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RUBÉN ADOLFO SAPENA BRUGADA (+)

  ¿ÉRAMOS TAN FELICES…? - Novela de RUBEN ADOLFO SAPENA BRUGADA - Año 2009


¿ÉRAMOS TAN FELICES…? - Novela de RUBEN ADOLFO SAPENA BRUGADA - Año 2009

¿ÉRAMOS TAN FELICES…?

 

Novela de RUBEN ADOLFO SAPENA BRUGADA

 

CRITERIO EDICIONES

Contacto: 595 21 496991 - 449738

Asunción – Paraguay

(160 páginas)

2009

 

 

RUBEN ADOLFO SAPENA BRUGADA

Nació en Asunción, Paraguay, el 11 de junio de 1940, de padres también asuncenos pero con ascendencia española, francesa, belga y, seguro, con algo de sangre mestiza o guaraní. A los pocos meses de nacer viajo con su familia a Bolivia, donde su padre inicio su carrera diplomática. Luego pasaron al Uruguay, regresaron al Paraguay y fueron a Argentina y, posteriormente, al Brasil. Los vaivenes de la política hacían que nunca la familia estuviera mas de dos o tres años en el extranjero y su padre tuviera siempre que regresar al Paraguay a ganarse la vida  con su profesión de abogado. Recién en el año 1956 adquirió estabilidad como Ministro de Relaciones Exteriores por casi veinte años, siendo luego, hasta su muerte, Senador. En consecuencia. Rubén, a los 18 años recibió su título de bachiller en Ciencias y Letras en el colegio Goethe de Asunción, pero había estudiado en cinco colegios de tres países diferentes.

A los 19, luego de cursar un año en la flamante Facultad de Arquitectura de la Universidad de Asunción, se traslada, ya solo, al Brasil, donde reinicia la carrera y regresa a los 27 a su ciudad natal. Más de la mitad de esos 27 años los había vivido fuera de su país, pero considera que estuvo allí en los años más importantes para marcar y definir su personalidad de asunceno y paraguayo, entre los 4 y los 8, de los 10 a los 15, en sus 17 y 18 años.

Rubén se define como un "ex arquitecto", "ex empresario", "ex embajador" y 'especialista en generalidades".

Trabajó como arquitecto, como comerciante importador de autos y camiones, como urbanista, como co-director de una galería de arte con su esposa, como asesor de Relaciones Internacionales del Municipio de Asunción, como consultor de informática y técnico en montaje, configuración y mantenimiento de computadoras personales, además, como agente de seguros matriculado y otras varias actividades.

Fue, en el Gobierno del Gral. Rodríguez, embajador del Paraguay ante el Reino de España, de 1990 a 1992, durante las festividades del Quinto Centenario, recibiendo la máxima condecoración española, la gran Cruz de la Orden de Isabel La Católica, otorgada por el Rey Juan Carlos I, y distinciones, como el haber sido armado Caballero del Capítulo  del Corpus Christi en Toledo, por el Cardenal Primado de España. También fue miembro del Consejo de la Casa de América, que funciona en el Palacio de Linares, fundada en 1992 por el Gobierno español, a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional.

Fue miembro del Rotary Club de Asunción t del Club Rotario de Madrid, habiendo sido presidente del primero de ellos en 1983/84.

No niega su condición de Maestro Masón y exhibe con orgullo los títulos de su abuelo de origen español, don Francisco Sapena Pastor, que fuera en los primeros años del siglo XX. Soberano Gran Comendador ad vitam del Supremo Consejo del Grado 33º del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la Masonería para la República del Paraguay.

Estuvo casado desde 1972 con la Lic. Julia Elena Bibolini, historiadora especializada en historia del arte, artista ella misma y gestora de eventos culturales, con quien compartió, además de tres hijos y tres nietos sus inquietudes por la gestión y difusión de la cultura y las artes universales en Paraguay y las del Paraguay en el exterior. Julia Elena falleció el 6 de setiembre de 2008, sin sospechar siquiera la existencia de esta novela, escrita por su marido en las noches en que no salían y ella tomaba temprano su medicación y se desconectaba del mundo.

Aunque cambió tantas veces de actividad, actualmente se encuentra , desarrollando una tarea que le fascina y espera que le dure muchos años mas: desde 2005 es Director Ejecutivo de Extensión Cultural de la Universidad del Norte, función que le exige efectuar la coordinación entre la Opera, la Orquesta, el Ballet y el Dpto. de Producción de la institución cultural privada más importante del Paraguay y la región, además de ocuparse de otras actividades artísticas y culturales, como pequeños conciertos, lanzamientos de libros, conferencias, seminarios y, aprovechando sus contactos, para efectuar Relaciones Públicas en beneficio de la Universidad.

Nunca antes el autor había escrito una novela, ni un cuento, ni una poesía, nada, solamente cartas, informes y notas referentes a sus ocupaciones.

Con esta obra pasa de ser un desordenado lector a convertirse en un escritor principiante sexagenario (casi septuagenario) y sin futuro alguno, según el mismo, en esta actividad.

 


AGRADECIMIENTOS

A Alejandro Gatti y a su asesora, Lita Pérez Cáceres, porque a la primera lectura decidieron que este escrito merecía ser editado; a Juan Manuel Marcos, quien fue el primero en leer el borrador final y me alentó a seguir adelante; a José Luis Ardissone, quien fue el segundo en leer el mismo borrador y me entusiasmó diciéndome que era un "documento de una época"; a Carlos Martini, quien accedió al borrador que le prestó mi hija Lucía y me dijo que lo leyó de un tirón y me sugirió un montón de cambios para transformarla en una historia romántica de amor, cambios que, por supuesto no hice, pues para mí esto no es una simple historia de amor ni yo sé escribirlas, pero me halagaron sus elogios; a Osvaldo González Real, quien se animó a escribirme el prólogo, a pesar de no ser yo un escritor. ¡Ah!, y a Microsoft, por su procesador de texto Word, sin el cual nunca me hubiera animado a empezar, pues me pasé más de un año corrigiendo y corrigiendo.

R. S. B.

 


PRÓLOGO

La novela "¿Éramos tan felices...?", de Rubén Sapena, es una acabada crónica de la vida en nuestro país durante la dictadura de Stroessner. El relato de las peripecias vividas por el personaje principal incluye su vida como burgués y, posteriormente, sus vivencias como guerrillero urbano y prisionero político del régimen. La vida social y las aventuras amorosas de Esteban (el héroe de la ficción) son descritas con la más cruda verdad y con epítetos que desafían la mojigatería de la sociedad asuncena de la época. La narración se extiende como un fresco gigantesco que se desarrolla en los lugares emblemáticos de la época: burdeles, bares, clubes y colegios donde concurren los jóvenes de aquel entonces.

Aunque se dan nombres de actores (algunos aún vivos), se trata de una obra de ficción literaria que pretende recrear los tiempos vividos por una "generación perdida", ya que muchos de los participantes en actividades contra el Gobierno tuvieron que asilarse en embajadas o partir al exilio forzado. El tema fundamental de la novela es justamente la vuelta a la patria de un exiliado político que busca a un amor perdido, rememorando su vida pasada desde la infancia.

En otras palabras, además de ser una denuncia contra la tiranía de Stroessner, "¿Éramos tan felices... " es, principalmente, una historia de amor y una tentativa de recuperar las raíces familiares perdidas por la ausencia (el destierro) y retomar el hilo de una vida truncada. Esos treinta años de ausencia como refugiado en Suecia (donde se convierte en Hans Grubber, profesor alemán) le otorgarán otra personalidad que chocará con el medio circundante cuando retorne a Paraguay. Esa doble personalidad le causará, eventualmente, serios problemas de identidad que lo conducirán a un terrible desenlace.

Esta "novela corta" (como Rubén la llama) demuestra mucha madurez en su estilo y en su concepción estructural. Aunque es su primera aproximación a la literatura, tiene sus méritos como un intento de recrear un mundo de pesadilla del cual recién despertamos preguntándonos con mucha ironía: "¿Éramos tan felices...?".

Osvaldo González Real

Mayo del 2009

 


 

PREFACIO

De inicio pido tolerancia, ya que, siendo esta mi primera (y probablemente última) incursión en la literatura, es casi seguro que su forma y su estilo no alcance los niveles a los que el lector está acostumbrado cuando lee una novela. En mis casi siete décadas de vida nunca había escrito más que informes, cartas, resúmenes, memorandos y otros documentos personales o profesionales. Hasta ahora no sé qué me impulsó a escribir esto que contiene muchos recuerdos y anécdotas de mi infancia y adolescencia, aunque no estoy identificado con ninguno de mis pocos personajes. Tal vez haya querido simplemente cumplir aquello de "un árbol, un hijo, un libro".

Lo escribí en un periodo muy difícil de mi vida, durante los años 2007 y 2008 (sí, ¡me llevó más de un año!), mientras veía declinar la ya de por sí delicada salud de mi querida Julia Elena, quien no llegó ni a enterarse de que, cuando no salíamos de noche, mientras ella dormía temprano, bajo los efectos de sus medicamentos, yo bajaba a escribir en la computadora durante dos o tres horas.

Empecé en junio del 2007 y terminé en julio del 2008 y, recién después del deceso de mi amada (6 de setiembre del 2008), pude hacer una revisión final, que ya no alteró en nada el contenido, solo algunas correcciones de ortografía y estilo.

Confieso que comencé queriendo escribir un o unos cuentos, pero, por desconocer la técnica literaria, no me fue posible condensar todo lo que se me ocurría en una o dos páginas. Tampoco pude extenderme lo suficiente como para escribir el mínimo de páginas de una novela. Entonces me quedé en lo que yo mismo llamo "novela corta". Si lo es o no, ya lo dirán los críticos, si es que alguno se atreve a leerla.

Si quien me lee vivió en Asunción entre los años 50 y 70 del siglo XX, encontrará muchas situaciones y personajes inspirados en la realidad, pero aclaro que no hice ninguna investigación, aparte de hurgar en mi memoria y relacionar algunos hechos para ponerles fechas más o menos aproximadas.

Rubén Sapena Brugada

Diciembre del 2008

 

 

CAPÍTULO 1

 

-Hola, ¿podría hablar con el doctor Julián Mendoza, por favor?

-Soy yo, ¿quién habla?

-Mirá, Yulai, yo sé que vos no me vas a creer así nomás de entrada, pero no me vayas a cortar; escuchame bien primero lo que te tengo que decir. Cacho te habla, Esteban Lorenzo Sanabria Von Hoeckle soy.

-¡De ... ja... te, pues, de joder! ¡No me vengas con bromas de mal gusto! ¡La gran puta carajo! ¿Quién pico vos sos?

-¿Viste? ¡Te dije que no me ibas a creer! Vos pensás que yo estoy muerto, ¿verdad?

-Ya hace más de treinta, o sea, cuaareeenta años, que mi gran amigo Cacho Foncaca se murió. No me jodas más, ¡carajo! ¡Respetááá su memoria, hijo de puta!

-Esperá, Yulai, tranquilo nomás, no te enojes, no me cortes, escuchámena un ratito nomás, te voy a probar que yo soy Cacho Foncaca y que estoy vivo, bien vivo. A ver, preguntáme algunas cosas que sólo yo puedo saber...

-Ehh..., bueno..., ¡qué se yo ...! ¿A ver ...?Este..., ¿cómo le decíamos a la profesora de dibujo en el primer curso?

-¿A la Daponte? ¡Viborita! Pero eso lo saben miles de alumnos que pasaron por sus clases... Preguntame algo más difícil, más personal, más mío...

-¿A verrr...? ¿Cómo se llamaba tu novia del primer grado?

-¿La que nunca dejé de amar, hasta que se puso gorda y fea en el sexto grado?... Se llamaba Julia Ernestina Eizaguirre Peña, pero le decíamos "Pelusa", ¡mi tierna Pelusita! Eso también lo saben nuestros demás ex compañeros.

-¡Tenés razón! Pero ahora se me ocurre una que es definitivamente personal, tuya y mía... ¿En dónde y con quién perdimos nuestra virginidad?

-En lo de ña Cayé, ¿te acordás?, vos con Nenucha y yo con Clarita, cuando teníamos 17 años y yo recién había vuelto de Río, nos llevó tu hermano mayor, Alfonso, y dos días después, cuando le saqué más plata a mi viejo "para comprar libros", cambiamos de pareja, vos con Clarita y yo con Nenucha.

Cacho tenía esa edad al igual que su amigo, pero había vivido los últimos dos años en Río de Janeiro; al volver se jactaba de haber tenido sexo con varias mulatas, cada una más bella y fogosa que la otra, pero esa tardecita, después de compartir charla y mucha cerveza, Alfonso Mendoza logró que Cacho admitiera su mentira, les dijo que era una vergüenza que siguieran vírgenes; les preguntó si tenían plata. Cacho sacó su billetera y Alfonso se la arrebató de un rápido y certero manotazo, contó el dinero y dijo que era suficiente para los tres y hasta para el taxi y los condones, que se los pusieran sin falta, porque no alcanzaba para la penicilina; los llevó y habló con la madama, arregló todo, hasta eligió él las chicas, quedándose con la más linda y más joven, como por derecho le correspondía. A partir de entonces Cacho y Yulai, cada vez que tenían dinero suficiente, iban a casa de doña Cayetana Amarilla, el burdel más popular de la época, a retozar con esas dos pupilas.

Después, ya más cancheros y experientes, empezaron a variar, en cuatro o cinco años pasaron por las armas a todas las chicas de ña Cayé, ña Acela, ña Chiquita y tía Perla, para desahogarse, decían, porque a sus respectivas novias apenas si podían robarles un casto beso ¿Tocarles los pechos? ¡Ni pensar!, siempre estaban las mamás o hermanitas presentes en la sala de visitas y no les permitían salir solas con sus novios, tenían que llevar un o una chaperona, que eran llamados o llamadas, genéricamente, "Tomasitos", independientemente de edad, género, parentesco o relación existente.

-¡Gran puta, Cacho!, ¡sos vos nomás! Pero, ¿en dónde lo que te habías metido hasta ahora? Te creíamos muerto, "chera'a", te enterramos y todo. ¡Yo lloré como un tarado en tu velorio, y ahora te me aparecés así nomás de repente, vivito y coleando. ¡Qué puta "chera'a"!, ¡no puedo creer!

-Pero el cajón habrá estado cerrado, ¿verdad?, vos no me viste muerto, ¿verdad? Es una historia un poco larga, a mí me salvaron los suecos, esos de la oenege pacifista..., bueno, en realidad izquierdista, ¿verdad?, ahora ya se les puede llamar así, ¿verdad? Vení a verme y te cuento todito, quiero verte, necesito que me orientes, no sé por dónde empezar.

Cacho siempre analizaba lo que iba a decir o lo que espontáneamente había dicho y se dio cuenta de que había usado más de tres veces, en una sola frase, la misma muletilla: ¿verdad?, pero cuando hablaba "en paraguayo" no le importaba incurrir en desprolijidades que no admitiría jamás en sus alumnos suecos de castellano y literatura.

-¿Y en dónde lo que vos estás ahora?

-En el Gran Hotel del Paraguay, preguntá nomás por Hans Grubber.

-¿¡Qué!?

-Que preguntes por Hans Grubber, ¿no ves que así yo me llamo ahora? ¿A qué hora lo que vas a venir? -Hans había vuelto a ser Cacho y, en consecuencia, construía sus frases "a lo Paraguay", por ejemplo, con ese "lo que" sin pie ni cabeza.

-Y... mirá, es sábado y no hago oficina, son las... diez..., me visto y salgo, no estoy tan lejos, puedo llegar en unos 20 ó 25 minutos, esperame nomás...

-Ok, te espero Yulai, no me falles.

-¿Por qué te voy a fallar? Yo nunca luego te fallé. ¡Chau! Nos vemos, Cacho.

El apodo "Cacho" lo traía de su casa, desde bebé, cuando una de sus tías, soltera y picarona, presente mientras mamá Von Hoeckle le cambiaba los pañales, observó el diminuto tamaño de su miembro viril y dijo risueña que eso no era sino un "cachito de pilín" y, burlona, se puso a cantar "/Cachito, Cachito, Cachito mío/, pedazo de cielo que Dios me dio/". Su mamá, molesta pero burlona también, le dijo que volviera en 15 ó 16 años y vería que el "cachito" se habría convertido en un "cacho" de pilín, un "supercacho" más grande aún que el cacho de su papá. Éste, que también estaba escuchando, soltó una sonora y divertida carcajada y desde entonces empezó a llamarle Cacho.

Pero el "Foncaca", deformación irreverente de su segundo apellido, de origen alemán, surgió el primer día de clases del primer grado cuando, al presentarse a la maestra, dijo en voz alta y clara, con orgullo, como su padre siempre le exigía, sus dos nombres y sus dos apellidos, "Esteban Lorenzo Sanabria von Hoeckle". Del fondo del aula se escuchó muy alto una voz inidentificable, chillona, burlona: "¿¡Foncaca!?". Las unánimes carcajadas de sus compañeritos y compañeritas hicieron sonrojar al pobre niño, hasta la propia maestra sonrió maliciosamente durante una fracción de segundo, antes de ponerse muy, pero muy seria y recriminar a los alumnos por tamaña falta de compañerismo y de educación -nunca, pero nunca, ¿me oyeron? nunca. deben burlarse del nombre ni de la apariencia de los demás, y mucho menos de un compañerito- les dijo. Pero la advertencia fue en vano o, peor aún, contraproducente. Del "Foncaca" Esteban sólo se liberó en el forzado exilio, cuando huyó cambiándose el aspecto, la nacionalidad, los nombres y apellidos. Ese primer día de clases, en el recreo, la hermosa y pálida niña de bucles dorados y grandes ojos casi verdes, casi azules, Julia Ernestina Eizaguirre Peña, Pelusa, la adorable Pelusita, se le puso a menos de un metro de distancia, separando del cuerpo los codos y apoyando los puños cerrados a cada lado de la cintura, inclinando la cabecita y mirándole fijamente a los ojos, le dijo sonriendo: "¿Cacho Foncaca? ¡Ja, ja, ja, ja!". Aun así Cacho se enamoró de ella y la siguió amando por todos los años de la primaria, en secreto al comienzo, abiertamente después, ya que todo el grado se percató de su profunda devoción a Pelusita y sus no menos profundos suspiros cuando ella se dignaba dirigirle la palabra, entre divertida y osada, pues a todas luces no ignoraba el culto que Cacho le rendía.

Así quedó Esteban Lorenzo Sanabria von Hoeckle rebautizado, a los siete años, como "Cacho Foncaca" y así lo conocería de allí en adelante todo el mundo en Asunción y sus alrededores.

 


CAPÍTULO 2

 

La noche anterior a esa conversación telefónica Cacho regresaba a su querido Paraguay después de cuarenta años de ausencia. Contradictorios y confusos pensamientos y recuerdos le ponían muy tenso, muy ansioso, muy nervioso.

Había estado casi tres décadas prácticamente aislado de su tierra, hasta que surgió Internet, y desde entonces, paulatinamente, en la medida en que la red progresaba fuera y más lentamente dentro del Paraguay, había podido ir enterándose más o menos de lo que pasaba en su país. En Suecia, él había dedicado en los últimos años todas sus horas libres a la red de redes, buscando y leyendo páginas web sobre el Paraguay o, mejor aún, del Paraguay, especialmente las de los periódicos principales y escuchando "on line" las noticias de dos o tres emisoras de radio. Claro que no todo se publica en las versiones digitales, pero comparado con los treinta años anteriores -en los que nada podía saber de su país, salvo las malas noticias o tragedias-, esto era un gran adelanto. Además, se había aficionado a "chatear" con paraguayos y paraguayas de distintas edades y condiciones sociales, siempre utilizando pseudónimos, para comentar los acontecimientos cotidianos de su lejano país. En los viajes a países vecinos al suyo también había tenido oportunidad de saber algo más. Por ejemplo, casualmente por una invitación de la Universidad de Buenos Aires para una mesa redonda con grandes críticos y estudiosos de la obra de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, el escritor argentino fallecido en 1986, estuvo en esa ciudad justamente en los días del "marzo paraguayo" en 1999. De eso ya habían pasado casi diez años y las noticias que leía y escuchaba ahora seguían sin ser muy halagüeñas. Era evidente que, luego de casi dos décadas de libertad, la verdadera democracia, la que viene acompañada de desarrollo económico, social y cultural, no terminaba nunca de desembarcar en su país. Parecía que una maldición seguía condenando a la miseria a este "pueblo de cretinos", como alguna vez lo habría llamado don José Gaspar y luego lo habría repetido el Dr. Cecilio Báez, ese pueblo casado con el infortunio, como decía Roa Bastos.

El avión llegó con más de tres horas de retraso, luego de largas escalas y conexiones, con una duración total de 18 horas de vuelo y más de 14 horas de espera en cuatro aeropuertos, dos en Europa y dos en Brasil.

El Paraguay estaba ahora más aislado del resto del mundo que antes, por sus condiciones geográficas y por su falta de aggiornamento. En épocas de la colonia, el aislamiento era relativamente menor, porque los mismos barcos que hacían la travesía del Atlántico podían remontar los ríos Paraná-Paraguay y llegar hasta Asunción y, más al norte aun, a Concepción y al Pantanal, en busca de la tierra del oro y la plata. Total, después de dos o tres semanas luchando contra las bravas olas del mar, hacerse un viajecito de una semana por el tranquilo y hermoso río no era más que un agradable paseo. La veracidad de esto se confirma al leer la historia de los siglos XVI al XIX, en la que se destaca la gran importancia adquirida por el fuerte Nuestra Señora de la Asunción, fundado por Salazar de Espinoza en 1537, como centro de colonización y evangelización, como Ciudad Madre de Ciudades, amparo y reparo de la conquista, la ciudad desde la que salió la excursión que fundó la segunda Buenos Aires, etc.

Recién en las primeras décadas del siglo XX, los adelantos de la ingeniería naval permitieron construir barcos de mayor capacidad y, por tanto, de mayor desplazamiento y calado, que surcaban más comoda, económica y eficientemente el mar, pero que ya no podían pasar del Río de la Plata. En consecuencia, se tenía que trasbordar a los pasajeros o la carga a barcos fluviales, de poco calado, o, ya en la segunda mitad del siglo XX, a barcazas, para subir el río. Lógicamente, no se puede ensanchar y profundizar el canal fluvial para dar cabida a los grandes barcos de ultramar, pero el problema de la navegación aérea es técnicamente solucionable y, sin embargo, no se lo encara en serio.

Con la aviación pasó lo mismo que con la navegación, los primeros aviones eran pequeños y aterrizaban o despegaban en o desde cualquier pista más o menos limpia y rasa de poco más de cien metros de longitud. Pettirossi lo hizo varias veces en una explanada de la bahía de Asunción, detrás del Palacio de Gobierno. Pero luego, a medida que avanzaba el siglo XX, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, sucedió lo inevitable a consecuencia de los avances de la tecnología y la industria, los aviones se hacían cada vez más grandes, requiriendo pistas de aterrizaje más anchas, más largas y con mayor capacidad de soporte, además de complicados y costosos equipamientos de apoyo para vuelos no visuales en la torre de control.

Con la excusa de que la infraestructura es muy costosa, no se hace nada para modernizar y ampliar los aeropuertos y se vive en la esperanza de que los yanquis o los chinos de Taiwán vengan con sus millones a invertir en aeropuertos. En el gobierno de Wasmosy, con el simple afán de lucro fácil y sin planificación alguna, se construyeron costosos aeropuertos, mal ubicados y escasamente equipados; que luego tuvieron que ser abandonados, fueron rapiñados y desmantela-dos y hoy están convertidos en ruinas. Es cierto que perdimos dinero por falta de planificación seria y por corrupción, pero los paraguayos nunca hemos tenido en cuenta que la obra más cara no es la que cuesta más dinero o la que no sirve para nada, sino la que, siendo

necesaria, no se hace. ¿Cuánto se pierde o se deja de ganar por una obra no hecha? ¿Cuánto pierde el Paraguay por no tener más kilómetros de rutas asfaltadas, más puentes y viaductos, más y mejores aeropuertos, dignos del siglo XXI? ¿Cuánto pierde Asunción por no ejecutar su supuestamente cara obra de la Franja Costera? Nadie se ha puesto a calcular la enorme pérdida ocasionada por falta de infraestructura y por frustración de expectativas. El Dr. Carlos Filizzola, intendente de Asunción en 1991-1996, no se animó a construir un túnel en la av. Perú, bajo la av. Pettirossi, que iba a costar 1.000 millones de guaraníes, porque dijo que esa plata era necesaria para otras prioridades y porque no tuvo huevos para enfrentar a tres vecinos que protestaron porque sus negocios (?) iban a perder dinero. ¿Cuántos vehículos circulan por esa esquina en ambos sentidos? ¿Cuántos minutos pierde cada uno en el semáforo? Hagan la cuenta y se quedarán asombrados de la cantidad que ya perdieron los vecinos de Asunción en millones de litros de combustible, en cientos de miles de horas de desgaste de motores, en igual cantidad de horas-hombre no trabajadas, en contaminación por estar detenidos y con motores en marcha, etc. Insisto, en materia de obras públicas, la más cara es la que, siendo necesaria o conveniente, no se hace.

Sobrevolaron el aeropuerto Silvio Pettirossi -que cuando Cacho salió del país se llamaba "Presidente Stroessner", como casi todas las grandes obras públicas de la época- durante cuarenta minutos porque la visibilidad no era buena a causa de la bruma ocasionada por las grandes quemazones en los bosques naturales, debidas a la prolongada sequía y a la criminal acción de inescrupulosos agricultores, que realizaban el rozado fuera de época y sin las debidas precauciones. Los escasos instrumentos de apoyo a la navegación del aeropuerto no funcionaban. Luego, al aterrizar, el fuselaje del avión crujió al deslizarse sobre la pista en mal estado; estacionaron y estuvieron media hora esperando que un milagro hiciera funcionar el sistema hidráulico de la manga telescópica, y como Dios no estaba escuchándoles en ese momento, acercaron una de las viejas escalerillas que aun tenía pintado el logotipo de LAP, la que fue línea de bandera paraguaya, hoy inexistente. Cacho estaba ansioso, apostado detrás de las azafatas, observando todo el procedimiento, para tratar de desembarcar primero que todos y pisar por fin tierra paraguaya; hasta llego a acariciar la idea de hacer lo que solían hacer los papas, que se arrodillaban, se inclinaban y besaban la tierra a la que llegaban. Pero lo tomarían por loco y él quería pasar lo más desapercibido posible, su objetivo no era reintegrarse al país, sino desentrañar varias incógnitas que no dejaban su mente en paz.

Por la escalerilla descendieron los cansados pasajeros de ese único avión que estaba operando a esa hora de la noche, caminaron unos pocos metros y luego ascendieron dos o tres gradas para alcanzar el nivel de llegada de pasajeros. En la sala de inmigración, el calor era insoportable y él se detuvo unos instantes a normalizar su respiración, lo que aprovecharon casi todos los demás pasajeros para adelantársele a empujones, formando dos largas y desordenadas filas, una para nacionales y otra para extranjeros, según rezaban los correspondientes letreros. Cacho casi se pone en la de nacionales, que seguro correría más rápido, pero tenía pasaporte de "gringo" y tuvo que mezclarse con gente de la más diversa apariencia, desde negros y orientales hasta indios peruanos o bolivianos y algunos con pinta de europeos, pero que, probablemente, eran brasileños descendientes de alemanes, rusos o polacos.

Cuando por fin le tocó el turno, el funcionario de inmigración posó sus negros ojos en los de Cacho, profundamente azules detrás de los cristales del anticuado y ridículo anteojos de pequeños cristales sin marco, ahora nuevamente de moda, con patillas muy finas y doradas; paseó su mirada por la calva brillante, la tez blanquecina casi rosada, sin rastro de haber recibido nunca los rayos del sol, con algunas arrugas y un conjunto de bigote y barba del tipo "candado", en que se entremezclaban pelos rubios y canosos, observó su arrugado aunque elegante atuendo, pantalón gris oscuro, camisa a cuadros escoceses, blazer azul marino con botones dorados y le preguntó a qué venía al país. Cacho le dijo, con un ligerísimo e intencional acento alemán, pero con su más neutro castellano, que venía de vacaciones, que ya estaba jubilado y quería volver a ver el Paraguay, país que conoció hacía ya mucho tiempo. El funcionario le exigió exhibir el pasaje de regreso, que verificó puntillosamente y, como no tenía reserva de hotel, le pidió que demostrara su solvencia, lo que Cacho hizo con unos pocos billetes de banco y con sus tarjetas doradas de Visa, Diners, Mastercard y American Express. Cacho se dio cuenta de que le estaba queriendo chantajear, ya que esas eran exigencias de países europeos que deseaban limitar el ingreso de supuestos turistas que luego se quedaban a vivir en forma clandestina. ¿Quién en su sano juicio y a su edad elegiría el Paraguay para vivir en forma clandestina, salvo para traficar con drogas y armas? Pero él no tenía aspecto de traficante, o por lo menos pensaba que en Europa no lo tomarían por tal. El oficial de inmigraciones intentó cobrarle una su

puesta tasa de ingreso y una garantía de retorno, pero tuvo que desistir cuando Cacho le dijo bien claro y, para sorpresa del oficial, en guaraní, porque ya estaba perdiendo la paciencia, que según el consulado paraguayo en Estocolmo, esas tasas no eran exigibles para simples turistas. Desconcertado por la fluidez del guaraní del "gringo", de mala gana le selló el pasaporte con noventa días de estadía y le advirtió que, si no salía en ese tiempo, tenía que presentarse a la oficina central de migraciones, pagar una tasa y obtener la prórroga correspondiente.

Apenas pasó Cacho, el funcionario, desconfiado o simplemente para vengarse del "gringo" impertinente y tacaño, dio instrucciones, por medio del walky-talky, para que al menonita le inspeccionaran a fondo los de aduana y antidrogas.

Por el exagerado calor húmedo al que ya no estaba acostumbrado, Cacho sudaba copiosamente. "Sí", se dijo él mismo, sudaba, no transpiraba, el sudor es animal y la transpiración es humana, pero a él le estaban tratando, una vez más y en su propia tierra, como a un animal. Miraba ansioso, inquisitivo, esperanzado sin motivo, las inactivas y polvorientas rejillas de salida del viejo e inoperante sistema de aire acondicionado central.

Otra media hora pasó hasta que vio, mirando desde arriba, cómo un sudoroso funcionario ayudaba a las maletas a emprender, desde el subsuelo, un temblequeante viaje en la cinta móvil ascendente hasta caer estrepitosamente en el carrusel, algunas traspasándolo y yendo a parar directamente al suelo. Una típica y vieja maleta evidentemente paraguaya, probablemente artesanía luqueña, de cuero de cerdo color crudo pero ya amarronado por el tiempo, que estaba atada con cordones o piolines, cayó de pie en la cinta circular, pero al primer sacudón tumbó, reventaron los piolines, se abrió y todo su contenido fue regando el piso alrededor. Una mujer de aspecto y atuendo ordinario, desesperada, corría paralelamente al carrusel y recogía una a una las prendas y objetos: camisas, cámara fotográfica digital, camisones, teléfonos celulares, bombachas, iPod's, portasenos, cajas de cedés, más bombachas, MP3, pendrives, etc. Cacho no se dignó ayudarla, tal vez lo hubiera hecho de haberse tratado de una mujer joven y bonita o por lo menos coqueta, y ese pensamiento lo avergonzó, pero, aun así, no hizo nada, quería pasar desapercibido. Aunque hubiera sido coqueta, tal vez no la hubiera ayudado, pues no tendría esperanzas, tenía siempre presente la definición que de "coquetería" había leído y releído en uno de sus libros favoritos de finales del siglo XX, "La Insoportable Levedad del Ser", en la que Milan Kundera, o el narrador de su libro dice textualmente: "¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía de cumplimiento". El libro de Kundera era uno de los de cabecera de Cacho, o mejor dicho, de Hans, ya que esa era su identidad cuando lo leyó por primera vez. También le fascinaban en esa obra las múltiples reflexiones sobre Nietzsche, aunque de ellas hiciera interpretaciones muy particulares, pero para eso es la filosofia, para que cada uno la interprete libremente. Dejó por el momento esas reflexiones y, volviendo al plano mundano, tomó de la cinta giratoria una maleta Sansonite gris oscuro, de tamaño mediano, con manija telescópica y ruedas, se defendió de dos o tres muchachones que querían arrancársela de las manos para llevársela a cambio, se supone, de una inmerecida propina, ya que esas maletas estaban concebidas para aeropuertos del Primer Mundo, donde es imposible conseguir ayuda para transportarlas, por eso tienen ruedas y manijas retráctiles, y se dirigía raudamente a la salida cuando dos hombres, uno con campera de "ADUANAS" y otro con una de la "SENAD", le tomaron, uno de cada brazo, y le hicieron llevar su equipaje a la mesada de la aduana.

Allí, una señora muy gorda, de unos cuarenta años, con el pelo recogido en un ridículo rodete, vestida con un ajustado uniforme gris de la policía, sudado y manchado con restos de grasa, posiblemente de empanadas, croquetas y manchas verdosas de tereré, le examinó con los otros dos sujetos, le exigieron exhibir nuevamente su pasaporte, le hicieron despojarse de la chaqueta, ponerse con los brazos abiertos en cruz y en público le palmearon exhaustivamente, inclusive en la entrepierna, donde uno de ellos fue casi impertinente y ofensivo, le hicieron sentar en la mesada para sacarle los zapatos y golpearon los tacos contra el piso para comprobar si sonaban a hueco, le hicieron abrir la maleta y vaciarla totalmente, palparon todo el interior, como buscando un fondo falso, manosearon una por una las prendas de vestir, estrujándolas, y, al no encontrar nada raro, le dijeron que podía volver a llenar la valija. Luego fue el turno del portafolios, que también vaciaron, abrieron la "laptop" e intentaron encenderla; él les dijo que había agotado la batería en el largo vuelo y ellos la extrajeron y sacudieron por si hacía ruido de contener algo y le dijeron a Cacho que la volviera a instalar. Revisaron los libros y los enseres de ‘toilette', destaparon un frasco de talco y palparon y olieron su polvoriento contenido y, como finalmente no encontraron nada, pusieron cara de desilusión y le dejaron pasar, sin presentarle ninguna disculpa, aunque, para no desmentir la proverbial cordialidad paraguaya, la policía gorda le dedicó una tan amplia como falsa sonrisa y le dijo: "Bienvenido al Paraguay". "¡Linda manera de recibir a los turistas!", pensó Cacho. Como si fueran muchos los que desean venir y el país tuviera algo más que ofrecerles que el calor y los mosquitos, el whisky escocés más barato del mundo, la electrónica barata de última generación, relojes, ropas, calzados deportivos y perfumes de marcas muy famosas, pero whisky, cedés, devedés, electrónica, relojes, ropas, calzados y perfumes, todos, todos falsificados, pirateados, maus.

Mau Mau fue una organización guerrillera de insurgentes keniatas que luchó contra el Imperio Británico durante el periodo 1952¬-1960. Sus miembros eran fundamentalmente de la tribu kiküyü con algunos elementos de Meru y Embu. La rebelión no tuvo éxito militarmente, pero ayudó a crear desconfianza entre los colonos blancos y el gobierno de Londres, lo que contribuyó a crear el clima que llevó a la independencia de Kenia en 1963, todo esto según Wikipedia. En Paraguay se hicieron muy populares, eran considerados héroes y defínidos como seres diminutos y escurridizos que se burlaban de la seguridad y la autoridad. Por esa misma época empezaron a publicarse noticias sobre contrabandistas hormigas que en pequeñas camionetas trasportaban harina y otros productos argentinos de contrabando, desde el puerto de Itá Enramada hasta el Mercado 4 de Asunción, burlando siempre el "control" de la policía. A algún periodista se le ocurrió compararlos con los Mau Mau y desde ese momento empezó a llamarse "Mau Mau" a todo producto contrabandeado, surgiendo luego, como es costumbre local, la abreviatura, simplemente "mau", término que suele confundir a nuestros hermanos brasileños, para quienes la palabra "mau" significa "malo".

Al salir del salón de llegadas al hall central se encontró en una especie de brete. A cada lado de las vallas había gente esperando, algunos con cartelitos con nombres de pasajeros o de agencias de turismo. Divisó uno o dos mostradores de "Rent-a-car" y estuvo tentado a alquilar un auto, pero estaba muy cansado, era de noche y francamente no recordaba muy bien la ubicación de las calles; había pasado mucho tiempo desde que se fue del país. Se acercó al mostrador de una casa de cambios, vendió unos cientos de euros que traía repartidos entre la cartera y el bolsillo y luego salió del edificio.

 


CAPÍTULO 3

 

Tomó un taxi, un destartalado Mercedes-Benz de más de treinta años de uso. Pidió al taxista que lo llevara al Gran Hotel del Paraguay.

-¿Para qué querés irte a ese hotel tan viejo, "che patrón"? Tenés el Hotel Guaraní, que estuvo cerrado muchos años pero ahora está como nuevo, todo lindo otra vez, o si no tenés el Sheraton Asunción, inaugurado hace dos o tres años.

Cacho preguntó si el Sheraton estaba en el centro y el chofer le dijo que no, que estaba en frente al Shopping del Sol. Mientras tanto el auto ya se desplazaba lentamente hacia la salida.

-¿Y dónde queda ese shopping?

-Cerquita nomá, en la autopista al aeropuerto, bien ubicado está, "che patrón".

-¡Ah no! -dijo el falso gringo-. Prefiero ir al centro, es más seguro de noche, ¿verdad?

-¿Seguridá lo que vo queré? ¿Hace cuánto tiempo que no venís al Paraguay? Ahora los comercio chuchi y la vida noturna está todo en Villa Morra. El microcentro está lleno de travesti, peajero y pirañita, ¡te vana a asaltar a lo cinco minuto!

Al oír el nombre de su barrio, Villa Morra, su corazón acusó dos o tres extrasístoles; buscó en el portafolio sus pastillas y se tragó una en seco. Las torturas sufridas en "la Técnica" habían dejado secuelas imborrables.

-Hace mucho, muuucho tiempo que no vengo -dijo, arrastrando las vocales como hacemos los paraguayos para transformar cualquier palabra en un superlativo-. ¿Qué son las pirañitas y los peajeros?

-Los pirañita o caballo loco son mitá'i que te arranca de paso nomá tu celular o tu cartera o lo que tenés a mano nomá y sale corrieeeendo, a pie, en bici o en moto, no son taaan peligroso, te roba pero no te mata "che patrón", pero los peajero son eso que entre do o tre te ataja y no te deja luego pasar si no le pagás peaje, o sea tu plata, tu regló, tu emepetré, tu pendrai, tu celular, tu campera, tu champión de marca, toooodo lo que tenés, o si no te pega un tiro o te clava con su cuchillo y te puede matar. Ayer nomá le acuchillaron todo mal a un pobre mitá'i de quince o diecisei año que no le quiso dar su celu Motorola nueviiiito y le dejaron sangraaando en la vedera de la plaza Uruguaya, se mezclaron con lo ocupante de la plaza, lo de Puerto Casado me parece que son, nadie no se animó a acercarse para ayudarle al pobrecito y el 911 tardó como una hora en recogerle y hasta ahora estáááá allí en Emergencia; eso leí esta siesta en Crónica y escuché recién por la radio que no se sabe si se va salvar o no.

-¡Dios mío! ¡A lo que hemos llegado! ¿Y el Gran Hotel del Paraguay está funcionando?

-Sí señor, está muuuuy lindo, un poco viejito es, pero está todo recién remoldeado, abierto está y atendido por su propio dueño.

-Entonces llevame allí.

-Oquei, "che patrón", al Gran Hotel te llevo entonce, no hay proulema, aunque no me dan para mi comisión, pero yo el mimo precio nomá te viá cobrar, treinta dólar.

-Pero yo no tengo dólares, sólo euros y guaraníes.

-No hay proulema, treinta euro nomá dame entonce.

-¡Pero eso es mucho más que treinta dólares!

-No, "che patrón", allá en tu valle puede ser, pero aquí no, o sea, aquí, pues, el euro no corre nomá luego, casi nadie no te cambia, no te aceugta, el dólar lo que manda aquí, viá perder plata si me das euro, dame nomá dosciento mil guaraní si tenés, esa nomá luego es nuestra tarifa.

A pesar de saberse estafado, el "gringo" disfrutó mentalmente del lenguaje del chofer, que él entendía sólo por ser paraguayo, porque, si a un hispano-hablante no paraguayo le dicen algo parecido a habia sido que así nomás luego era, no entendería ni jota. En sus clases de español en Suecia, nunca incluía modismos regionales, mucho menos paraguayismos; el programa exigía que enseñara un español neutro. Al principio le había costado mucho acostumbrarse a hablar sin el acento natural de su tierra, pero, como se suponía que Hans era alemán y que había aprendido el español en Sudamérica primero y luego lo había perfeccionado en España, tuvo que acostumbrarse a diferenciar las ces, las zetas y las eses. Al poco tiempo se volvió un experto actor, pues, en realidad, lo que hacía cuando hablaba era una actuación, hablaba de acuerdo a su interlocutor, tenía muy buen oído e identificaba rápidamente el acento del otro y lo copiaba casi a la perfección, podía hablar castellano con unos cuatro o cinco acentos diferentes, aunque en ambientes universitarios su español era siempre neutro. En cambio, en sus clases de literatura disfrutaba porque tenía que explicar los modismos latinoamericanos, los giros idiomáticos tan diferentes, de Vargas Llosa a Cortázar, de Roa Bastos a Casaccia, de Guimaráes Rosa a Veríssimo y Amado, pero él estaba ahora encantado de volver a oír esos paraguayismos; es más, se moría de ganas de emplearlos también; desde la muerte de su "paraguayita" no escuchaba nada parecido.

Mentalmente se ubicó en el mapa de Asunción y sabía que estaba yendo de Luque a Asunción, del este hacia el oeste, hacia el centro. Pasaron por un solitario y espléndido edificio, nuevo y muy bien iluminado, el Palacio de la Confederación Sudamericana de Fútbol. Allí reinaba el Dr. Nicolás Leoz, que fue su profesor de Historia cuando niño, su amigo de fiestas más tarde, a pesar de la diferencia de edad, y a quien luego se había presentado ya como Hans Grubber en algún hotel europeo en que coincidieron cuando Leoz era presidente de la Liga Paraguaya de Fútbol. El Dr. Leoz se había sorprendido de la capacidad de este alemán de hablar tan correctamente el guaraní. Hans trató en lo sucesivo de evitar esos encuentros, en el temor de que Leoz le reconociera, sobre todo antes de la caída de Stroessner, pues nadie debía saber que estaba vivo. A los pocos minutos, ya en la avenida en que la Autopista se transforma al ingresar a Asunción, el chofer le mostró el Hotel Sheraton que le había mencionado, a la mano izquierda, y enfrente un shopping center bastante grande para Asunción, pequeño para las grandes capitales del mundo.

-Aquí -dijo el chofer señalando la casona tipo colonial de la izquierda-, aquí mismo antes vivía la pendeja de Estroner. Aquí lo que empezó el tiroteo la noche del 2 y 3 de febrero del 89, cuando le echaron a mi General, a mi único líder -y remató su sintética lección de historia reciente con una reflexión:- ¡Qué bien que vivíamo todo lo paraguayo en esa época, "che patrón"! ¡Eramo tan felice, pero no sabíamo!

-¡Ustedes habrán sido felices! -gritó Cacho totalmente fuera de sí, mientras su corazón nuevamente entraba en furiosa y descontrolada arritmia-, ¡pero a mí esos hijos de puta me metían palos de escoba en el culo y picana eléctrica en las bolas, me sumergían en la pileta llena de orina y de mierda! ¡Cuando estaba a punto de asfixiarme y ya había tragado un litro, me sacaban la cabeza un rato y después me la volvían a meter!, ¡me fracturaron tres costillas, me reventaron el hígado, me rompieron tres muelas y cuatro dientes, me dejaron con un solo riñón sano, me golpearon con la culata de un fusil por todo el cuerpo! ¡Cómo puta iba yo a ser feliz!

-¡Tranquilo, "che patrón"!, si vos decí, así nomás habrá sido, pero yo no tenía nada que ver con eso; es cierto, muchos me cuenta que así luego fue, pero nosotro vivíamo mejor y más tranquilo, comiamo bien y trabajábamo mejor, no teníamo que mandar nuestra hija a España a limpiarle el culo a los viejo para mandarno una platitamí a nuestra familia, igual que mucha de mis sobrina. Pero si vos decis, así nomá ha de ser luego.

"Seguía el paraguayo siendo cobarde y conformista", pensó Cacho. Si esa conversación se hubiera desarrollado en Nueva York, el chofer hindú o árabe no hubiera entendido un carajo, pero le hubiera bajado en la primera oportunidad por haberle gritado; si hubiera sido en el Brasil, ni hubiera ocurrido, porque los taxistas sólo te hablan de fútbol y carnaval; en Buenos Aires, el chofer le hubiera dado una cátedra de ciencias políticas y siete definiciones diferentes e inconexas de lo que es la dictadura y la relación interdinámica entre la tortura, la economía y la democracia, mientras aprovechaba para dar vueltas y vueltas haciendo correr rápidamente el medidor del taxímetro. En Madrid le hubieran mandado "a tomar por culo"; en París ni se hubieran dignado hablarle al notar que su acento no era puramente parisino, pero ninguno le hubiera dado la razón como mansamente lo hacía el paraguayo, desdiciéndose de todo lo que antes había dicho.

Cacho interrumpió aquí el diálogo, arrepentido de haber estallado y casi revelado su verdadera identidad; el chofer bien podría ser un pyrague. ¿Pero pyrague de quién? ¿Existen todavía?, se preguntó él mismo en seguida, casi reconociendo la persistencia o el retorno de su paranoia; no podía dejar de pensar con la mentalidad de sus tiempos de guerrillero urbano perseguido por Stroessner. Los recuerdos de esa época se le agolpaban en la memoria, en forma instantánea, superpuestos, desordenados. Le parecía increíble que hubiera sido alguna vez capaz de asaltar, de robar para la causa que creía justa, de matar cuando necesario e inevitable. Aún ahora, después de más de cuatro décadas, tenía recurrentes pesadillas en las que seguía matando a sus compatriotas, y le volvía la imagen, la expresión de ingenuo e incrédulo pánico de un joven conscripto de policía que le amenazó con su fusil en la puerta del cuartel, pero no supo ni cómo dispararlo, o no tenía proyectiles, y recibió de Cacho un certero balazo en medio del corazón, cayendo y desangrándose hasta la muerte. Pero fue en defensa propia, pensaba en su afán de aliviar su conciencia, era su muerte o la del otro. A nadie más había matado Cacho en toda su vida. Pero el balazo disparado a ese pobre conscripto, víctima inocente del sistema del tirano, era suficiente para que se sintiera culpable para siempre. Ni los meses de torturas y los años de exilio fueron suficientes para disminuirle ese sentimiento de culpa por haber derramado la sangre de un inocente.

Ahora -pensaba él muy confiado en su nueva personalidad, asumida hace ya varias décadas y procurando zafarse de los fantasmas del remordimiento- le sería imposible matar ni a una mosca, pero las cicatrices morales estaban allí, para siempre, imborrables y duras, queloides, como las definiría un médico si fueran cicatrices físicas.

Si en algo había estado acertada la estrategia antiguerrillera de Stroessner era en lo de las torturas, razonaba aún ahora Cacho Foncaca, a pesar de haber sido víctima de ellas. "Las torturas son muy útiles cuando las bolas apretadas son ajenas y enemigas", le decía un instructor de su propio grupo, que había torturado en más de una ocasión a sus rehenes. Era una práctica inevitable cuando se necesitaba obtener información vital, o para infundir pánico y respeto, como lo demostró su ídolo Fidel Castro al emplear los mismos métodos de todos los tiranos. La diferencia estuvo en que Fidel, cuando los "Tribunales Populares", por él manejados, por supuesto, declaraban culpable a algún opositor, ordenaba su inmediato fusilamiento en el "paredón", públicamente, para que sirviera de ejemplo y para sembrar el terror entre sus enemigos. Stroessner nunca se animó a ejecutar a nadie en público, aunque hizo matar o desaparecer a cientos de enemigos, los hacía arrojar desde aviones a los más inaccesibles bosques, a falta de mar, como habían hecho los argentinos, chilenos y uruguayos. En "la técnica", hoy transformada en Museo del Horror y con página web, los esbirros de Stroessner torturaban para obtener confesiones o para disuadir por el miedo y el dolor, para convertir a sus enemigos en informantes y amigos, débiles amigos cuando salían, obedientes como títeres. Muchos no resistían, a pesar del cuidado de los "médicos" encargados de mantenerlos en el límite entre la vida y la muerte y desaparecían para siempre. Pero todo era en secreto, nadie lo comentaba públicamente. Ni los propios familiares de los torturados se animaban a denunciar o tan siquiera a reconocer lo que sus parientes padecían. Tenían miedo de sufrir el mismo destino y se callaban. Tenían razón, en nada hubieran conseguido cambiar la situación.

En la época de Stroessner, pensaba Cacho, los pocos que salieron con vida de la Técnica lo hicieron como mansos corderitos. Sólo muchos años después, con la caída del tirano y la aparición del Archivo del Terror se pusieron a graznar, alardeando de su condición de víctimas y reclamando indemnizaciones por los daños que fueron responsabilidad del régimen de Stroessner, pero que, al ser pagados por el Estado actual, salen de los escuálidos bolsillos de los contribuyentes, que, en vez de recibir más caminos, más escuelas, más desarrollo, tienen que pagar las culpas del Rubio. Los que solo habían pasado por el Departamento de Investigaciones unos pocos días y no fueron tan maltratados, esos sí habían gritado contra Stroessner, pero desde el otro lado de la frontera, protegidos por las leyes internacionales del asilo y con el apoyo de los Gobiernos anteriores a la dictadura militar argentina.

Parecía increíble que Stroessner hubiera respetado y hasta defendido el derecho internacional de asilo político, que otorga al país asilante el derecho de calificar como político el delito por el cual es perseguido un ciudadano extranjero que solicita asilo. Era, sin embargo, una política coherente, como muchas otras del tirano, "hoy por mí, mañana por ti". Él mismo, antes de dar el golpe que lo puso en el poder, había tenido una vez la necesidad de asilarse en la Embajada del Brasil, a la que llegó escondido en la valijera del auto de un fiel amigo y correligionario, a quien luego, ya en el poder, recompensó con el nombramiento de Embajador paraguayo en Londres por largos años.

Gracias a esa convención tan cara al afecto de los políticos de Latinoamérica, el derecho de asilo, Stroessner salvó la vida de su ex benefactor y amigo, el defenestrado presidente argentino Juan Domingo Perón en 1955, y la de los hermanos Cardozo, terribles asesinos de la policía política argentina, que buscaron y consiguieron asilo en la Embajada paraguaya en Buenos Aires. Perón, que consiguió el salvoconducto a pesar de la tenaz oposición del almirante Rojas, cuando pidió asilo en la Embajada paraguaya, fue trasladado inmediatamente por el astuto embajador, Dr. Juan R. Chaves -que temía un ataque a la sede diplomática, pues las hordas antiperonistas amenazaban con hacer muy poco caso a las inmunidades de la residencia de un embajador extranjero- a una cañonera paraguaya en reparaciones en un astillero del puerto de Buenos Aires, que por ser buque de guerra tenía las mismas inmunidades que la Embajada. De allí fue transportado a Asunción en un "Catalina", viejo y frágil bimotor anfibio, hábilmente piloteado por el Tte. Leo Novak, aeronave que se conservó mucho tiempo como pieza de museo. Cacho tenía entonces poco menos de 15 años, pero había vivido muy de cerca todo el tema y lo recordaba muy bien, pues era, en la época, amigo de los hijos de don Ricardo Gayol, poderoso comerciante argentino residente en Asunción que hospedó en su lujosa residencia de la calle Padre Cardozo a su compatriota derrocado, recibido en Asunción con honores, como general honorario del Ejército Paraguayo, que era "el mejor Ejército del mundo", según dijo en una oportunidad para espanto de los mili-tares argentinos, pero el hecho se explica porque, habiendo sido expulsado deshonrosamente del Ejército argentino y acogido como general por el paraguayo, no podría sino decir que el mejor ejército era el suyo, que en ese momento era el paraguayo. Muchos años después, cuando regresó al poder, dio muestras de agradecimiento a Stroessner y al Paraguay. Al poco tiempo falleció, dejando en el poder a la vicepresidenta, su tercera esposa, rodeada de un círculo de brujos, magos y badulaques que abrieron el camino a su derrocamiento y al inicio de la inicua dictadura militar, eufemísticamente llamada la "revolución libertadora", diferente de la paraguaya por ser institucional y propiciar la alternancia de jefes militares en el cargo principal, pero no menos dura ni nefasta que la dictadura personalista de Stroessner. En efecto, aunque sólo duró desde 1976 hasta 1983, en esos siete años produjo mucho más terrorismo de Estado y más muertos y desaparecidos que en los 35 de Stroessner. ¡Mal de otros, consuelo de tontos!

Los hermanos Cardozo, luego de muchos meses de negociaciones diplomáticas, por fin obtuvieron sus salvoconductos y vinieron corriendo a abrazarse con su amigo y protector, Stroessner, poniéndose a sus órdenes como asesores de "investigación política" antiguerrillera.

En los finales de los 70 y principios de los 80, con el funcionamiento del Plan Cóndor, ya no había derecho de asilo que funcionara, pues los gobiernos totalitarios, que eran todos en la región, se unieron en ese diabólico plan ideado y bautizado por Pinochet. En virtud de dicho acuerdo clandestino, los perseguidos políticos de un país vecino eran secuestrados por la policía política local y entregados a sus perseguidores, quedando cada Gobierno con derecho a exigir la más rigurosa reciprocidad.

Se dio cuenta de que todo ese razonamiento y esos recuerdos que abarcaban meses y años apenas le habían insumido unos pocos segundos en su pensamiento. Pensando Cacho era muy metódico, o por lo menos eso creía él, y le gustaba analizar las cosas desde puntos de vista históricos, filosóficos, sociológicos, políticos. Siempre tuvo una gran confusión mental, que lo ponía muy cerca de una personalidad bipolar. Creía en el determinismo histórico y en el geográfico-temporal, resultado del contexto ambiental y costumbrista, según sus descabelladas definiciones propias, pero cuando hablaba, salvo en clases, gustaba de ser o parecer irónico, despreocupado, simpático, a veces cómico. Era de Géminis y se dice de los de ese signo que tienen doble personalidad, pero Cacho, en realidad, estaba dotado de un notable histrionismo y fingía tener múltiples personalidades, una para cada interlocutor, de acuerdo a las circunstancias. A pesar de eso, él se creía honesto y sincero. Una vez, en Asunción y cerca de sus 25 años, a una chica a la que estaba tratando de llevar a la cama, que lo acusó de ser hipócrita, él le dijo que sí, "efectivamente, yo soy hipócrita por naturaleza; por lo tanto, cuando me comporto como un hipócrita estoy siendo sincero, coherente y auténtico". La chica no entendía nada de ironías ni sarcasmos, pero, como realmente le tenía ganas y de antemano había decidido acostarse con él, pues Cacho era joven, buen mozo, educado, elegante y rico, lo hizo sin mayores contemplaciones ni consecuencias. Consciente Cacho de sus atributos físicos, pensó, sin embargo, que en esta conquista -que le había parecido en principio más difícil que otras porque la chica era estudiante universitaria también y sin aspecto de promiscua- lo efectivo había sido su ingenioso y rebuscado juego de palabras y lo memorizó para seguir empleándolo en el futuro, con desparejos resultados a través de los años.

A poco de entrar a la av. España, Cacho y su destartalado taxi atravesaron muy lentamente, a causa del caótico tránsito, una amplia zona de locales nocturnos, definidos como pubs por el chofer, pero que para Cacho nada tienen que ver con los public bars ingleses que fueron el origen de la denominación abreviada, pub. Bulliciosos jóvenes, de muy corta edad, algunos evidentemente sin la mínima exigida por la ley para esos entretenimientos, se mezclaban desordenadamente en la calle con los lujosos automóviles y motocicletas que por allí circulaban y con los que estaban estacionados en las veredas o en doble fila, dificultando el paso. Por la vistosa e irreverente ropa de los chicos y la no menos vistosa pero más escasa de las chicas -¡bendito sea el calor, aunque más no sea para esto!-, Cacho extrapoló mentalmente la escena a otras ciudades del mundo y confirmó, una vez más, para sí mismo su particular interpretación de las proféticas palabras de Marshall McLuhan sobre el advenimiento de la Aldea Global Tribalizada. El periodista, filósofo y sociólogo canadiense acuñó la expresión a comienzos de los 60 del siglo XX, y el concepto estaba aún en pleno desarrollo. No se distinguían para Hans, estos jóvenes, en sus vestimentas y costumbres, de los de New York, París, Roma, Hong Kong o Kuala Lúmpur, sino, tal vez, por su lenguaje oral, el de su "tribu".

Después pasaron por una zona de venta de automóviles, contó más de diez negocios, o "playas", como las llamó su chofer, todas llenas de flamantes Mercedes, BMW, Toyota, Land Rover, camionetas 4 X 4 supuestamente utilitarias, pero, en realidad, de alto lujo y elevado precio. La industria norteamericana estaba solitariamente representada por los también lujosos pero legítimos Jeeps, los Grand Cherokee. En cambio, cuando él había salido del país, todos los escasos autos de la ciudad eran Chevrolet, Ford, Dodge y otros aun más grandes, como los Cadillac, Packard, Lincoln, Mercury, De Soto, pero todos fabricados por los tres gigantes de la industria norteamericana de entonces. Pensó que más de uno se equivocarían y verían esta gran exhibición de vehículos de lujo como un signo de prosperidad, cuando, por el contrario, es un clarísimo síntoma de la gran diferencia de clases, de la enorme brecha entre los pocos muy ricos y los muchos muy pobres. Solo los muy ricos pueden adquirir automóviles nuevos y por eso todos eran de lujo, no había a la venta ningún automóvil económico.

Por otro lado, reflejaba la pujanza de los empresarios importadores, que podían darse el lujo de tener en stock tantos millones de dólares en vehículos que esperaban compradores. Cuando su padre le había regalado el famoso Impala, había tenido que elegirlo por catálogo y pagarlo al contado y por adelantado a la firma de los Grillón, esperar cuatro meses a que llegara al puerto de Asunción en la cubierta de un barco de carga, del cual, ante la vista maravillada de Cacho y de su padre, lo bajaron con una grúa, lo llevaron a aduanas a despachar y de allí al taller del representante por dos o tres días para que le quitaran toda la grasa protectora que tenía la carrocería, lo pulieran y lo pusieran en marcha para entregarlo "0 km". Era realmente emocionante, no como ahora, que se compra un auto como se compra un kilo de mortadela en el supermercado.

Otro recuerdo que tenía de los primeros productos de lujo importados era la heladera eléctrica que, cuando él tenía siete u ocho años, sustituyó en su casa a la de madera y chapas de zinc, con una tapa superior que se levantaba para introducirle diariamente, sobre una serpentina que enfriaba agua, la barra de hielo que se compraba de la Cervecería Paraguaya y se traía envuelta en paños de arpillera y aserrín para conservarla. Cuando llegó la heladera eléctrica, norteamericana por supuesto, su padre solicitó permiso de instalación a la Compañía Americana de Luz y Tracción (CALT), antecesora privada de la estatal ANDE. Vinieron los técnicos e instalaron, ante la presencia curiosa de Cacho y sus amiguitos del vecindario, unos gruesos cables especiales y un medidor independiente, pues una simple heladera era considerada como un equipamiento industrial que podría colapsar la instalación normal, no preparada para esta carga extra de energía.

Por analogía recordó lo que era la "sorbetera" en la que se fabricaba helado casero. Era un balde de madera en forma de medio tonel, en cuyo interior se introducía un recipiente cilíndrico con menor diámetro, resultando un espacio libre de unos ocho o diez centímetros, el que se llenaba con trozos de hielo mezclado con sal gruesa para bajar la temperatura y conservarlo por más tiempo. En el cilindro de metal se ponían unos dos kilos de la crema preparada por mamá, con bastante azúcar, leche y jugos de frutas. Luego, una manija a la que iban adheridos unos engranajes cónicos, hacía girar una paleta dentro del recipiente cerrado. Papá y él se turnaban durante más de una hora haciendo girar la manija, hasta que el helado estaba listo. A veces, por impericia en el proceso de introducción de los elementos o por exceso de hielo y sal, esta última invadía el tambor del helado, prestándole un sabor desagradable, y había que desperdiciar todo el material y el trabajo y empezar de nuevo, o tomar el auto y dirigirse a la av. Eusebio Ayala a comprar helado de la Heladería Guaraní, principal fuente de ingresos de lo que luego fue creciendo hasta transformarse en el grupo económico Pérez Ramírez y Cía.

Recién cuando pasaron la av. Kubitschek, creyó reconocer unas pocas casas antiguas y, al llegar a una vieja casona que ahora ostentaba el letrero de una Facultad de Ingeniería, supo que ya estaba cerca. El auto giró a la izquierda y, al final de la corta calle, siguió de frente ingresando por un amplio portal al patio delantero, hoy estacionamiento, de la vieja casa quinta-teatro de los López Lynch, trasformada en hotel hace un siglo por inmigrantes alemanes o sus descendientes directos. Cacho sintió que las cuatro décadas no habían pasado, el histórico edificio casi no había cambiado, solo tenía puertas y ventanales de cristal templado para conservar la temperatura del aire acondicionado interior.

-Ya estamos aquí, en Sarmiento y Triunvirato -dijo Cacho.

-¿Qué? -le dijo el chofer sin entender ni jota.

-La dirección del Hotel -dijo Hans-Cacho.

-No señor, disculpame, pero estamos en De la Residenta y Pa'i Puché.

-¡Ah! Por lo menos algo ha cambiado en el lugar, el nombre de las calles...

 

 

 

 

 

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