Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay),
Editorial Gráfica Copirama, 1998].
Dedicado a Hugo Rodríguez-Alcalá
A MANERA DE PRÓLOGO
Este Romancero de mi pueblo podría titularse con estricta exactitud Romancero de Villeta porque Delfina Acosta, oriunda de Villeta es profundamente villetana y se contenta con aludir a Villeta, no al país ni a otras realidades connotadas por la palabra pueblo. Pero le suena bien el título de Romancero de mi pueblo y por eso lo ha elegido.
La casa, la antigua casa de los Acosta, es una casa blanca de largo corredor frontal de fornidos pilares, muy colonial, muy paraguaya, hoy en proceso de reparación. Esta casa evoca tiempos largamente abolidos, tiene un vasto solar poblado de árboles altísimos, entre los que descuellan añosos samuhús de troncos de grandes espinas, en un bosque de eucaliptos, de guayabos, de mangos y hasta de un tupido tacuaral. Tan densos son los follajes, que el sol apenas puede colarse entre ellos y llegar hasta la tierra con disminuido calor, aún en pleno verano.
Esta casa está situada en un barrio tan antiguo o más que ella, por cuya calle Delfina, desde muy niña, ha visto pasar gente inolvidable.
Por ejemplo, «La chismosa del pueblo»:
Asomada a su balcón
doña Lariel -quién diría-
más de cien años pasó
viendo el trajín de la villa.
La novia, blanca, venía
con su escotado vestido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Jamás mujer tan hermosa
yendo a su boda yo he visto
O «Don Nicanor»: Con sus magníficos trajes
de pana como de lino
paseaba por la placita
Don Nicanor los domingos.
Las mozas por él morían:
¡Aquel paladar postizo
de oro que le brillaba
del uno al otro carrillo,
lo hacía tan codiciado,
tan excelente partido!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Amado por tantas mozas
de renombrado apellido
él siete veces juraba
«¡soltero, jamás marido!».
Con tanta fantasía como caricatural ironía Delfina escribe sobre gente rara de Villeta; gente que inventa o retrata con la materia difusa de recuerdos infantiles. Por ejemplo:
«La mujer barbuda».
Sentada frente al espejo,
que tiene luz de bombillo,
ña Rosa se está afeitando
la barba con un cuchillo...
Hay otros muchos personajes de carne y hueso en los romances de Delfina, y otros fantasmales como un pora y el pombero. Y no falta uno dedicado a un marica, romance a que puso como epígrafe Delfina un par de versos de Nicanor Parra:/ Si los maricones volaran/ no se podría ver el sol./:
Francisquito se llamaba.
Y su apellido era Rivas.
Suspiraban las mozuelas
con verde melancolía
al verlo andar poseído
por una idea prohibida...
Este romancero y otros muchos romances han sido compuestos durante los meses de este año. Y durante meses, todas las mañanas un poco después de las 8, exceptuando los domingos, la prolífica Delfina me ha llamado por teléfono:
-¿Puedo leerte un nuevo romance?
-Claro que sí; encantado.
Y así me fue leyendo poema tras poema. Era grato conversar sobre dactílicos, trocaicos y mixtos, sobre el tecnicismo de la versificación -arte que hoy muchos sedicentes poetas desdeñan. Y claro está, sobre los temas que iba diariamente desarrollando. Mis opiniones críticas a menudo tuvieron por objeto sugerir a Delfina que fuera, digamos, menos «surrelista»; que su vuelo imaginativo no se perdiera entre nubes. Y solía recordarle lo que Amado Alonso llama «poetas clásicos de cualquier tiempo». Estos poetas de cualquier tiempo o escuela poética, son los que llevan «por igual el ideal de perfección a todos los aspectos del poema. Ellos ostentan la sazón de la forma en el sentimiento, en la intuición en la realidad representada, en el pensamiento racional, en la ordenación del poema, en la construcción sintáctica, en la significación y poder sugestivo de las palabras y en el gobierno del material sonoro... La forma típicamente clásica resulta del exacto equilibrio de todas las formas parciales».
Este equilibrio solía yo aconsejar a esta poetisa nacida no lejos de la época de los «desequilibrios» vanguardistas.
El lector apreciará en estos poemas «el sabio gobierno del material sonoro y esa sazón de la forma, en el sentimiento, en la intuición y lo que Amado Alonso llama ese «equilibrio» en las diversas formas que constituyen la totalidad de una composición poética.
Las dotes de Delfina Acosta como poetisa ya tienen varios años de valioso ejercicio. Cuando hace exactamente diez años envié ejemplares de mi libro Poetas y prosistas paraguayos y otros breves ensayos a amigos residentes en España, en México, en Estados Unidos, más de un lector, (lector-poeta y avezado crítico), como por ejemplo Emilio Barón Palma, me escribió en estos o parecidos términos: «Me has dejado con ganas de conocer la obra de Delfina Acosta, cuyo último poemario comentas en tu libro». Y Delfina Acosta fue con Lucy Mendonca de Spinzi, las dos únicas autoras que entre una veintena de escritores paraguayos y algunos extranjeros inspiraron el nombrado libro; las únicas que despertaron la susodicha curiosidad. Quisiera dar fin a este breve prólogo agregándole un broche no de oro sino de otro metal no tan valioso. Y para ello transcribiré un «Perfil de Delfina Acosta de Pertile», trazado en 1987:
Delfina Acosta viene de Villeta,
hermoso pueblo a orillas de un gran río.
Toda erizada de algas la melena,
recién salida del azul fluente,
ella sigue fluyendo con su río
y es un río de música y reflejos.
No ha abandonado su celeste reino
y el agua está en sus ojos y en sus manos.
Antes había náyades, nereidas
y había ondinas y otras muchas diosas.
Delfina, que es mujer, no habita el río:
el río sí la habita y dondequiera
que ella se encuentre el río pasa suave
por ella y sobre ella y dice cosas
que le gusta decir a camalotes
y a los peces profundos y a las costas
donde dormitan plácidos caimanes
o duermen sueños de torpor de piedra.
Cuando Delfina duerme el río sale
de su pecho y suscita un remolino
para que esta mujer oiga secretos
y luego cante con su voz acuática
algún aria fluvial en cuyas notas
hay cielos reflejados, hay bandadas
de pájaros salvajes que los cruzan...
Delfina, Mujer -río, Mujer- canto,
es la patria de agua, la que corre
en pos de inmensidades al Atlántico
Enlace al ÍNDICE del poemario ROMANCERO DE MI PUEBLO en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
A MANERA DE PRÓLOGO
** PERSONAJES VILLETANOS
La solterona La loca del viento norte La chismosa del pueblo El tesoro del Mariscal Francisco Solano López La novia viene a caballo El mariquita Don Nicanor Don Solari La mujer barbuda Carmiña El tonto Romances tristes El perro El ahogado Los leprosos Las cuatro estaciones de la rosa El gato Palomo y Tristán El pájaro en su jaula No se oye verso ni trino La fecha en el árbol
** ROMANCES PERSONALES
La hora Alma Pero me río La rosa ausente Mariposa Luz de vela Entonces
** ROMANCES DE FANTASÍA
La casa Poras Las tres mujeres de luto Romance del pombero La casa de los Navarro El fantasma de María Cuarenta y un crucifijos
** OTROS
El compromiso Los quince jinetes Villeta Todos iban a rezar Don Fidelino Maíz Mal tiempo
PERSONAJES VILLETANOS
LA SOLTERONA
Porque las niñas se casan
vestidas de canutillos,
hágase ajuar de mentira
con ramillete de espinos
para la novia Manuela,
que no tiene prometido.
Los años le van pasando
como otoños repetidos
que deshojan sus mejillas
y dejan sus labios fríos.
Sentada en sillón de mimbre
cose y descose un vestido.
Sentada se va su vida.
Cosiendo se va lo mismo.
Encomendó a San Antonio
treinta años ha, su destino,
y se quedó prometida
a la ocasión que no vino.
Hay en sus ojos oscuros
relumbre de mucho filo
cuando se acuesta en el lecho
con el corsé desprendido.
Su cuerpo a veces florece
como rosal del estío
y un viento verde entreabre
su camisón amarillo.
Pero Manuela ¡qué pena
tus dos capullos caídos
y el beso bajo la luna
que nunca pudo haber sido!
Si alguien la quiso, quién sabe,
mas el perfume del pino
bajando sobre su cuerpo
dejó un lunar en su ombligo.
¡Es mentira! ¡La quisieron!
¡Es verdad! ¡Nadie la quiso!
Un hombre dijo en el pueblo
la mentira de un cumplido
cuando la vio por la calle,
y el otro añadió un silbido.
Porque las niñas se casan
con sus secretos vestidos,
violetas, guantes, carmín
y nacarados anillos,
que se abroche un traje rojo,
en rococó parisino,
para la novia Manuela,
que no tiene prometido.
LA LOCA DEL VIENTO NORTE
L. M. todavía deambula por las calles de Villeta
La loca del viento norte
espejo pide en las calles.
En sus pupilas hay fuego
de ramas secas que arden.
Los niños corren al verla
al pollerón de sus madres
y perros en ronda negra
hostiles muestran sus fauces
Hermosa ha sido. Que sepan.
Y más hermosa que nadie.
Igual a la margarita
de algún ojal fue su talle.
Perdió la cordura un día:
«Su señoría, llamadme»,
a los bueyeros dio orden,
y a las burreras del valle.
Llevando siempre jadeo
la ven pasar por las calles
mis ojos, y pena extraña
me quita también el aire.
Hermosa ha sido. Que sepan.
Y más hermosa que nadie.
Su alteza ya va por agua.
Y le abre paso la tarde.
LA CHISMOSA DEL PUEBLO
Asomada a su balcón,
doña Lariel -¡quién diría!
más de cien años pasó
viendo el trajín de la villa.
Con el ojo de su gata,
que es también tuerta y maldita,
ella hace un guiño a su perro
que su favor solicita
tendiéndose ya a sus pies
para entibiar su barriga.
Felino y ama se largan
a devorar las intrigas
que dan pie a los nuevos chismes
con que amanece la villa.
No hay goce mayor para ella
que averiguar de la vida
de las mujeres que engañan
a sus maridos maricas
con besos empalagosos
pegados a otras mejillas.
Si va cayendo la tarde
sobre la plaza de orquídeas
observa ella toda anteojos
los flirteos de las niñas.
«Satanás», su gata en celo,
mujer, fulana y arpía,
le dice como en susurro:
«Rosario Ascarza está encinta»,
y entonces doña Lariel,
riendo desde las tripas,
repite así en el balcón:
«¡Avemaría purísima!».
EL TESORO DEL MARISCAL FRANCISCO SOLANO LÓPEZ
Doña Leria está pasmada.
El pora con gallardía
y rango de Mariscal
le cuenta de noche y día
que está escondido el tesoro
debajo de su cocina;
mejor, bajo el centro mismo
de aquella arqueada viga
donde sacuden el polvo
lagartos, ratas y hormigas.
Mas cuando duda ña Leria
un nuevo antojo la anima;
a un paso del jazminero
-no de las sombras esquivas
de aquellos sauces llorosos-
donde las hojas transpiran,
intuye que las alhajas
están muy bien escondidas.
Con pala y también azada
remueve la tierra huidiza
en busca de la esmeralda,
el ónix y el amatista.
El Mariscal le asegura
que el cofre está en la cocina;
ña Leria cree que un perro
lo vela sentado encima.
Con truenos o luna roja
buscando el oro ella silba.
Mas cuenta un grillo a otro grillo,
el grillo a la golondrina,
y la golondrina a un loro,
que morirá sin ser rica.
LA NOVIA VIENE A CABALLO
Fue un veintisiete de mayo
del año sesenta y cinco.
La novia, blanca, venía
con su escotado vestido.
Montaba un negro caballo
que dio un peligroso brinco
emparejando cabeza
con otro del monaguillo
para dejar rezagado
al potro de su marido.
Jinetes de recia estampa
lanzaban al viento tiros
de sus lustrosos revólveres
amedrentando a un mendigo
que confundía a la novia
con la madona en el limbo.
Algún disparo con arma
fue de ladrido en ladrido
de perros que no cedían
el paso a aquel recorrido
de los caballos ansiosos
de zambullirse en el río.
Fue un veintisiete de mayo
del año sesenta y cinco
¡Jamás mujer tan hermosa
yendo a su boda yo he visto!
EL MARIQUITA
Si los maricones volaran,
No se podría ver el Sol.
Nicanor Parra
Francisquito se llamaba.
Y su apellido era Rivas.
Suspiraban las mozuelas
con verde melancolía
al verlo andar poseído
por una idea prohibida.
Contaban que Francisquito,
que de blanco se vestía,
iba detrás del capullo
de alguna rosa amarilla
para llevarlo en el pecho
y semejarse a una espina.
Frisaba los treinta años,
más de quince parecía
con su talle de amapola
al que cerraba una hebilla.
Su larga mano enguantada,
adiós, diez veces, decía
-si se asomaba al balcón-
a la lejana cuadrilla
de los robustos hacheros
que al monte, alegres, subían.
Azules eran sus ojos.
Y su mirada de niña.
Deshojaba, deshojaba,
de su patio en una esquina,
al apagarse las tardes,
las últimas margaritas.
«Me quiere, no, no me quiere,
me quiso, no me quería...».
DON NICANOR
Con sus magníficos trajes
de pana como de lino
paseaba por la placita
don Nicanor los domingos.
Las mozas por él morían:
¡aquel paladar postizo
de oro que le brillaba
del uno al otro carrillo
lo hacía tan codiciado,
tan excelente partido!
Las damas del viejo pueblo
buscando en él prometido
cartas de amor le mandaban
con corazón de cupido.
Ya lo trataban de «usted»,
ya de palomo o de mirlo
que con sus dientes de oro
al pan tenía cautivo
así como a algún querer
por él no correspondido.
Amado por tantas mozas
de renombrado apellido
él siete veces juraba:
«¡soltero, jamás marido!».
Mas qué tramposos besaban
sus treinta dientes postizos
DON SOLARI
No se sabe en qué cajón
tenía el oro escondido,
don Solari, italiano,
ricachón, también judío,
huraño y, peor, soltero
de ochenta años y pico.
En su almacén sin letrero
los fermentados tocinos
níquel por níquel vendía
al pordiosero y al sirio.
Avaro como hubo pocos
cenaba solo un mordisco
de un pan que rendir solía
como el pescado, no el vino
con que brindaba en silencio
bajo la luz de un bombillo.
Nadie sabe cuántos fueron,
si dos o tres forajidos,
los que entraron por su techo
en una noche de estío.
La cama al revés pusieron
buscando el oro escondido
y al no encontrarlo cortaron
sus dedos de diez anillos.
Pasaron ya treinta años
de aquel oscuro homicidio.
El ánima de Solari
de noche lanza quejidos.
Los perros que comen luna
lo espantan con un gruñido.
LA MUJER BARBUDA
Sentada frente al espejo,
que tiene luz de bombillo,
ña Rosa se está afeitando
la barba con un cuchillo.
Ya quisiera ella tener
en su rostro tan curtido
la frescura de las dalias,
la tersura de los lirios
que de afeites sólo usan
dos gotitas de rocío.
Qué presto crece su barba
sin detenerse hasta el río.
Se suma allí a la corriente
que lava a los cocodrilos.
En un día y una noche
su pelo es de nuevo ovillo,
donde los peines de nácar,
un diente pierden por rizo.
¡Quién la besara una noche
y le dijera al oído
que sus mejillas producen
cosquillas de culantrillo!
¡Si de sus senos bebiera
un hombre haciéndose niño!
Entonces ella creería
que tiembla en el aire un trino.
CARMIÑA
Vestida con guardapolvos
la tonta ríe al espejo
mientras la observa, tristón,
desde una esquina su perro.
En sus anteojos titila
el brillo de aquel espejo.
No hay moños que la hermoseen,
ni quien le suelte un consejo.
Con prisa va hacia el mercado;
allí la aguardan los berros
que compra muy diligente
contando un níquel por dedo.
Con prisa vuelve a la casa
de dos enormes aleros
en donde alisa su sombra
algún torcido gomero.
Recorre siempre afanosa
las cuatro postas del pueblo.
Sus alpargatas le prestan
las alas de un benteveo.
«Carmiña, no te enamores,
vete a la esquina primero»,
las niñas gritan en coro.
La tonta ya está corriendo.
EL TONTO
El tonto, marcial, se cuadra,
si escucha tañidos blancos
de las campanas del templo
que lanzan al cielo pájaros.
San Pedro no le intimida;
sí mira al crucificado
en silencioso respeto
y hecho varón de calvario
con su corbata de lino,
sus encogidos zapatos.
El tonto huele a lavanda.
Su corazón a naranjos.
El cura párroco extiende
su bendición a un borracho
mientras el viento sacude
las cuerdas del campanario.
Ya santiguados los fieles,
desandan el viejo atajo
del caserón donde aguardan
los perros junto a los gatos.
El tonto custodia el templo
cerrado con dos candados;
también mendiga a la puerta;
no llega a treinta centavos
aquella limosna avara
que le ha tendido un cristiano.
ROMANCES TRISTES
EL PERRO
El perro de medio rabo
se inclina sobre la liebre
caída bajo el relámpago
del hacha que le dio muerte.
Pero muy pronto se anima
con la abundancia caliente
de cerdos que la matrona
dispone en rojo banquete
sobre unas mesas de cedro
a las que llegan manteles.
Y olvida el charco de sangre
donde la liebre está inerte.
Y mira el cielo sin nubes
que en paz azul resplandece.
En la ocasión se celebra
con buen humor, lo de siempre:
cosechas afortunadas
que ha dado el clima en diciembre.
El perro husmea la carne
que el capataz ya le ofrece
y se recuesta en el pasto
con una presa entre dientes.
Entonces recuerda el hecho:
fue degollada la liebre.
¡Ay, vértigo repentino
que náusea también parece!
EL AHOGADO
Al niño Ambrosito Lugo, ahogado en el río de Villeta