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LUIS ALFONSO RESCK HAITER (+)

  ÉTICA EN SU DIMENSIÓN INDIVIDUAL Y SOCIAL, 2012 - Por LUIS ALFONSO RESCK HAITER


ÉTICA EN SU DIMENSIÓN INDIVIDUAL Y SOCIAL, 2012 - Por LUIS ALFONSO RESCK HAITER

ÉTICA EN SU DIMENSIÓN INDIVIDUAL Y SOCIAL

Por LUIS ALFONSO RESCK HAITER

Editado con el apoyo del FONDEC

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Asunción – Paraguay

2012 (177 páginas)



PRÓLOGO

No pude disimular mi temblor cuando el profesor Luis Alfonso Resck me pidió un prólogo para esta Ética en su dimensión individual y social. Me equilibró esa vacilación cuando, al examinar el texto, noté que contaba con una introducción bien clara de su contenido. Esto me dispensaba de parte de estas líneas. Quedó a campo abierto lo más neurálgico de este prólogo: la persona del autor.

El profesor Resck no es un diletantista literario, un ratón de biblioteca o un saqueador de libros. Es un hombre de lucha por un ideal en la arena concreta de lo existencial: los Derechos Humanos. El Hombre, para ser concreto; y con mayúscula, con la que él suele estampar este vocablo en su libro. Es su vida lo que está escrito en estas páginas. No hace apología ni canta loas de sus acciones. Pero, a las diáfanas nociones y valiosas elucubraciones de este libro ha precedido una existencia consagrada a la defensa de un humanismo auténtico, iluminado por la sapiencia de San Agustín. Para él, la Ética, antes que una disciplina científica de la Filosofía Moral sobre el comportamiento humano, es lo que podríamos llamar un imperativo categórico kantiano; a impulso de su noble corazón.

Arrancan estas páginas de la urgente necesidad de inocular ética en nuestro mundo latinoamericano, dentro del cual encuentra a su querido Paraguay en una moral práctica sin principios. Dicho de otra manera, con unos principios -llamémosles así- sin moral. Estas son sus palabras referentes a nuestro país: “Los pecados políticos y los vicios sociales someten a los hombres en las tinieblas de la injusticia social, de la desigualdad, de la inmoralidad, la marginación, la discriminación y la autocracia y autoritarismo... los antivalores del pasado; los cuales, mediante un progresivo esfuerzo nos empeñamos desde el seno del pueblo en erradicarlos con miras al bien común”. Este esfuerzo no es palabra escrita en un libro. Es realidad marcada en la carne de su autor: hombre centenarias veces detenido en comisarías y reprimido en tribunales por el “crimen” de defender al Hombre, sin mirar su ideología, su confesión religiosa, su posición económica ni la parcela política en la que estuviere afiliado.

Ahora sí, el maestro Luis Alfonso pasó de su vida a estas páginas su pasión quemante por una implantación ética en la conciencia de sus conciudadanos y en las estructuras de las agrupaciones sociales que dirigen. ¡A leer con atención y cariño el libro que tenemos en nuestras manos! Seguro que vamos a indignamos ante el vaho antiético que nos rodea hasta en los mismos poderes del Estado.

José Valpuesta, S.J.

 

 

Dedico esta obra a mi querida familia: mi esposa Rosa Perla; mis hijos e hija:

Felipe Carlos, María Catalina, Luis Abdel y Juan Herib; a mis nietas y nietos:

Viviana, Valeria, Rodrigo, Bruno, Verónica, Cynthia, Marcelo, Camila, Alejandra, Fernando y Belén;

a mi yerno y a mis nueras, bisnieto y bisnieta.

 

Agradezco la valiosa colaboración de la Prof. Abog. Natalia Rodríguez.



PRESENTACIÓN

Nuestro punto de partida será la realidad, la urgente realidad de millones de latinoamericanos, para los cuales el hecho de una vida digna, una vida libre de las garras de la miseria, una vida conforme a la naturaleza humana, no pasa aún de un deseo. Por eso decimos “realidad urgente”; urgencia que reclama el imperativo ético de devolución del “Don de la Humanidad”, allí donde es negada de todas las formas en que le es negada a la mayoría de nuestros compatriotas.

Ese imperativo ético de devolución, que citamos más arriba, ha de ser fundamentado.

Vale decir, ha de ir más allá de las consignas, en ese lugar donde nuestra razón discurre, busca, compara la realidad con las exigencias que esa realidad impone; que determina la naturaleza humana, la identifica y compara ello con el nivel de vida de nuestros hermanos.

Ahí hemos de ubicar las pretensiones de este trabajo.

Los deseos de una humanidad más acorde con el proyecto para el cual esa humanidad fue creada, no son novedosos. Otros autores, mucho tiempo atrás, los proclamaban. Ellos son para nosotros toda una referencia. Si es que hemos de ubicar nuestra línea de pensamiento, hemos de inscribirla dentro de lo que ha dado en llamarse “humanismo cristiano”. Aparentemente, esta expresión encierra, de por sí, una redundancia. ¿El cristianismo no es un humanismo? Sí, lo es, pero en cuanto una serie de principios universales que guían -o deberían guiar- la experiencia humana. Ahora bien, esos principios han de ser explicitados en forma de “lectura” desde cada circunstancia histórica. En tal sentido, hablamos de humanismo cristiano. Y encontramos en la persona de San Agustín de Hipona a uno de sus más grandes exponentes, dado que el momento histórico en el que viviera, encontró en él un firme interlocutor. Y lo era, desde los principios cristianos, que él repensaba desde su momento. Creemos que las palabras de Agustín son videntes para nuestro momento, en tanto se brindan como humanismo cristiano. Por ello, este trabajo, escrito desde esta nuestra historia latinoamericana, encuentra un sólido basamento para interpelar esta “polis”, signada por la injusticia y el autoritarismo. Esta será la primera parte de este trabajo.

En la segunda parte, haremos explícitas nuestra aproximación y formulaciones respecto de la Ética o Filosofía Moral, en el marco doctrinario de ese humanismo cristiano. Como podemos ver, este trabajo va de lo general a lo particular, de lo abstracto a lo concreto, de los fundamentos a las implicancias. Ello se efectúa porque consideramos que es necesario problematizar nuestra realidad, trascendiendo de ella; yendo más allá de lo que vemos, buscando principios. Pero también esos principios han de tener correlato con las construcciones institucionales que ponemos a consideración en nuestro contexto latinoamericano; construcciones que de hecho conllevan la extrema necesidad de repensarlas, de traerlas de nuevo a esa demandante y urgente actividad de reflexión.

Una vez establecido este basamento, nos adentraremos más específicamente en el terreno humanístico, en tanto intentaremos exponer la dignidad humana; es decir, esa excelencia portada por todas las personas, que las hace poseedoras del goce de una serie de derechos, dados en llamar “Derechos Humanos”. Intentaremos pues, ir al fondo de esa naturaleza humana, hacerla explícita, formularla para, a partir de allí, demostrar cómo esa dignidad acarrea una serie de derechos que han de ser imperativamente reconocidos por cualquier normativa jurídica. En tal esfuerzo de justificación y formulación consistirá la tercera parte de este trabajo. Obviamente, no somos los primeros en formular las nociones expuestas más arriba. Nuestro siglo ha sido cuna de innumerables declaraciones que consagran el goce de los derechos propios de toda persona, por el hecho de serlo. Por ello, nos dedicaremos a un breve repaso de la historia de estas formulaciones y al tratamiento jurídico que han recibido los Derechos Humanos en lo que respecta a su protección internacional.

Finalmente, consideramos que este trabajo no es de ninguna manera portador de la última palabra, como comúnmente escuchamos decir. Es un humilde intento de mover a la reflexión acerca de nuestra realidad porque, en la medida en que nuestra realidad se nos presente como problema, probablemente busquemos las respuestas necesarias, porque nuestra realidad es urgente.



PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN

La problemática social de nuestros países empobrecidos anonada a los espíritus contemporáneos más claros. Señales de alarma frente a las crisis recurrentes se escuchan, cada vez con mayor vehemencia, en la forma de una exigencia que permita comprender las causas de la deshumanización, para superarla. Estas señales fijan imperativos que nos obligan volver a escuchar a las conciencias más relevantes de nuestra historia espiritual. La reconsideración de la Filosofía Política de San Agustín es una de las tareas más importantes en estos tiempos. Esta tarea se enmarca en el plano de lo que llamamos fundamental. Pues, por una parte, por una razón que ya había esgrimido Max Scheler: “A los tiranos que nos amenazan deberemos oponer a los Grandes Humanistas”, esta exigencia se hace inexorable a nuestra generación. Por otra parte, para el humanismo cristiano San Agustín representa una fuente de iluminación permanente y fecunda, que desde el siglo V persiste viva y vigente, ofreciendo al hombre la posibilidad de liberación y ascenso espiritual cualesquiera sean esas condiciones objetivas que configuran la “decadencia de Occidente”.

La vigencia del pensamiento agustiniano está asentada sobre la propia experiencia singular e histórica en que se resume su existencia:

- Primero: En el lenguaje de Filón, proviene de entre los hijos del mundo, de las entrañas de la Ciudad Terrenal, preso de sus puertas de pasión. Hijo de esta vocación terrenal, representa un proceso de espiritualización.

- Segundo: Intelectualmente es parte de su tiempo pagano, y lo trasciende en una aspiración de infinitud.

- Tercero: Es una conciencia viva; de una época de incertidumbre y desesperanza: la caída de Roma. Al recibir la noticia, pronuncia esta frase: “Horrenda nobis nunciata est” (Horrible noticia es anunciada): “Una civilización ha terminado”. La crisis global en que hoy estamos inmersos actualiza esta infausta aclamación.

Y a este universo es que pertenece San Agustín. Cuando enfermo, ve asediada a Hipona y rodeada de los ejércitos de los invasores; expira entonces con una frase postrera, que nos lega con optimismo: “Confiad y esperad”. Hoy más que nunca nos encontramos ante la exigencia de cultivar la esperanza.

Hombre que bebió de todas las copas alcanzadas por “las doncellas de la visión”, aventurero que sobredimensionó al intelecto en detrimento del espíritu, testigo de la conclusión del Imperio de Roma sobre la Tierra, finalmente devino en edificador de la esperanza. No es un santo solitario, cuya venerable imagen fuera parte de un primitivo pasado. Opta por la pureza y funda, propiamente, un humanismo cristiano. En este sentido, hijo -en propiedad- de tiempos de crisis, es un “siempre presente” como fuente para la búsqueda de la sabiduría, en aras de un cambio recto, cuando reinan en la Tierra la inseguridad, el peligro y, sobre todo, el escepticismo.

Los quince siglos que nos separan de su vida histórica se estrechan y desvanecen por la conciencia agustiniana de una dimensión universal y atemporal, que configura a la naturaleza humana ante situaciones-límite, y es que, en tales situaciones en medio de necesidades, ante la muerte, la miseria, la amenaza, el temor... negativamente hablando, los hombres en todos los tiempos hemos sido los mismos.

Hoy estas situaciones-límite tienen una preferente determinación política. ¿Dónde encontrar -si no es en los orígenes de nuestra cultura- esos testimonios luminosos que también buscaron, en los orígenes platónicos de Occidente, una respuesta a las preguntas fundamentales de su tiempo?

¿Están vivos los lazos que nos unen en una continuidad que expone nuestra configuración histórica cristiano-occidental?

¿Amenaza su configuración el desprenderse de sus raíces, y con ello los países en vías de desarrollo, desgajarse de su origen y oscurecer sus destinos?

¿Qué puede decirnos San Agustín hoy en día?

Sus reflexiones filosóficas siguen teniendo plena vigencia.

 

 

FILOSOFÍA POLÍTICA DE SAN AGUSTÍN

 

Por su origen histórico o por su sentido, la filosofía pregunta por el Ser: esto es, por la totalidad de los existentes. Al respecto, ha escrito Heidegger: “La filosofía no hace las cosas más ligeras sino más graves”. Y esto no es accidental: no se debe a que el modo de su comunicación aparezca extraño y hasta adosado al entendimiento vulgar. El auténtico sentido del rendimiento filosófico consiste en la agravación de la existencia histórica. Tal agravación les devuelve el peso a las cosas.

Cuando el ámbito del preguntar filosófico es determinado por la política, la pregunta por el Ser acontece como pregunta por la totalidad de lo existente, función del destino predecible para esta polis.

Nuestras polis están definidas por los límites restrictivos de la tiranía, la miseria y la subordinación externa; como, a la vez, buscan abrirse un camino creando una posibilidad que en los últimos tiempos reside en la instauración de la democracia real. La pregunta por esta posibilidad, como posibilidad edificante, trasciende los límites de las disciplinas positivas, como la Economía, el Derecho Constitucional o las políticas educativas, aún cuando las supone. Este preguntar por el porvenir posible de una edificación humanista inquiere por una respuesta a la pregunta de si el humanismo es posible y cuáles son sus notas constitutivas. En tanto, busquemos avizorar el porvenir, a partir de un sitio histórico definido -la opresión y el subdesarrollo, el “mbareté” y la dependencia, la dominación y la miseria-, la pregunta filosófica que se enmarca en el ámbito de la política indaga por el origen, investigando las causas.

Las causas no se agotan en un recuento, por así decirlo, delimitable de un modo histórico-político-social de ser dependiente o sojuzgado de un pueblo; y de caer por la autocracia y la dependencia en la angustiosa crisis actual.

Este recuento podrá ser explicativo, en cuanto es capaz de permitimos una presentación de qué es lo que nos está sucediendo como sociedad latinoamericana, como conjunto de sociedades emergentes y empobrecidas. Pero una representación así es insuficiente. Nos dice cómo somos, pero no puede decimos qué podemos llegar a ser. A esta última exigencia responde la indagación de las causas. Y éstas dicen relación a la esencia histórica del hombre. Sin embargo, esta esencia histórica no es una constante pura y descamada que pueda apresarse por un simple acto intelectivo. Esta situación -en un universo en constitución-es que se ha dado en llamar Cristianismo Occidental, a pesar de las múltiples malversaciones.

Tal denominación es positiva y no meramente formal, vale decir, que no se agota en su nombre. La posibilidad para nuestros pueblos habrá de encontrarse fundada en el Cristianismo Occidental, o han de sucumbir en una decadencia total.

Esta propuesta es más que una hipótesis. Hay ejemplos por todas partes: guerras, guerrillas, dictaduras, destierros, torturas, muertes, desapariciones, mistificación social de la miseria, ausencia de posibilidades, conculcación social de los Derechos Humanos, y otras desgracias. A pesar de estas señales, la pregunta sigue en pie. A la Filosofía Política compete emprender el esfuerzo por una respuesta. En tal esfuerzo, hay un hito -entre otros- por el que es necesario comenzar: el fin de la romanidad. En tal hito brilla la doctrina de San Agustín.

Constatan el respeto a los templos cristianos, por parte de los invasores, a pesar de los falsos cristianos. ¿Por qué el invasor respetó esos templos? ¿Qué le impedía ocuparlos, transformarlos en templos para sus propios dioses, o simplemente destruirlos? ¿Bastará apelar a una razón de orden religioso? ¿Es este respeto por los templos cristianos una clave que nos permite comprender una edificación espiritual, que hace suya la creación del Occidente, desde los tiempos de Platón?

En el libro VIII, capítulo 9, San Agustín nos aproxima a una respuesta.

San Agustín apela a los principios doctrinarios de un occidente griego, que le precede casi un milenio, cuatrocientos años antes. Flavio Josefo, en su obra Antigüedades judías, dedica su pensamiento a los griegos: “Me tomé el trabajo de escribir esta obra, pensando que todos los griegos la encontrarían digna de estudio”. Y Filón de Alejandría llega a señalar: “También Heráclito, siguiendo la doctrina de Moisés, dice acertadamente”...

Clemente de Alejandría escribirá: “Nosotros conocemos al mismo dios que los griegos, pero no del mismo modo”. Y así pensarían San Justino, Atenágoras y Minucios Fénix.

Santo Tomás habrá sentenciado: “toda patrística verdad, quien quiera que la diga, es dicha por el Espíritu Santo”; y en nuestro tiempo, Rahner señalará como tarea de los historiadores de la religión que la Revelación debió darse en los pueblos precristianos.

Este recurso a un “fundamento griego” está históricamente atestiguado por la helenización que padecen los pueblos que conquistan a Grecia: persas, macedónicos, romanos. Según Heidegger: “La frase: la filosofía es griega, en su esencia no dice sino que Occidente y Europa y sólo ellos son, en su marcha histórica más íntima, originalmente filosóficos”.

Reeditar la helenización de la historia confluye al punto de situar la convergencia por la cual Occidente greco-romano se trasciende a la caída de Roma, por la cristianización de lo heleno. Entre las cumbres de esta cristianización se sitúan la personalidad y la doctrina de Agustín de Hipona.

Hay que reconocer que le antecede la gran figura de Orígenes (185-253), llamado “Amiantus” (hombre de acero), quien escribe fundamentos contra Celso. San Gerónimo le atribuye la reedición de la filosofía pitagórico-platónica, vertida al cristianismo. Rahner le llama: “el más sabio de los antiguos doctores”.

Por eso hubo de escribir: “(Sobre Platón)... La filosofía que más se acerca a la verdad cristiana (...)”, y en el capítulo II agrega: “¿De qué miedos pudo servirse Platón para adquirir aquella visión rayana en la ciencia cristiana...? Esto casi me induciría a dar mi asentimiento, si fuera ajeno a aquellos libros”.

La respuesta histórico-cultural a la pregunta sobre el respeto a los templos cristianos por parte de los germanos, tendría su sede en el generalizado respeto que todos los pueblos habían tenido a Grecia, y que el cristianismo luego re-totalizó en su proyecto histórico-universal.

 

 

SAN AGUSTÍN: UNA VERDAD “RELIGIOSA”

 

“Hay Vida en la Religión Cristiana”. “Los dioses de los paganos jamás establecieron una doctrina para el recto vivir”.

De este modo, en la perspectiva religiosa de la interpretación que nos propone la Ciudad de Dios no es susceptible del quebranto, así se desmorona Roma, porque dice él mismo: “A los santos literalmente separados, miembros de la Ciudad de Dios, no les sigue quebranto alguno por la pérdida de las cosas temporales”.

Además de los argumentos históricos y religiosos que sirven para situar adecuadamente la perspectiva agustiniana, existe un tercer argumento: el antropológico. En efecto, E. O. James, en su introducción a la Historia comparada de las religiones, señala:

“Lo religioso es una categoría ‘sui géneris’, como lo es la belleza, la bondad y la verdad”. Y agrega: “El antropólogo Malinowski afirma que el mito, tal como se da en una sociedad primitiva, no es simplemente un relato que se cuenta, sino una realidad que se vive. No pertenece al ámbito de la ficción, sino que es una realidad viva. Un mito es para los primitivos lo mismo que para el creyente cristiano, el relato bíblico de la creación, de la caída del primer hombre, o de la redención por el sacrificio de Cristo en la Cruz.

Ello revela la preeminencia que representó, para los pueblos invasores de Roma, la significación sobre la vida que ofrecía el cristianismo asentado en la materialidad de los templos.

Antonio Truyol Serra, en su célebre trabajo El Derecho y el Estado en San Agustín, parece en principio desilusionamos de nuestro proyecto, cuando escribe: “En vano buscaremos en los escritos de San Agustín una filosofía moral, jurídica, política, sistemática y autónoma, que forme un cuerpo de doctrina orgánicamente trabado... Ni siquiera en el libro XIX de la Ciudad de Dios”.

Pero él mismo agrega a continuación: “La índole misma de su especulación (...) había de conducir su mirada, con especial predilección, hacia los problemas del hombre; y por consiguiente, también hacia los problemas de la sociedad, porque la filosofía de San Agustín es esencialmente una filosofía de la conversión, en cuyo desarrollo y progreso se proyecta la propia trayectoria de su experiencia personal”.

¿No vieron los invasores de Roma este “Misterio Cristiano”, asentado sobre la civilización greco-romana, de la que buscaron apropiarse, pero ante cuyos cultos inhibieron sus impulsos de conquista?

Y es que, en verdad, hay que tener presente que el cristianismo no fue originariamente religión romana sino, al contrario, luego de innumerables persecuciones, hasta ganar la fe pública, devino como movimiento social hasta tomar el lugar de la religión oficial gracias a Constantino. Tal reconocimiento oficial está precedido de centenares de sacrificios, de martirios de maestros y apologetas, y una reflexión se hace imperativa para situar el alcance de las afirmaciones de San Agustín.

Estamos ante el conocimiento de la cristianización, que comienza con los Apóstoles, testigos de la Resurrección y depositarios de los poderes del Espíritu Santo. Además de los judíos, los cristianos se enfrentan al paganismo greco-romano, a la expansión de Jerusalén a Antioquía (Siria). San Pablo y Bernabé predican en la sinagoga y en la plaza.

La crisis estalla en Roma, y en julio del año 64 acontece el incendio de la ciudad por el cual Nerón culpó a los cristianos. En el mismo tiempo, Santiago es lapidado en Jerusalén, asesinan a la población y destruyen el templo. Entre el 70 y el 140 hay un periodo de “latencia” porque la Iglesia cristiana estaba relacionada con el mundo judío. Hay una mutua búsqueda.

Con la destrucción del segundo templo de Jerusalén, acontecida en el año 70, tras una larga guerra, cuyo relato nos ha conservado el historiador judío Flavio Josefo -quien fuera testigo presencial de aquella lucha- parecía que el judaísmo iba a desaparecer definitivamente del panorama de la Historia, una vez roto el vínculo: el templo que unía a todos los judíos, los palestinos y todos los que moraban fuera de Palestina, El judaísmo, sin el cetro, privado de los valores que suponían la existencia de un Estado, parecía condenado a perecer.

Desecho el Sanedrín -esto es, el consejo de ancianos- que era el máximo organismo rector, y muerta la mayoría de sus miembros, parecía imposible que el judaísmo sobreviviera. Pese a ello, hemos visto que cinco generaciones de maestros vinieron a cultivar lenta y arduamente la conservación de la fe.

El cristianismo no estuvo libre de las consecuencias de la destrucción del templo. Sin embargo, y al tenor de los textos rectores de San Agustín, surge esta pregunta: ¿cómo pudo el cristianismo, originariamente judío, ganar la universalidad que le es esencial desde el Edicto de Milán?

¿Cómo pueden conciliarse los valores de la pobreza y la aspiración del mundo celestial con la inmanencia “gloriosa” del Imperio?

En síntesis: ¿cómo pueden la religión y la teología cristiana derivar en poder político, devaluar en su nombre las creencias paganas, cerrar y “heredar” los templos paganos, acceder al trono del Emperador, asumir la dirección espiritual de la Tierra, disputar en varias oportunidades la dirección total, en el mismo Imperio que crucificó a Cristo?

Y por último, en tiempos de San Agustín: ¿cómo puede el cristianismo trascender a ese Imperio del que forma parte porque su poder le ampara, y convertir a la fe a los mismos pueblos que saquean Roma y “respetan”, no obstante, los templos de la Iglesia?

El cristianismo, a pesar de las persecuciones de que es objeto, convierte a la romanidad. En una lenta marcha, a la caída de la romanidad, convertirá a sus conquistadores.

La Biblioteca de Autores Cristianos, número 116, en su artículo “Padres Apologetas Griegos” nos relata un diálogo hacia fines del siglo II. Dice así:

“Tres amigos... Marco Minucio Félix y Octavio, ambos cristianos, y Cecilio, pagano, caminan de Roma a Ostia. Cecilio, señalando una estatua de Serapid -diosa pagana-, según es costumbre, se lleva la mano a la boca y le imprime con los labios un beso. Octavio reprende esa actitud, y Cecilio emprende una perorata anticristiana.

“¿Cómo no gemir -me permitiréis, sin duda- y que suelte las riendas a la indignación, por la causa que defiendo?

“¿Cómo no gemir, digo, de que hombres de una gran fracción miserable (los cristianos) vedada por la ley y gavilla de desesperados, asalten, como bandidos, nuestros dioses? Gentes que forman una conjuración sacrilega de hombres ignorantes, de la última hez de la plebe, y mujercillas crédulas, fáciles de engañar por la misma facilidad y fragilidad de su sexo, que se juntan en nocturnos conciliábulos, y se ligan entre sí por ayunos solemnes y por comidas infrahumanas, es decir, antes por su sacrilego que por un sacrificio; casta que ama los escondrijos y huye de la luz, muda en público y garulla por los rincones. Desprecian como sepulcros los templos, miran con horror a nuestros dioses, se mofan de nuestro culto, se “compadecen” -los miserables- de nuestros sacerdotes, rechazan desesperados -ellos- nuestros honores y púrpuras.

“¡Qué maravillosa necedad e increíble audacia! Desprecian los tormentos presentes... favorecidos por la creciente corrupción de las costumbres, vemos cómo por todo el mundo se están multiplicando los abominables santuarios de esta impía coalición. Tal liga de gentes, que tienen que ser totalmente arrancadas de raíz y execradas, se conocen entre sí por ocultas marcas y señales, y mutuamente se aman, antes de conocerse”.

Esta es una parte de aquella conversación sostenida hace 1.800 años. ¿Cómo fue vencida esta barrera... esta creencia popular romana, acerca de la fe cristiana?

Antes, es preciso escuchar a un sabio romano. Cecilio es un hombre común; pero Celso, en cambio, es un maestro. En su obra Aletes Logas (“Ciencia Verdadera”), escribe: “El cristianismo es, ante todo, una asociación oculta de las que se forman contra la ley. Se trata de una doctrina extranjera; el judaísmo, ante todo, y por consiguiente el cristianismo que de él deriva. Se aprovechan de la idiotez de las gentes muy fácilmente engañadas; las llevan a donde quieren... y tienen siempre a punto el: “no examines, sino crees; tu fe te salvará”, y hasta añaden: “la sabiduría de este mundo es un mal; la necedad un bien”. ¿Qué os ha pasado, ciudadanos míos, para que, abandonando ridículamente (su fe en otros dioses) por Jesús... y hayáis, como tránsfugas, pasado a otro nombre y otro género de vida? Y aún, si nos vienen con el sofisma de que Jesús es el verbo mismo de Dios y por tal, nos representan no un Verbo Puro y Santo, sino a un hombre ejecutado, de la manera más ignominiosa y molido a palos”.

“Vivo, no pudo socorrerse a sí mismo, y muerto, resucitó y mostró las señales de su pasión y las manos, tal como habían sido taladradas. ¿Y quién vio todo esto? Lo vio la mujer histérica... y algún otro de la misma cofradía de brujos, sea que lo soñaron”.

Celso -filósofo- escribe, en tiempo de Luciano, para quien el cristianismo es locura: “¿Cómo esta locura deviene en razón teológica dominante?”.

Esta “locura” era perseguida cruelmente. Estos “locos” se transforman en apologetas, recurriendo para la fundamentación racional de la fe, a los mismos principios griegos que heredara Roma, como los propios. El lenguaje de la apología y el de la condena están mediando por el lenguaje y los conceptos fundamentales del helenismo, en particular del platonismo. Florecen las apologías de fundamento griego: Arístides, Justino, Melitón, Apolinar, Atenágoras, Milciades, Teófilo, Tasiano...

Atenágoras, Teófilo y Justino, a la par que utilizan vocabulario estoico, recurren constantemente a Homero y a los famosos trágicos. En esos tiempos, florecen también las herejías y las gnosis: Marción, Valentín, Tasiano el Sirio.

Aparecen los grandes maestros: Tertuliano, que escribe: “Ha surgido un nuevo tipo de cristianismo, que se propone unir los valores del helenismo con la fe cristiana”. A comienzos del siglo III aparecen los mártires. Orígenes refuta a Celso en su obra Contra Celso, y reproduce la Biblia en las célebres Exaplas (Seis columnas), donde contrasta las traducciones griegas con el texto hebreo. A mediados del siglo III destaca la figura del obispo Cecilio Cipriano en África. A finales del siglo III, la Iglesia está implantada en Occidente y, consiguientemente, se multiplican las parroquias (“centros alrededor de nosotros”).

La última de las persecuciones es la de Dioclesiano. Con Constantino (306-338) se decreta la oficialidad de la religión cristiana -como hemos visto- y, en efecto, se declara que es criminal poner en duda la validez de lo establecido desde los tiempos antiguos, y aún cuando Constantino se siente a sí mismo un nuevo Moisés, en los hechos, se institucionaliza la preeminencia del cristianismo en Roma.

Crecen las agrupaciones de monjes y anacoretas y desde el Egipto Medio donde nace San Antonio, se extienden por todo Egipto, San. Pacomio, San Hilarión de Gaza, San Basilio, en Egipto y en el Occidente; San Gerónimo, en Roma; en Belén más tarde; San Ambrosio en Milán; San Martin cerca de Poitiers hacia el 300; en la segunda mitad del siglo IV: San Basilio, Gregorio Nacianceno, San Gerónimo, Gregorio de Niza y San Agustín.

Afínales del siglo IV, en el 314 y en el 325, respectivamente, se realizan los concilios de Arles y de Nicea. También el de Constantinopla en el 381. Estos sientan las bases y la creación del Derecho Canónico. En el año 410, Alarico se apodera y saquea Roma. Durante el curso de esta histórica evolución apologética, marcada por una creciente socialización, la Teología Cristiana se ha helenizado, ganando al helenismo. Técnicamente, ha cristianizado la cultura helena y por ello es que ha ganado un rango preeminente la romanidad. Esta última es tributaria de la historia cultural de Grecia.

En ese sentido, en los primeros siglos, escribió San Justino: “Si es Cristo... el que Sócrates conociera, tuvo que ser necesariamente una revolución. El cristianismo ha hecho propias dos dimensiones históricas diacrónicas, en un propio proyecto: Jerusalén y Atenas”. Para San Agustín no serán dos ciudades terrenas, sino en sus palabras, la Ciudad de Dios.

Una nueva exégesis se ha apoderado de los ánimos, y las sentencias bíblicas resuenan con mayor vigencia que nunca:

“Ustedes son hijos de la luz” (Primera Tesalonicenses: 5,5)

“Yo soy el Alfa y el Omega” (Apocalipsis: 1,8)

Necesitamos siempre un Alfa y un Omega para comprender a fondo y asumir cultural y políticamente la dimensión plena y las exigencias históricas de los Derechos Humanos.



SEGUNDA PARTE

FILOSOFIA MORAL O ETICA

 

PRIMERA APROXIMACIÓN

Para hallar una definición de la Ética, hemos de situarnos primeramente en el campo de la Filosofía. Según lo entiende Hessen, la Filosofía es un intento del espíritu humano para llegar a una concepción del universo, mediante la autorreflexión sobre sus funciones valorativas, teóricas y prácticas3. Es en este entendimiento que tomamos como primordial el aspecto de reflexión como acto llevado a cabo por el espíritu.

En efecto, a lo largo de la historia del pensamiento humano se ha caracterizado a la Ética como aquella parte de la Filosofía que estudia todo lo que concierne a los actos humanos racionales y libres y a su valoración. Vale apresuramos en esclarecer que la moral es solo una parte del total de esta disciplina filosófica y que la Ética designa en sí lo que se ha dado en llamar “Filosofía Moral”, y es por ello que ambas expresiones “Filosofía Moral” y "Ética” designan una única y misma disciplina, que aquí damos en llamar indistintamente de esa forma.

Ahora bien, como hemos dicho, los actos a ser valorados y estudiados por la Ética o Filosofía Moral son aquellos actos humanos libres y racionales. Se ha visto que el estudio de los actos humanos también concierne a otras disciplinas como por ejemplo a la Psicología. Pero la Ética estudia los actos humanos desde una particular perspectiva: lo que le interesa es determinar cuáles actos han de ser considerados como correctos y cuáles han de ser tomados como incorrectos. El interés de la Ética, pues, apunta entre otros puntos a determinar criterios y parámetros desde los cuales un acto pueda ser catalogado como bueno o malo.

Hecha esta primera aproximación hay que enfatizar el carácter racional de la Ética. Puesto que la Ética se propone hallar una serie de criterios a partir de los cuales un acto ha de ser considerado bueno o malo, esos parámetros han de estar justificados. Y para realizar tal justificación se ha de utilizar la razón. La Ética fundamenta racionalmente sus aserciones y juicios normativos.

La Ética no sólo es considerada como una ciencia, sino es también un arte. La Ética es a la vez ciencia y arte. Queda claro, por lo dicho más arriba, la razón por la cual esta disciplina ha de ser considerada como una ciencia. Pero también es arte porque establece normas; no sería tal si estuviese ausente su capacidad de prescribir reglas. Hay que recordar que la perspectiva de arte de la Ética está absolutamente relacionada con la perspectiva de la ciencia. Parafraseando a Kant, puede decirse que la Ética como arte sin la ciencia es ciega, y que la Ética como ciencia sin arte es vacía.

La Filosofía Moral o Ética se caracteriza entonces por ocuparse de las acciones humanas libres. Por ello se sostiene que estas acciones humanas libres constituyen el objeto material de la Filosofía Moral. El objeto formal de la Filosofía Moral, a su vez, son las acciones humanas regidas por la razón.

 

LA FILOSOFIA MORAL O ETICA Y LA MORAL

Habitualmente, los conceptos de Ética y de moral han sido entendidos o delimitados de manera un tanto confusa. Ciertamente ha sido así ya que alguna parte de la doctrina ha sostenido tradicionalmente la idea de que la moral rige la conducta “externa” del hombre, es decir, su comportamiento en sociedad; y que la Ética se ocuparía de la conducta “interna” (llamándola así “moral interna”), en alusión a aquel ámbito interno, aquel fuero ínsito en la conciencia de cada persona que le impele a obrar de manera fiel a sus principios y valores en cuanto sujeto, de un modo íntimo y personal; esto es, “acorde a consigo mismo”. Tomando estos sentidos es que sobrevienen las múltiples y erróneas interpretaciones.

Aclaremos entonces en primer lugar que la Ética o Filosofía Moral y la moral son dos ámbitos que toman puntos de vista completamente distintos, aunque estén estrechamente ligados.

La moral consiste en un conjunto específico de principios que norman la vida social y particular del hombre. Trayendo a colación su etimología aflora el concepto de “costumbres de los mayores”: mores maiorum; es decir, pautas que regían la conducta de los antepasados. La moral designa el conjunto de los valores que orientan y rigen la conducta de un ser humano para consigo mismo y en la vida social; y es importante entender que, frente a ella, la Filosofía Moral o Ética es una ciencia y un arte cuya amplitud de reflexión abarca a la moral.

Ello es tal porque la Filosofía Moral o Ética no solo se ocupa de los preceptos de la moral, sino que también constituye un análisis razonado acerca de los principios de la ley, de los valores en sí mismos y de los actos humanos en su necesidad esencial de libertad, racionalidad y trascendencia.

Vale entonces diferenciar claramente a la Filosofía Moral o Ética como un ir más allá de la mera moral; la Filosofía Moral, pues, ejerce un camino de contemplación y de reflexión profunda, compleja y razonada sobre los valores aceptados en una sociedad, y es en tal sentido que justamente decimos que constituye una disciplina filosófica.

Por tanto, siendo que la moral se corresponde concretamente a ese conjunto de valores presentes en la vida social y personal y que la Filosofía Moral es un ámbito de reflexión a la luz de principios racionales sobre esos valores, abarcando una amplitud de aspectos mucho más allá de esos valores, tales como la ley y los elementos de libertad y voluntad que hacen a los actos humanos, ya nos encontramos en condiciones de arribar a una clara definición de lo que es la Ética o Filosofía Moral:

La Ética o Filosofía Moral es el conjunto de principios racionales que proporcionan una justipreciación acerca de los valores que norman la conducta humana y que guían la acción del hombre; y que por medio del análisis de la moral, la ley y los actos humanos, indica lo deseable y correcto para la vida del ser humano, en sus relaciones consigo mismo, con los demás y con Dios.

Por todas esas razones es que la Ética o Filosofía Moral es tanto una ciencia teórica como práctica: no sólo teoriza sobre la moral, sino que indica el camino a seguir hacia una moral cada vez más acorde a la ley divina y a sus mandatos, hacia la trascendencia. Sobre este punto hemos de volver más adelante.



TERCERA PARTE

SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS

 

1- SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS Y SUS CARACTERÍSTICAS

Los Derechos Humanos son atributos inherentes a la persona por el solo hecho de nacer como tal.

Son inherentes a la persona en el sentido de que no pueden tomarse aisladamente. No se pueden escindir los derechos humanos respecto de las personas; necesariamente debe existir un sujeto de derechos y, aunque de buenas a primeras este pensamiento aparezca como poco claro, hay que atender a la evolución histórica de las luchas libertarias, que han dado como resultado el cambio de aquel concepto tradicional según el cual al hombre se le imputaban ciertos derechos en forma pasiva, recibiéndolos este casi como una gracia o una concesión, por el “nuevo” concepto que coloca al hombre como punto central de todo sistema de derechos. Ello ha sucedido así en el proceso de emancipación que inicia prácticamente con el Bill of Rights de 1215 en nuestra civilización occidental, hallando su máximo esplendor con la Revolución Francesa de 1789.

Es decir, antes de esos procesos, el hombre era tomado como un objeto de derechos, convirtiéndose pasivamente en algo a lo cual habría que reconocer ciertas prerrogativas por parte del poder, que en el fondo pretendía seguir gozando de cierta legitimidad al efecto de continuar percibiendo tributos. Pero, tras esos acontecimientos cambia radicalmente este enfoque. La humanidad entera se ve entonces inspirada a modificar los rumbos que hasta entonces no habían sido puestos en tela de juicio jamás.

Asimismo, se ha dicho que los derechos humanos son inalienables. Significa que ningún poder -sea privado, estatal o supraestatal-, puede estar por encima de ellos ni arrogarse parte de los mismos, ni mucho menos su totalidad. Nadie podrá prohibirlos, ni canjearlos, ni transferirlos a otro; puesto que no se tratan de concesiones de titularidades que puedan ser objeto de transacción; y por la misma razón decimos también que son inembargables. Tampoco los derechos humanos pueden ser suprimidos, salvo en determinadas situaciones y según las debidas garantías procesales, las que en suma serán resultado de la plena observancia de los propios derechos fundamentales. Podemos ilustrar esto con un ejemplo: puede ser restringido el derecho a la libertad si un tribunal de justicia dictamina que una persona es culpable de haber cometido un hecho punible según la ley, siempre y cuando esa persona haya ejercido debidamente su derecho a la defensa.

Otra característica presente en los derechos humanos que nos podrá servir a los efectos de ilustrar suficientemente una noción de los mismos, es aquella según la cual decimos que los derechos humanos son indivisibles, interdependientes e interrelacionados unos con otros. La idea de lo absoluto empapa de manera indiscutible el ropaje de los derechos fundamentales; al ser estos absolutos no pueden ser considerados en partes, se deben cumplir y observar por todos y para todos; no es posible la vigencia más o menos de un derecho, o el goce de algunos derechos humanos por un grupo o grupos de personas ante la negación a los demás.

Estos derechos fundamentales están hoy en día reconocidos en varios países del mundo; establecidos en la ley y garantizados por ella, a través de tratados y acuerdos internacionales, por medio del uso del derecho consuetudinario y otras fuentes del derecho internacional; pero, a pesar de todas estas circunstancias -que, de hecho, son circunstancias fácticas- debemos aclarar muy tajantemente que los mismos no tienen carácter contractual. Tal es así que los derechos humanos no provienen de una convención; que en suma implica la idea de un acuerdo entre partes, que necesita ser plasmado en la ley como pacto obligatorio a regir entre los interesados. Los derechos humanos, en efecto, por ser derivados de un orden natural, no necesitan ser declarados como tales. Basta el solo uso de las facultades racionales en el hombre para hallar la lógica de los mismos en cuanto a su naturaleza fundamental, y sus demás características.

 

2- LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS

Como hemos dicho, el hombre es capaz del uso de razón. Al hallar principios racionales que participan de lo absoluto, el hombre ha visto que los derechos humanos deben regir en todas partes del mundo, para todos y en todo tiempo; tanto es así que la basilar universalidad de los derechos humanos ha sido plasmada en toda la normativa internacional de los derechos expresados como fundamentales. La manera exhaustiva con que este principio se ha destacado inicialmente en la Declaración Universal de Derechos Humanos y la forma en que también se halla reiterado en numerosos convenios, declaraciones y otras resoluciones internacionales de derechos humanos, es la demostración más palpable e inspiradora de la plena vigencia de esta universalidad.

Desde el punto de vista de las normas jurídicas esto significa que, en materia de derechos humanos, los derechos no tienen un simple carácter de generalidad: si fueran generales, admitirían una excepción bajo ciertas condiciones. A diferencia de otras normas, las normas contenidas en los derechos humanos rigen de manera absoluta; puesto que, tal como lo hemos graficado: “los derechos humanos son para todos y en todo tiempo y lugar

Corresponde ahora señalar que los Estados han asumido la obligación sustancial de promover, proteger y allanar todos los obstáculos posibles a la plena vigencia de estos derechos, sin importar las peculiaridades o particularidades que hagan a sus órdenes políticos, ni configuración económica o realidad cultural o social.

 

3- LA DENOMINACIÓN DE DERECHOS HUMANOS

En materia de Derechos Humanos, creemos que es mejor no confundir al conjunto de derechos humanos como un equivalente total a las libertades fundamentales. Las libertades son solo una parte del contenido más amplio de los derechos humanos; tal es así que tendríamos que esclarecer concretamente que, para nosotros, también las garantías integran la categoría amplia con la cual denominamos “derechos humanos” a esos atributos inherentes.

En efecto, cuando nos referimos a la “libertad de expresión”, “libertad de manifestación”, “libertad de reunión”, en realidad estamos enunciando derechos. Y así mismo, cuando hablamos de garantías junto con la necesariedad que supone el establecimiento de esos mecanismos que mediante su ejercicio conlleven la observancia de los mismos derechos; tanto el derecho como el aseguramiento de ese derecho (garantías) son, en definitiva, derechos.

Tal es así que la denominación de Derechos Humanos implica no solamente las facultades subjetivas enunciadas como atributos inherentes al hombre, sino también las libertades y garantías que aseguren la plena vigencia de los mismos.

 

4- El CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS

Por tanto, tomando como base todas estas condiciones y nociones previas, podemos establecer como primera noción que los derechos humanos son facultades inherentes a todas las personas por el simple hecho de ser un ser humano; que corresponden a todos y a cada uno sin distinción, ya sea por nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, capacidad económica o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna.

Pero es importante explicitar aún un sentido más profundo y humanizante. En efecto, nosotros entendemos por derechos humanos que son facultades propias de todo ser humano, inherentes a la naturaleza del Hombre como persona por el solo hecho de ser tal, dada su intransferible dignidad y mediante cuya vigencia se realiza la persona en su dimensión individual, social y trascendental; no son concesiones graciosas del Estado u organismo alguno, sino exigencias de esa misma naturaleza, sin distinción de nacionalidad, de raza, de religión, de origen étnico, de color, lugar de residencia, sexo, capacidad económica, lengua, situación social o cualquier otra condición.

En resumen, en este entendimiento afirmamos que, por el solo hecho de ser persona, el Hombre es poseedor de inalienables derechos fundamentales.


5-      UNA VIRTUD DE CONJUNTO

Tal como más arriba hemos expresado, los Derechos Humanos conforman en sí un conjunto que no puede ser dividido en partes, siendo entre sí derechos interrelacionados e interdependientes. Ni el poder público o persona pública o privada alguna podría hacer vigentes más o menos los derechos humanos, se supone, pues, que cuando hay observancia de los mismos no hay una elección de este o aquel derecho; o que no pueden ser observados solo con respecto a una persona o grupo de personas en detrimento a las demás personas o grupos sociales. Para tener una visión más clara de esta unicidad de los derechos humanos baste con enunciar los derechos civiles y políticos como el derecho a la vida desde la concepción, la igualdad ante la ley y la libertad en sus múltiples expresiones, colocándolos frente al contenido que enuncian los derechos económicos, sociales y culturales: como el derecho al trabajo y la seguridad social, la educación, la salud; o los derechos colectivos, como los derechos al desarrollo, a la igualdad y la autodeterminación de los pueblos. No puede existir una plena vigencia del derecho al trabajo si no está debidamente garantizada la igualdad ante la ley, por ejemplo. Sin embargo, cabe resaltar concretamente que estos derechos fundamentales trascienden totalmente las normas jurídicas, y que estas solo los consagran.

En definitiva, todos son derechos que conforman un conjunto dentro del cual el avance de uno facilita el avance de los demás. De la misma manera, la privación de un derecho afecta negativamente a la vigencia de los demás.


6- LOS DERECHOS HUMANOS CONLLEVAN OBLIGACIONES

En primer lugar, es importante entender que los Derechos Humanos conforman una lista no exhaustiva de prerrogativas. Esto significa que, frente a la aparición de nuevos desafíos y situaciones según las cuales no esté prevista una solución expresa, la falta de preceptos expresos en tales situaciones no podrá ser alegada o aducida como obstáculo o impedimento alguno a la persona para el pleno desarrollo y ejercicio de sus atributos inherentes. Esto es tomado exclusivamente en el sentido de la previsión lógico-racional que involucra a los derechos humanos; dado que estos han sido ciertamente expresados en tratados, acuerdos y declaraciones internacionales, y cuando el contenido de un derecho humano se hace explícito al ser enunciado como norma, ante la ausencia de la explicitación de algún sentido, no dejarán por ello de tener vigencia estas facultades inherentes a la persona.

Los principales tratados y documentos de Derechos Humanos internacionales han sido ratificados por la inmensa mayoría de los Estados, por lo cual creemos que se manifiesta concretamente el sentir común de los Estados-partes para establecer obligaciones jurídicas que se comprometen a cumplir, y de esta manera se confiere al concepto de la universalidad una expresión concreta. Algunas normas fundamentales de derechos humanos gozan de protección universal en virtud del derecho internacional consuetudinario a través de todas las fronteras y civilizaciones. El derecho internacional de los derechos humanos establece las obligaciones que tienen los gobiernos de tomar medidas en determinadas situaciones, o de abstenerse de actuar de determinada forma en otras, a fin de promover y proteger los derechos humanos de los individuos o grupos.

El contenido de los Derechos Humanos implica tanto los atributos inherentes a la persona como las obligaciones o responsabilidades. Los gobiernos y Estados-partes toman el compromiso concreto de respetar, proteger y cumplir los derechos humanos. Los Estados deben, en dicho sentido: a) abstenerse de interferir en el disfrute de los derechos humanos, o de limitarlos;

b)      impedir los abusos de los derechos humanos contra individuos y grupos; y c) adoptar medidas positivas para facilitar el disfrute de los derechos humanos básicos.



CUARTA PARTE

LA ALTERIDAD

 

La alteridad es un precepto ético que guía al entendimiento para establecer la bondad o la maldad de las acciones. Este concepto fue acuñado por el filósofo francés Emmanuel Levinas (1906- 1995). Consiste en el reconocimiento y aceptación “del otro” (alter, pues, significa en latín: otro). Como criterio ético fundamental exige que salgamos de nuestra “mismidad”, rompiendo ese individualista reducto que se impone tradicionalmente como único continente de nuestro ser, para abrir nuestro horizonte de acciones y de pensamiento poniéndonos “en el lugar del otro”; ese otro que como ser humano pertenece igual que yo a la humanidad.

En efecto, el hombre se ha visto desde siempre enmarcado en su propio ser. El modo de pensar y sus acciones las ha emprendido habitualmente en vistas a la concreción singular de sus objetivos, sus sueños, de sus ideales o metas, de sus apetitos; se ha preocupado únicamente por su propia supervivencia, pero a tal extremo ha llegado su egoísmo que ha caído en la negación total de la existencia del otro.

Es por ello que la falta de entendimiento de este precepto ético ha generado el esquema perverso de injusticia y dominación. Históricamente, el hombre ha negado “al otro”, de una manera sistemática; históricamente, el hombre ha invadido y se ha apoderado del otro, sin conocer que la violación de los derechos básicos significa precisamente la violación a sí mismo. Tan profundo y complejo es este concepto, que sostenemos justamente que la propia mismidad del ser del hombre está inexorablemente emparentada con la alteridad: somos unos-con-otros, y allí es donde empieza la verdadera experiencia de vida moral de la humanidad.

Evidentemente, el entendimiento de este principio conlleva a sostener que la única salida para consolidar la alteridad ética es la convivencia democrática, pacífica, participativa y pluralista. La participación de aquel que originariamente es marginado, de aquel que es postergado o de alguna manera “sobreentendido” al momento de establecer acciones y políticas; el hecho de escuchar la voz del oprimido, de aquel carenciado que ha sido inveteradamente suprimido; dejando atrás posturas mezquinas y carentes de significado social; haciendo lugar a la creatividad y al diálogo crítico, dará el matiz enriquecedor y traerá la justicia y la auténtica paz social para la humanidad entera.

Desde el punto de vista económico la alteridad significa el abandono del individualismo extremo que envuelve a las acciones emprendidas en el afán desmedido del lucro; acciones que afectan la dignidad y la postulación del otro. Desde el punto de vista social la alteridad implica el rechazo del etnocentrismo, la búsqueda, aceptación y participación “en” y el otro y “para” el otro; implica, asimismo el término total de la angustiosa marginalidad, que como frecuente vicio perpetrado por la sociedad actual ha desembocado en verdadera miseria para el hombre. A lo que agregamos que Levinas propone desde su teoría la llamada “alteridad erótica”; al referirse al reconocimiento y valoración del varón y de la mujer, en plena paridad.

Sin embargo, hoy persisten algunas prácticas sociales que son continuadoras de las estructuras de dominación. Notemos, como un primer ejemplo: que la docencia contra la mujer en nuestro país en los últimos años parece recrudecer y tomar peculiares matices; por lo que nos preguntamos incluso cuánto aun hay por trabajar en el campo del reconocimiento y la valoración de los géneros. Asimismo; como una lesión a la alteridad ética existe también en nuestra realidad nacional la lamentable práctica del asistencialismo. El asistencialismo preconiza la ayuda urgente, la satisfacción inmediata de ciertas necesidades materiales para los grandes sectores carenciados; sin mirar lo trascendente: que la necesidad y la carencia atentan verdaderamente contra la plenitud y la autorrealización en todos los sentidos humanos; no sólo en la supervivencia material, y que las acciones para resolver el problema del otro, de ese que es igual a mí en dignidad y derechos; deben contemplar integralmente el mejoramiento y el reconocimiento de dignidad humana en todos los aspectos. También la alteridad en el campo de las acciones y costumbres políticas ha sido indefectiblemente negada. Los actos que interesan a la convivencia mundial y las decisiones tomadas en tal sentido se han basado sistemáticamente en avasallar esa “condición de ser otro” dejando fuera de las previsiones comunes las necesidades, carencias y visiones de los demás; las naciones y regiones poderosas se han ocupado habitualmente en no escuchar la voz de quienes -ellos llaman protocolarmente- son los países “hermanos”.

Por ello, cabe intentar comprender muy profundamente, desde nosotros mismos y la realidad que vivimos, cuáles son las varias maneras en que ocurren esas negaciones; y cómo la postergación del otro toma lugar concretándose en la vivencia diaria. El análisis de la realidad social ha de convertirse en un saludable hábito para la crítica desde el punto de vista de la ética; y en éste no se ha de olvidar que esa realidad social no sólo es resultado de la coexistencia y convivencia de personas, sino también de la coexistencia de poderes económicos, estatales, supranacionales, regionales y otros.

Lo claro y concreto es que no se puede hacer un análisis de la alteridad escindido del estudio de la dignidad humana.

Aunque la dignidad no es fácil de definir, podemos hacer uso de una noción de ella; describiendo su contenido: es todo aquello que hace que el hombre sea hombre y no animal, no otro ser. Es una característica que distingue a la humanidad, debido a su racionalidad y autodeterminación, característica que no poseen los demás seres sensitivos. Por tanto, de suyo, el ser racional es libre, se puede autodeterminar, se encuentra a sí mismo en una escala mayor a los demás seres de la naturaleza y en ello consiste la dignidad.

Alteridad no existe sin dignidad. Todo aquello que atente la esencial dignidad del ser del hombre atenta contra la alteridad; se constituye en un obstáculo para la autodeterminación. En este punto se hace preciso recalcar que la alteridad no es una simple empatía, una simple emoción momentánea; una simpatía pasajera por el otro. Es tener al otro como alguien que está allí, permanentemente; un “rostro” demandante, exigente, que irrumpe con su propio ser en mí. Es por estas razones que las visiones parcialistas deberán ser abandonadas, el hombre por fin tiene el deber de entender que el correcto camino es el de fraternizar y optar por los otros, para hallar la plena realización. El hombre debe hallar el camino para que la dignidad humana sea respetada y exaltada, universal e íntegramente y en este cometido la alteridad se impone como el criterio ético fundamental que ha de guiar esa misión.



1. LA ÉTICA Y LA POLÍTICA. SU RELACIÓN

La política es la ciencia y el arte de gobernar a un pueblo, dirigiéndolo a un fin. Asimismo, es la actividad desempeñada por quienes detentan el poder; en este sentido, podemos afirmar que la política tiene el aspecto de praxis desde el punto de vista del “quehacer político”; es decir, de la vida política ejercida en el seno de una comunidad. Ahora bien: ¿cuál es la posibilidad de que el quehacer político coincida con el plano de realización total de las aspiraciones morales de un pueblo? O, si se quiere, podemos plantear el problema a la inversa: ¿es cierto que los valores ético- morales son el punto de partida de toda configuración política? ¿Es procedente hacer una escisión auténtica entre el campo de la política con respecto del campo de la moral, teniendo en cuenta que ambas son dominio de lo humano, pero que han sido pensadas como dimensiones inconexas?

Si nos fijamos en las cualidades distintas así expuestas, podríamos hallar al menos tres cauces teóricos en este sentido:

a)      Una postura “integralista” erigida desde el campo de la Ética; según la cual hay una diferencia sustancial entre ambos campos (Ética y Política); y si hemos de tener preferencia o si hemos de elegir entre ambas; negaremos la Política al tomar la Ética como prevalente, es decir, como un orden cognitivo y normativo superior. Hay una superioridad jerárquica entre estos ámbitos de lo humano; y la cualidad trascendente del espíritu impele a optar por la rectitud de obrar y de razón... por lo cual, la Política; como una realidad ampliamente distinta a lo ético, queda subordinada a éste; y no- tiene sentido alguno si es comprendida o ejercida fuera de este campo.

b) Una postura llamada “realista”, según la cual, valen por sí mismos los fines políticos, y para alcanzarlos no importa la eliminación y el avasallamiento de los valores ético-morales; si éstos se contraponen a esos intereses. En efecto, la acción política será tomada como norma de sí misma, no relacionada de manera alguna con la acción moral; pretendiéndose de esta forma atribuirle una categoría de neutralidad con respecto a lo ético.

c) Una postura “sintética” que pretende la comprensión de la aparente contradicción entre las dos anteriores, superándola al establecer la acción de “moralización de la política”, que puede tener varias facetas: moralización del gobernante, moralización de la conciencia moral del pueblo, moralización de las formas políticas mediante leyes fiscalizadoras, etc.

Pero ¿cuáles han sido las razones que han llevado a los tratadistas a establecer esta disparidad de soluciones? Y, si nos atenemos al “integrismo moral” (a), atisbamos como su génesis la consideración de que la política con frecuencia se presenta como el ámbito de la hipocresía, como un conjunto de artificiosas maneras de generar el beneficio de unos pocos, como el lugar en que se suceden las mañas y artimañas contrarias a todo orden moral. Con mayor habitualidad de lo que aparenta, la política se ha erigido en una dimensión alienante, totalmente opuesta a la plena realización del hombre; apabullante para la persona humana y para la consecución de los fines que conforman el bien común. Concretamente, quienes sostienen esta postura reclaman a voces que todo lo relativo a la política nos hace pensar como referido -siempre- a un asunto inmoral.

Evidentemente son varios rasgos los que generan este rechazo; y como sucede en la experiencia humana, la política se presenta habitualmente imbuida de reducciones individualistas, la actividad de quienes conducen la vida política fácilmente se convierte en abuso de poder, existen prácticas aberrantes como el tráfico de influencias, se infringe la ley teniendo como pretexto la “razón de Estado”, etc. Todo ello otorga a la política el matiz del “juego sucio”.

Por otra parte, dentro de la propia escuela del integrismo moral, respecto de la política en sí, hay posiciones que señalan que de hecho la misma pertenece a una etapa “primitiva” de la vida humana, estableciendo como final de una evolución una sociedad que prescinda de la misma; una sociedad “civil” que ha superado esa fase de alienación y que ha encontrado su plena perfección. La evolución de la humanidad desde esa perspectiva se presenta como un proceso natural, perfeccionador.

Otras posiciones determinan la necesidad de que los directos interesados asuman la conducción de sus problemas en manera conjunta, de forma a descabezar toda forma de poder que pudiera convertirse en “amo”. En ello consiste precisamente el anarquismo obrero. Propugna que la clase obrera elimine los “intermediarios” que conforman quienes integran la clase política, entre los problemas sociales y su solución.

Por tanto, la escuela del “integrismo moral” de dicha manera toma distintos matices, pero todos coinciden en la “eliminación” de la política y en su sustitución por una vida íntegra, centralizada en el ámbito de los valores ético-morales que deben ser configuración fundamental de la sociedad humana.

Por su parte y en contraposición, la escuela “realista” (b), según la cual es preferible sacrificar los principios morales en pro de los intereses políticos, encuentra, evidentemente, una clara separación entre la política y la ética. El famoso adagio que reza: “El fin justifica los medios” de la obra de Maquiavelo ha cristalizado al máximo este pensamiento, donde la “razón de Estado” juega el papel preponderante en la vida de la sociedad; y no importa que el gobernante -el príncipe- deje de lado sus propias aspiraciones éticas en pos del bien para el Estado. Por ello es que incluso se propugna la autonomía total de la política, llegando a entenderse a la acción política como justificación de sí misma, exigiendo la eliminación de cualquier referencia a la moral. Hegel llegará a identificar al ser y el deber ser en la categoría del “Estado ético”.

Los teóricos en ciencias políticas y en sociología frecuentemente sostienen los presupuestos del realismo político, sustentando la idea de que la política ha de regirse por leyes estrictamente técnicas, a las que no interesa la bondad o la maldad de las acciones del hombre.

Teniendo en cuenta las proposiciones de la última postura que hemos enumerado con respecto al problema de la relación entre la ética y la política, esto es, la escuela “sintética” (e), hemos visto a lo largo de la historia del pensamiento que también han sido múltiples los intentos en conciliar satisfactoriamente ambos ámbitos, y estos intentos han sido:

1.- Formar éticamente al gobernante; puesto que si se cambia la mentalidad de quien gobierna, siendo éste el protagonista central de la experiencia política, todo el sistema socio-político quedará moralizado.

2.- Formar religiosamente a la sociedad; de manera que la religión ejerza de fiscalizadora desde el plano de la conciencia moral.

3.- Establecer sistemas ético-legales; es decir, moralizar las estructuras políticas mediante normas de control, de “frenos y contrapesos”: división de poderes, supremacía de la ley, recíproco control.

4.- Admitir el realismo político pero con el aditamento de la “virtud”: la virtud es políticamente útil, es decir, tiene una función pragmática y que sirve a los fines del Estado cuando la virtud es un rasgo que se añade al gobernante.

5.- Acomodar la conciencia moral en cada caso (proceso psicológico que algunos pensadores atribuyen al llamado “farisismo”) para que la acción realizada pueda adscribirse tanto a la exigencia ética como a la instancia política.

 

La POLÍTICA ESTÁ NECESARIAMENTE RELACIONADA CON LA MORAL, Y VICEVERSA:

Por una parte, se podría aceptar la independencia del comportamiento y el conocimiento político respecto de la ética tal como se da en la experiencia de la realidad; pero no es cierto de manera alguna que las acciones tomadas en el ámbito político no tengan sus consecuencias en el plano ético-moral. En efecto, para nosotros el fundamento de la referencia de la política a la ética es la finalidad justificadora de la comunidad política.

La sociedad humana se estructura políticamente para la consecución de los fines del bien común universal. Es decir, toda acción y conocimiento de la ciencia política tiene sentido en cuanto que realiza de alguna manera y en algún aspecto el mandato del bien común; que busca la plena realización del hombre en el plano personal y también en la vida comunitaria mediante el ejercicio de los valores de la solidaridad. Es más, el bien común “universal” necesariamente busca la autorrealización de “todo hombre”, es decir, de toda la humanidad.

En suma, la existencia de todo sistema político se justifica por la obtención de un bien y es la realización de este bien lo que necesariamente integra la ética junto con la política. Los tomistas han introducido esta reflexión por este cauce y han considerado el bien común como ese bien hacia el que necesariamente debe tender una auténtica política. Maritain, sin descartar el bien común, incluso subraya el valor de la persona como categoría justificadora de la moral política.


II. LA ÉTICA CON RELACIÓN A LOS SISTEMAS ECONÓMICOS:

¿Existe una función de la ética con respecto a la solución de los problemas que generan los sistemas económicos? ¿Corresponde a la ética dar una alternativa, una salida a los injustos esquemas que los variados sistemas económicos imponen al hombre? ¿Es propio del campo del estudio de la ética el diseño de un modelo económico que supere las dificultades?

La ética, pues, no propone un sistema económico diferente de los ya existentes. Pero su función es reflexivo-crítica; somete a examen desde la perspectiva de los valores morales todo sistema económico, debido a las opciones que comporta cada sistema.

Para la ética, el capitalismo como sistema económico parte de la posesión unilateral de los medios de producción y en el fin de la actividad económica plasmado íntegramente en un provecho privado. El beneficio individual es prevalente. Las consecuencias de este sistema se contraponen de plano contra la aspiración del bien común; puesto que parte de la base de la supremacía del beneficio egoísta y de la acumulación de riquezas en manos de unos pocos, en detrimento de la distribución de riquezas para todos.

El capitalismo exacerbado ha generado en extremo la falta de satisfacción de las necesidades más básicas para millones de seres humanos, y la opulencia y el boato innecesarios para unos pocos.

El capitalismo resiste a los principios básicos que hacen a la vida humana desde la perspectiva ético-moral, por las siguientes razones:

1.- La negación de la índole comunitaria de la vocación humana según el Plan de Dios, que se manifiesta a través de las realidades de la familia universal (que tiene a Dios como Padre). La solidaridad y la vida en comunidad son parte del mandamiento del amor.

2.- La negación de la interdependencia entre la persona y la sociedad, a tenor de la cual toma relieve la absoluta necesidad de vida social que tiene el ser humano; generando una sociedad “materialista” donde las conductas enmarcadas en la práctica del consumismo son el rasgo principal, tergiversando las relaciones humanas.

En efecto, con respecto a este último punto ha sostenido Juan Pablo II:

“Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que -si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta innecesaria de productos- cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas (“Sollicitudo reí socielis ”, 28- C)4.

3.- La falta de promoción del bien común, promoción que debiera ser en función de los derechos y del bien de la persona. La supremacía del lucro se ha impuesto como justificador de todo orden existente. Por tanto, el resultado es un sistema basado exclusivamente en las relaciones comerciales; en definitiva, un sistema deshumanizante.

4 - Los resultados de la desigualdad y antagonismos a causa de la acumulación de riquezas y concentración del capital se traducen en los conflictos de clases; donde una clase prevalece sobre la otra, que es explotada y de esta suerte, “colocada por debajo” de la clase dominante. La clase dominante pugna por seguir dominando, la dominada o explotada por conquistar el puesto prevalente; y así sucesivamente, viviendo en un estado permanente de pólemos, es decir, de conflictos, luchas, guerras.

Como continúa diciendo Juan Pablo II:

“Este es, pues, el cuadro: están aquellos -los pocos que poseen mucho- que no llegan verdaderamente a ser, porque, por una inversión de la jerarquía de valores, se encuentran impedidos par el culto del tener, y están los otros -los muchos que poseen poco o nada-, los cuales no consiguen realizar su vocación humana más fundamental al carecer de los bienes indispensables (“Sollicitudo rei socialis ”, 28-F)5

La ética no puede menos que condenar desde sus más básicos cimientos a un sistema así, desde el punto mismo en que se parte del provecho individualista. Y además, el panorama de una sociedad en permanente pugna nada bueno trae a la visión del mundo armónico y pleno que es destino de la humanidad.

Pero si bien el capitalismo halla sólidos detractores desde el análisis ético y en especial desde la Doctrina Social de la Iglesia, tampoco el colectivismo planificado es visto como un sistema económico válido para la consecución del bien humano universal.

León XIII, en 1891, en su encíclica Rerum Novarum, denuncia la cuestión obrera con ácidas palabras, explicitando el yugo impuesto por unos pocos adinerados que han reducido a sus hermanos prácticamente a la esclavitud. Pero también se pronuncia radicalmente en contra de la solución propuesta por el socialismo; pronunciándose respecto de dicha solución extrema como una salida “inadecuada e injusta”. A su parecer, una planificación colectiva y centralizada (propuesta por el comunismo) conlleva una lesión a las dimensiones personal, familiar y social del ser humano por las siguientes razones:

1.- La doctrina del señorío: El derecho de propiedad privada tiene un carácter cosmológico, contenido en el mandato divino del Génesis: “Creced, multiplicaos, dominad la tierra”. La estructura de señorío que corresponde a cada ser humano creada por Dios se concreta en la consiguiente potestad sobre unos bienes económicos determinados... “Dominad la tierra” implica someterla en tanto que fuente de sustentación y espacio de libertad, en su doble perspectiva de presente y futuro. Esta dimensión de dominio se basa en la razón y en la libertad, por tanto, ha de conservarse la propiedad privada como un derecho inherente al hombre, inviolable.

2.- Hay que añadir a la doctrina anterior el principio del finis operis: es decir, la doctrina del trabajo, puesto que mediante éste la persona imprime su ser a la materialidad de la naturaleza transformándola con su trabajo; y así legítimamente nace la propiedad de las cosas.

Por tanto, una sociedad que la despojara de dichos fundamentos hasta el punto de institucionalizar colectivamente a la propiedad, se erige simplemente en antihumana. En esa misma línea sigue el pensamiento de Juan XXIII, a quien en la encíclica Mater et Magistra, “le resulta extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del derecho a la propiedad”. Hay un valor precipuo en la iniciativa privada, un valor intrínseco en la libertad individual de cada persona humana.

Otro de los puntos mencionados por quienes se oponen a la colectivización de los medios de producción es que ese propio sistema genera paradójicamente un Estado capitalista; un gigante que a su vez lo concentra todo y centraliza la actividad económica.

Ahora cabría preguntarse si existe alguna perspectiva de solución desde el punto de vista de los valores ético-morales a ser vividos por el hombre en su dimensión individual y social; puesto que el sistema económico interesa justamente a ambos aspectos.

La Doctrina Social de la Iglesia señala que no todos los sistemas económicos son igualmente morales o inmorales. En efecto, hay atenuaciones y suavizaciones de ambos extremos (capitalismo-colectivismo) que pueden ser tomadas en cuanto cumplan satisfactoriamente los fines armónicos de convivencia social, desarrollo y plena realización del ser humano. Creemos, por tales razones, que desde la ética podemos hacer opción por el sistema de la tercera vía socialista, dado que proclama una acción transformadora de la realidad dentro de los urgentes valores de equidad y justicia social.



ÍNDICE

Prólogo

Presentación

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN

Filosofía Política de San Agustín:

San Agustín: una verdad “religiosa”

De los antecedentes históricos a los conceptos fundamentales: valor y verdad. La verdad como valor en San Agustín

La verdad, como valor, reedita el principio de la Ética sobre la Política

La preeminencia de la Ética sobre la Política se asocia a la verdad y a la justicia histórica

La verdad metafísica de la contingencia en la Filosofía Política de San Agustín y sus derivaciones a nuestra sociedad

Conclusión

SEGUNDA PARTE

FILOSOFÍA MORAL O ÉTICA

Primera aproximación

La Filosofía Moral o Ética y la moral

Los principios de la moral

La experiencia moral

Características de la ciencia de la Ética o Filosofía Moral

Ciencia práctica

Sobre la ley

Una única moral posible

El concepto de libertad en la Ética

La importancia de la libertad en el pensamiento personalista

La libertad del hombre desde la concepción de W. Luypen

La experiencia de vida del hombre en la libertad

La antinomia norma heterónoma-norma autónoma

La libertad en el pensamiento agustiniano

En suma: ¿qué es la libertad?

La felicidad

La felicidad como fin último  

Bondad o maldad de las acciones. Algunas condiciones

Libertad y discernimiento como condiciones de la moralidad

Ética y Religión

La ciencia de la Filosofía Moral y otras ciencias

Derecho y moral: desde la perspectiva de las normas

Filosofía Moral y Psicología  

Los valores

Subjetivismo y relativismo en los valores

Concepciones equivocadas en tomo a la Ética

El bien 

El mal 

El deber

Las pasiones

La virtud

La prudencia

La templanza

La fortaleza

La justicia

Unidad o pluralidad de la virtud en San Agustín

TERCERA PARTE

SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS

1. Sobre los derechos humanos y sus características  

2. La universalidad de los derechos humanos

3. La denominación de derechos humanos 

4. El concepto de derechos humanos

5. Una virtud de conjunto

6. Los derechos humanos conllevan obligaciones 

7. Clasificación de los derechos humanos

7.1. Derechos humanos individuales y colectivos

7.2. Derechos humanos de primera, segunda y tercera generación

8. Necesidad impostergable de educar en derechos humanos

9. Marco jurídico: Documentos internacionales de derechos humanos

La alteridad

La ética y política. Su relación

Bibliografía

 

 

 

 

 

 

 

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