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MARTÍN VENIALGO

  TRAICIÓN EN COYOACÁN - Cuento de MARTÍN VENIALGO


TRAICIÓN EN COYOACÁN - Cuento de MARTÍN VENIALGO

TRAICIÓN EN COYOACÁN

Cuento de MARTÍN VENIALGO

 


-Dime, madre. ¿Cuál fue el motivo por el cual te encerraron en un manicomio?

Aquella mujer, nacida en Cuba pero criada en Cataluña, no respondió. Simplemente encendió un cigarrillo y siguió meditando.

-Necesito saberlo, hoy puede ser mi último día.

Aquella mujer, la agente stalinista más temeraria, simplemente siguió fumando sin atender a la requisitoria de su hijo. Una pañoleta de seda y anteojos oscuros cubrían su pelo y su cara, esta vez, en catalán, se dirigió a su hijo:

-Hijo, ya es la hora, baja del auto y haz lo que tengas que hacer.

Ramón Mercader Del Rio bajó de la parte trasera del automóvil; al lado de su madre, María Caridad Hernández Del Rio, estaba Leonid Eitingon, un agente mandado directamente por Stalin para supervisar el operativo; caminó despaciosamente la cuadra y media que lo separaba de la casa de León Trotsky, al llegar al número 16 de la calle Viena se reportó a la guardia de norteamericanos, todos ellos judíos y comunistas, que custodiaban al líder de la IV Internacional. Harold Robins, el jefe de los guardias, lo saludó en inglés.

-Buen día, señor Frank Jackson, el jefe lo está esperando en el patio.

Ya asumiendo su doble personalidad de Frank Jackson, miró por última vez para atrás, el clima era radiante ese día en Coyoacán, ese barrio del Distrito Federal de México que crecía desordenadamente; sintió dentro de su gabardina la pica de alpinista y se tranquilizó un poco, era el 20 de agosto de 1940.

Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin, miro detenidamente la oscuridad reinante en Moscú aquel 20 de agosto de 1940 a través de los ventanales del Kremlin; al costado de él, estaban sentados Lavrenti Beria, jefe de la KGB y Molotov, ministro de Asuntos Exteriores.

-¿Así que ha bautizado la operación como Grupo Madre?, ¿y todo está supeditado a que nuestro catalán haya enamorado locamente a una judía norteamericana ávida de sexo?

Stalin se dirigía a Beria en georgiano, le molestaba hablar en ruso, lengua en la que nunca pudo expresarse correctamente, Molotov hacía esfuerzos por comprender.

-Ya estamos en el día señalado, camarada Stalin, todo va a salir bien, créamelo.

-Llevamos mucho dinero gastado en estos años y ni siquiera pudimos hacerle un rasguño al Rey de los Judíos y encima estamos en manos de dos catalanes que tienen que embaucar a los judíos norteamericanos que protegen a Trotsky. Imagínense ustedes, tener que embaucar a los judíos, que son especialistas en eso.

Stalin siguió caminando por la dependencia, encendió un cigarrillo negro sin filtro y se dirigió a Molotov, ahora en ruso.

-¿Cómo se llama ese escritor norteamericano de policiales que comentábamos la vez pasada?

-Raymond Chandler, camarada.

-Eso, Chandler, creo que ni su febril mente podría imaginar algo así.

Beria siguió defendiendo su posición.

-Todos nuestros atentados han fallado hasta hoy, Trotsky parece tener una suerte increíble, pero confío que esto termina hoy, llevamos dos años en este plan.

Stalin siguió dando vueltas por la dependencia, le parecía un absurdo lo que estaba pasando pero había autorizado la operación desde el principio. Su odio hacia Trotsky y todos los judíos lo llevaba a utilizar cualquier método; en ese instante sonó el teléfono, hizo un gesto con la mirada para que Beria atendiese. Del otro lado de la línea llegaban las últimas novedades desde México. Luego de cortar, Beria dijo:

-El operativo Grupo Madre ha concluido.

Stalin sintió alivio, finalmente iba a poder conciliar el sueño.

Ruby Weil, aquella chica judía nacida en Indiana, entró presurosamente a la delegación soviética de la Cruz Roja en Nueva York. Su rostro reflejaba el nerviosismo del momento, la condujeron a una oficina solitaria, tomó asiento y esperó pacientemente. Al rato apareció Gregory Rabinovitch, ella se levantó pero éste hizo un gesto con la mano para que no lo hiciese.

-Sabe, Ruby, que para engañar a un judío se necesita de otro judío.

Una sonrisa cínica se dibujó en el rostro de Rabinovitch, aquel espía judío ruso nacido bajo el yugo zarista.

-Camarada Rabinovitch, usted sabe lo peligrosa que es esta misión, no sé si estoy en condiciones de llevarla adelante.

Ruby se tomó el rostro y no pudo contener el llanto; Rabinovitch se acercó lentamente hacia ella y la miró fijamente.

-¿Va a seguir llorando?

La espía stalinista infiltrada en el movimiento trotskista se recompuso. Por un instante pensó en su amiga Sylvia Ageloff, también judía, secretaria de León Trotsky y a quien ahora debía traicionar.

-Camarada Weil, haré de cuenta que este desliz suyo nunca ocurrió. Todo está preparado, ya la invitaron a la convención organizada por Trotsky en Paris, allá está nuestro hombre, usted se encargará de presentarlo a Sylvia Ageloff.

Ruby asintió con la cabeza. Pensó por un instante que las creencias políticas justificaban hasta la traición, nuevamente su fe stalinista le ayudaba a sobreponerse.

-El encuentro debe darse en medio de la convención, debe ser sorpresivo, ninguna filtración debe suceder durante el viaje, va a estar rodeado de trotskistas.

Rabinovitch miraba la ciudad de Nueva York a través de aquellos ventanales, pensó que era su estilo de ciudad; en su cabeza afloraba la idea de la deserción, sabía que Stalin también terminaría con él.

-Camarada Rabinovitch, no se preocupe, voy a seguir el plan trazado, Sylvia confía ciegamente en mí, soy su mejor amiga.

Cuando Ruby salió de la oficina, Rabinovitch siguió pensativo; en un corto lapso se convirtió en el agente stalinista más valioso de la Unión Soviética pero eso no le daba inmunidad futura. Volvió a mirar los ventanales, aquel julio de 1938 era en extremo caluroso en Nueva York y el operativo Grupo Madre seguía su curso.

Ruby Weil distinguió entre la multitud a Sylvia Ageloff. Con la mano en alto la saludó y fue abriéndose paso en el amarradero de la Cunará White Star en el puerto neoyorquino. Cuando estuvo junto a ella, rodeada de la plana mayor trotskista americana, se confundieron en un prolongado abrazo.

-Ruby, no me tranquiliza viajar en la línea que construyó el Titanic.

-Siempre soñé morir bailando en la cubierta de un transatlántico con la orquesta tocando el Danubio Azul -dijo Ruby.

La broma puso de buen humor a Sylvia. Una vez en la fila para ascender al RMS Queen Mary, Ruby siguió con su estilo jocoso:

-Suerte que la convención es clandestina, vamos una multitud para allá, creo que vamos a encontrar en ella hasta al mismo Stalin.

Sylvia trataba de aguantar la risa, dirigiéndose al oído a Ruby para que nadie oiga le dijo:

-No hables fuerte, estos camaradas que van con nosotros son los trogloditas del movimiento, no saben distinguir bromas.

En el camarote del barco rumbo a Francia, Ruby le preguntó a Sylvia.

-¿Cómo anda la relación con Joseph?

-Mal, simplemente no anda. Ya estoy cansada de los muchachos judíos, tendría que tener un novio católico... o ateo como yo pero ya no judío.

Sylvia tenía veintiocho años, no era agraciada y siempre andaba a los tumbos en sus romances, tenía la desgracia de la mala elección.

-Pero tus padres nunca van a admitir alguien que no sea judío.

-Ese tema es una lucha en casa, pero ya me estoy rebelando, cómo quisiera un novio como Clark Gable.

-¿Para qué?, para que le agarres de esas orejas como palanganas mientras te hace el amor.

-No seas loca, Ruby, digo alguien diferente de mi ambiente. En casa todo el día mis padres hablan de la superioridad judía, que Karl Marx era judío, que Freud es judío, que Einstein es judío.

-A tus padres se les olvidó poner en esa lista a Meyer Lansky y a Ben Siegel.

Sylvia se recostó en su cama muerta de risa, sin duda aquellos mañosos eran judíos. La obsesión de su amiga Ruby de ganar siempre en cualquier discusión era una de las cosas que más le atraían de ella.

Lev Davidovich Bronstein, más conocido por León Trotsky hizo un gesto a Sylvia mientras hacía uso de la palabra el delegado italiano en la convención de la IV Internacional. Esta se acercó a él y le consultó qué requería; él le habló en alemán, lengua que manejaba mejor que el ruso:

-Sylvia, consígueme una aspirina, tengo un dolor de cabeza tremendo.

Sylvia fue a buscar en su cartera unas aspirinas, luego un vaso de agua y se lo llevó. Este tomó dos de un sorbo, el delegado italiano seguía hablando. Luego de unos minutos el italiano terminó y tomó la palabra Trostky en esa convención clandestina en el barrio de Perigny, en los suburbios de París. El discurso de Trotsky no fue muy extenso, simplemente argumentó sobre la necesidad de combatir al Stalinismo, a quien cargaba con la culpa del desvío de la Revolución de Octubre. La muchedumbre aplaudió a rabiar ese 3 de setiembre de 1938 donde quedó instaurada la IV Internacional.

Al regreso en tren hacia el centro de París, Ruby le dijo a Sylvia:

-Me olvidé de comentarte, ayer me encontré con un amigo belga. Un bon vivant que conocí en mi viaje por Europa de hace dos años y me invitó a salir y yo le dije que te iba a llevar conmigo.

-¿Un belga, fue tu amante?

-No, en verdad salió con Gertrude, una de las chicas que vino conmigo. Es muy divertido y lo más importante, no es judío.

-No sé, Ruby, hoy fue agotador el día.

-¿Me vas a dejar sola con él?, es más lindo que Clark Gable. Además, siempre viene bien un poco de dislate capitalista, ¿no te parece?

Sylvia Ageloff, esa muchacha llena de dudas y traumas, cuya única fortaleza era su ideal trotskista y cuya labor de trabajadora social en el Brooklyn le consumía su vida, pensó que tal vez no era mala idea una salida capitalista.

Sylvia miró algunas revistas de modas que estaban en el hotel para actualizarse en su vestuario y peinado. Cuando estaba frente al espejo dándose los últimos retoques, sonó el teléfono de la habitación, era Ruby.

-Sylvia, no voy a poder ir; tengo unos dolores estomacales tremendos, debe ser algo que comí y me cayó mal.

-¿Se suspendió la salida?

-No, estuve hablando con Jacques, él te va a pasar a buscar por el hotel para ir a cenar.

-Pero si no lo conozco. ¿Por qué no suspendiste la cita?

-No te preocupes, es muy buena persona y además no está en nuestro ambiente, te va a venir bien, chica judía.

Aun con dolores estomacales, Ruby no perdía la gracia. Sylvia accedió y esperó en el lobby del hotel sentada y ojeando los periódicos del día cuando una sombra se dibujó en el periódico que leía; levantó la vista y su mirada no terminaba de llegar al rostro de aquel caballero, cuando lo hizo, percibió un rostro perfecto que sonreía, más seductor que Porfirio Rubirosa.

-¿Sylvia Ageloff?, por lo angelical de su mirada debe ser usted.

Sylvia se levantó, aun parada aquel hombre le sacaba más de una cabeza de altura. Sin saber qué decir, simplemente le extendió su mano para saludarlo pero él tomó su mano besándola a la vieja usanza.

-Soy Jacques Mornard, el amigo de Ruby.

-Ah, sí, Ruby me dijo que era belga pero veo que habla con la tonada francesa.

-Bélgica no es más que un barrio parisino, pero comencemos tuteándonos, ¿te parece bien, Sylvia?

Sylvia asintió, aun estaba sorprendida por la belleza y los modales refinados de aquel hombre. Él la invitó a subir a su coche y partieron a cenar al Hotel Ritz.

-¿Qué hace un belga como vos en París?

-Hago de hijo malcriado. Soy hijo único y mi padre falleció hace tiempo; como no soporto la tutela de mi madre vine a París a seguir una carrera de periodismo en La Sorbona.

-La Sorbona sale muy caro, ¿cómo haces para solventarlo?

-Lo solventa mi madre que es millonaria. Ella maneja todas nuestras empresas en Bélgica; algún día me tocará a mí manejarlas, pero seguramente allí me encontraré con otro problema.

-¿Qué problema, Jacques?

-Para esa época, ya ustedes los comunistas manejarán el mundo y yo seré el primero en tu lista a ser ejecutado.

Sylvia no pudo contener su risa, sin dudas, aquel personaje encantador también era un tiro al aire. A esa altura de los acontecimientos, Jacques se dirigía a ella en inglés, idioma que hablaba sin acento, como si fuese un norteamericano más.

-Tal vez, Jacques, tal vez, pero también tienes la opción de hacerte miembro del partido -dijo irónicamente Sylvia.

-¿Un dirigente comunista millonario?, suena bien, por lo menos es original.

El restaurant del Hotel Ritz estaba en todo su esplendor, Ramón Mercader Del Río, en su doble personalidad de Jacques Mornard pidió una botella de Pommery para brindar. Sylvia percibía las miradas curiosas de las damas parisinas, por un instante se sintió halagada de la envidia femenina por su acompañante.


Blue Moon
you saw me standing alone
without a dream in my heart
without a love of my own
Blue Moon
you knew just what I was there for
you heard me saying a prayer for
someone I really could care for


La orquesta comenzó a tocar Blue Moon, Jacques la invitó a bailar. Sylvia o acompañó a la pista, él puso su mano izquierda sujetándola a la altura de su cintura y con la derecha entrelazó sus dedos con la mano izquierda de ella, de esa forma podía transportarla por el amplio salón de baile y hablarle al oído, llevaba el ritmo de la música como si fuese Fred Astaire. Al rato, un poco mareada por el baile y el champagne, Sylvia fue al toilette. Se miró al espejo, sabía que se había enamorado locamente de aquel hombre pero no quería sucumbir en la primera noche. Se refrescó la cara y salió del toilette, allí se encontró con la sonrisa de él. Simplemente la besó apasionadamente dejándola sin aliento; luego la transportó al ascensor y entraron a la Suite Presidencial del Ritz.

Ella se dejó caer en la cama Luis XV y no reprimió ninguno de sus instintos, finalmente, era una chica judía que había conseguido un amante no judío.

El puerto del Havre era un gentío. Los periódicos anunciaban que Hitler había concluido la ocupación de todo el territorio de Checoeslovaquia. Sylvia y Ruby hicieron los trámites de aduana para tomar el transatlántico que las devolvería a Nueva York. Una vez en el camarote, Sylvia secaba unas lágrimas de su rostro.

-Vamos, Sylvia, ya lo volverás a ver, podés volver en algún momento.

-Imposible, Europa va a entrar en guerra y él va a ser reclutado al ejército belga.

Ruby no encontraba el modo de consolar a Sylvia, estaba completamente destrozada por la partida de Francia y el tener que abandonar a su amor. Ruby por un instante sintió un remordimiento por la trampa tendida a su amiga, pero se sobrepuso pensando en sus convicciones políticas.

Sylvia y Jacques se carteaban periódicamente hasta que repentinamente se interrumpió la correspondencia epistolar. Ella presumió que lo había perdido, pasó varios días en total depresión, le costaba ir al trabajo pero su espíritu revolucionario la mantenía en pie. Trotsky la había llamado de México para que vuele a aquel lugar por asuntos relacionados a la IV Internacional.

Aquel 2 de setiembre de 1939 los periódicos reflejaban en títulos grandilocuentes la entrada de las tropas alemanas a Polonia, la Segunda Guerra Mundial había comenzado. Sylvia y sus padres estaban en su departamento neoyorquino leyendo los periódicos cuando sonó el timbre. Ella fue a ver quién era, al abrir la puerta se encontró con la sonrisa de Jacques Mornard, no pudiendo articular palabra, él tomó la iniciativa:

-¡Sorpresa!, sí soy yo.

-¡Jacques, no lo puedo creer!

-Ya no soy Jacques Mornard, soy Frank Jackson.

-¿Cómo?

-Tuve que adoptar una identidad falsa para huir de Europa o si no tendría que estar peleando contra Hitler.

Sylvia no sabía si reír o llorar, estaba petrificada, en ese instante su madre se hizo presente.

-Hija, ¿quién es este muchacho?

Raúl Mercader Del Río, ahora en su doble personalidad de Frank Jackson, se quitó el sombrero y con su habitual simpatía saludó a la madre de Sylvia y se presentó:

-Soy Frank Jackson. Soy de Canadá pero la conocí a su hija en París y allí nos hicimos amigos.

-Ah, qué bien, pase por favor.

Sylvia fue a preparar café y Frank y la madre de ella departieron amablemente. Él le contó que se dedicaba al negocio de importación y exportación desde Canadá y que viajaba habitualmente a Nueva York y que le pareció una buena ocasión para visitar a Sylvia. Al rato, él se levantó y se despidió de la madre, al salir, Sylvia le dijo a su madre:

-Lo acompaño a Frank a despedirlo a la salida y vuelvo enseguida.

Al cerrarse las puertas del ascensor ella quiso increparlo pero antes que pudiese articular palabra él le estampó un beso; ella jadeó tratando de apartarse pero su corazón la traicionó, no podía rechazar a aquel hombre.

Al abrirse las puertas del ascensor, se dirigieron a la calle, el tráfico era intenso en Nueva York, ella tomó la palabra:

-Jacques, digo Frank, sinceramente no sé quién sos. Esto es lo último que podía haber imaginado, luego de meses de silencio aparecés por mi departamento cruzando el Atlántico.

-No podía hacer nada, andaba escondido. Un amigo mío canadiense me consiguió un pasaporte para venir aquí y además me nombró representante para abrir oficinas en Nueva York y México.

-O sea que estás ilegal y con documento falso en Estados Unidos.

-Así es, pero era eso o el ejército belga.

Sylvia no sabía qué hacer en esa situación, su corazón era enemigo de su raciocinio.

-Ya todo se va a solucionar, bebe, alquilé un departamento en la Séptima Avenida, cerca del Madison Square Garden, ven mañana y te cuento mis planes.

Ramón Mercader Del Río, aquel hombre de mil recursos, luego de besar a Sylvia tomó un taxi y se perdió en la multitud. Ella quedó un rato pensativa.

El acto sexual fue arrollador. Sylvia se desprendió de Frank agobiada por los orgasmos continuos y se acurrucó en un costado de la cama, prendió un cigarrillo y oteó aquel cuerpo perfecto.

-Pequeña comunista, ¿me vas a dejar solo?

-Un instante, Jack, un instante -dijo Sylvia dándole un pellizco en la cara.

El ambivalente ruido neoyorquino de la Séptima Avenida se filtraba a través de la ventana.

-¿Cuándo vas a México, Jack?

-En un par de semanas, tengo que abrir la oficina de representaciones.

-Yo también debo viajar a México, recibí un llamado de Trotsky.

-¿Otra vez?, ¿no te da temor estar al lado de Trotsky?

-No, en esto hay que estar preparado para cualquier cosa. Tenemos el mundo en contra, a Stalin y Hitler siendo socios circunstanciales pero finalmente triunfaremos, es el destino ineludible de la revolución.

-Trotsky ha sido echado de la casa de Diego Rivera, ¿es cierto eso?

-No quiero hablar de ese tema, Jack.

-No desearás la mujer de tu prójimo, pero pareciera que ese precepto de la Iglesia no corre para los judíos y menos para Trotsky.

-No somos creyentes, así que los preceptos de ninguna Iglesia van con nosotros y te advertí que no quiero hablar de ese tema.

-Un poco de humor, pequeña comunista. Como no me interesa la política por lo menos hay que burlarse un poco de las cosas que pasan, ¿no?

A Sylvia le disgustaba hablar sobre el desliz de Frida Kahlo con Trotsky, que culminó con la salida de éste de la casa de Frida y Diego Rivera y la fijación de su actual residencia en el barrio de Coyoacán. Frank Jackson se acercó nuevamente a Sylvia, le besuqueó el cuello y ella comenzó a sentir ansias de seguir haciendo el amor. No sabía cómo denominar esa conjunción de sexo, capitalismo y comunismo.

Leonid Eitingon, aquel judío nacido en Bielorrusia, observó el piolet de alpinista con el mango de madera recortado. Por los ventanales entraba el ruido desordenado de la ciudad de México.

-Ramón, aquí están todos los elementos; la pica de alpinista y la daga, para que el acto sea silencioso y puedas escapar y el revólver, por si se complica la situación, es a todo o nada.

Ramón Mercader Del Río estaba con la mente en otra parte; dentro de él sintió, por primera vez, un miedo terrible. Su mente adiestrada para fingir situaciones, no podía disimular su temor. Enfrente suyo estaba también su madre, que se había convertido en amante de Eitingon.

-Y esta es la confesión tuya, por si te agarran, está en francés. Habla de la desilusión tuya de Trotsky y el objetivo el asesinato, pero estáte tranquilo, todo saldrá bien.

Su madre se levantó y caminó en círculos, finalmente se dirigió a su hijo.

-Hijo, no falles, este Rey de los Judíos debe terminar con su crítica antirrevolucionaria -olvidándose por un instante de la presencia de Eitingon.

-Madre, parece que has olvidado que nuestros antepasados han sido judíos sefardíes.

Ramón Mercader volvió a entrar en pensamientos. Por un instante se acordó de Sylvia e imaginó su estado cuando se enterase de su traición, la voz de Eitingon lo devolvió a la realidad.

-Vamos yendo, nosotros te esperaremos a distancia y luego saldremos del país, ya lo tengo todo planeado.

El Grupo Madre se encaminó hacia la casa de Trotsky. Por la intensidad del tráfico les llevó más de media hora llegar al barrio de Coyoacán; el día era espléndido.

-Vamos al escritorio a ver su artículo. ¿No tiene calor con esa gabardina en un día tan soleado? -dijo Trotsky.

-Escuché que el pronóstico del tiempo daba como posibilidad la de chaparrones, no se preocupe, no estoy incomodo -respondió Frank Jackson.

Trotsky se sentó y empezó a corregir el artículo en francés proporcionado por Jackson sobre la actualidad política gala. Ramón Mercader en su doble personalidad de empresario canadiense quedó parado a espaldas de Trotsky; evaluó que arma a usar. Quitó de su gabardina la pica de alpinista y por un instante dudó de su objetivo, pero la figura de su madre emergió en su mente y le dio nuevos bríos. Alzó la pica y con fuerza golpeó el cráneo de Trotsky; la pica quedó clavada en la cabeza y por un instante se produjo un silencio mortal, parecía que todo saldría según lo planeado. Alzó nuevamente la pica para darle un segundo golpe que asegurara la faena pero Trotsky saltó gritando y se abalanzó sobre él mordiéndole la mano. Al escuchar el grito, Natalia Sedova, la esposa de Trotsky, entró al escritorio y se abalanzó sobre Mercader; Trotsky cayó al suelo ensangrentado, su guardia compuesta por judíos norteamericanos se hicieron presentes y golpearon a Mercader; Trotsky desde el piso dio su última orden:

-¡No lo maten, tiene que confesar quién lo mandó!

En las afueras de la residencia, María Caridad Hernández Del Río y Leonid Eitingon se dieron cuenta que algo había salido mal. Huyeron y dejaron en soledad a Ramón Mercader, a quien le quedaría la ingrata tarea de cargar con el crimen y seguir negando su personalidad.

Sylvia Ageloff fue detenida por la policía mexicana; el mismo jefe de policía, Sánchez Salazar, la transportó al interrogatorio con Ramón Mercader, todavía en su doble personalidad de Frank Jackson. Al entrar al recinto del interrogatorio Mercader no levantó la mirada, Sylvia se abalanzó sobre él y le proporcionó una tunda de golpes al tiempo que lo insultaba en ingles; Mercader no se defendió, simplemente lloriqueó como una mujer. El jefe de policía se dio cuenta que aquella mujer era inocente del crimen de Trotsky, corrió a sujetarla pero aún así Sylvia alcanzó a escupir a Mercader.

-Tranquila, señorita Ageloff, tranquila, estamos aquí para ayudar a esclarecer esto.

Ramón Mercader Del Río cargó con toda la culpa del asesinato de Trotsky y pasó veinte años en una cárcel mexicana, finalmente la policía logró descubrir su verdadera identidad. El día que salió de la prisión fue transportado a Rusia, donde se le dio la condecoración de Héroe de la Unión Soviética, pero su doble personalidad le seguiría aún después de su muerte; fue enterrado en un cementerio de Moscú con otro nombre, debido a su calidad de héroe vergonzante.

Sylvia AgelofF, aquella chica judía de Nueva York fue sobreseído por la justicia mexicana del asesinato de Trotsky aquel mismo año de 1940; volvió a Nueva York y se sumergió en un ostracismo total; renunció al movimiento trotskista y nunca dio una entrevista pese a ser una personalidad del siglo XX, por su actuación involuntaria en los hechos fatídicos. El día que falleció en 1995, fue sepultada en el cementerio judío de Brooklyn con su verdadero nombre. Cuentan los que visitan su tumba, que está siempre con flores que la gente deposita allí, tal vez porque es la representante de todos aquellos que han amado y no han sido amados, de todos aquellos de que han conocido la peor de las traiciones, la traición al amor.

 

 

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CUENTOS DE AQUÍ Y DE ALLÁ, 2014

Cuentos de MARTÍN VENIALGO

Arandurã Editorial.

Ilustración de tapa: RAQUE ROJAS PEÑA y GUSTAVO ANDINO.

Asunción – Paraguay.

Noviembre 2013 (356 páginas)



 

 

 

 

 

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