas de su tiempo. Nada de extraño, desde luego, podría haber en ello. No olvidemos que en todo tiempo hubo maestros que fueron grandes acopiadores de conocimientos, estupendos polígrafos, aunque sin ninguna idea propia.

A su vez, nada sería tan injusto como negar el noble sentido y la importancia de esta labor abrumadora en muchos casos- que abrió un sendero y confortó el espíritu de sus discípulos.

Lo objetable en nuestro concepto es la persistencia de una pedagogía memorista e irreflexiva. A tal punto que, ya no nos hacemos cuestión de si realmente los hombres que ponderamos al nombrar sus obras eran hombres con ideas propias, y si cuáles eran estas ideas.

Suele hablarse con cierta frecuencia de Manuel Domínguez como el primer gran prosista que tuvo el Paraguay. Pocas veces se habla de Domínguez y sus ideas. Es como si miráramos a estos antepasados nuestros sólo por lo externo y anecdótico, sin interesamos, para nada de su pensamiento.

Y esto me lleva a recordar a Guillermo Díaz-Plaja cuando en ocasión de su visita a Paraguay —hace ya más de una década- nos hablaba de la necesidad de hombres de buena voluntad para una tarea pontificadora, en el sentido literal de fabricar puentes. Esto es, realizar una tarea intelectual que oriente y facilite la complejidad de los hechos culturales transformándolos en ideas orgánicas, arquitecturándolas y fijando líneas de sentido.

Por lo que a la literatura se refiere, esforzándose por hacer llegar al alumno, el mensaje de cada escritor, como si estuviera vivo, cercano, palpitante. “Quitarle el polvo a los clásicos- parafraseando a Azorín- y hacerlos ver exultantes y dolientes en su realidad humana. Pero también, mostrándolos en el marco de su época como síntoma y raíz. De este modo, el alumno comprende el hecho cultural desde un pasado que se proyecta a su presente. Y por supuesto, alcanza a ver su hoy, como una comprensión del ayer”.

Nada de esto se da en una pedagogía en que campea la mera descripción de los hechos, sin cuestionar las ideas. Cosa lamentable es esa actitud de apilonar datos sin categorizarlos, cuando la tarea primordial de la inteligencia es la de analizar e interpretar la realidad. Toda realidad que no se interpreta queda arrumbada y empobrecida en su esencia.

Pontificar sí, pero además, recordar no en gesto memorioso y repetitivo. Recordar que el conocer implica una forma de vida. Se ha dicho que, la crisis profunda que afecta al hombre de nuestros días, es la progresiva desintegración de su personalidad.

Y es que hemos perdido nuestra capacidad de reflexión íntima. El alejamiento de sí mismo nos lleva a comportamos en muchos casos como seres no pensantes.

Decididamente, renunciar al entusiasmo, a la pasión, a la verdad y al espíritu crítico, es renunciar a una calidad de existencia, la única que confiere al hombre dignidad y autenticidad.

Sartre en uno de sus ensayos nos recuerda el valor de la personalidad, aun dentro de rígidos esquemas de vida. Y trae a modo de ejemplo el caso de Juan Sebastián Bach, y dice: “En el ‘Clave bien templado’, no es solamente el orden religioso y monárquico lo que encontramos, ni a esos prelados y barones, víctimas o beneficiarios de tradiciones opresivas. Bach ofrece la imagen de una libertad que, pareciendo contenerse en los marcos tradicionales, sobrepasa la tradición y se proyecta a creaciones nuevas. A la cerrada tradición de pequeñas cortes despóticas, Bach opone una tradición abierta; enseña a encontrar la originalidad en una disciplina consentida, en fin, enseña a vivir. Supo mostrar el juego de la libertad moral en el interior del absolutismo religioso y monárquico; supo describir la altiva dignidad del hombre que obedece a su rey, el fiel que ruega a su Dios; completamente inmerso en su época, está al mismo tiempo fuera de ella... Más tarde, sin perder su público noble, el artista gana otro: por la reflexión que ejerce sobre las ‘recetas’ de su arte y por continuas reelaboraciones que aporta a los usos recibidos”.

He aquí un ejemplo del valor de la personalidad. Obra de la inteligencia y del carácter.

No olvidemos que el artista, el intelectual que trasmite una idea, una teoría, no lo hace en forma neutra y des-personalizada. Es ante todo un hombre que actúa sobre el hombre. Su acción puede crear transformaciones para el bien o para el mal. Puede incluso llegar a constituirse en manipulaciones para fines de las que él mismo no escapa. De ahí que el único presupuesto válido de todo conocimiento sea la libertad y la crítica que nos aproxima a la verdad al mismo tiempo que nos lleva a constituir una sociedad racional y humana. A este fin, poco o nada contribuye el aprendizaje memorístico y acrítico a que es proclive nuestro crónico historicismo.



INDICE

I Parte

De la esperanza a la razón

II Parte

Hombres e ideas

Ensayo I

Ensayo II

Ensayo III

Ensayo IV

Ensayo V

Ensayo VI

Ensayo VII

Ensayo VIII

Ensayo IX

Ensayo X

Ensayo XI

Ensayo XII

Ensayo XIII

Ensayo XIV

Ensayo XV

Ensayo XVI

Ensayo XVII

Ensayo XVIII 

III Parte

Grandeza y miseria de la palabra

Ensayo XIX

Ensayo XX

Ensayo XXI

Ensayo XXII

Ensayo XXIII

Ensayo XXIV

Ensayo XXV

Ensayo XXVI

Ensayo XXVII

Ensayo XXVIII

Ensayo XXIX 

Ensayo XXX

Ensayo XXXI

Ensayo XXXII

Ensayo XXXIII

Ensayo XXXIV

 

 

 

 

 

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