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JULIO BENEGAS VIDALLET

  EL ESTADO PARAGUAYO - Por JULIO BENEGAS VIDALLET


EL ESTADO PARAGUAYO - Por JULIO BENEGAS VIDALLET

EL ESTADO PARAGUAYO

 

Por JULIO BENEGAS VIDALLET (*)


Durante el genocidio de la Guerra Grande (1864-1870) Paraguay, el único país que por entonces había desarrollado un proyecto nación de gran autonomía económica, fue devastado literalmente. De una población de un millón de personas, aproximaciones estadísticas posteriores cuentan la supervivencia de unas 140 mil personas, la mayoría niños, ancianos y mujeres. El ejército esclavista del Imperio brasileño de entonces ocupó el país convirtiendo al Estado paraguayo en un apéndice de su política expansionista. Paraguay pagaba caro el costo de haberse sustraído del modelo criollo oligárquico que emergió como poder en los recientes Estados “independizados” de la Corona española.

Por razones geográficas y de composición etnográfica, Paraguay había construido una economía de subsistencia de la mano del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840). Entretanto, Argentina y Brasil se desarrollaban sobre la base de la explotación esclavista, latifundios, la banca y el comercio dominados principalmente desde los intereses imperiales de Inglaterra.

Por estas épocas, en Buenos Aires se contaba con un registro de cerca de un millón de “vagos”, término que se acuñara para calificar a la gente desocupada, expulsada de las extensas tierras adjudicadas arbitrariamente por los “conquistadores” o desahuciada de las epidemias, guerras y la primera gran ola capitalista en Europa.

En Paraguay las tierras del Estado eran haciendas comunes.

En 1840, a la muerte de Gaspar Rodríguez de Francia, proclamado dictador perpetuo del Paraguay, el país, sin deuda externa ni interna, con un implacable manejo austero de las finanzas públicas, se encontraba en condiciones para sumarse a la primera Revolución industrial y consumar en consecuencia el proyecto modernizante desde su condición de Estado nación mestiza.

El gobierno constitucional de Carlos Antonio López (1840-1862) abordaría este desafío contratando técnicos europeos, construyendo el primer ferrocarril y la primera fundición de hierro, bases fundamentales del desarrollo industrial de la época en Europa. No en vano, el ejército de ocupación destruye la fundición de Ybycui, señal inconfundible de la razón principal por la cual se había atacado a este país tan lejos del mar y tan cerca de sus verdugos, infiere el periodista argentino de La Nación, Jorge Zárate.

A los ajustes geográficos propios de la decadencia colonial y la delimitación de los Estados nacionales, la Guerra Grande significaría una enseñanza mortal para cualquier país de la periferia de Occidente que osara acometer una economía de carácter autónomo, con desarrollo industrial incluido.

Era un tiempo en que para nuestros países se había delineado la tarea de explotar materia prima para su posterior procesamiento en los centros industriales de Inglaterra, Francia, Alemania y Holanda.

Extraviada la conciencia pública sobre el Estado nación, el país se debatirá en el futuro en los escombros de la moral política, comenzando un período de grandes entregas y robos del bien colectivo. Este cuadro es descrito magistralmente por el cronista y gran dirigente anarquista español, Rafael Barrett, en su libro El dolor paraguayo. Él nos legó este y otros artículos, y a su hija, Soledad, un símbolo del espíritu revolucionario contra la injusticia, ejecutada en Uruguay en el marco del Operativo Cóndor.

Al Estado se lo ata a la deuda. Se remata para el efecto, entre otras cosas, once millones de hectáreas para producción de tanino, yerbales, y extracción de maderas, a empresas de capital extranjero afincadas en la Argentina, como los Casado, La Industrial Paraguaya y otras, como bien nos describe Carlos Pastore en su libro La lucha por la tierra en Paraguay.

Las dos grandes selvas que cruzaban nuestro país, la Selva Central (Asunción y los distritos del departamento Central) y la Selva Atlántica (Alto Paraná, Itapúa y Canindeyú) cubrían un país bordado de arroyos, ríos, calor, tierra fértil y animales silvestres. La grandiosidad de la flora y fauna del país atrae a uno de los dentistas naturales más importantes del mundo, Moisés Bertoni. Este señor llega a registrar múltiples especies para un mundo científico que se desarrollaba en otros países y dormitaba en el país.

En este paisaje, tan bien descrito por nuestros poetas y músicos en las guaranias de José Asunción Flores, las polcas de Emiliano R. Fernández o los incisivos poemas canción de Teodoro S. Mongelós, entre otros, el pueblo vivía alejado de cualquier noción práctica y objetiva de Estado.

El Estado era una cuestión de los letrados, que hablaban castellano, manejaban los papeles y delimitaban las tierras. “Nde jodéta siempre hikuái” (siempre se burlarán de uno), sentenciaba en vida Olegario Achucarro. Su rancho fue quemado y sus tierras, en Juan de Mena, Cordillera, usurpadas por los vencedores de la Guerra Civil de 1947.

Pastore lo escribe: “La ley del 2 de octubre de 1883 fue sancionada y promulgada en momentos en que repuntaba el valor de la propiedad inmobiliaria en el Paraguay y en que comisionistas del capitalismo extranjero visitaban el país y adquirían tierras con praderas para ganadería y con bosques para la explotación forestal y exportación de maderas”.

La ley del 11 de julio de 1885 autorizaba al Poder Ejecutivo, entonces al mando de Bernardino Caballero, a enajenar todas las tierras del Estado.

Antes de la Guerra de la Triple Alianza, la superficie del país era de 16.590 leguas cuadradas, de las cuales el Estado poseía 16.329 leguas cuadradas. Dentro de esta inmensa superficie había 840 leguas de yerbales.

En las nuevas explotaciones se reclutaban campesinos para trabajos de esclavo. Ingresaban a reducir montes, cortar quebrachos, cuidar la yerba, en un régimen que impedía el permiso laboral por supuestas deudas contraídas por la comida y las bebidas diarias.

Sin medios de comunicación, del padecimiento en los yerbales y quebrachales existía conocimiento popular a través de compuestos y juglares como de cuestiones ocurridas en remotas e ignotas tierras.

Algunas esporádicas denuncias llegaban al Parlamento sin producir eco importante. Augusto Roa Bastos recoge este pasado-presente con gran maestría en su trazo “El éxodo”, de Hijo de Hombre.

Luego de la derrota del proyecto modernista, el universo citadino se fue conformando, fuera del hogar, con exiguos médicos, algunos abogados que atendían en tribunales litigios menores, estibadores, ferroviarios, panaderos, talabarteros, orfebres e imprenteros. En una economía, en fin, casi artesanal y de intercambio directo.

El Mercado Guasu de Asunción era un pulmón de distribución y relación de productores rurales con sus patrones citadinos. Este modelo se reproducía en todos los pueblos.

El mundo campesino no era un mundo lejano ni remoto. Era casi el universo total de pobladores de nuestro país. La mayoría de los “pueblos", como en nuestro país se denominan a los pequeños núcleos urbanos, conservarían por décadas su fisonomía colonial, albergando a los “patrones”, a quienes nuestros compatriotas del campo proveían verduras, frutas, pieles silvestres, carbón y otros recursos y recuerdos de la tierra. Toda la cobertura del Estado terminaba en los “pueblos” donde funcionaban las escasas escuelas públicas, los centros de salud, los juzgados de paz y las escribanías.

El mundo campesino se recreaba sin Estado o con un limitado Estado liberal de una economía tradicional de abastecimiento familiar y con asistencia escolar inexistente o muy escasa que ayudaba en pocos casos para aprender las primeras letras y los números y ecuaciones básicos.

El Estado tenía recursos sólo para mantener la mínima burocracia, incluidos los servicios mínimos de salud y educación, enfocados éstos, como dijimos, en los habitantes de los “pueblos”.

En este paisaje de aldea urbana, los trabajadores buscaron forma de organización en mutuales, asociaciones y sindicatos. Con libertades siempre restringidas y vigiladas por el Ministerio de Interior, se crearon sin embargo sindicatos de distintas ramas de la producción por destajo y escasos asalariados. Obreros marítimos, gráficos y ferroviarios llegaron a movilizar importantes discusiones y protestas de porte.

Este cuadro de organizaciones obreras y mutuales recientes aparece muy bien descrito en Obreros, utopías y revoluciones, de la historiadora Milda Rivarola, y en Introducción a la historia gremial y social del Paraguay, de Francisco Gaona, dirigente sindical de entreguerras.

El gobierno liberal de José P. Guggiari (1929-1931) proscribe por el decreto 39.436 los sindicatos, “aunque antes y durante el período de la Guerra del Chaco, las organizaciones gremiales se hallaban en plena clandestinidad”, nos cuenta Gaona.

Al igual que durante la dictadura stronista (1954-1989), las organizaciones obreras y campesinas más perseguidas resultaron ser los movimientos apuntalados por dirigentes comunistas.

 

LA GUERRA DEL CHACO

El país se enfrenta a una segunda guerra en 1932. Una guerra impuesta por la penetración imperialista de EE.UU. que por esa época ya disputaba los negocios más importantes del continente con Inglaterra. De acuerdo con datos de la época, EE.UU. contaba ya con inversiones de 1.200 millones de libras esterlinas en América Latina, mientras que Inglaterra se retrasaba a un segundo e inmediato lugar con 900 millones.

El control del negocio petrolero del Chaco y la necesidad boliviana de acceso al río Paraguay se conjugaron en una absurda contienda entre pueblos que apenas sabían de sus respectivas existencias. En EE.UU., la voz del senador Long (una calle en Villa Morra lleva su nombre) retumba en una caja hueca contra la guerra, a la que denominaba un crimen por intereses mezquinos de la Standard Oil (Exxon actualmente), a cargo de los Rockefeller. Huey Long murió asesinado y el hijo del patriarca capitalista, David Rockefeller, visitó Paraguay en 1972. Bolivia no accedió al río, pero la zona de exploración de petróleo de la Standard Oil quedó en “sus tierras”. Los estudiantes del Colegio Nacional de la Capital, ahora un colegio mixto, se manifestaron contra el empresario y el régimen de Alfredo Stroessner los reprimió.

Este trasfondo económico imperial de la Guerra del Chaco ya es observado y denunciado por la Conferencia Sindical realizada en Uruguay, en 1931, un año antes del inicio formal. No todos van a la guerra alegre, heroica o resignadamente. En Asunción y otros núcleos urbanos se desarrolla un movimiento antiguerra que denuncia el trasfondo ruin. El Partido Comunista sostiene una verdadera aunque enmudecida campaña por desenmascarar los intereses del embate imperialista sobre tierras chaqueñas. Cuando el pueblo andaba en su esencial emprendimiento de reproducirse sin Estado que lo cobije ni registro para los hijos, de nuevo avanzaba sobre nuestras poblaciones la movilización general de los mayores de 18 años. El ejército regular, de escasos hombres, aunque triunfante en Boquerón, pronto queda diezmado.

El pobre volumen en dinero que brinda una economía de subsistencia, de extracción netamente agrícola familiar y ganadera, brinda, como dijimos, muy pocos recursos a los Estados liberales para desarrollar un proyecto de modernización. Esta misma realidad material impedirá o amortiguará el desarrollo de conflictos de clase, de envergadura. A punto sin embargo de constituirse la primera central obrera, llegaban la prohibición de José P Guggiari y los tambores de guerra del Chaco, apagando nuevamente el conflicto para unir a la gente ante un “enemigo externo”.

En la Guerra del Chaco, el pueblo peregrina una tierra de arcilla y jukeri, de hambre, sed y calor seco, tan distinto paisaje al de la Selva Central que cruzaba Paraguay o el de la Selva Atlántica que surcaba tierras rojas fértiles, irrigaba chacras comunales y haciendas libres. De una Región Oriental bendecida por los ríos Paraguay y Paraná, formada por llanos y valles de pocos accidentes geográficos, al martirio épico. Este esfuerzo extraordinario curte el cuerpo y el espíritu de los guerreros, antaño humildes, contemplativos y laboriosos campesinos. En este tiempo, el Estado organiza un ejército de dimensiones populares, con enormes cuerpos de ejército, divisiones, regimientos y compañías que hasta hoy, por lo menos en el organigrama, se mantiene. En la guerra se encuentra una clase dirigente que entiende que era hora de ejercer el gobierno. Al término de la contienda, un grupo de coroneles y jefes militares asesta un golpe de Estado casi hablado. Este movimiento, denominado febrerista, cortaba en 1936 décadas de gobiernos liberales. El grupo, encabezado por el coronel Rafael Franco, esboza un proyecto de grandes reformas sociales que será truncado un año y medio después.

“Realizaremos con método, serenidad, el programa de reformas sociales más profundas que permita la evolución política de nuestros tiempos en América del Sud”, sostiene en su discurso de ascenso al poder el coronel Franco. “Vamos a la liberación de las clases trabajadoras del campo y de las ciudades, pero tal propósito no significa de ningún modo un atropello inconsiderado al capital que este país necesita arraigar, defender y estimular para el aprovechamiento útil y fecundo de sus grandes fuentes de producción y para el fomento vigoroso de sus fuerzas económicas”, diría luego en su discurso por el Día del Trabajador, un primero de mayo de 1936.

Con la separación del postulado comunista, Franco encamaba una corriente regional que en América Latina tuvo exponentes de gran peso. Es un movimiento de carácter popular y nacional que encarnaría en Juan Domingo Perón (1945- 1955), su icono. “O gobierna el Estado o gobiernan las trasnacionales”, reza una de las tantas frases adjudicadas al polémico ex presidente argentino. Esta frase es tal vez definitiva en la concepción que ese movimiento, en general, quería significar en dicha época en oposición de muchas décadas de gobiernos liberales: la construcción de un Estado administrador y regulador del capital y de las relaciones socioeconómicas.

En Paraguay no se puede desarrollar este movimiento. También se lo aborta en Colombia al asesinarse a su líder más representativo, Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, retomando este país un período de grandes convulsiones y guerras internas que hasta ahora determinan un presente fragmentado. En Brasil la oleada la encarnaría Getulio Vargas, y en Bolivia, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, ascenso abortado, y retomado ahora por el Movimiento Al Socialismo. Todos estos movimientos en ascenso serían enfrentados en el tiempo por las dictaduras militares propiciadas por las oligarquías locales y promovidas por EE.UU. en el contexto de la Guerra Fría.

La base de apoyo de Franco era el movimiento sindical no comunista en un país de relaciones muy artesanales y agrícolas, con un grupo de poder económico principalmente de extracción ganadera. En esa fragilidad del movimiento obrero por la composición económica del país de agricultores y artesanos habría que buscar algunas de las razones por las cuales este movimiento regional no logra hacer escala en el país y, por lo tanto, no logra desarrollar un sistema para pensar fuera del ángulo liberal y el perseguido comunismo. No había, en síntesis, una base material que pudiera disparar la construcción de un Estado de carácter socialista mechado con una vertiente nacionalista.

Al igual que durante la Guerra Grande, el poder movilizador de la Guerra del Chaco utilizó el guaraní para irradiar patriotismo y encarnar la misión nacional. Los temas de Emiliano R. Fernández en jopara (“Reservista purahéi”, “Trece tuyutí”...) recogerán y extenderán la épica romántica al frente de las batallas y al regreso acunarán ensueños y nostalgias de amor y grandeza. Al término de la guerra, muchos de nuestros padres y abuelos no se resignarán a volver sobre el arado cansino, a la espera contemplativa de la lluvia de las estaciones, del sol de las cosechas. Necesitan contar, rememorar, recrear la épica y lo hacen en tabernas, almacenes o garitos improvisados para el truco, el bojo y el aguardiente, con facón en la faja y caña blanca; en disposición de “hombres” de buscar o no rehuir pendencias. Se reforzaba nuevamente la peculiaridad del “macho paraguayo” que emergiera “triunfal” luego del exterminio de la Guerra Grande. El arriero, ese hombre vagabundo y descomprometido en el imaginario colectivo de otros tiempos, sería encarnado como modelo que reforzaría cierto despotismo judeocristiano en su relación con la mujer, a la que el hombre llamaría “Che serviha” (la mujer que me sirve).

Así como el Estado no lograba extender el servicio público a los pueblos y compañías ni en rutas, centros de salud, escuelas, así también el modelo judeocristiano de relaciones no podía extender el matrimonio por Iglesia y el Estado el enlace conyugal por el registro civil. El amancebamiento o el concubinato se extendían normalmente entre los pobladores del país mayoritariamente rural. El Estado, que se conformaba de espaldas al pueblo, a su idioma y su historia, calificaría de “naturales” en sentido peyorativo a los hijos nacidos fuera del matrimonio legal.

En este período, Natalicio González intenta darle grado de ser particular a la “raza guaraní” en su libro Proceso y formación de la cultura paraguaya, emulando a Fitche, que en Alemania sostuvo como ontológica la superioridad del “ser alemán”. El tratado de González, más allá del pretendido nacionalismo "superman”, es una exposición importantísima para entender el carácter mestizo de la sociedad paraguaya, cuyo Estado se esquilmara en la Guerra Grande. Y también para comprender la imposibilidad con que se encontró la Colonia española para reproducir sus Instituciones clásicas como la discriminación social por oficios o por linajes y la monogamia como base fundamental "de las familias cristianas.

 

LA GUERRA CIVIL

Abortado el movimiento febrerista liderado por el coronel Rafael Franco, el gobierno recae nuevamente en un “liberal”: José Félix Estigarribia, que gobierna con una carta política de fuerte corte represivo. Estigarribia, comandante del Ejército paraguayo durante la Guerra del Chaco (por ende estratega de redes de distribución y desplazamiento), intenta abrir un camino con Brasil para Paraguay para equilibrar la dependencia exclusiva de las exportaciones de materia prima a la Argentina en yerbatería, talabartería, taninería. El jefe militar muere al estrellarse su avión, el 7 de setiembre de 1940, un día en que los brasileños festejan el primer “Grito de Ipiranga”, rito independentista. El camino a Brasil queda truncado. Lo retomaría Alfredo Stroessner en 1960 con “éxito”, con su “reforma agraria” y la “revolución verde”.

Luego de turbulencias políticas, asume un gobierno de “unidad nacional” con gabinete integrado por liberales, colorados y febreristas, encabezado por el general Higinio Morínigo. Se abre un período de libertades públicas denominado en el tiempo como la “primavera democrática”. El período en que se preparaba una elección presidencial con distintos partidos en juego se cierra abruptamente con la coloradización y la afirmación de un gobierno de facto de Higinio Morínigo. El golpe de timón dispara un alzamiento militar en Concepción, dándose inicio a la Revolución de 1947. Son sus principales protagonistas colorados y liberales: antiguos contendientes nacidos en senos de partidos que se erigieron sobre los escombros de la Guerra Grande. La guerra civil “la ganan” los colorados frente al bloque “líbero-franco-comunista”, operándose la persecución política interna más grande conocida en la historia. Los “vencedores” queman ranchos, saquean haciendas y se apropian de bienes de miles de familias liberales.

Si bien no existen estadísticas ni aproximaciones oficiales, mucha gente que sufrió el éxodo principalmente a la Argentina estima entre 400 a 500 mil paraguayos desplazados.

Este es el inicio de la extensa migración que durante la dictadura stronista se tornaría natural, principalmente a Buenos Aires, de nuestros compatriotas campesinos. Allí, entre el trabajo de limpieza, cocina, albañilería y su guaraní enmudecido, aprenden el castellano “porteño” del “che” y el “cho” tan pronunciados.

 

LA HEGEMONÍA COLORADA

La victoria en la guerra civil es el inicio fundacional de la larga hegemonía del Partido Colorado. Una hegemonía que tendrá en la dictadura militar de Alfredo Stroessner (1954-1989) a su más grande instrumento de dominación. Y a los “pynandy”, los campesinos colorados que reaccionaron contra los comandos revolucionarios, al “héroe anónimo” que dará cohesión al largo y hasta ahora reiterado discurso de los caudillos vencedores de la guerra fratricida.

Los colorados habían vuelto al poder y no lo soltarían más. Un profundo pacto con el pueblo vencedor de la guerra y la exclusión de lo “otro” les dejaría el camino en soledad para administrar la cosa pública.

 

LA DICTADURA STRONISTA

En la pobreza secular de nuestro país, el camino para una dictadura de corte militar era el único que se asfaltaba raudamente. Los gobiernos civiles desde el 47 en adelante no lograban organizar mínimo consenso. La experiencia de la Guerra del Chaco y la Guerra Civil habían formado un tipo de caudillo y un prototipo de mando asociados al porte militar para el disciplinamiento social. El general Alfredo Stroessner, ex guerrero en las contiendas chaqueñas, había golpeado una vez y no le fue bien. En la segunda, desplaza sin levantar armas al gobierno de Federico Chaves. Forma un gabinete de inicial consenso con importantes caudillos civiles de la época como Epifanio Méndez Fleitas, a quien lo eligiera presidente del nuevo Banco Central del Paraguay. El disenso en su propio partido era el primer escollo a superar para instalar la dictadura. Los primeros afectados de su discrecionalidad imberbe serían sus potenciales adversarios internos; entre ellos, el propio Méndez Fleitas.

De 1865 a 1950 el país había sufrido tres guerras: una de exterminio contraía Triple Alianza; otra de afirmación nacionalista con Bolivia y, la última, una guerra de vecinos y parientes. Asuelan el país la inestabilidad, la zozobra institucional, el miedo y profundos rencores.

La población era y seguiría por buen tiempo siendo inminentemente rural. La economía, agrícola familiar y explotaciones ganaderas, yerbateras y tanineras mezcladas con una incipiente manufactura de exportación para o vía Argentina, nos recuerda el economista Gonzalo Deiró. El ganado vacuno se concentraba en su mayor parte en los minifundios. Los campos, aunque no comunales legalmente, en su gran parte estaban abiertos para el pastoreo. La gente se seguía reproduciendo con parteras “chae”, médicos “ñaña” y algunos paramédicos que recorrían los pueblos -al igual que los macateros- aplicando inyección con penicilina y proveyendo otros remedios “botica” a los almacenes. Esta realidad descrita no era un paisaje social de lugares remotos, como pudiéramos imaginarnos hoy, sino casi el universo total fuera de los pequeños núcleos urbanos.

La llegada de Stroessner al poder tiene un amplio consenso inicial incluso de importantes intelectuales que luego sufrirían la persecución, como nuestro más laureado escritor, Augusto Roa Bastos.

En los primeros lustros de su gobierno se encargará de destrozar la insurgencia y la oposición política real con fusilamientos extrajudiciales y encarcelamientos sine die, como el que propinara al capitán Napoleón Ortigoza en las Fuerzas Armadas o con el asesinato de Antonio Maidana, secretario general del Partido Comunista. Largas prisiones sumarán feroces ejemplos de lo que deparaba a todo aquello que disintiera fundamentalmente con el régimen.

En 1961, en libreto que el dirigente liberal Miguel Abdón Saguier adjudica al entonces ministro del Interior Edgar L. Insfrán, cae preso Napoleón Ortigoza. Se lo acusa de la muerte del cadete Alberto Anastacio Benítez que apareciera colgado de un árbol en Villa Guaraní, Asunción. El régimen se encargó de propagar -y tal vez de acometer- aquel macabro hecho culpando a Ortigoza, un militar asociado con el movimiento institucionalista de las Fuerzas Armadas, sin derecho a la defensa. O, mejor, omitiendo olímpicamente a la persona que intentó la defensa, el abogado Alberto Varesini, víctima posterior del exilio por la “osadía”.

El caso fue utilizado como escarmiento para todos los militares que cuestionaran la discrecionalidad, nos recuerda el capitán retirado Federico Figueredo, expulsado de las FF.AA. por formar parte de aquel movimiento.

De la época remonta también el famoso caso “108 y un quemado”. El régimen lo utilizó para estigmatizar y criminalizar a los homosexuales.

Mataron y encarcelaron sin tiempo a los comunistas y arrinconaron a los homosexuales a vivir su sexo en la clandestinidad. El prototipo de hombre era el militar: pelo corto y arriero porte, con voz “de macho” y proceder marcial.

El operativo tijera (redadas policiales para arrebatar pelos largos) en Asunción fue una de las instituciones más populares en los 70. Como a una de las víctimas de esos operativos se lo recuerda a Porfirio Bustos, una persona reconocida luego por su programa en el único canal de televisión, el Canal 9, “Dibujando con Porfirio Bustos”.

El discurso calaba hondo en la población mayoritariamente rural. Aquella redada en 1959 contra gente sospechosa de homosexualidad fijó el número que sería utilizado popularmente para denominarlos en el tiempo: “108”. Aludía a las 108 personas detenidas por presunta tendencia homosexual para investigar la muerte de Bernardo Aranda, un locutor de Radio Comuneros que muriera quemado. Las crónicas periodísticas, hasta ahora, usan como móvil frecuente, casi único, al igual que la fiscalía, el crimen pasional en la investigación de muerte de homosexuales.

Las dictaduras militares necesitan imponer la estética del macho duro, muy duro, casi caricaturesco. No vayamos a creer que este sello estético y esta Visión del mundo son una particularidad paraguaya. Nada más lejos de la verdad. El nazifascismo no nace en nuestro país. El cuadro ideológico mayor, el judeocristianismo, mucho menos. Pero es acá, en este paisito -donde alguna vez se intentó el primer Estado nación industrial en América Latina-, donde el proyecto de uniformación marcial estribó profundamente, dejando muy poca rendija para respirar vientos de libertad.

En los 70, el régimen ya había arribado a su formato ideal. Había exiliado, matado, encarcelado políticos, músicos, poetas, artistas, dentistas. Los comunistas ya estaban altamente criminalizados por la sociedad, y el Partido Colorado y las Fuerzas Armadas, luego de las purgas correspondientes, ya estaban sometidos al régimen. El régimen, en más, reduce la estética popular a discurso patriotero y al folklore. Destroza la representación popular en sus diversas expresiones: música, política, literatura, economía, ciencias, supliéndola por la estética patriotera, folklorista y una economía especulativa, de capataces y serviles seudointelectuales que le decían a Stroessner “estamos con vos, mi general”, “sos el primer hombre, mi general”, “el sol sale para todos, pero principalmente para usted, mi general”.

El pacto, utilizo acá un término del periodista Arístides Ortiz, con la mayoría del pueblo se sostiene en que el régimen manipula valores poderosamente arraigados: el patriotismo, el sentimiento épico y el macho duro; la mujer abnegada, sacrificada, inspirada en las residentas (las de la Guerra de 1870), la que siempre “está al lado del hombre”.

Con una economía agrícola que expresa un mundo de por sí conservador de tradiciones principalmente orales, “lo otro” y “lo cruel” adquiere categoría de mito. Por lo tanto, indiscutible. No necesita pasar por la duda que interpela la razón. Lo desconocido, negado y ocultado pasa a ser criminal: el comunismo, la homosexualidad... Es como la oscuridad: el mundo dominado por los “pora” que va desapareciendo en la medida en que se deforesta el país, se suburbaniza y se incorpora energía eléctrica. Un mundo, en fin, donde aparecen nuevos “otros”: “peajeros”, “marihuaneros”, “patoteros”.

El régimen de Alfredo Stroessner pronto incorpora a la oligarquía ganadera, el grupo de poder más importante de la época, con su política de asistencia técnica y financiera para la exportación de la carne. Ya en los 60 acomete el camino hacia el Este, abriendo un puente político y económico con el Brasil, con la construcción del Puente de la Amistad, de la hidroeléctrica “binacional” Itaipú y el remate de las tierras públicas a empresarios agrícolas brasileños. Esas tierras, unos cinco millones de hectáreas aproximadamente, oficialmente estaban definidas pura sujetos de la reforma agraria; es decir, familias campesinas sin tierras. No solamente brasileños se quedarían con esas tierras. Muchos amigos del régimen, políticos, militares figuran en las planillas de adjudicaciones. Llegar a coronel y no tener una o dos estancias era para ser considerado “boludo” (una acepción más burda de “tonto”), por las propias familias del militar.

En el eje Sur - Este, Itapúa y Alto Paraná, regado por el río Paraná, de floresta Imponente, el régimen arraiga la otra pata de su economía agroexportadora: la soja. Y emprende para las familias campesinas el plan algodonero. Estos tres rubros de producción darán un nuevo volumen a la economía paraguaya, con crecimientos sostenidos del seis a diez por ciento. Sobre este abono planta el Estado que hoy conocemos. Extiende rutas, escuelas, centros de salud. Se masifican por primera vez los servicios públicos. En cada inauguración de obras públicas se monta parafernálica exposición mediática. Con las obras de Itaipú, un emprendimiento que terminó costando 20 mil millones de dólares, nace un nuevo grupo económico al que le han dado nombres diversos, entre ellos: “los barones de Itaipú” y la “patria contratista”. Este sector, en 1993, a través del Partido Colorado, ungió en la Presidencia de la República a uno de sus representantes: Juan Carlos Wasmosy.

Del modelo agroexportador en beneficio de los ganaderos y los productores de granos a gran escala, en extensas tierras, cae pronto una de sus patas populares: el algodón, el único rubro pensado para las familias campesinas de cultura tradicional con la tierra. Muchos campesinos son obligados a vender sus parcelas por préstamos que no podían pagar. Algunos ensancharían luego movimientos de ocupación de tierras y otros irían engrosando, a partir de los 80, las ciudades metropolitanas de Asunción y Ciudad del Este, principalmente.

El régimen afianza una oligarquía ganadera conformada por gentes que se hacían de tierras sin esfuerzo, utilizando los recursos del Estado, principalmente los del Ejército, para consolidar los establecimientos.

Leamos lo que el economista Gonzalo Deiró nos dice sobre este tiempo: “Stroessner, en lo económico, apuesta a implementar en el Paraguay lo que venía desarrollando el Banco Mundial desde la década de los 60 que se intensifica con la revolución verde; eso que muchas veces no reconocemos como hecho neoliberal: la incorporación de la soja. Sobre esta producción va a despegar su poder interno y vincularse con los poderes reales de Brasil, vínculos muy poderosos con Itamaraty”.

El mismo analista económico nos recuerda: “Stroessner construye aquello que conocíamos como la marcha al Este. Apuesta al monocultivo, destruye una economía campesina que sostuvimos por largo tiempo, representada por pequeños productores agrícolas de 20 hectáreas, para producción de consumo y de renta. En nuestro idioma llamábamos ‘mboriahu ryguatã’ (pobre satisfecho).

Con el privilegio al sector ganadero y sojero se comienza a tener una salida importante en los mercados externos. Completa la trípode el capital financiero”, concluye Gonzalo Deiró.

 

LA REEXPORTACIÓN O EL CONTRABANDO

En el centro de Asunción amanecían como hongos bancos y financieras. Este poder financiero se extiende sobre la base del comercio de “reexportación” o contrabando y el tráfico ilegal de autos, drogas y armas. Según datos oficiales de Brasil, hasta ahora el 60% de los cigarrillos consumidos en el vecino país “es producido en Paraguay”. Las comillas son nuestras porque en muchos casos son productos de Brasil que ingresan al Paraguay y que luego se los devuelven como contrabando. Desde Brasil es una forma de sortear los impuestos internos a la comercialización y al consumo. En Brasil son liberados los impuestos para exportación de bienes elaborados, una de las políticas más fomentadas por el Estado brasileño para dinamizar su base industrial.

El modelo de triangulación, reexportación o simple contrabando, tiene fuertes sostenedores y propulsores en grupos económicos del vecino país, al igual que el tráfico de armas y drogas y el monocultivo de la soja, que encontraron en el Paraguay un “bonito” territorio para consolidar su hegemonía. Un país donde la ley es un marco importante para avasallar todos los derechos sociales, medioambientales y humanos.

Ya en los 90, el Miami Herald llegó a ubicar a Ciudad del Este, una suerte de puerto franco ilegalizado, como la tercera ciudad comercial con mayor movimiento de dinero, luego de Hong Kong y Miami.

En Ciudad del Este se copia todo y de todo. Las mercaderías, a más de abastecer el mercado local, son llevadas a lugares remotos, desconocidos para nosotros, como Tierra de Fuego, Argentina, o la Serena, Chile, donde por un “Rolex” un ejecutivo de medio porte estaría dispuesto a pagar entre 50 a 100 dólares, nos comenta un vendedor de ultramar.

Esta “revolución económica” saca al país de su antiguo letargo. El capital genera capital fácilmente. Formar parte del partido de Estado es una de las formas más rápidas. Y si se tienen padrinos militares, “nadie te molesta”. La afiliación al partido era necesaria no solamente para ocupar la administración pública, sino para contratar con el Estado, participar del pequeño contrabando, formar parte del ejército, conseguir favores de las seccionales y hasta estudiar en la universidad. La gente sale del campo campo y viene a las ciudades, hay comercio, se puede comprar y vender de todo, conseguir trabajo en albañilería, pintura, electricidad, en construcción y refacción de casas, mansiones y edificios. Todo el país es un gran puerto franco. Las inmobiliarias se forran de dinero con el loteamiento de las tierras en 12 X 30. Un lotecito por el cual se paga 10 años en "cómodas” cuotas.

A mediados de los 80, el dinero de Itaipú, que repercutió en las construcciones y en el capital interno comercial, empezó a paralizarse. El tratado, hecho a la medida del interés del Estado brasilero en potenciar el polo industrial paulista, había incautado la energía excedente a un precio bajísimo para el uso en el país vecino. “Nosotros pusimos el dinero y por lo tanto las reglas”, es la justificación de fondo del Estado brasileño.

Como el modelo stronista era por su naturaleza agroexportadora y no industrial, la planta de transmisión se creó para distribuir un cinco por ciento de la energía producida.

La soja pronto muestra su cara oculta: paga irrisorio impuesto, expulsa a la gente del campo, da trabajo a tractores importados que usan combustibles y repuestos importados. Desertiza la tierra, la vuelve arcillosa. El agua de la lluvia que antes irrigaba los acuíferos y todo el sistema hídrico forma raudales. El monocultivo genera una gran renta pero no se distribuye en la base social. Al no haber asistencia técnica ni crediticia, se extermina prácticamente el ganado familiar, que se va concentrando en los latifundios. El boom económico del Estado stronista se convertía así en una plaga incontrolable. Esta decadencia gradual e incontenible llegaría a hacer graves crisis recién durante los gobiernos “de transición”.

 

EL ORDEN ENTRA EN CRISIS:

La apertura democrática en Paraguay (1989) es la más restringida y precautelada de la región. A mediados de los 80, empieza un período de contestación que iría en ascenso de la mano de un movimiento intersindical de trabajadores y estudiantes de clase media principalmente. Este ascenso, ya respaldado por EE.UU., es abortado por un golpe de timón en el mismo régimen, encabezado por el general Andrés Rodríguez, indicado entonces como el nexo paraguayo con los cárteles de droga de Santa Cruz, Bolivia, y Medellín, Colombia.

El golpe a su consuegro lo asesta en acuerdo con la Embajada norteamericana y un sector del Partido Colorado, el Tradicionalismo, que en la convención colorada de 1986 se vio asaltado por el denominado grupo de la Militancia Stronista. La dictadura militar, no el orden stronista, entraba en un período de decadencia. Ya había cumplido su misión de destrozar la representación popular y frenar movimientos que cuestionaran en teoría y en la práctica el modelo de saqueo de la época. Era tiempo ya de abrir las puertas del Estado y del Estado mínimo. Una nueva vuelta de tuerca liberal: abrir las fronteras a las transnacionales, vender las empresas públicas al capital transnacional, ajustarse a los nuevos postulados del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cargar reserva en el Banco Central para asegurarse el “equilibrio fiscal” y el pago de la deuda externa. Ingresamos, con un Estado corrompido hasta los tuétanos, al período al que los teóricos le han dado el nombre de “neoliberalismo”.

Stroessner, un poco cansado, medio viejo ya, no encontraba más eco en la región.

EE.UU. había cambiado su política de apoyo a la represión por su política de Derechos Humanos con el presidente Jimmy Cárter. Pasaba el gobierno norteamericano de adiestrar a los militares en la Escuela de las Américas en tortura y “mecánica de vuelo” a financiar movimientos de contestación a la dictadura stronista.

En la Argentina, ya en 1983, terminaba el gobierno de juntas militares impuestas en 1976 y que tuvieran en su patrimonio, entre otras cosas, la ejecución de 30 mil personas y desaparecerlas. En Brasil se realiza una transición acordada con un hombre que había operado con las dictaduras, José Sarney.

Llegaba al ocaso un alumno aventajado y mimado de la Guerra Fría. Las comezones en los labios eran más evidentes, las manchas en su piel más pronunciadas y arrugadas. El viejo hombre se aferra a deportes más tranquilos, como la pesca, y en esa bucólica vida recuerda con amigos sus tiempos de descuereos con hijas núbiles del campo y las orgías palaciegas. Había construido un Estado exactamente como las oligarquías regionales y los centros imperiales de Occidente aspiraban, con una modernidad precaria, ramplona, prebendaria, pero modernidad al fin. Su construcción, sin embargo, no dejaría ninguna discusión sobre la hegemonía posterior del Partido Colorado. Seguía siendo “un buen gerente” de los distintos sectores de poder, tanto internos como externos con influencia sobre el país, sostiene Deiró.

 

LA “TRANSICION”

El Estado stronista, si bien ingresó en un período de decadencia, siguió manejando el orden general de relaciones sociales y políticas en el país, a través del Partido Colorado, principalmente, y luego imponiéndose como norma de promoción política para los demás partidos, entre ellos, el histórico Partido Liberal Radical Auténtico.

El Ejército mantuvo su antigua estructura latifundiaria, con más de 300 mil hectáreas sin revisar ninguno de los puntos ideológicos que sostuvo la dictadura.

El chauvinismo trasnochado se repetía en el letargo de los jefes militares que usaban hombres y materiales de sus unidades para hacerse mansiones y estancias. Se farreaban todo el presupuesto para soldados, sacándoles la carne, el sueldito y los insumos para una buena comida. Y, finalmente, los mataban. 110 Jóvenes fallecidos desde el 89 hasta el 2001, un promedio de 10 soldados por año. NI partido de gobierno manejaba las riendas sin más ambiciones que mantener el statu quo y ampliar el patrimonio personal de los nuevos gerentes. Luego de desbordes internos (habría que repasar acá el robo electoral del 92 a Luis María Argaña, la crisis de abril del 96 entre Juan Carlos Wasmosy y el general Lino César Oviedo y el Marzo Paraguayo), el partido, con Nicanor Duarte Frutos (2003-2008), logra cohesionar los intereses particulares de la mafia sicaria, la agroexportación, la triangulación, la importación y el gran comercio interno.

El stronismo pervirtió todo el sistema social de ancestrales valores comunitarios de honestidad y una idea de decencia, de moral rural hasta convertir el Estado en un botín. Los honestos en la función pública eran - ¿son?- considerados, al igual que el jefe militar sin haciendas, “boludos”. El pueblo se había tragado aquella nefasta idea impuesta a base de ejecuciones, cárcel y destierro, expresada popularmente en estas frases: “no te metas en política”; “nada te va a pasar si no te metes en política”; “algo habrás hecho para que te metan preso, mi hijo”. La política, por ende, era solo para hacerse de dinero. Por lo tanto, el Estado no era del pueblo sino del que accediera a ocupar un cargo. “Yo no me meto en política, porque tengo trabajo”. Muchos recordarán está extendida expresión hasta 1995.

En una suerte de mecanismo de inmunidad y de defensa, la gente resignificó la política. Es así también como se armaron los aparatos partidarios luego del golpe de Estado: ejércitos de ocupación de cargos. No se hacía sino reproducir el sistema político stronista.

El orden stronista, con el pacto de gobernabilidad (1994), entre liberales, colorados y encuentristas, encontró el modo de asegurarse la impunidad, al manejar los hilos de la justicia, tanto en la selección de magistrados como de fiscales. El orden que se abría en 1989 se cerraba al fin por el lado conocido: por el lado de la prebenda, por el lado de la impunidad, por el lado de la corrupción. Parlamento, Poder Judicial y Poder Ejecutivo son un mismo poder: el poder de los ladrones, saqueadores, distribuidores de puestos públicos, capomafiosos...

La migración a la Argentina, la antigua válvula de escape de la pobreza rural, ya no abastecía. La gente sale desahuciada del campo y se apuesta en villas precarias en los alrededores de Asunción y en los antiguos núcleos urbanos de todo el país con cierta movilidad comercial. El mundo urbano no abre puertas sin cobrarte peaje. En el hollín y los cráteres asfálticos se suda para ganar un 30 mil por día. Se suda para entrar a la escuela, comprar el remedio, vestir y comprar la interminable variedad de productos que la publicidad te hace creer imprescindible. Crece un enjambre humano en la miseria, con trabajos de más de 12 horas para sobrevivir. Se recrea la hostilidad, la frustración, la violencia interclase y se perfila el fantasma moderno: la “inseguridad”.

El orden stronista continuaba campante, inmune, sordo, tratando de responder por el lado de la prebenda y de la ampliación de la clientela, mientras el desahucio estribaba en ansiedad, paranoia, indefensión. El orden stronista seguía campante, con un Presidente (Duarte Frutos) que ostentaba poder de chico malcriado. Se abrazaba con representantes políticos de la mafia y aseguraba el gobierno por siglos para el Partido Colorado, recordando aquella frase de Lino César Oviedo, “per sécula seculorum”.

El país, en el desahucio, observa a un cura. Se aferra a un cura. Un cura amable, que se hace llamar “poncho juru” (el centro del poncho, debajo del cual pueden cobijarse derechas, izquierdas, prebendarlos, “éticos”), para redimirse, para sanarse, para volver a creer, desde el pozo y el destierro de nuestra gente. Cierta oligarquía, aunque duda, tampoco ya quiere aguantar al antiguo gerente, y apuesta al cura. Es un cura, tiene manejo y discurso para ricos y pobres. Forma un abanico de alianzas, de las más extrañas composiciones, y en las elecciones del 20 de abril de 2008, la historia nos recordó que la eternidad es un puerto móvil.


NOTAS:

l. Rivarola, Milda. Obreros, utopías y revoluciones.

2. Pastore, Carlos, La lucha por la tierra en Paraguay.

3. González Natalicio. Proceso y formación de la cultura paraguaya.

4. Gaona, Francisco. Introducción a la historia gremial y social del Paraguay.

5. Barret, Rafael. El dolor paraguayo

6. Chiavenato, Julio Cesar. Genocidio americano

7. Roa Bastos, Augusto. Hijo de Hombre


SUB NOTAS

*Julio Benegas Vidallet, 38 años (En el 2008). Ejerce el periodismo desde 1993. En el 2002 la Federación Internacional de Periodistas le otorgó el premio «Lorenzo Natalí» por sus escritos sobre el servicio militar. Autor del libro de narraciones Tereré en la plaza y de la novela Soledad. En el 2007 ganó la beca de investigación promovida por Avina para abordar el Acuífero Patiño. Ejerció la Secretaría General del Sindicato de Periodistas del Paraguay por dos períodos.

 

 

 

 

 

 

 

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RAMÓN CASCO CARRERAS, BENJAMÍN FERNÁNDEZ BOGADO,

JULIO CÉSAR FRUTOS, ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE, JOSÉ NICOLÁS MORINIGO,

MABEL REHNFELDT, JESÚS RUIZ NESTOSA, ALEJANDRO VIAL

Copyright © Editorial Azeta SA./ Los autores 13 de agosto de 2008

 

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