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Esteban Ariel Riveros Ortiz

  EL OLIVO DEL ENCINAR - Escrito por: JAVIER PELEGRIN - Ilustrado por: ESTEBAN RIVEROS


EL OLIVO DEL ENCINAR - Escrito por: JAVIER PELEGRIN - Ilustrado por: ESTEBAN RIVEROS

EL OLIVO DEL ENCINAR

Escrito por: JAVIER PELEGRIN

Ilustrado por: ESTEBAN RIVEROS

 

Esa mañana de Agosto, un olivo descansaba junto al arroyo lagartijero, ausente, como absorto en el murmullo del canto de los grillos. No era un verano como los de antaño, llenos de frituras de sol en pieles ajenas y propias, pues Valle no estaba allí, junto a los suyos recogiendo aceitunas. Ni siquiera su jornalera sombra andaluza, daba réplica al juego del majestuoso sol cordobés.

Se decía en el banco de la plaza, que esa mujer, madre de un niño espabilado y de una chiquilla ausente de picardía, yacía esperando el viaje. Sin apenas haber consultado el precio del billete. Sin saber de lejo el destino final del mismo. Pero ahí parasitaba. Lejos de los campos de olivares perdidos, encontrando su nueva cosecha para recoger. Llena de un todo que se iba convirtiendo en absurda nada.

Junto al bar de Don Benito, aparcó humeante el viejo autobús que transportaba a los jornaleros, desde la unidad de quemados propia de su trabajo diario, hacia la bendita aparición en el avanzado atardecer de ese perdido pueblo andaluz, El Encinar.

Curioso nombre para un pueblo ausente de tan enorme elemento natural como la encina, masculló a sus adentros un apaleado hombre de mediana edad, que, a trote ágil y desmesurado, avanzó entre la muchedumbre que se reencontraba tras la dura jornada de trabajo.

Mil pasos después y apesadumbrado a medida que se acercaba a casa, ese trovador sin lírica ni instrumento más que su silbido vespertino, visualizó como se iluminaba su casa fusionándose con el atardecer, bañando de un rojo malva gran parte del patio andaluz que servía a Valle como reposadero de su amargura.

Chorreando rayos de sol y balanceando su mecedora, disfrutaba la falta de reloj, saboreando como el tiempo como se evaporaba frente a ella, dándole una nueva oportunidad de volver a empezar. No atisbó la llegada de Juan, su marido, hasta que éste, tras cerrar con mucho mimo la verja, se acercó para besarla en el cuello, a lo cual su cansada mujer, reaccionó con una sonrisa recién caída de pura solemnidad.

-Como ha ido todo Juanillo? ¿Siguen las aceitunas donde las dejé?-arrastró con su maltrecha voz.

-Ahí siguen cielo. Esperando a que vuelvas.- respondió él tragándose las lágrimas hacia donde el estómago pierde su utilidad.

Y así, la tarde empezaba a dejar de serlo. Juan acercó a su mujer en brazos hacia el salón donde ajeno a las circunstancias, los niños jugaban a serlo con más dedicación si cabe, como asumiendo la tardanza del regreso en los ojos de su madre, de aquel imborrable brillo tan familiar. Tan esperado. Nunca olvidado.

Valle, recogió fuerzas del suelo en el que resbalaban ya sus pies y besó la frente del pequeño y la mejilla de la mayor, que bajó la mirada con el recelo del animal frente a la puerta del matadero.

-Mañana más, mi vida- le sugirió su marido mirando el cuadro sin lograr ausentarse de allí.

-Si cariño, pero que sea mejor…

Las figuras en la cama, abrazados sin desperdiciar ninguna de las gotas de vida que allí pudieran derramarse, eran solamente una: la de un violín. Mezcladas las siluetas y los contornos de la piel. Faltando la nota final del repertorio. Delicadas al son del tic tac del reloj.

Marcando el tiempo, la noche invadió la casa y las cigarras anunciaron su llegada, a ritmo de un allegretto recitado al unísono.

Diez veranos más tarde, Nico y Julia se abrazaron muy fuerte al verse las lunas de los ojos frente a sí, tras el largo invierno separados. Recogieron las risas y se abalanzaron a compartirlas con su padre, Juan, que los esperaba sentado en la plaza del pueblo. En el banco. Junto al viejo olivo centenario, que comandaba sin querer dejar pasar el tiempo la vida del pueblo, echando raíces hacia el interior de su tierra amada.

 

 

Ajeno a las guerras perdidas, a las victorias llenas de miel. Arraigándose al devenir de nuevos porvenires y de cansinos devenires. Retomando cada mañana el sonido de las campana que llaman a misa, y llorando de entre sus ramas hojas, por cada muerto que redobla en el suspiro del campanario. Un repicar helado en mitad del fuego de una detenida tarde de agosto, en la que Valle decidió descansar y volver a ser parte de lo que nunca dejo de ser: aromas del aire que cubre el campo, de un encinar Andaluz.

 

Publicado el 20 de Febrero del 2012

Fuente en Internet: http://cuentosparaelcafe.com

Enlace externo verificado y activo a Enero del 2.013

 

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