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DELFINA ACOSTA

  EL VIAJE, 1995 - Cuentos de DELFINA ACOSTA


EL VIAJE, 1995 - Cuentos de DELFINA ACOSTA

 EL VIAJE

Cuentos de DELFINA ACOSTA

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Editorial Don Bosco, [s.a.].

 

 

PRÓLOGO

UN VIAJE POR LOS LABERINTOS DEL SER

 

Conocida desde hace años por su poesía, Delfina Acosta revela en su primer libro de cuentos «El Viaje», una vigorosa fibra de narradora, que explora con agudeza las penumbras del ser.

Las historias de Delfina inquietan, sorprenden, sacuden, por el acople de secuencias inesperadas, por las reacciones que escapan al comportamiento habitual, por la resolución sardónica de las tramas, así como por la utilización frecuente de imágenes y situaciones surrealistas, por lo general desconcertantes, muchas veces lastimosas, ciertamente reveladoras de un conocimiento de la condición humana.

Hay un dejo de ironía, de burla, de sonrisa triste, una cierta piedad, en estos textos donde se pone de manifiesto una crítica mordaz de la sociedad, a través del develamiento de las lacras interiores que ensucian a los hombres y mujeres de todas las épocas.

Con un lenguaje preciso, incisivo, avaro de la adjetivación, alternando la poesía con el sarcasmo, Delfina nos pinta la realidad escamoteada por la apariencia; la fuerza de los deseos ocultos y la vacuidad de las divagaciones pueriles; la vida patética y las reacciones insólitas de esos seres a los cuales cuestiona con rigor, pero mira con solidaria compasión. Los denuncia para comprenderlos, los satiriza para explicarlos, y, finalmente, los acepta sin enjuiciamientos, como miembros de un círculo al cual pertenecemos todos.

Creo que Delfina Acosta ingresa a la ficción breve con un trazo acendrado y un acento original, sumándose de este modo a otras voces femeninas, que desde hace más de una década han cuestionado nuestros patrones sociales, aquilatando con sus obras la narrativa paraguaya.

Celebro este paso primerizo de Delfina Acosta en el ámbito de la cuentística, con el convencimiento de que constituye el inicio de una promisoria caminata hacia múltiples realizaciones.

Renée Ferrer

 

 

 


Enlace al ÍNDICE del libro EL VIAJE en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

PRÓLOGO - UN VIAJE POR LOS LABERINTOS DEL SER

AMALIA BUSCA NOVIO

EL CUERVO

EL VIAJE

LA FIESTA EN LA MAR

LA HIEDRA

LA MÁS BELLA HISTORIA DE AMOR

LA TÍA

TARDE DE DOMINGO

TRIBUTO DE SANGRE

VAYA Y PASE, AMÉRICA

VESTIDO DE NOVIA



 

 

AMALIA BUSCA NOVIO

 

No pretendo que se me ame, como cuando tenía veinte años, pero con mis sesenta no he perdido aún las esperanzas de encontrar un hombre apasionado. Un hombre que me oiga tocar el piano aplaudiendo efusivamente mis interpretaciones de Mozart. Sería cosa más fácil todavía echar a caminar con él por la avenida de los olmos, respirar el fresco aroma de la tardecita, que suele ser prodigioso a las seis, y compartir aquellos sencillos proyectos de pasar el fin de semana en el hotel La alameda.

Elegiría un traje de baño en tono mostaza para sentarme a descansar en la arena.

Hablaríamos de cosas tales como: Aquello. Lo otro. Mentira. Verdad. Mentira. Tú ganas.

Compraríamos collares con semillas de frutas verdes que venden los indios, estremecidos cada uno por el temor de ser reconocidos a pesar de nuestras gafas y de nuestro maquillaje por los jóvenes nadadores. Nuestros admiradores nos pedirían, de tanto en tanto, autógrafos. No es poca cosa haber escrito más de veinte libros de amor, ser tan famosa como Corín Tellado y levantarme un galán de treinta años.

Nos sentaríamos en uno de los tantos miradores del hotel para ver la puesta del sol. Todos los atardeceres son magníficos, pero ninguno se compara con el que el mar te enseña a través de los catalejos. Ahora la ola arriba, ahora la ola abajo, ahora la ola cubriendo los peñascos, ahora dejando ver el puñal de piedra, y, por su parte, el corazón que no se queda quieto, el corazón subiendo y bajando hasta la altura de las golondrinas que rompen el viento.

Felipe, mi último galán, amó más mi nombre que mi persona. ¿Con que eres tú quien ha escrito Veinte besos para Isolda?, me dijo aquella  lluviosa noche de mayo mientras probábamos caviar en la abundante cena que ordené para dos personas. Nos habíamos conocido en el hotel Los búhos y habíamos jurado amarnos para siempre. Hacía bastante frío. Yo juré con lágrimas y vehemencia. Felipe me había mentido. Tenía la triste apariencia de un niño desprotegido; sentí tanta lástima por él cuando lo vi, pero mi lástima se transformó en amor apenas me llevó junto al murallón de la azotea de las palomas para besarme en la boca.

Besaba tan bien.

Juntos escribimos una novela de amor inspirada en la famosa emperatriz Sissí. Quita aquello, quita eso, me decía constantemente durante la penosa tarea de hilvanar una historia. No sé si su ayuda fue válida. Lo cierto es que Felipe se mandó mudar a Francia para escribir columnas literarias en un importante periódico vespertino. Creyó haber oído el llamado de la vocación junto a mí. Yo pensé que se había llevado mi manuscrito; pero aún conservaba un resto de mínima decencia. Mi libro estaba intacto; sin embargo, ya había perdido su amor.

La tía Constantina, que ha sobrepasado un poco los ochenta años, me comenta en su última carta que se ha enamorado de un joven de dieciséis.

Dice que lo cuida, que le peina la larga cabellera después de cada baño, que le prepara una dieta especial de cereales y panes tostados para que no le salgan granitos en la cara.

La tía será vieja, viejísima, pero sabe llevar con coquetería sus ochenta años, y hasta es capaz de provocar escándalos cuando se lanza a las aguas del mar con su traje de baño color topacio. Hay que verla, metiendo y sacando la cabeza del agua como un delfín, mientras sus fuertes brazos rompen las olas acercándola rápidamente hasta el buque de ultramar. Ha sido siempre tan vital.

Desearía enamorarme. Otelo, el joven levantador de pesas que vive en el piso nº 14, me mira a veces, o parece que me mira. ¿Qué ha visto en mí? Tal vez mi definitiva voluntad de amar, la majestad de mis ojos azules y este coraje endemoniado que me anima a derribar árboles sin sierra eléctrica. Tengo tanto para dar aún.

A veces sueño que Otelo está escondido dentro de uno de los varios placares de la casa. Precisamente, el juego de niños que tanto me gusta. De pronto, aparece ahorcado. De pronto, vestido con mis prendas íntimas. Es  tan simpático Otelo. Como un ahijado. Y ya siento su cuerpo caliente, al lado de mi cuerpo, en la cama. Amalia qué bella estás, me dice desenredando las violetas de mi larga cabellera. Y ya sueño que vamos por la avenida de los olmos, tratando de abrirnos paso ante la copiosa lluvia de palomas que levantan vuelo. Otelo me besa en la boca diciéndome cosas bonitas que no llego a comprender del todo, pero que endulzan mi corazón.

Es tan reconfortante soñar.

No importa que él pase en estos momentos con Micaela, la chueca, por mi vereda, y le sonría, y le ponga flores en el ojal de su vestido, y le convide con helados de frutilla haciendo tanto alarde. Yo soy su novia, y eso es todo.



 

EL CUERVO

 

Cuando el señor Bradbury llegó poco después de que cayera la tormenta ofreciéndonos una aspiradora americana, ni mi madre ni yo podíamos saber cuánta influencia llegaría a tener aquel anciano hombre en nuestras vidas. Era tan increíblemente anciano. Y tan frágil y enfermizo en apariencia. Por donde quiera que se lo mirase tenía mucho más de cien años. El señor Bradbury vestía un sobretodo de color azul eléctrico, cuyas mangas, ensanchadas y extremadamente largas, le llegaban casi hasta las rodillas. A decir verdad, no se desenvolvía con gracia como suelen desenvolverse los viejos a esa edad, pero sabía llevar con distinción su hermoso bastón de caoba.

Aquel bastón de caoba con punta de oro debía valer muchísimo dinero. Me animaba, a veces, el tonto deseo de preguntarle cuántos dólares había pagado por él, pero de inmediato desechaba la idea pues ese tipo de interrogatorio no se hace a un hombre mayor de edad. ¡Y que además vendía aspiradoras americanas!

Con rapidez nos explicaba las múltiples y apasionantes funciones de los botones mientras limpiaba el aparador inglés y la vieja alfombra de la sala. Quedamos encantadísimas con los resultados y decidimos comprar el producto en el instante. Ciento noventa dólares. Trato hecho. El señor Bradbury, en señal de profundo agradecimiento, prometió visitarnos a la tarde para tomar con nosotras el té.

No sabría cómo explicarlo, pero llegó a la cita convenida con un traje verde claro de estupendo corte y un aspecto casi juvenil. No parecía el mismo señor Bradbury que había aparecido durante la gran tormenta. En ciertos momentos de afectuosidad se lo veía hasta seductor. De hecho, sobrepasaba largamente los cien años. Misterio. Conversamos sobre tantas  cosas. Las pinturas de Miguel Ángel, los cuentos de Borges, la promoción de nuevas invenciones lingüísticas que aumentaba el tiraje de las novelas breves, la naturaleza, las flores... Mi madre, que apenas intervenía en la conversación con un sí o con un no, tuvo la buena idea de dejarnos solos yéndose a la cocina para preparar el segundo servicio del té.

Me encantaba oír hablar al señor Bradbury. Él me explicaba, sin sonrojarse, misteriosas prácticas sexuales de los pájaros. (Mi madre hubiera pegado un grito de escándalo de haberlo estado oyendo). Precisamente, una pareja de palomas había bajado sobre las ramas del duraznero del patio cuando sentí que toda yo me había transformado en una paloma. El señor Bradbury, en cambio, era un cuervo. Un arrogante y hermoso cuervo. Dando breves aleteos conseguimos subir sobre el aparador inglés. Sin embargo nuestros picos no conseguían sujetarse el uno del otro por lo que caímos violentamente en el piso. Aún intentábamos besarnos. Yo sentía que amaba a aquel hombre; lo amaba mucho antes de que viniera a golpear nuestra puerta ofreciéndonos la aspiradora americana. Me seducía su cultísima charla, la ligera aspereza, como de nueces, de sus manos, el misterio de sus ciento cinco años, sus largas uñas, más propias de una mujer, con las que se rascaba el mentón. Oh, yo lo amaba. Sin embargo, nuestros picos no conseguían amoldarse al beso. Podía sentir su aliento de cuervo en mi rostro, pero eso no me bastaba. ¡Qué difíciles son los caminos del amor!

Cuando mi madre apareció con el segundo servicio de té, levantamos vuelo, huyendo por las ventanas abiertas. La bandeja y las tazas de porcelana cayeron al suelo con una explosión. Nunca olvidaré el rostro asustado de mi madre mientras lanzaba un grito de horror.



 

EL VIAJE

 

A la memoria de mi padre,

Don Nicolás Acosta

 

Hacía tanto tiempo que no veíamos un niño. Allá por el año 1916, la colectividad de ancianos se alentó mutuamente para adquirir un niño oriental, pero nuestros esfuerzos se resquebrajaron amargamente en su presencia porque, contrariamente a lo que aguardábamos de su irradiación de timbal y de corneta, el chico no hacía sino señalar un médano en la playa, comunicándonos esa pereza y ese desgano de quien se ha cansado de llorar. No es que no queríamos compartir el terror de su soledad, pero teníamos miedo de volver a entender el porqué de su llanto, ¡hacía tanto tiempo que habíamos dejado atrás la infancia!

En vano desplegábamos esfuerzos por reanimarlo; tal vez él odiaba esa felicidad estúpida con la que le bosquejábamos nuestro cariño (sentíamos temor de tocarlo) y le contábamos nuestras desesperadas historias de ancianitos olvidados.

Un delicado amor se deslizaba por la aspereza de nuestros párpados resquebrajados cuando él nos miraba con sus ojos aguados, tristes, advirtiéndonos entre hipos que su madre venía a rescatarlo en el trencito de madera con el que jugaba. Pero el tren llegaba y salía de la imaginaria estación de New York o, quizás, de Tokio, con tantas advertencias de banderitas rojas para que su madre lo viera, y la pobre era una y otra vez arrastrada por ese enloquecido maquinista a cuerda.

¡Ay! ¿Dónde están las mujeres que no saben que sus hijos claman por ellas? ¿En qué feria se han quedado? ¿Los torvos entrechoques de la pareja de papagayos, las embelesó, quizás? ¿Dónde están las madres de cabellera delicada? ¿Dónde? ¿Dónde?

A veces nos cansábamos de escuchar sus lloriqueos y nos entregábamos en la vigilancia del reloj; qué bueno era saber que nuestra enfermera o nodriza (para el caso daba igual, lo mismo cuando la queríamos o no) nos traería al mediodía un revuelto de carne y de verduras. Sólo la velocidad y el traqueteo de nuestras mandíbulas al masticar nuestra porción de comida era capaz de alegrar a la señorita Susana. Oh, la buenísima señorita Susana. Con una jadeante exclamación de victoria, ella nos alentaba a seguir tragando el resto del filete de pescado, luego los caballones de perejil y después los tubos de cebolla.

Amábamos a esa mujer. Oh, sí la amábamos. Qué importancia tenía que nos despertara a la medianoche para hacernos dar ese horrible, ese frenético paseo por los pasillos de medio metro de anchura porque alguien había reclamado contra aquel olor que había coincidido con nuestro sobresalto. Ay, nosotros lo sabíamos muy bien, no habíamos hecho la cochinada pero nadie nos creía. Y era por eso el castigo del paseo. Y luego el agua fría de la ducha que dejaba al descubierto las ramas esqueléticas de nuestro desnudo corazón. Y más tarde, las velocísimas nubes de talco que nos hacían sonar las narices permitiéndonos soñar con el pañuelo perfumado de nuestra buena madre.

No siempre era así, desde luego; algunas tardes salíamos a dar caminatas bajo la enramada de flores. Cargábamos sobre nuestras espinas dorsales arqueadas el aroma dulzón de los jazmines.

¡Cómo pesaba a nuestro cuerpo de naturaleza invernal, la naturaleza fogosa de la primavera; exigiendo cada vez más ella nos pedía que nos sirviéramos también de las manos y de los pies, por lo que nos largábamos a gatear, recomponiendo por milésima vez, un mensaje de orfandad y de desdicha!

Gateábamos, y la delirante lanza del cazador apagaba nuestros obstinados bufidos mientras el director de Instituto bajaba el tercio de su cortina azul. Arrebatado por el espectáculo, el Dr. Ángulo hacía sonar una y otra vez la alarma que sacudía la delicada llanura de los pasillos; pronto aparecían el jefe y el subjefe portando enormes jeringas que nos empujaban a gatear con mayor velocidad todavía. Podíamos haber llegado hasta el  puerto de Singapur, pero en cambio éramos arrastrados hasta la playa por las aguas espiraladas de la memoria, y era así que nos despertábamos llorando, recordando -repentinamente- que ya no éramos niños sonrosados, prodigiosos querubines, hermanitos menores...

¿De qué hornada del infierno era lanzado el sudoroso pánico que nos envolvía? Pero, tal vez no llorábamos por la súbita certificación de nuestra edad (algunos frisábamos los noventa años, otros los ciento veinticinco), ni por nuestra detención anunciada por la señorita Susana a través de los altoparlantes, sino por el doloroso desvío de la aguja en nuestros huesos. Ciertamente, hubiéramos preferido el castigo de las calientes palizas a la trágica pinchazón de la morfina que nos sumía a todos en un modelo común de sueño. Recordábamos también monótonos atardeceres en el Instituto. Dormitando bajo los obscuros alerones éramos visitados por nuestras jóvenes madres que nos abrigaban con mantas de algodón. Una, en especial, venía cada atardecer a bendecir a su hijo. Yo no la conocía. Oh, este chico está mal, susurraba sacudiendo la cabeza junto a la cabecera de su cama.

Su sombra paralizada sobre el crucifijo destilaba no sé cuán extraño amor, cuán inalcanzable fortuna, de modo que, sin saber qué hacer para querer a madre ajena, la llamábamos señora, con temor. Apartándonos de la dimensión de su presencia que abarcaba unas cuatro o seis baldosas, solíamos observar al chico enfermo: sumergido en la salobre leche que bebía de aquel monstruo de aguijones hipodérmicos, clamaba por volver a su hogar. Son perturbaciones propias de la senilidad y de la fiebre, explicaba la señorita Susana, extendiéndose en solicitudes para con el paralizado. Lo mismo un osito de peluche que una estrella de mar o una lagartija disecada para Dionisio: todo cuanto él quería era volver a su casa. Y nosotros también. Pero ya no recordábamos el camino, ni la otra mitad del bosque. Las señalizaciones de las curvas peligrosas habían desaparecido bajo la apariencia de una estola de yuyales que reverdecían alrededor de una cruz.

Acaso nuestra casa se había venido abajo. Acaso no quedaba de ella sino la ordinaria intención de los lindes; aquellos viejos postes carcomidos por las hormigas que cuidaban aún el sueño de una casona con frescos corredores. Y qué decir de los fragantes jazmineros: los fue secando la ausencia de las altas conversaciones nocturnas. Y qué decir del guayabo:  el lazo de conciencia que hubiese tenido, partió con la correa del perro desatada de su tronco.

(Y qué decir de los tirantes: el aire inflamado de polvo debió haberlos derrumbado cuando Dios pasó su dedo por la viga mayor reclamando limpieza)

La buena de la señorita Susana nos comentaba (para que nunca más nos olvidemos) que cierta tarde el verano había asustado terriblemente a un niño pelirrojo. ¿Por qué señorita Susana?; ¿Por qué señorita Susana?, suspirábamos con temblorosa emoción, mientras acomodábamos nuestros anteojos muy cerca de nuestros corazones.

El chico, que se creía muy listo (mas ni siquiera sabía cómo se llamaba), se había bajado del liviano cuenco de su madre, largándose a curiosear por los interminables pasillos del Instituto.

Le tomó cuatro días y cuatro noches zafarse de la deliberada torpeza con que pretendíamos agasajarlo. En realidad no hacíamos más que amasarlo con nuestros cuerpos para que los inspectores no lo hallaran a la hora del requisamiento general. Lloramos muchísimo cuando lo perdimos. Era muy bello, tenía los ojos grandes y contemplaba nuestra ceguera con un enardecimiento infantil que lo fijaba a los cristales de sus anteojos.

Podíamos haberle indicado las procesiones de las puertas, pero no le dejamos alcanzar siquiera el umbral de nuestra prisión. Esa fue la última vez que vimos un niño. Y era muy frecuente que después soñáramos con su figura, su trajecito de mar azul, sus dos estrellas, y aquella débil voz suya con la que aún seguía llamado a su madre. Luego los sueños se transformaban en pesadillas que nos dejaban pasmados, mas sonriendo, igualmente, de emoción: alzábamos con nuestros pesados brazos a cientos de miles de chimpancés. ¿Eran así los niños ahora? Y viajábamos largas horas nocturnas con los asombrados chimpancés en la inequívoca dirección del baño. Prontamente, sus necesidades fisiológicas nos contagiaban una creciente velocidad, aunque así y todo, algunas veces, algunos: nada.

Oh, Kiato llegó oportunamente a nuestra puerta.

Sólo la mareante y vertiginosa velocidad de su trencito nos impedía descansar de lo más profundo de nuestro cansancio y de nuestra larguísima vejez sin visitas.

Nuestros asientos arrellanados, levantaban, a veces, bruscos, sorpresivos vuelos que nos asustaban muchísimo. Una cosa: ¿Viajaríamos o no? De pronto, seguro, todos estábamos dispuestos a mandarnos mudar del Instituto. Sin embargo, ¿qué era aquel berrinche de niños? ¿Qué eran esos espasmos?

Kiato decía que su madre vendría a buscarlo muy pronto en el tren; subiríamos -entonces- con él los que quisiéramos. De hecho, desaprobábamos ya los diminutos vagones de la pequeña maquinaria, pero teníamos fe en esa heroica banderita blanca enarbolada en la misma delantera del motor. Ay, la bandera nos instaba a avizorar un horizonte verdoso sobre colinas de cimas florecidas. A pesar del humeo sofocante de la chimenea y de nuestros consumidos tabacos, sabíamos que distinguiríamos, al fin, el caminillo de nuestra casa. Cabríamos todos en el trencillo de juguete. ¡Y viajaríamos!

No obstante, ¿cómo explicárselo a Ud. para que no sintiera lástima?


 

 

LA FIESTA EN LA MAR

 

Por alguna u otra razón que nadie -jamás- podrá descifrar, el poeta Franz Kurtz tenía un aire de desdichado al darte los buenos días, y, cuando te cruzabas con él, en una esquina, frente al viejo mercado municipal de las codornices o frente a la destartalada estación del ferrocarril sureño, te decía buenos días como quien dice adiós, y cuando te dabas vuelta, y era él, mientras tú le hacías la gracia de un simpático mono de circo, Franz te miraba sin comprender cuál de los dos tenía la culpa, o qué maldito bien te había hecho la vida (para pasar tanta vergüenza), y cuando tú abusabas en el apretón de las manos, él retiraba la suya, apagando con la frialdad cadavérica de sus dedos las castañuelas resonantes de tu calurosa amistad y, finalmente, cuando le sorprendías pegado a una de las tantas ventanillas del autobús, exhibiendo sombríamente su pasaje al guardia de la empresa, te saludaba sin verte ya, como quien echa al vuelo el pañuelo de un estornudo, nada más.

Qué desencanto la vida para Franz. Y qué soledad la suya, sin el derecho, siquiera, de elegir, porque las novias se le iban para la cuadra de enfrente, siempre inalcanzables con su vestido de primavera y sus cabellos trenzados de aromas de canela.

Pienso que todos los poetas son parecidos a Franz. Franz Kurtz. O casi todos. Por eso el gobierno inventó lo del gran cartel del mar, como primera medida de cultura, para romper la desoladora condición histórica de nuestra mediterraneidad y reconfortar a los intelectuales y a los soñadores como Franz, ávidos de mar.

Gran cartel de mar, el nuestro, con aquellas altas olas artificiales, aquellas espumas congeladas, aquellas gaviotas perpetuadas en su vuelo hacia el norte y aquellos arrecifes de mentira; gran cartel paisajista que los poetas contemplaban, melancólicos, sin que los incomodara el luminoso cartel de coca-cola que los oficiales del ejército levantaron como segunda medida de reconstrucción patriótica, gran cartel de mar, que algunos poetas, afectados de sentimentalismo, observaban desde su miserable pensión con catalejos y se echaban luego a llorar, repitiendo que sí, que era nomás el mar, no importa cuánta peregrinación inútil de gaviotas y retorno de loros amarillos, no importa cuántos golpes desiguales de marea, cuanta ilusoria carabela o gabarra deshaciéndose del cascarón de la pintura, era nomás el mar, la mar, no importa cuanta playa de arena cubierta por el hondo sentimiento de aquellas tres valientes palabras: ¡viva la revolución! Que viva la revolución aunque la vida siguiera su curso ordinario dentro de un progreso y una paz sepulcral como nunca tuvimos y los poetas recitaban sus poemas contestatarios, sin que nadie los oyera, salvo el mismo Presidente de la República, quien también escribía sonetos sobre el dorso de cualquier invitación oficial, cultivando el estilo, claro está, de Pablo Neruda: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche».

Que viva la revolución, porque al civilismo se lo lleva el aire del ocio mientras que en la refriega todo el mundo cabe en una plaza, y aún se encuentra un lugarcito de margaritas para echarse a morir con la debida gloria; pero, era nomás el mar, no importa cuánto silencio, cuánto caracol como huevo de perdiz, cuanta resolana, cuanto afiche y cuanto espejismo. Por supuesto, el mar que conocíamos no era el mar de verdad que sí rugía y que se traía y que se llevaba a la playa con cada golpe de oleaje, nuestro mar era el mar de las enseñanzas escolares, aprendido de memoria a través de la geografía moderna. Ay, yo daba vueltas, tú dabas vueltas, él daba vueltas al globo terráqueo, y qué duro meterse en la cabeza tan larga asignatura cuyo fundamental misterio era la historia del almirante Colón y sus tres carabelas, ay, tres carabelas llegadas a América por pura inspiración del velamen, y, luego, imaginaros, poder conocer los detalles más curiosos de las altas corrientes marinas, los animales recogidos bajo los perdidos cofres de los tesoros que ninguna empresa tuvo la suerte de hallar y las embarcaciones marinas arrestadas por las plantas musgosas con el último pirata entregado al placer de fumar su pipa, alegre en la popa, imaginaros, poder conocer las diferentes variedades de sales que en octubre se abrían como girasoles bajo el agua mientras el viento de la primavera se llevaba, arriba, las sombrillas cubanas, y aquel guarapo de los ahogados perdidos de sus madres, de sus novias, de todo el grupo  excursionista, por no saber nadar aunque pareciera tan fácil la cosa desde la práctica sobre el taburete.

Caramba, aquello de nadar era toda una ciencia, algo de hacer o no hacer en un arrebato de extremo heroísmo. Lo que se dice nadar, nadar, todos lo hacían pero nosotros no, mas le dábamos pataleos al aire tendidos sobre las sillas y a grandes manotazos avanzábamos, o como que avanzábamos, hasta que toda la tripulación se venía abajo en el preciso instante en que un vértigo de fondo, un salpicón de corales y unas explosiones herbáceas tiraban de las patas de las sillas. Aquí y así como nos ven, tenemos espíritu de mar, tal vez porque sobrevivimos, aun sin crédito extranjero, y nos pasamos noches sin dormir, soplando fogatas frente al gran cartel del mar, y viene cayendo gente a la peña entre el alboroto de los niños y de los perros, y vienen resbalándose las muchachas hasta la peña, entre el apuro y la didáctica por fritar cebollas en el fuego, cebollas que todos comemos, brindando por los buenos tiempos, éstos, los tiempos de las noches estrelladas, de las buenas cosechas, de la gran bendición de los maizales que se arraigan aún en los cementerios, y de la prosperidad de los cafetales, y alguien ya ha traído su piano al oír la buena noticia de que la fiesta es frente al gran cartel del mar, de modo que la humilde vendedora de azahares baila, el usurero italiano baila, y un tercero les hace compás, no hay caso, nadie sabe quien es, pero baila tan bien, tanto para el costado como para el revés, para su pareja como para las demás parejas, baila tan bien el tercero, escondido celosamente dentro de su gran mascarilla de cambá, que todas queremos comprometerlo para que baile conmigo la próxima pieza, algún cielito, tal vez un merequetengue, los pasitos que me enseñaron la tardecita de las azaleas florecidas, cuando mi abuela se reclinaba en su mecedora de mimbre, pero, mira qué gran susto, cambá, el viento se llevó tu mascarilla, Franz Kurtz; quién hubiera sospechado, con ese aire de desdicha que siempre tenías al decir adiós, y con esa prudencia de los tristes con que te acercabas a los bailes para ver a las mulatas mover la calabaza; quién hubiera creído, ahora tú eres el que levanta el polvo con el zapateo, sintiendo que te sofocas con el giro de la cumparsita, y sabes que ya es tarde, que la cristalería de tu fama de poeta triste se rompió en mil añicos, de modo que no te queda más remedio que ensoparte en todos los pedidos musicales que la orquesta complazca. Y ahora todos nos metemos en el baile, olvidando las tristes horas que pasamos enjaulados en esta patria miserable, sin mar, sin ejército de marina, sin atardeceres de salitre  que golpeen levemente los jazmines de los balcones, todo el mundo metido en el último furgón de la casa, respirando el vaho creciente de los muebles viejos, de los armarios de madera de caoba y del centenario arcón familiar, todo el mundo en la cocina, ordeñando la vaca que si ponemos acá no nos permite caber ahí, que si la ponemos donde sea no nos deja pasar, porque el recinto se ha quedado tan chico después de la última remodelación de la ordeñadora automática.

Y ahora el baile nos queda tan pequeño, tan como encimado porque también han venido los revolucionarios, imagínense, y los poetas de las odas a la Virgen de los mandiocales, y ha venido el mismo Presidente de la República con su sombrero panameño y su camisa de lino azul, y los niños meten nomás las manos dentro de sus grandes bolsillos repartiéndose caramelos de azúcar quemada y licor. Ay, qué respirada está la noche; cuánto cantar de cigarras subidas a lo alto de los eucaliptos, qué enredo de sables en la vueltita de los charangos como si el baile fuese la misma guerra, y se cumple el pedido de que el Presidente ordene cuál es la mejor pareja, por lo que todo el mundo le saca milagros a sus alpargatas, y tan metidos estamos en la calentura de la fiesta que nadie oye, que nadie oyó el ruido de tren que hace el viento al bajar por las colinas rocosas, hasta que alguien grita desde el campanario que viene el tifón partiendo en dos mitades el gran cartel del mar, y los peces azules se meten dentro de nuestros vestidos, el raso de los líquenes enreda las patas de los caballos y las mulas; son abiertas las jaulas de los caracolitos por la fuerza de los cangrejos que revientan en la fritura de las mazorcas; el mar se nos viene encima con su oleaje de pocillos, platos y vasijas de porcelana porque el barco paisajista naufraga, y alguien grita que pare la fiesta, que calle la orquesta, pero ni modo, con el agua hasta el cuello bailamos la cumparsita, llevados y traídos por la olas, libres por siempre jamás.

Nunca nos hemos divertido tanto. Esa fue la fiesta en la mar.



 

LA HIEDRA

 

A Susy Delgado

 

Febrero, 5: Ya no queda en mi patio ninguna flor. Recuerdo las pequeñísimas rosas que mi madre regaba cada atardecer; entonces la hiedra era un lejano peligro que no merecía sino la vigilancia ocasional de nuestras manos tironeando de sus brotes todavía débiles. Una piensa que todo está bajo control: vemos a los grandes tulipanes erguirse a un constado del caminillo del huerto, escuchamos el lejano rumor de los eucaliptos hamacándose a la derecha del viento y pensamos -ingenuamente- que nadie ni nada puede tambalearse de tanta abundancia. Pero la fresca hojita de la hiedra renace organizadamente, y otra, y otra, y luego otra, y hay que ir a los machetazos o a las paladas, y luego a las maldiciones, hasta que todo es demasiado tarde porque la casa, si alguna vez fue nuestra, ya ha sido invadida vorazmente.

*  *  *

Marzo, 7: Esta tarde decidí dar una vuelta por el bar Los clavos. Aún no entiendo cómo las aguas del río no se colaron por sus ventanas llenando los vasos y las botellas de los bebedores que en torno a las mesas se miran tontamente, como suspendidos del palo mayor de un buque, gritando a la camarera, quien se escurre rápidamente con su bandeja por la puerta de la cocina. El río ya ha subido bastante, pero ellos parecen ignorarlo ocupados en la pronunciación correcta del nombre de un animal. Nunca sabré quienes son, mas sé que llegarán a sus hogares alegremente, y bien pasada la medianoche, y que no tendrán que hacer prodigios para alcanzar sus puertas, sus lechos, sus heladeras porque la hiedra no ha tocado su existencia todavía.

*  *  *

Marzo, 15: Me invade un irreprimible sentimiento de angustia. Las especies animales se defienden como pueden del avance de la hiedra, pero, he aquí que descubro un gato flotando en las aguas de mi aljibe; su blanca piel de muselina ha sido engullida por la increíble voracidad de aquella cosa. ¿Retornará al mundo mineral?

La gente sigue acudiendo a sus trabajos (los periodistas a los sucesos, los dramaturgos a los escenarios) satisfecha con el fervoroso llamado a la actividad propalado por la radio; no entiendo el irreversible curso de los acontecimientos y acompaño con aplausos y mucho optimismo el tranquilo panorama de la ciudad todavía en pie.

Si los empujones de la hiedra me llevan a saltar dos líneas o a escribir al margen de este diario, solamente yo lo sé, y espero vivir para contárselo a un amigo prudente.

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Marzo, 16: Porque yo no estoy loca. Tengo una réplica muy poderosa para hacer callar las razones de quien pretenda hacerme creer que confundo la realidad con las novelas y películas de terror. Me encuentro saludable y hermosa. No tengo más hábitos ni costumbres que cualquiera de las mujeres que van a los mercados a olfatear las frutas y las verduras.

Y sé tanto como aquella robusta dama que después de demorar largo rato a la fila de compradores, se dispone a pagar el precio exacto de seis cebollas engarzadas.

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Abril, 30: La consulta con el Dr. Alonso resultó sumamente provechosa. Haciendo un esfuerzo para no discutir con la enfermera que intentaba reírse de los soplidos que yo lanzaba a las hojillas de hiedra que perturbaban mi visión, él me habló sobre aquellas cosas de la vida, el amor y la muerte que dirigen el destino de los desprevenidos. Permito que me contradiga hasta donde yo puedo adelantar el engaño que, sutilmente, le voy tejiendo en cada tramo de la conversación. A veces hablamos al mismo tiempo y terminamos riendo alegremente hasta que suena el teléfono, y adiós, la cita se acabó por el momento, hasta luego o hasta siempre. Le prometo regresar siempre que la hiedra me permita hacerlo. Ambos sospechamos que sus honorarios son muy elevados, pero el temor de avergonzarnos mutuamente nos impide abordar el tema con la dulzura necesaria. A veces... (el resto es harto confuso).

*  *  *

No puedo evitar sentir piedad por las parejas de enamorados que preparan sus bodas con gran entusiasmo, y además hacen cálculos sobre el sexo de los hijos que vendrán..., como si no supieran que la hiedra no les dejará llevar a cabo tan siquiera uno de sus propósitos. ¿Venganza? Qué fiasco tremendo para los novios, sentir su virilidad empequeñecida dentro del propio apelotonamiento de la hiedra.

La muchedumbre cree sentirse estrujada por los turistas, en la calle, sin ver ni entender que hay todo un bloqueo obrando sobre sus miembros y pensamientos. Este sistema parecido al de la fuerza de luna sobre el mar, busca llevarse el corazón abierto de la gente. Y de todo cuanto gira y revolotea a su alrededor.

*  *  *

Julio, 15: Ha ocurrido lo inevitable: la hiedra se apiñó con fuerza destructora sobre la reserva viviente: hombre, arbusto y animal. Creo que solamente seguimos con vida el Dr. Alonso, la enfermera y yo. Para una complacencia que no he buscado pero que se me da, al fin de cuentas.

*  *  *

Observo el rostro de mi enfermera invadida por la hiedra. Ella pasa un húmedo pañuelo por sus voluminosos libros de psiquiatría actualizada apilados en los estantes de madera; a veces tantas con la voz deformada por las corrientes de aire que sacuden las hojillas de su rostro. Quiere hablarme, pero apenas escapa de su boca un aturdido cloqueo de gallina. Yo me río. Es tan divertido observar cómo ella toda se transforma, ahora, en hiedra, abundante hiedra, y el doctor pasa a su lado con la indolencia aparente de los que tienen mucha prisa, y finge no ver nada. Clarisa (así se llama la enfermera) indica que dé dos golpes de puño a la puerta del consultorio y pase adentro. Pero Clarisa debería percatarse de que ya estoy libre (la hiedra dejó mi cuerpo para pasar al suyo). ¿No resulta evidente que estoy sana?



 

 

LA MÁS BELLA HISTORIA DE AMOR

 

Imagínate, querida amiga Lauren, que he conocido por fin a mi extraño vecino del piso 16, Jorge Llosa, de quien he recibido tan imposibles comentarios como que es un hombre que ha sobrepasado los cien años de edad.

El encuentro fue casual. Estaba por abordar un taxi que me llevara al centro comercial cuando sentí un aleteo como de palomas sobre mi hombro izquierdo. Me puse rápidamente a adivinar: ¿algún estornino jugando con mi cabellera, la sombra de la gran tía Adelaida siempre tan precipitada e imprevista, los frenéticos cambistas? Oh, no; no era nada de eso, porque él estaba allí, ligeramente ausente pero nunca tan lejos como para no acercar a mis ojos al aire azul de su mirada. En ese instante supe que lo amé.

Como si nos hubiéramos conocido toda la vida, nos abrazamos (teníamos tanto frío) haciéndonos la firme promesa de que nos casaríamos de inmediato, mas la tarde estaba avanzada y las oficinas del registro civil se habían cerrado ya, de modo que nos dirigimos al museo Cianatti donde se inauguraba una exposición de viejos mapas marítimos de Cristóbal Colón, tomamos café cortado en el barcito del puerto, visitamos el correo de la calle Moravia y compramos un precioso par de anillos de compromiso lavados con oro italiano que pagaríamos con nuestro salario de correctores de prensa.

Si Jorge hubiera tenido cien años no lo hubiera creído jamás porque venía de la adolescencia en cada promesa de amor que me hacía; yo, como hija de marinero en tierra, lo arrastraba conmigo hasta el fondo del mar, dándole apenas tiempo para respirar entre beso y beso; al subir la marea, le mostraba los peces de colores amarillos, las plantas engañosas conocidas como girasoles, los enanitos de mar y los barcos ocultos tras las hiedras.

¡Éramos tan afines! Descubríamos el placer de rememorar viejas fechas de historia, como en un juego escolar, y ya él pasaba, enamorado, su cálida mano por mi cuello, mientras yo oprimía, enloquecida, sus mejillas contra mi vientre. Pero la gente volvía el rostro hacia nosotros porque le causaba espanto nuestra inocente sexualidad. Tomábamos, entonces, las calles Iturbe o Benjamín Constant, buscando las penumbras de los antiguos edificios. Los niños reían: ¡una lazarilla cargando sobre sus hombros a un viejo centenario, y que además leía perfectamente los carteles de la ciudad! Oh, el amor hace cometer tantos desvaríos; sin embargo, todo cuanto hacíamos era jurar por Dios; no hubiéramos querido jamás montar un escándalo. Por otra parte él tenía noventa años, u ochenta o sesenta y cinco.

Tal vez treinta y dos años.

Supimos que en la colectividad coreana tendríamos cabida o, por lo menos, pasaríamos desapercibidos, y marchamos, él con un bastón de bambú en la mano, yo con un libro de Mario Benedetti en la cartera, rumbo a uno de esos tantos salones de conversación donde te hacen aspirar el aroma de un té. Llevábamos largas horas de besarnos, de consultarnos sobre nuestros gustos y preferencias, y de estrujarnos desesperadamente las manos. ¡Estábamos exhaustos! De pronto se me mostraba, tenía veinte años, y yo cuarenta y cinco; grandes arrugas ceñían mi frente, las cataratas de mis ojos se hacían visibles y una horrible papada que no lograba disimular con maquillaje me daba un aire muy infeliz. Y otra vez se me mostraba, tenía treinta años; lo amaba locamente.

Sabíamos que solamente entraríamos en armonía cuando nos casáramos porque, ¿no son acaso los novios muy hermosos? Desde luego, era el prejuicio de la gente, el tonto prejuicio que echa por la borda los romances, lo que nos mortificaba. Nuestros padres prometieron que nos llevarían a Islandia, o a Buenos Aires. Nos mintieron. A mí me metieron en una guardería infantil (no tengo siete años, como consta en mi libreta de calificaciones). A Jorge, en cambio, lo encerraron de por vida en un hospicio para ancianos. El menor de sus compañeros de prisión tiene noventa y cinco años de edad. Lo pongo en duda ahora y por siempre.



 

LA TÍA

 

A Guido Rodríguez Alcalá

 

Se está bien aquí. Nadie me ve pero yo veo a todos. Cómo explicarlo: siento que formo parte de este añejo árbol, que respiro con el fresco aliento de sus orquídeas magníficas y que recibo -también- con la generosidad de su viejo hospicio a los pequeños pájaros que tiemblan de frío o se desvanecen de sed. Tenía que haber suspirado todo mi descontento, evadiendo la tonta ley de la gravedad, para comprender que la tierra me quedaba chica y que sólo escaparía a su opresión saltando a este opulento mangal donde todas mis facultades gozan de libertad.

Mi tía Candelaria no lo creería, si le dijera que estoy montada sobre una rama, o tal vez lo creería, y su elegante ancianidad se quebraría a la altura de la cintura, víctima de un repentino desmayo. Urdí a la sombra de su implacable tiranía, mil y una maneras de despedidas, sin embargo, he decidido no dejarle ni una carta, ni una esquela siquiera, encargando todo a la mera providencia que también suele obrar con buena redacción en estos casos.

Cualquiera creería -en su ingenuidad- que mi tía es una persona de buen carácter, mas, sólo yo, que he estado a su lado tantos años y he tenido la desgracia de recoger los desechos de su mal humor y las pálidas migas de su alegría, puedo asegurar cuán malvada es.

Quise estudiar teatro; no me lo permitió diciéndome que fracasaría en mi primera inscripción frente al público porque no recordaría las lecciones para engañar a esa gente. ¿Cómo explicarle que no se trataba de un burdo engaño? ¿que aquello era extremar el talento artístico, sacudir los más recónditos conocimientos y luego echar la cabeza hacia abajo aguardando que la gente se largue a aplaudir? Quise trabajar en casas de familia, remover el polvo de los muebles, ordenar los jabones en el aparador y hacer todas aquellas cosas que -por fortuna- sólo requerían un espíritu servicial y dejaban un buen margen para formular la soledad. Mi tía se opuso. Me previno contra un destino déspota que me arrancaría de todo reposo, obligándome a estar despierta las veinticuatro horas del día, yendo y viniendo de una explicación a otra, de un tintineo de campanilla a un chasquido de dedos... Deseé trabajar en una imprenta; ella cerró todos mis pasos asegurándome que yo, naturalmente poco afortunada, echaría a perder la edición de los libros. Afirmaba que me confundiría con la proyección argumental de las páginas. Me llevaba largas horas hacerle entender que podía, puntualmente, seguir el hilo de los más entremezclados papeles pero cuando lo conseguía, se aferraba a una inesperada actitud. Me decía que, de todos modos, fracasaría. Para poner mayor énfasis a su objeción, dejaba entendido que le costaba un gran esfuerzo ceder ante las interrupciones de mis réplicas. Entonces sí sabía que era mucho más provechoso callar. A veces llevábamos largas temporadas sin hablarnos, atareadas cada una con sus enojados pensamientos. Inclinada sobre su máquina de coser, trataba con dedicación casi quejosa el hilvanado, postergando de esa manera, toda dedicación posible a su entorno. Yo me sentaba en el último peldaño de la escalera que da al dominio de los perros; aún consideraba que la vacilación de nuestros sentimientos se rompería si alguno de esos desafiantes animales me mordiera el tobillo; naturalmente, la profusión del sangrado haría que mi tía se echara a apretar desesperadamente mi cabeza con sus manos. Cuando aceptábamos el mutuo fracaso de nuestra enemistad, nos largábamos a conversar atropelladamente... ¿teníamos la suficiente defensa orgánica para soportar el avanzado estado de humedad de las paredes? ¿No era mejor el tufo del viento norte que esa persistente llovizna? Hacíamos el juramento de que compraríamos blusas frescas y ligeras para aparecer brevemente en las polvorientas escenas del verano. Tal vez, entonces, éramos una pareja ridícula y despreciable pero no teníamos mejor manera de gobernar las formalidades del único odio que nos carcomía. Había tardes, sin embargo, en que me complacía serle útil, sobre todo, si debía ir a la tienda del señor Octavio. (Naturalmente, solía comprar viejos deshechos de tela con los que ella confeccionaba mantelitos de mesa.)

El señor Octavio irradiaba cierta benevolencia de anciano, a pesar de su lozana edad. Tenía veintiocho años, más obraba con tanta anticipación y cuidado al desempaquetar los grandes fardos de estampado, que una sentía ganas de interponerse entre el trabajo y él, permitiéndole que sólo siguiera con su mirada inspecciosa el resto de la tarea. Alguna vez creí descubrir en sus ojos una viva simpatía por mí.

Creo que en el fondo no dudábamos de que nos amábamos desesperadamente. No obstante, ninguno de los dos hacía mayor cosa para precipitar el curso de los acontecimientos. Tal vez creíamos, inocentemente, que todo era cuestión de que cayera un rayo paralizando la red comercial... los vecinos cerrarían violentamente sus negocios, y nosotros charlaríamos, en el salón de la tienda, muy confundidos...; repentinamente alguien aparecería con su linterna encendida frente a nosotros y nos sorprendería tomados de la mano.

En el segundo mes del otoño, el señor Octavio trajo a vivir a su casa a una sirvienta. Confieso que los celos germinaron en mi corazón quitándome las ganas de hablar y de dormir. La novedosa en cuestión era bonita, pero no tanto. Ejercitaba la costumbre de sacar a relucir la pobreza de sus prendas de vestir, ataviándose con inconcebibles trapos que, no sé por que razón, le daba un aire de niña cándida y enfermiza. En realidad, Adelina (así se llamaba la mujer) cuidaba de la casa, y el señor Octavio cuidaba de ella. ¿Se deseaban? ¿Se confortaban con la invención de mundos parecidos? ¿Engarzaba, el hombre que yo amaba, sobre las rígidas trenzas de Adelina, pequeñas rosas blancas y violetas? ¡Ay!... Tantas anticipaciones me corroían el alma, quebrando mi voluntad de fingir indiferencia ante él.

Cierta nublada mañana de agosto, lo miré a los ojos fijamente, exigiendo que me devolviera todo el dinero gastado por un retazo de tela. Al cabo de unos segundos se precipitó una tupida llovizna que nubló mis ojos listos ya para el llanto. El señor Octavio, con las manos indecisas, iba de un lado a otro, detrás del mostrador, aparentemente afectado por la temeridad de mi reclamo. Al fin, pareció recuperarse de tan vertiginoso paseo, y me increpó con un susurro de voz: Pero ésta es una magnífica tela.

Trece días después supe que había despedido a la muchacha en el transcurso de esa misma mañana.

Como el amor entorpece las facultades de los amantes con su vida carcelaria, creía que había llegado la hora, por fin, de que él me declarara sus sentimientos. Pero esa hora no llegaría sino mucho más tarde, cuando los gatos cambiaron de hábitos y la gran tribulación eléctrica amenazó con incendiar los gorriones. La gente moría en las calles y todavía les iba peor.

Cosas de no creerse ocurrieron: los sensatos se alarmaron de tal manera que creyeron llegado el momento de testar, viajar o casarse. El señor Octavio, asegurando de que no había perdido la cabeza, me dijo sencillamente que me quería. (Afirmaba que se había consentido conmigo desde el momento en que llegué por primera vez a su tienda). A partir de entonces, nuestro noviazgo, muy entretenido con los preparativos eminentemente sociales de la boda, parecía deslizarse por una deliciosa escena teatral donde todo lo interpretado era agradecido con un estruendoso aplauso. Me sentía feliz de ser la futura esposa del dueño del negocio Los azahares. Iría, tal vez, a La Laguna Colorada en viaje de Luna de Miel, o a cierto húmedo bosque de algún afortunado país que ya mi esposo se encargaría de elegir; por cierto, enviaría desde allí decenas de postales a mis queridas amigas. No quería crear discordia entre ellas, pero necesariamente debería ser breve y concisa en dos o tres recuerdos remitidos a algunas, y explicativa, detallista, y apasionada en las cartas dirigidas a mis íntimas. (Siempre he sido selectiva en el manejo de mi correspondencia).

Los preparativos de la boda prosperaron abrumadoramente dos o tres semanas antes del casamiento, haciendo inalcanzables los momentos de intimidad para el señor Octavio y para mí, quienes, de tal modo impedidos por los acontecimientos, imaginábamos la fortuna de estar tomados de la mano en un salón deformado por la maniobra de los espejos. A veces, nos era extraño ver tantas personas arqueadas sobre el traje de novia y el inmenso tocado; confiándose unas a otras la terrible responsabilidad de hacer girar el vestido sin perder el destino de sus respectivas agujas, aquellas mujeres se levantaban y se sentaban a la vez con tanta gracia, que en más de una ocasión sentimos el inocente deseo de aplaudir.

Me casaría y sería feliz. No podía dejar de pensar en lo aventajada que me sentiría haciendo experimentos domésticos como freír huevos al mediodía o colgar la camisa del perchero.

A diez años de aquella boda desecha me pregunto si mi tía tuvo la suficiente sinceridad para rogarme, dos días antes, que desistiera de mi propósito; ella no daría tiempo al médico para que la revisara y firmara digitoxina para el corazón, se echaría simplemente a morir si me casaba...

Recuerdo sus ojitos asustados yendo de mi rostro al rostro del señor Octavio, recuerdo sus manos apergaminadas haciendo una ilustración violenta de su enfermedad. Sobre todo cuando llueve, como ahora, es cuando me siento mal, decía y yo sentía que sólo estaba ensayando un papel, con suerte extremada, por cierto, porque todos la creían, incluso el señor Octavio. Recuerdo cómo escampó abruptamente y el sol logró conferir a los helechos una apariencia de vitalidad, cuando juré a mi tía que no me casaría, ni entonces, ni nunca.

Había venido ensayando reiteradamente una negativa, por una de aquellas deformaciones de la imaginación, que la razón se niega a entender, de manera que aseguré al señor Octavio, sin muchos rodeos, que ya no habría boda jamás. Mucho tiempo después podía evocar aquellas escenas como episodios de una película que me provocaba hondísima satisfacción. Después de todo, aunque me doliera retirar mi existencia del hombre que amaba, no podía dejar de considerar, perversamente, que estaba expiando mi condición de sobrina de una mujer a la que odiaba y temía, y cuya voluntad prevalecería sobre la mía siempre. Pasiones como el odio modifican nuestras actitudes llevándolas a un plano superior que confiere cierta dignidad a nuestras vidas.

No recuerdo exactamente qué rumbo tomó después la existencia del señor Octavio. Sólo sé que, profundamente decepcionado de las mujeres, era poco visto por la gente en los acontecimientos y reuniones sociales. Iba a las fiestas, sólo por un rato, y con la más trágica melancolía pintada en el rostro. En ronda de amigos solía señalar la conveniencia de permanecer soltero, pero no tenía posibilidades de convencer a su audiencia, por más impresionantes que fueran sus palabras, ya que cualquiera podía adivinar la miseria de su estado detrás de sus camisas desabotonadas y sus arrugados pantalones. Por supuesto, la vida de las personas se juzga, esencialmente, por sus detalles. Por mi parte, a veces me extremaba en atenciones con mi tía, quien, con visible esfuerzo, manifestaba dolencias aquí y allá. Otras veces me ingeniaba para desatenderla el mayor tiempo posible hasta que un grito surgido de lo más desamparado de su vejez me derribaba a un costado de su camastro.

Los largos años de soledad y encierro pasados al lado de ella me han enseñado que dos mujeres, viviendo juntas, pueden hacer la más memorable interpretación de una lucha en un ring. Sin embargo también he aprendido que, cuando el mutuo odio vuelve ya inútil toda pretensión de convivencia humana, una ternura de insecto trata de aligerar tanto sentimiento mal dibujado en el rostro con una tonta lágrima.

En el verano del '67 hicimos un viaje al sur del país. Mi tía puso en venta la casa con todo lo que había en su interior, incluyendo los dos perros viejos y macilentos que identificaron nuestra ausencia con una de nuestras tantas salidas fugaces y se echaron a aguardarnos durante siete años en ambos costados del portón. Tonto y Bobo eran dos animales fidelísimos a los que tomé especial cariño (habían aprendido a responder a mi saludo arreglándoselas para superar la altura de sus últimos saltos sin caerse). Murieron de tristeza. La casa no pudo ser vendida, no al precio que mi tía reclamaba por ella, y, muy desmejorada en su reputación, apenas si tuvimos la suerte de cambiarla por una de madera. Acabadas las largas vacaciones, regresamos a nuestro hogar y decidimos, tras algunas observaciones, hacer algunas reformaciones en él. Según nuestras pretensiones, debíamos cambiar todo, absolutamente todo, pero al tropezar con el complejo inconveniente de nuestro primer clavo mal clavado llegamos a la conclusión que las dificultades de mayor talla sólo pueden ser interpretadas por un espíritu práctico. Un hombre. El señor Enciso reparaba cañerías averiadas, torcía alambres y emparejaba el techado de la casa, pasando de las dificultades a las alternativas, exactamente como lo hubiéramos hecho nosotras. ¿Cómo se explicaba, entonces, que no pudiésemos determinar un tiro sobre la cabeza de un clavo? En sus manos se facilitaba siempre el más arduo trabajo; había momentos en que creíamos poder culminar la tarea restante, pero el salto de nuestro heroísmo caía en la insuperable barrera de nuestra realidad. Nos limitábamos, en tales casos, a hacer las indicaciones propias de la perfección, uniendo breves dibujos en el aire.

El señor Enciso medía solamente un metro cuarenta y ocho, pero mi tía, que no conseguía amar a un hombre porque suponía que el amor la distraería, empezó a quererlo con devoción perruna. Arruinaba los pantalones y los sacos de su difunto marido para coserle trajes de la medida de su talle. No le importaba prevalecerse de su desesperación para conseguir en su distracción un simple gesto de misericordia. Él no la amaba, pero se dejaba amar, con placidez. Siempre dispuesta a retenerlo para sí, mi tía rompía secretamente las tejas del techo, eternizando los quehaceres de la casa. Era intolerablemente trágico verla perder la cabeza de la manera en que ella la perdía. Yo la detestaba, mas no podía dejar de escandalizarme  con los accidentes de su conducta que la caracterizaban en toda su ridiculez. A veces pensaba que enloquecería; no había modo de detenerla cuando tomaba el rouge y los lápices para los ojos; y nada podía ponerla más furiosa que maquillarse durante varias horas sin haber conseguido aliviar su vejez.

¿Cuántos años tenía tía Candelaria? ¿Setenta y cinco, ochenta o noventa y siete? Le quedaba tan poco margen para disfrutar de los últimos pasajes de la vida, y lo echaba a perder todo, enamorándose como una polla ciega de aquel hombre pequeño.

Forzaba las ventajas para el señor Enciso al dejar abiertas -todas las noches- las puertas de la cocina; una enorme gallina servida sobre la mesa aromaba el recinto... Por otro lado, apenas arrimaba una silla a la puerta de su habitación cuyas ventanas permanecían siempre abiertas; sin embargo, el señor Enciso se dejaba caer en la redada de la cena solamente, ostentando talento para evadir el resto de la invitación. Lo real era que aquella fiebre de amor causaba verdaderos estragos en el gallinero. De las treinta gallinas ponedoras que había, sólo quedaban quince, y era fácil suponer que llegaría el día en que no quedaría ni una. En definitiva, mi tía había conquistado el verdadero camino de su ruina.

Interpretando cabalmente sus sentimientos, ya no me asombraba verla vaciar su personalidad ruda y despiadada en una representación aristocrática. Fumaba cigarrillos con aires de gran señora, exhalando el humo -tan delicadamente como podía- en dirección al señor Enciso. El hombre andaba descompuesto por la actitud de mi tía Candelaria, pero con decidida irreverencia huía de sus embistes amorosos buscando fortunas abandonadas en el suelo.

Las defensas del señor Enciso, vistas desde su trabajosa ejecución, no dejaban de ser heroicas. En cierto modo sentía pena por él. Pero cuando mi tía Candelaria se echaba sobre su cuello, ansiosa por sacarlo a bailar al compás de una polca, no podía consentir que se negara a acompañarla con tan mala voluntad. Lo empujaba a sus brazos, aplaudiendo fervorosamente. Las veladas musicales duraban hasta la medianoche, y debo admitir que algunas de ellas eran muy inspiradas, ya por la persuasión con que mi tía conseguía hacer bailar a su pareja, ya por la tregua sutil que condicionaba un sí. En cierta manera, yo me divertía con ellos, o de ellos, escogiendo el tipo de polca que bailarían. Seguían los compases de la música y el alocado ir y venir del dial de la radio con idéntico zapateo. A veces, no podía entender cómo se las arreglaban para soportar un sólo instante más de afanado movimiento de los pies sin caer al suelo. ¿Es tan inaccesible, acaso, la muerte? ¿No era trágica la situación, y sin embargo, qué secreto empecinamiento de la vida postergaba un colapso?

Semanas antes del festival de la Virgen del Rosario, mi tía Candelaria cayó enferma de un severo dolor artrítico que la mantuvo virtualmente paralítica. El señor Enciso adquirió la forma de una perdida ilusión, entonces, ante sus ojos. Con la enfermedad, ella había aceptado el fracaso de sus fines, pero la misma ley cruel que paralizaba sus miembros, animaba ahora sus sentimientos de inusitada maldad. Confieso que me humillaba el tono despótico y evidentemente amedrentador con que daba órdenes al anciano. Lo obligaba a ir de un extremo a otro de la habitación para repasar el piso pero era evidente que sólo deseaba confundirlo. El pobre era capaz de hacer cualquier cosa: estaba económicamente arruinado, razonable es apreciar, sin embargo, que había hallado la compensación a sus incomodidades pasadas en nuestra pequeña familia. Era sobrecogedor verlo retirar con tanta humildad la bacinilla de la habitación, o pasar un trapo húmedo sobre el sitio donde ella había escupido deliberadamente. ¿No eran esa mansedumbre absoluta, ese ciego servicio, esa patética decadencia, mucho más alentadores que cualquier declaración de amor? ¿En cierto sentido, mi tía no poseía ya su corazón? ¿Qué más podía pretender? Pero la desgracia a la que la tenía sometida la enfermedad, buscaba compensarse con el infortunio ajeno; nada era suficiente para contentar su creciente aburrimiento y su mal humor, y, dueña de su reinado, hacía secretos preparativos que encaminaran el día hacia un acto culminante de maldad. La víctima dependía de la satisfacción que proporcionase su desgracia a la victimaria para que ésta, en un gesto de aprobación al talento, la dejara en paz. ¿Es menester señalar que el señor Enciso, a quien lo intranquilizador de aquellos experimentos había envejecido despiadadamente, solicitó un día la paga total de sus servicios para después marcharse? Lástima de hombre: sólo yo pude comprender la aniñada alegría con que se aproximó al portón, y, dando un precavido adiós a la casa, se encaminó en dirección a la arboleda de eucaliptos. Nunca más lo he vuelto a ver, pero jamás olvidaré cómo, en la distancia, iba recobrando todo su orgullo de hombre bajo su viejo saco de lino mientras una figura de  perro o de vaca seguía los pasos de su eventual compañero de viaje dando un brinco servicial.

Mi tía Candelaria, que necesitaba instalar su maldad en cuanto la rodeaba, aferró en mi carne los feroces dientes de su agravada salud. Mencionaba con dificultad las palabras, confundía los colores de los objetos y perdía a menudo su paladar, mas, así y todo, hallaba la manera de renovar los insultos con los que sacudía, caprichosamente, mi obediencia. Yo hacía lo posible e imposible por desvalorizarme ante ella, de tal modo que perdiera todo interés, pero bien pronto entendí que su maldad no se apagaría con mi debilidad pues nada le irritaba más que la sumisión absoluta. En realidad, la estaba decepcionando. Ella sabía que yo la detestaba, y hubiera apreciado mejor que le mostrase todo mi fastidio. Por otra parte se sentía convencida de que hacía un brillante papel entre la enfermedad y la muerte, y, entusiasmada porque su decaimiento era estrepitoso, me frotaba contra la nariz las novedades de su agonía (un lunar violáceo en la frente, un derrame nasal) en una clara prueba de que se iría al otro mundo sin concederme tiempo para un adiós. Se estaba asegurando, siempre cruel y orgullosa, de que yo no colaboraría en su viaje al infierno con una última despedida.

El decaimiento en que se sumió en los últimos días fue total. En aquellas circunstancias en que el entendimiento era tácito, le servía mejor y con tantas precauciones, que me era extraño verme entregada al cuidado de una anciana de la que, en definitiva, sólo aguardaba la muerte. Podía ver ya la lluviosa mañana de su entierro. Las coronas de margaritas y magnolias. Ciertamente mi tía Candelaria conseguía entrar mucho más de prisa de lo que permitía el último pasaje, en su propio final. De hecho, ya no oía los trinos de los gorriones que se acercaban, bulliciosos, a los grandes árboles de Villeta de Guarnipitán. Pero cuando las expectativas sobre su salud entraron en su máximo rigor, tosió y despertó más sonrosada que nunca, y dispuesta a apurar con bofetones las vacilaciones con las que se respondía a su voluntad. ¿Era ella o su terrible fantasma? ¿Cómo saberlo? ¿Para qué saberlo? De un salto conseguí escapar de sus horrendos garfios, y de otro salto, ágil y acrobático, subí al árbol más próximo a mi susto, dispuesta a no bajar de él jamás. Una gata no lo hubiera hecho mejor.



 

TARDE DE DOMINGO

 

A Augusto Roa Bastos

 

Las cosas no son ya como antes. Los grandes corredores de las casas solariegas perdieron su natural encanto a pesar del delgado soplo de frescura que los recorre durante los atardeceres y de algunos gorriones chillones que mudan su nido de viga en viga. Sus blancas paredes se han ido descascarando, progresivamente, para dejar al descubierto extravagantes formas de figuras superpuestas y peligrosos defectos de construcción por donde viborean al viento florecillas vulgares, hijas todas de un mundo sentimental venido a menos. Los faroles, reliquia de un tiempo inolvidable y gobernado por el buen gusto, terminaron desapareciendo sin saberse cómo ni cuándo; sin embargo, ciertas casonas los conservan todavía, sujetos -milagrosamente- a sus pilares cilíndricos. (Los faroles bamboleantes son la distracción secreta de algunos veraneantes domingueros que recorren en ómnibus el pueblo).

Los veraneantes, en su mayoría adolescentes y niños de corta edad, se las pasan buscando balcones abandonados donde es posible capturar crías de murciélagos. Buscan -afanosamente- sorprenderse con torrecillas de palomas a punto de desplomarse y aljibes clausurados por su propia lápida de hiedra; en fin, ya querrían ellos descubrir a su paso algo inenarrable y terrible que los obligue a exclamar: ¡Jamás debimos haber venido a este pueblo!

Dejan a su paso, como es de esperar, envases de gaseosas enlatadas, bandejas de cartón, pajillas rojas y azules, servilletas desechables empapadas de aceite, algún reloj oriental de relativo valor, cadenillas de oro por las que retornan organizados en grupos de rescate (todos afligidos, pero confiados; todos intentando retomar el hilo de la fatal distracción que originó la pérdida del tesoro...)

Nosotros los odiamos y ellos lo saben.

No nos gusta que inventen más miseria sobre nuestra miseria. No es mentira que nuestros techos se redujeron hasta el desmantelamiento y que nuestras paredes fueron casi devoradas por el hambre compulsivo de los perros vagabundos, pero, aún tenemos cacharros; todavía nos abandonamos a nuestras propiedades como algunas sillas de cuero, herrumbrosas camas de patas elevadas y sencillas mesas en donde reposan los santos de nuestra devoción. Al final de cuentas, que los veraneantes digan lo que quieran, pero que no se metan sin más ni más en nuestras habitaciones. Se comen a la luz del día nuestras últimas pasiones, con grandes risotadas, mientras alisan nuestras zaparrastrosas sábanas y se embolsan níqueles de plata y bronces de los que se creen, egoístamente, merecedores.

Nos perturba tanto su conducta malvada.

Años atrás se limitaban a robar nuestros tulipanes y rosas, excitados por la idea (inventada por ellos) de que un perro guardián los alcanzaría como un aeroplano veloz al juntar una docena de flores. Entonces jamás se hubiesen atrevido a franquear el umbral de nuestras puertas porque el miedo de ser castigados era muy grande todavía. Sólo Camilo Torre, el baterista del grupo musical Blue, desafió nuestra paciencia dibujando el símbolo de la guerra en las paredes. Si no alcanzó a comprender la gravedad de su falta fue porque estaba demasiado borracho y alegre. Pero aquel confuso accidente en el cual perdió la vida nos convenció secretamente de que las maldiciones juradas tienen un efecto inmediato sobre el destino de los jóvenes lozanos y crueles que se lanzan a la carretera a más de 120 kilómetros por hora.

Esta tarde regresarán de nuevo. Espantarán con sus gritos a los gorriones que, atrapados en la nave central de la iglesia, se aplicarán picotazos los unos a los otros hasta morir. Cientos de esos pájaros serán devorados por las hormigas y otros insectos rastreros, a los pies de los ángeles de barro. Pintarán bigotes a los santos y se reirán casi inocentemente de sus hazañas. Yo puedo imaginar sus dedos manchados con pinturas, profanando la imagen de la Virgen a la que descubrirán tres senos sobre el vulgar escote. A veces pelean entre ellos maldiciéndose por lo bajo, pero terminan abrazándose para defenderse de su propia furia descabellada.

Pálida a mi lado, Guillermina sopla la hierba. Yo escucho cómo el viento, diligente, arrecia su mundo de ramas febriles sobre mi rostro. Recuerdo a mi padre alzando y bajando la roldana del aljibe en una tarde de setiembre. Los ojos de la nana Aurelia, ya muerta hace tanto tiempo, me sorprenden entre las hojas del ombú carcomido por la humedad. Oigo cuando me dice: Vete a jugar con la codorniz y retorna trayendo un atadillo de raíces de cardosanto.

Esta tarde regresarán de nuevo. Dicen que filmarán un documental sobre nuestro pueblo y sus reliquias. No lo creemos. No lo permitiremos. No importa que todos los habitantes del Guarnipitán estemos muertos hace más de ciento cinco años.

Una vez más juraremos nuestra maldición sobre su filme, así terminen sabiendo que de veras somos fantasmas.



 

TRIBUTO DE SANGRE

 

Por el escándalo de las comadrejas en los cajones de los hollejos y otras cáscaras de frutas (cómo pretender olvidar que venimos de cinco generaciones de ropavejeros alimentadas con guanábanas), también por la turbación de las palomas y el ilusorio escape del ruiseñor trabado como tigre entre las rejas, sabíamos que eran ellos nuevamente.

Sabíamos que eran ellos; sin embargo, ya habíamos decidido, como en los últimos allanamientos, dejar las puertas abiertas para que se metieran dentro y revisaran todo: nuestra húmeda vida de armarios enmohecidos y cajones sin abrir durante más de cien años. Somos gente sencilla de centurias.

Sin el menor reparo pusieron lo derecho al revés con el primer golpe de flash fotográfico, y es así que rodó la corona de su majestad la Virgen mulata, mi Madre que había ganado una guerra contra tres países y todavía seguía obrando en curaciones de úlceras y llagas.

Se despacharon contra nuestros techos con gotera por donde se filtraba la larga, la gran lágrima de jazmín que se perdió de su especie y quedó atrapado entre aquellas hiedras sin madre que se comían la cal de los revoques, nuestra vieja máquina de coser que remataba con su único diente las hilachas de los vestidos de novia y los uniformes de gendarmes de las viudas, nuestro enorme arcón familiar -traído de Italia- el cual guardaba una pasada época de delirios en aquellos suntuosos trajes con olor a novia y a veneno para las ratas, nuestra destartalada biblioteca con más de mil libros que nadie leía para que no se nos trastocaran nuestras ingenuas lecciones de dar de comer alpiste a las palomas, heno a las vacas y maíz a las gallinas; se despacharon contra nuestros descacarados ídolos de barro ante quienes nos arrodillamos rogando que se hiciera su voluntad, su santísima voluntad, pero que me diera resuello esta respiración de leña   —44→   que sofocaba mis pulmones desde que contraje el asma en la fábrica hilandera, que se hiciera su santa voluntad, su santísima y perfecta voluntad, pero que se te concediera, por fin, amada hermana mayor, la petición de un novio de tu edad.

¿Quiénes, sino los ídolos, te darían un novio?

Un novio de sombrero de color canela y una florcilla de azalea en el ojal, un poeta, un gitano de la cuadra con quien entibiar el tilo y compartir la visión de la lluvia en la lomada; un pescador de río que te mandara al agua para que contemplaras la entrada del sol y el viaje de los camalotes bajo la corriente de las golondrinas.

Llegaron, como todos los domingos, en un automóvil de vidrios polarizados con chapa del gobierno; se las arreglaban para esquivar el ganado de sus propios perros de presa que ya habían echado oído a la huida de las ratas y emprendían una endemoniada carrera; sin decir buenos días se dejaban caer sobre nuestras reposeras dando instrucciones de que el inspector Artigas revisara cuánto y qué cosa había en el armario de la cocina. Casi nada: una botella de vinagre con la que se podría negociar alguna esencia de albahaca, una rebanada de queso rancio, un botellón de agua, seis huevos, cinco para el gobierno, uno para la ración de la casa, y no vayan a quejarse de que es poco porque ya no queda gallina que ponga siete para el gobierno.

-Anote, Artigas, en el libro de los tributos.

-Para las decisiones que se hubieren de tomar quedan anotados también un botón de sal, una caja de treinta y seis cerillas de fósforos, un frasco de aceite de ricino, el guisado del día y cuatro dientes de ajo.

Y se desparramaban en nuestros sillones de mimbre y en nuestras hamacas de arpillera dando órdenes de que el inspector Artigas incautara el gramófono.

Era difícil admitir que aquel hombrecillo con apariencia de guajiro nos despojara de nuestra cajita de diversión investido con la sola autoridad de su uniforme de comparsa y con aquellos pantalones ajenos que le bailaban el fandango y con los que tropezábamos todos.

-Anote, Artigas, anote.

¿Quién firmaba los mayores créditos para la importación de gramófonos en el país?

El gobierno pues.

Ya era de conocimiento público la pasión que inspiraba al presidente cuando, vestido de general, imitaba la dulce y áspera voz de Frank Sinatra, y dicen que su voz era nomás la de Frank Sinatra cantando New York, New York, y dicen también que la ciudad de New York se le aparecía a los niños con sus semáforos y sus alegres letreros luminosos superponiéndose a esa amarillenta visión de los cañaverales calcinados por el sol, y New York se erigía para ti en la más absoluta oscuridad de las titilantes luciérnagas.

La pasión que inspiraba al presidente era la misma que inspiraba a Frank Sinatra.

Oh, sí, por siempre Frank Sinatra sobre el burro del cura párroco, sobre la mula de la novia y sobre el caballo del gobierno, el hombre de la voz silbando, paseando sus melancólicas canciones junto al río para que lo oyeran los mulatos del candombe, los hacheros de los chivatos y las lavanderas de este país que sólo soñaban con Frank.

 

I got you under my skin...

 

-Anote sus últimos éxitos discográficos, Artigas.

Y ahora es el mismo gobierno el que da aldabazos a nuestra puerta, y ya salimos a abrirle, gritamos, pero el pavor congela nuestra obediencia convirtiéndonos en estatuas de sal, de modo que, pues, los aldabazos continúan, cada vez más apremiantes, más de revolución, más de ordalía cayendo sobre el pararrayos, y todo el gobierno ha pasado a la letrina, con la urgencia del que no tiene tiempo de cambiar de moneda o de fortuna, y con el parte militar de atacar, haciéndose ya un poco en las polainas, en las medias, en las botas y hasta en las estrellas, y un olor como de escarolas podridas, como de mierda ahogada entre los llantenes y los camarotes de la ciénaga nos quita la respiración un buen momento mientras los perros se arrojan por la ventanilla y el gallinero se convierte en una visión azul de plumas suspendidas en el aire.

Tan rápido como ha llegado, el gobierno ha partido.

Venir a armar tanto revoltijo en casa equivocada.

Venir a usar nomás nuestra letrina porque el almirantazgo ha recibido la información de que el allanamiento era en la casa noventa y nueve, y el ejército, mitad gente guajira, mitad gente analfabeta, cayó en tropel en la sesenta y seis.

Los coroneles Leónidas y Valladanes ya estaban en la hora de su investigación, y se paseaban bajo la tupida parralera de la uva moscatel, y se reclinaban sobre la barandilla del palomar mordisqueando el ají de sus tabacos y aspirando la pólvora de Cochabamba, y daban órdenes de que el inspector Artigas llevara cuenta de la misma casa, y era así que él cerraba cinco, diez vueltas sobre sus pasos, contando cuántos espejos, cuántas sillas, cuántas butacas y cuántas lámparas formaban parte de nuestro mobiliario, y era el aire de aquella tarde rancio, como el de un viejo libro de historia que se durmió con su trébol de la buena suerte y su memoria opaca de grandes descubrimientos.

Y los coroneles Leónidas y Valladanes nos miraban con sus ojos de peces muertos pidiéndonos agua fresca, y la hora, y otro vaso de agua fresca, y un dedo de su dulce de guayaba si no es tanta molestia, y claro que era molestia pero nos aguantábamos, porque éramos dos mujeres solas bajo indagatoria del gobierno.

Y los coroneles Leónidas y Valladanes parecían chuparse nuestro honor al lamer sus dedos embadurnados con dulce de guayaba mientras nos sonreían con sus pretensiones de no sé qué más golosinas y nos daban palmadas en las nalgas. ¡Cuánta patria agraviada temblaba en nuestra carne con cada beso suyo y con cada mordisco de vampiro que intentaba llevarse nuestra vida! Querían nuestra sangre y nos tumbaban sobre las sábanas revueltas del catrecillo de hierro calcinado por la resolana de la parralera.

No cederíamos.

Somos gente huérfana, pero honrada.

¿Qué le queda ya al pobre si pierde también su espíritu?



 

 

VAYA Y PASE, AMÉRICA

 

Quiero decirte que estoy contándote la verdad: no es puro cuento ni sentido figurado, como dicen los que no me conocen; déjame ver si consigo hacerte escuchar bien a pesar de esta pesada niebla; ya ves, ni siquiera sé si estás delante de mí, porque puede ser que te hayas ido a comer pescado frito con los rematadores de alhajas, del otro lado de la ciudad, pero vuelvo a contarte todo como al principio, tal como me lo contaron y tal como lo escribía en aquellas larguísimas cartas publicadas por la editorial Losada, cartas que mis detractores literarios sometieron a la difamación y al pillaje para que el tiempo las olvidara, pero no fue así, renacieron quinientos años después, más saludables y famosas que nunca, y hasta con un importante estilo que sería imposible dejar de mencionar en los largos párrafos de las notas críticas.

Aquel indio de anteojos oscuros que ves allá, en la misma dirección del bar de los jubilados, existió desde el descubrimiento de América, pero, ya ves, es apenas una réplica deshonrosa del indio que ha sido, y eso que toda la raza es él; las chozas, las canoas, los símbolos abstractos levantados en las puntas de las lanzas y la comezón del diablo es él; la escaramuza y la ocupación ruidosa de vastas parcelas de tierra donde habitan los monos, las lagartijas, los cocodrilos, y, sobre todo, los cuervos, es él. Es el círculo generoso y el rectángulo avaro sobre el que se edificó la lógica aquella de que la tribu de los temerarios se asentara en ese lugarcito; en aquel otro, la tribu de los melancólicos, y en este sitio danzaremos todos, formando un corralón para que nadie pierda de vista a nadie y los perros no echen a perdernos el equinoccio. Claro que después venía el cocodrilo exigiendo mujer, la más bonita entre todas las violetas, y ocurría un desbande general que las tribus enemigas aprovechaban para robarse sus símbolos jerárquicos de hazañas y edades. Ya te digo que aquel indio es el mismo. Lo hubiera   —48→   reconocido en cualquier lugar, no importa la diversión que hiciera y el disimulo con que intentara perderse entre la gente de luto que lleva a sus muertos en las gavetas.

Pero, mira: la otra historia, la del descubrimiento de sus ricas propiedades, es borrosa; la del comercio, que vino luego, es clara. Cuando leí aquellos enormes libracos, aquellos resúmenes baratos y aquellas revistas intrascendentes de historia, sin el más mínimo apego a la verdad, mencionando sólo el nombre de Colón, y olvidando la increíble leyenda, la gloriosa y valiente leyenda del indio de los cocodrilos, la colina y el mar, me decidí por estas cartas que ya fueron publicadas, como te habrás enterado, pero condenadas luego a la pira por delito de oscuridad, tergiversación y herejía.

Lo del descubrimiento, vaya y pase, pero fíjate, engañarle al iluso del indio con espejitos. Y yo te doy dos espejitos, y tú me das dos aves de esteros; no, no queda cambio; las negociaciones seguían hasta altas horas de la madrugada sin resolverse quién debía más a quién, de modo que venía el intermediario que era un convicto chino comprado por dos pedazos de queso por la reina Isabel.

El chino declaraba que no solamente los pavos reales, las palomas y codornices, sino que todos los huevos puestos entre una y otra primavera pertenecían al español, y tú, indio, tú te quedas sólo con un espejito, le decía, pues ni que tuvieras doble cara para necesitar dos. Pero el español no se contentaba, has visto, y pedía para sí aquellos enormes árboles de lapacho y todo el cielo azul que le daba tan buen paisaje, y el indio vendía el paisaje a cambio de algunas cuantas prendas de vestir que nunca supo abotonar, y que si abotonaba debidamente, no terminaban de agradar a la princesa de su corazón, la india para la que cazaba boas, la ingrata india que le dijo que no lo quería más porque deseaba pasar a formar parte del mujerío del español, ovillarse silenciosamente al lado del hombre aquel para entender rivalidades de otros dominios, cosas tales como que del otro lado de la mar las mujeres usaban corsé y se aplicaban palidez en el rostro durante las grandes recepciones bailables para ser más bonitas delante de las que no usaban corsé y se pintaban las mejillas con un color como de rosas y de violetas baratas; y la indiecita se tocaba el corazón preguntándose si no sería posible viajar alguna vez a Europa, entrar en las grandes tiendas y llevarse toda la ropa, toda, toda, total el español pagaba; y si era cierto que  el vestido hacía hermosas a las mujeres, para qué esperar, se decía y se imaginaba clasificando los colores: azul, rojo, verde, violeta...

Pero, mira, nunca he sabido de un español más vicioso: exigirle que le llenara la bañera con oro y plata a cambio de un poco de remedio para los parásitos, que al fin y al cabo ya era todo lo que al indio le quedaba, hasta que un día él se dijo basta, este negocio no va más, levantó América, y la levantó a las cinco en punto; cerró sus tolderías, la música triste de sus vertiginosos árboles, los pájaros sin jaula de sus jazmines ahorcados, su único búfalo y su crepúsculo de cada atardecer de oro para venir a este lado de la Argentina, aquí, junto al tango, y después mudarse para allá, pegado a la milonguita, sin más remedio que bailar al son de la música que le tocasen, has visto, porque el indio no ha nacido para disgustarse tanto, como enseñan a los niños en las lecturas patrióticas a través de figuras humanas cubiertas con piel de leopardos que arrasan los fortines americanos, no, el indio es manso, si no, observa a aquél, el de los anteojos oscuros, que ahora se sienta junto al monolito y ve los transeúntes pasar, las muchachas de borrosas cabelleras recogidas en una flor de nomeolvides pasar, y se pregunta, si, después de todo, América no fue mal negocio.

Aunque te cueste creerlo, Jacinta, aunque te cueste creerlo, él ya domina el castellano y el inglés, desprecia a Bach, lee a veces a Hemingway y opina sobre los instrumentos de viento. Pero, pobre indio, ¡tanta América en los bolsillos para venir a vender espejitos en la niebla!



 

VESTIDO DE NOVIA

 

A Wilson Villalba

 

Por achaparadas, feas y honradas es que Celestina y yo nos hemos quedado solteronas. Por eso nos da tanto enfado tener que coser los trajes de novias de las mujeres que sí han tenido la suerte de encontrar maridos. Y le damos con el pie al pedal de la máquina como quien cose para mañana cuando la boda es el sábado; y con tanto pedaleo, tanto doblegamiento y tantas maldiciones, terminamos el vestido en menos de una hora, pero lo bonito que ha quedado: ¡hay que ver! frutas apetitosas, luciérnagas y banderas de todos los países en el escote; todo el gentío y el apretujado adiós de las margaritas en la popa. Y ya ni acabamos de coser el abrigo de la madrina cuando se nos aparece una novia sollozante porque no le queda más leche para dar de mamar al crío y la boda tiene que hacerse el sábado antes de que el novio se arrepienta.

¡Ay!, las cosas que hemos visto dándole con la aguja a los enjambres de seda y martillando alfileres sobre el almidón de las enaguas. Y están esas otras novias, a las que tenemos que cubrir su vergüenza con fajas de cuero de cabra porque la barriga les ha crecido tanto que ya nada les sienta bien, pero nosotras nos las ingeniamos y acostamos al niño dentro de su vientre de tal manera que hasta parecen muñequitas haciendo su primera comunión o franciscanas vestidas de modelos.

Y claro, las cosas se hacen así, entre remiendo y remiendo; de otra manera no hay caso. Nosotras, que no nos hemos estropeado siquiera con un beso en la boca, podemos juramentar que casi todas las mujeres van preñadas al altar. Así se estila. Los hombres lo saben muy bien. Primero gimotean con lágrimas de demonios en los ojos; piden a gritos que no se les haga perder su carrera de Matemática, pero al final, cegadas por la pasión, terminan dando el mal paso. Algunas ceden hasta con los truhanes que  acarrean embalajes de tripas de corderos por los almacenes del puerto. Y siguen cediendo. Lo demás es historia. Ellas vienen después hasta nosotras corriendo; exigen el vestido de novia ya, sin querer oír nuestras razones de veinte prendas de vestir atrasadas; por eso las herimos con los alfileres en las nalgas traspasándoles los huesos; para que aprendan, y porque tenemos rabia.

Pero nuestro buen servicio prevalece y, aun contra los apremios del reloj, los vestidos nos salen tan hermosos. Todos tienen la apariencia del mar y sus amarillas espumas estallando como rosas sobre los arrecifes. Nos pagan con valiosas alhajas de oro que pertenecieron a su acaudalada familia, hoy en quiebra. Por el precio de un camafeo les batimos el tul. Un prendedor en forma de cangrejo es el trato convenido para terminar el vestido antes de medianoche.

Sabemos que llegaremos a los cien años y seguiremos dándole con el pie al pedal de la máquina, cosiendo suntuosos trajes que vestirán la ilusión de las novias amantes. Una cosa es bien cierta: Nunca nos casaremos. Somos demasiado honradas para hacerlo.

De hecho, cuando la muerte nos sorprenda, que nos metan en sendos cajones con vestidos blancos.

 

 

ENLACE INTERNO A OTRO LIBRO DE CUENTOS DE LA NARRADORA

(Hacer click sobre la imagen)

 

 GUÍA DEL CEMENTERIO. Cuentos de DELFINA ACOSTA

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay. Octubre 2009. 96 páginas.





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
EDITORIAL
EDITORIAL DON BOSCO
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LIBROS, ENSAYOS y ANTOLOGÍAS DE LITERATURA PA



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