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BELLA VICTORIA ACOSTA CIBILS

  EL CLAMOR DE LAS DONCELLAS, 2009 - Novela de BELLA VICTORIA ACOSTA


EL CLAMOR DE LAS DONCELLAS, 2009 - Novela de BELLA VICTORIA ACOSTA

EL CLAMOR DE LAS DONCELLAS.

 

Novela de BELLA VICTORIA ACOSTA.

 

Editorial SERVILIBRO.

Dirección editorial VIDALIA SÁNCHEZ.

Corrección de estilo: CARLOS NOGUÉS.

Ilustración de tapa: LEILA MARÍA VICTORIA GALI.

Asunción - Paraguay,

Noviembre de 2009 (281 páginas)

 

 

INTRODUCCIÓN

 

         Cuando yo era niña, en las noches de invierno, las familias se sentaban alrededor del fogón, esa hoguera bucólica de la que hablo en algún momento de este libro.

         Era una tradición, casi un ritual, compartir una especie de sobremesa después de la cena.

         Recuerdo esas reuniones en la estancia de mi abuelo, y más tarde en mi propia casa, sentada yo en el regazo de mi padre, oyendo por accidente las conversaciones de los adultos, bostezando a garganta partida, empolvada de carbón y ceniza.

         Muchas de las historias que voy relatar tienen su fundamento en ese fuero íntimo de la convivencia familiar. En esas horas en que los mayores competían en el uso de la palabra para dar las primicias, hablar de su experiencia, de guerras y revoluciones, de sus sueños y proezas personales.

         Seguramente la novela ya había nacido en esos lugares lejanos en la geografía y el tiempo en los que yo hice mis registros y, aunque las historias son reales, tal vez lleguen a mis lectores con los excesos propios de algo que se contó muchas veces, pero más que nada de aquello que cuenta una mujer.

         Esa es la razón por la que no puedo decir que todo es absolutamente real en estas historias. Sin embargo "El clamor de las doncellas" es una novela basada en hechos que han acontecido, algunos mucho antes de que yo naciera y otros en algún momento de mi vida.

         Hechos que me marcaron y que traté de compilar en este material, haciendo a veces una transferencia en el tiempo y el espacio.

         Surge entonces la figura de todas las doncellas de este libro, revestidas cada cual de ese algo particular que nos hace únicas a las mujeres.

         Estas congéneres mías me inspiraron un sentimiento profundo de cariño y afecto, unas más que otras, tal vez porque conocí personalmente a algunas y porque descubrí a otras muy cerca de mí misma.

         Todo aconteció en la zona de Caazapá, antes, durante y después de la revolución de 1947.

         Fueron violaciones de mujeres, saqueos y muertes, sin embargo no he encontrado mejor pretexto para hablar de otras agresiones que sufrimos las mujeres, como las agresiones psicológicas.

         Embarqué a dichas doncellas en el mismo tren y las remonté en el vaivén del tiempo, las tuve por todas partes, en la selva, en las fiestas como en la cama.

         Las llevé junto a mis tías Isabel y Lina y junto a las otras mujeres violadas durante la revolución, segura de que la agresión que sufrieran fue la misma.

         He intentado que tampoco faltaran en esta obra tres ingredientes fundamentales en la vida del ser humano común: el amor, la pasión y el humor.

         Mis lectores protestarán quizás por la diversidad de personajes y hechos en este libro, pero así son las historias que contamos algunas mujeres: embrolladas, llenas de laberintos, con disgresiones, con protagonistas de rostros y nombres desconocidos, aunque las situaciones vividas por cada uno de ellos nos toquen muchas veces de cerca.

 

         Gracias querido lector.

 

 

PRIMERA PARTE

 

LA DONCELLA VIDALINA

 

         Es casi seguro que no era bella porque su piel morena con la que no tuvo más cuidado que un baño diario con jabón ordinario y un buen entalcado, carecía de cualquier brillo particular. Por el contrario, lucía opaca y reseca.

         Y sus labios, que delimitaban una boca amplia en extremo, la dejaban fuera de cualquier pretensión de considerarse bonita, según el gusto de la gente.

         Era de figura delgada, de cabellos quebrados y salvajes que caían como una cascada sobre sus descarnados brazos. Pero, a pesar de ese porte casi descuidado, el enigma de su sonrisa y sus ojos rasgados le conferían un donaire particular, casi sofisticado.

         Aunque tuviera apariencia frágil, de huesos finos y encorvados, lo que le faltaba de fuerza física le sobraba en la fuerza del carácter.

         Es muy probable que tampoco fuera elegante, aunque su estatura de un metro y setenta la favorecía para no pasar desapercibida entre las otras muchachas. Pero quizás, para no parecer desafiante, llevaba más bien caídos los hombros dado el tamaño de su busto. Sin embargo los jóvenes la encontraban dulce y atractiva, y revoloteaban en torno a ella como abejas sobre una flor.

         - ¿Qué tendrá esa negrita que nosotras no tengamos?- se preguntó en rueda de amigas Cirila, que tenía las piernas más envidiadas de la jurisdicción -tiernas, lechosas y rectas- la cadera pequeña y ni hablar de la cintura, los glúteos prominentes, los ojos diáfanos y la boca apimpollada.

         - Es la encarnación de una virgen desconocida decían unos al referirse a esta señorita respetable que sonreía poco, pero prometía mucho a juzgar por sus curvas.

         - Es una muñeca de porcelana opinaban otros y esta vez era por su piel lozana.

         Cirila, hija de un campesino próspero, en los bailes y cumpleaños estrenaba siempre un vestido nuevo, se sujetaba el pelo con lazos dorados y calzaba sus pies con zapatos de cuero. Pero, curiosamente, a pesar del caprichoso esmero que ponía en el peinado y la pulcritud de su apariencia, era una espectadora más de las flechas que atravesaban los corazones y volaban en dirección a la famélica Vidalina.

         Ésta, por su parte, vestía lienzos baratos y calzaba sandalias de goma. Muy a menudo tenía sus descarnados brazos sellados por un moretón violeta de los pellizcones que le daba su abuela Afrodisia por no observar modales de una señorita decente, o para que aprendiera a reír sin enseñar las campanillas.

         Sus rasgos faciales, sin embargo, no tenían nada que pudiera dejar absorto ni sorprendido a quien la mirara y más aún porque en esa época los cánones de belleza imponían cuerpos rellenitos, piel blanca y suave, unos senos más bien discretos aunque prometedores para el amamantamiento, la boca en botón de rosa, ojos grandes a la sombra de generosas pestañas y piernas como columnas de marfil.

         Tales eran los atributos físicos más preciados en una joven de los años treinta, sin olvidar los espirituales, que pasaban por ser una joven cristiana, de preferencia católica, sumisa, tímida, inocente y recatada en cuanto a los modales del hablar y del vestir.

         Pero la única hija del agricultor Cornelio Pintos, poco y nada se ajustaba a estos cánones, lo que aparentemente no hacía mella en su espíritu porque éste brillaba en su humor siempre alegre y su sonrisa abierta. Era quizás porque había tomado conciencia de que no fue culpa suya el hecho de que viniera al mundo con unos labios tan gruesos y esa boca tan amplia que al sonreír enseñaba las estribaciones de su garganta.

         Tuvo que aceptar sin dramas ni lamentos el premio consuelo de "morochita simpática" y le encantaba presumir diciendo: "Me salvé de una tragedia, al menos soy simpática".

         Tampoco Vidalina se sentía orgullosa de esas piernas finas, con dos galletones de bailarina aunque jamás hubiera oído hablar de flamenco ni de ballet. Y ¿qué podía hacer a sus quince años con el disgusto y la vergüenza que le causaba aquel incontrolable estallido de hormonas, que le hacía crecer los senos como insuflados por un motor?. Razón por la cual utilizaba siempre una blusa suelta y andaba ligeramente encorvada.

         ¿O acaso podía hacer alguna cosa con sus glúteos que a pesar de sus vestidos amplios como bolsas, se pronunciaban insolentes como una silla de montar?

         Este hecho en particular fastidiaba a su madre, que la encontraba idéntica a su tía Doris, una hermana suya de dudosa moral y triste reputación.

         - ¡Ojalá heredes el traste de tu tía y nada más!- le repetía desde muy niña.

         Sin proponérselo ni buscar fastidiar, la doncella Vidalina iba por la vida trasgrediendo con inocencia.

         ¿Por qué razón una niña de su edad no debería fluir simplemente en el universo como se le daba la gana y le exigía su sensación térmica?, se preguntaba ella a su manera, cuando era regañada por los mayores al negarse a vestir, en pleno verano, las blusas de mangas largas con tal de aparentar una piel más blanca de la que realmente Dios le puso.

         Sin sombrero ni sombrilla, sueltos sus vestidos, que paso a paso levantaba sobre las rodillas, en regata las mangas y el escote y su piel como el café, andaba entre las demás muchachas con soltura y encanto, aunque consciente de que no era bonita.

         - Mi reinita, vos no sos linda como Cirila pero sos una morochita simpática. Si te ponés más aseñorada vas a conseguir marido- la alentaba su "moderadora" abuelita a cuyo cargo quedó la educación de la adolescente desde el día en que Romualda, su madre, desistió de su cuidado, harta de la asechanza de los muchachos.

         Como si eso no fuera bastante, Vidalina también iba absolutamente de contramano en cuanto a los buenos modales. En los rosarios como en los velatorios, muy a menudo, rompía en carcajadas sin poder controlarse, y por una tendencia natural, vaya a saber por qué maldición, como decía su abuela refiriéndose a su hija Doris, le encantaba escaparse de la casa para jugar, secretear con las amigas y poner una sonrisa cómplice y suspicaz ante ciertas situaciones. Se podría decir que era trasgresora de oficio y secretera por devoción.

         Cornelio Pintos, su padre, era un "célebre jugador de truco", número puesto en las partidas de los días viernes de los que normalmente volvía al filo de la madrugada. Cuando daba un portazo, arrojaba su sombrero pirí en el piso y se tiraba a dormir, era para Romualda la clave inequívoca de que volvía sin aliento en el bolsillo. Pero, si llegaba silbando e iba directo a la cocina a destapar aquellas abolladas aunque espejadas cacerolas, sujetas por siempre a la buena suerte del esposo, era la señal contraria. En tal caso a la mañana siguiente ella visitaría los almacenes, el mercado de carne y compraría velas para visitar a sus difuntos.

         Cornelio se ufanaba de que todo podría apostar en el juego, menos su hija, su mujer, y su casa.

         - Porque la plata, -decía-, como va viene y si en el vaivén del dinero nos divertimos la vida bien vale la pena, pero la familia... ¡Es sagrada la familia!

         El día en que su hija cumplió quince años, organizó con esfuerzo y legítimo orgullo de campesino un asado criollo. El titánico esfuerzo tenía que ver con una abstinencia de cartas por una semana y su orgullo era el de un jugador invencible que podía organizar un festejo con abundante vino casero y piña fermentada, porque no era fácil hacer una fiesta con el fruto de la "buena suerte". Hasta pudo comprar un vestido de seda, los primeros zapatitos de fiesta para Vidalina y unas alpargatas de arpillera para su mujer.

         La joven era un tanto muy flaca a los quince años, a pesar de su exuberante pecho, pero luciría matadora aquella noche. Se colocaría un suave rubor en los pómulos y un fucsia fuerte en sus pulposos labios, demasiado agresivos para una niña de su edad.

         Romualda la había engendrado con escasos quince años, y tal fue su juventud de señora que cuando su hija debutara ella estaría con treinta y uno, en la plenitud de su fertilidad y lo mejor de su forma física.

         Sin embargo ya no tendría hijos.

         - ¡Es el alcohol!- reclamaba muy seguido a su marido de unos cuarenta años, y al quejarse no era difícil leer en su mirada color café y su media sonrisa desganada, alguna evocación distante, una especie de secreta melancolía.

         - Para ser sincera-, decía siempre esta señora, tratando de generar culpa en Vidalina y encubrir su tristeza, -yo hubiera querido una niña más cándida, menos comunicativa, menos misteriosa. Una hija que prefiriera mi amistad antes que la de su tía y sus primas.

         Y así, con el alma desteñida, caminaba por la vida cargando el mérito de "señora de verdad", porque tal era su mejor virtud, mientras su única hija vivía colgada de la falda de su abuelita Afrodisia, a quien aparentemente amaba más que a su madre.

         Romualda hablaba con su soledad y para matar su aburrimiento, pasaba horas dando brillo con jabón y ceniza a sus cacerolas de aluminio. El día le parecía tan largo y tan linealmente pobre, haciendo siempre lo mismo: lavar la ropa de cuatro personas, cocinar y barrer con escoba de hierbas. Y largos como sus ratos de ocio eran sus lamentos y sus ganas de hacer algo diferente pero, como tantas otras campesinas, andaba por ahí con sus pensamientos insanos y sus sueños frustrados, sin más estímulos que ayudar a parir a su gata o esperar el mes de noviembre para ver una vez al año resucitar de la tierra su lirio preferido, aquella escandalosa flor redonda, roja y deshilachada que se sostiene de un pabilo y se abre en abanico sin aviso previo para durar tan poquito como sus momentos felices, sus diálogos y sus esporádicas sesiones de ¿amor? con su marido, Cornelio. Así era la familia de la doncella Vidalina Pintos.

 

 

EL RESERVISTA TOMÁS PAIVA

 

         Ya unos años atrás, Vidalina había tenido que entender, a fuerza de pellizcones, que no eran modales de una niña decente escapar cada siesta con la alfombra de lana bajo el brazo para jugar con Tomás a la tiquichuela.

         - ¡No te basta con verlo todos los días en la escuela!- la regañaba su madre. -Tendré que verme forzada a dejar tu educación a cargo de tu abuelita. ¡Ese mocoso es más pícaro de lo que parece!

         Nunca se supo por qué razón eran inseparables, tal vez por aquello de que uno atrae lo semejante, quizás ni el uno ni la otra comprendía en qué se parecían, pero se buscaban. Gustaban de reír juntos, jugar, desconocían cualquier formalidad y cada cual amaba a su respectiva abuelita.

         Tomás tuvo que repetir de grado tres veces y tampoco se supo si fue por la dureza de su cerebro o por estar con Vidalina, pero le cedía el banco para sentarse en el suelo a mirarla y llenar sus cuadernos de corazones y palomitas con cartas. Tomás tendría como once años y ella ocho cuando Romualda, sintiéndose amenazada por la precocidad de ambos, dejó a Vidalina definitivamente a cargo de Afrodisia, quien la educaría como mandaban las buenas costumbres de las abuelas del lugar.

         Tomás era huérfano. Perdió a su madre como consecuencia de una fatalidad en el parto, precisamente en el momento de su nacimiento y en el cual su abuela Alipia tuvo que improvisar de partera dada la urgencia. Se salvó de milagro, gracias a la destreza de la mujer que cortó el cordón que lo estrangulaba con una hoja de afeitar vieja y oxidada. Sin embargo no se salvaría de esa culpa que lo llevó a ser un niño, aunque alegre, con frecuentes pozos de inexplicables melancolías, las que volcaría más tarde escribiendo versos y buscando amar casi con desesperación a su amiguita de infancia.

         Alipia lo malcrió con amor de abuela, maní tostado y leche de cabra, y a fuerza de repetición desde su más tierna niñez le metió en la conciencia su responsabilidad de hombre de la casa. De ese modo, el niño cargó sobre su cabecita el pesado fardo de la esperanza de un hombre que la mantuviera en su vejez.

         Era moreno como Vidalina, de cabellos pajizos y ojos soñadores.

         - ¡Qué niño bien crecido!- ponderaban las amigas.

         - Lo cuido como un tesoro- respondía la abuela, -por ser mi única esperanza, el hombre de la casa. Pero sucedió que un día, por causa de los delirantes celos y la persecución de Afrodisia, Vidalina dejó de jugar con su vecino que ya tenía doce años. Entonces éste se dispuso a trabajar en la huerta para mantener a su abuela, aunque no tenía más que dos hileras de maíz, otras dos de mandioca, unas cuantas cebollas y yuyos refrescantes.

         A los quince años dejó la huerta y los pantalones cortos para alistarse en el servicio militar obligatorio. Cada seis meses conseguía un permiso y llegaba desde Asunción, con su impecable uniforme verde olivo, unas botas negras esmeradamente lustradas y una diminuta boina.

         Agrandado de orgullo y con un poco de bronca, varias veces al día pasaba por la casa de Vidalina y no la saludaba. Escondía de esa forma sus ganas locas de hablar con ella detrás del castigo, pues estando en el cuartel le había escrito cartas y más cartas sin que ella le respondiera. En ellas volcaba el desarraigo, la nostalgia y la opresión del distanciamiento. Pero en realidad nunca llegaron a su legítima destinataria, puesto que Cornelio se encargaba de violarlas para luego romperlas. A decir verdad, la violación no pasaba de convertirlas en pedacitos y tirarlas al cesto de basura pues, aunque la curiosidad le corroyera, el hombre no sabía leer.

         Eran aquellas, efusivas declaraciones de amor que el reservista escribía a su amada, muy a su manera, en cuartillas con corazones y letras que semejaban flores y pequeñas mariposas.

         Tomás concluyó el servicio militar en el momento justo en que se desataba la guerra del Chaco, y esto coincidió con los quince años de la joven a quien él bautizara con el nombre de "Vida".

         Días antes, ella lo buscó en secreto y lo invitó a su fiesta.

 

 

EL DEBUT

 

         La doncella Vidalina lució un vestido de media pierna, era de seda lila con estampas de florcillas blancas y llevaba dos espumosos volados.

         Asistieron sus amigas, las amigas de su madre, parientes, vecinos y Tomás, su amor secreto. Comieron asado y tomaron clericó, una mezcla de vino casero, uva, piña y banana.

         Pero el momento esperado de la noche era su primer baile, el debut al son de un vals y lo hizo con don Atilano Urdapilleta, la persona más importante y respetada del lugar, más que por su buena posición, por su noble apellido y porque era el patrón de su padre.

         Nadie, al menos a cien kilómetros a la redonda, conocía con certeza el origen de tan aristocrático apellido. Este campesino "noble" era habitante de Potrero Guavirá, una humilde campiña de naranjos silvestres, potreros de animales sueltos y cañaverales.

         Un poblado donde las casas competían con las del hornero porque eran de paja y barro colorado, asentadas como cuentas de un rosario, como suspendidas sobre el borde de un profundo barranco, una carretera antigua de la que presumían que fue un camino durante la guerra del setenta.

         Estaba delimitado del otro lado por interminables campos de hacendados asuncenos, alambrados con tres hilos de púas, con cientos de cabezas de ganado pastando, lagunas llenas de garzas y manadas de avestruces tragando kilómetros con sus zancadas.

         En contrapartida a esa naturaleza opulenta, del otro lado de los ranchos de paja, estaban las pequeñas chacras de los lugareños, cercadas con débiles leños, tacuarillas y caraguatá. Pequeñas islas de árboles sin frutas ni pájaros, con algunas mujeres recogiendo leña con sus niños y campos minados de bosta, esquilmados de pajas, sin ardillas ni perdices, donde deambulaban algunas vacas flacas y burros llorones.

         En ese valle donde los apellidos eran González, Martínez o Benítez, Don Atilano era un varón de respeto. Tenía bastante más tierra que el común de la gente y una gran casa de adobe de dos culatas. Daba en préstamo algún dinerito y tenía por apellido Urdapilleta. En realidad, lo heredó de su madre Malva Urdapilleta, una mujer cuyos ancestros eran de Paraguarí y había llegado a Yuty no se sabe por qué obsesión del destino, siendo ella una bebé de brazos todavía en los 1800. Era madre soltera de una niña atacada y postrada por la poliomielitis y dio a luz a Atilano a los cuarenta y cinco años con ciertas dificultades. El niño vino al mundo con ligeros rasgos de un bebé oriental. Malva lo dio a luz cuando sus reglas ya iban desapareciendo. Para la época, ese era un momento en que las mujeres entraban en la edad del absoluto respeto. Era mujer honrada y de moral probada hasta el día de su repentino embarazo. No hacía más que cuidar de una hija postrada y trabajar como un hombre en los quehaceres del campo, pero tratando de escapar vaya a saber de qué cosa, una tarde de otoño se embarcó en el último tren para traer a Atilanito.

         Su equivocación fue grande y no fue menos su vergüenza, pero como decían las ancianas de entonces, "las mujeres bellas siempre se ven embrolladas y vulnerables al pecado". En realidad Malva era de una belleza larga, pero de una prudencia extrema en sus cuestiones íntimas, lo que no impidió sin embargo, que cayera en el desliz. Lo que nadie sospechaba en esos momentos era que Malva todavía estaba lejos de parar.

         Los vecinos la disculparon porque era caritativa, daba trabajo a la gente y tenía un gran corazón. Y tal era el celo que tenía de su intimidad que cuando la requerían sobre la paternidad de su hijo, sencillamente respondía: "A una perra y una madre soltera, mejor no le hagas esas preguntas".

         Y los años pasaron, el niño Atilano Urdapilleta se hizo hombre, pero a pesar de su linaje de alta alcurnia era un campesino de ley, tosco en sus modales y folklórico en sus costumbres. Aunque le faltaba algo que le sobraba a cualquiera de sus vecinos del campo, quizás aquel elemento natural que tiene que ver con la chispa y la viveza.

         Cuando murió su madre, que bien podía haber sido su abuela, le dejó entre otras cosas 200 hectáreas de tierra, animales, una hermana mayor postrada en cama por la poliomielitis y una empleada que se había criado en el entorno familiar, la maciza Restituta, una especie de ángel custodio de quien nada, ni nadie lo separaría por el resto de sus días.

         No era ni hacendado, ni comerciante, ni terrateniente, era un campesino acomodado que daba empleo y ofrecía una paga justa.

         La inteligencia, al menos de buenas a primera, no era su cualidad más importante. Sin embargo no se podía dudar de su habilidad para negociar el precio del algodón como el de las vacas, para lo cual se activaban sus luces encendidas a una media tensión ante otras facetas de su vida.

         No jugaba a las cartas, ni tomaba licor ni se le conocían aventuras amorosas. Era un hombre más que bien hecho, bien derecho y es lo que le valió la fama de "único patrón de los alrededores que no faltaba el respeto a las domésticas".

         Era el yerno soñado de algunas madres y el hombre perfecto de las abuelas. Tan perfecto que, según algunas, al nacer se lo habría bañado con agua bendita.

         Y Cornelio Pintos, padre de la doncella Vidalina, trabajaba casualmente para este hombre desempeñándose en un cargo de confianza: manejaba sus animales de estima, cuidaba de las hierbas medicinales, y conocía sus secretos que hasta la propia Restituta desconocía, como el hecho ya mencionado, de que prestaba dinero a alguna gente cobrando por ello. Pero no era aquel el secreto mejor cuidado por Cornelio: era el de las empecinadas y persistentes ladillas que atormentaban la vida del patrón. Por causa de este mal, cada mes Cornelio viajaba hasta el pueblo, donde el boticario le preparaba una solución, a base de vinagre y gamexane, que sabía a animales sarnosos.

         El hedor de este remedio duraba algunos días, pero le evitaba la vergüenza de estar todo el día rascándose la entrepierna...

         Atilano Urdapilleta en la década de 1930 ya era un solterón de formidable volumen por donde se lo mirara, de piel oscura y porte distraído. ¡Tan distraído que saludaba dos veces, olvidaba por ahí su billetera y muy a menudo dejaba de abotonarse la bragueta!

         La noche del debut de Vidalina, don Atilano se presentó ataviado de oscuro de pies a cabeza y empapado de un empalagoso y muy famoso perfume de la época que sabía a reseda y tabaco.

         Esta fragancia era de origen nacional, preparada por un francés que se había instalado en Asunción con una industria casera de perfumes a base de alcohol, flores silvestres, algunas frutas, hierbas afrodisíacas y tabaco.

         Venía en frascos de vidrio de un cuarto y hasta de medio litro con apariencia de una botella cualquiera y no era nada fácil de conseguir pues, aunque su precio fuera casi simbólico, esto hacía que la producción no pudiera abastecer el mercado. El hecho de costar tan barato también hacía sospechar de su efectividad; sin embargo su fijación era algo tan bueno que cinco días después quedaba en la nariz, en el cuerpo como en la ropa.

         Atilano pagaba tres veces el costo para conseguir dicha fragancia con un macatero que venía de la capital cada dos meses y recorría en una mula cargando sus mercaderías, y eran estos perfumes, para muchos otros, una excusa perfecta para no bañarse sino dos veces por semana.

         Aquella noche, muy perfumado, tomó las sedosas manos de la joven y la llevó al medio de la pista.

         Nunca mortal alguno de los alrededores fue tan duramente criticado como Atilano, quien tuvo el desatino de vestirse de azul y negro puesto que aquello era sinónimo de luto. En realidad no era exactamente un traje, sino un pantalón de seda y guayabera de color negro.

         El viejo bandoneón parecía destartalarse en la rodilla de un músico en singular lamento, entonando el vals. Fueron cinco interminables minutos para Vidalina, quien tenía los ojos puestos en Tomás Paiva.

         Empapado de transpiración y jadeando, Atilano completó el vals dejando trepar sus dedos en la pequeña cintura de la doncella Vidalina y, aunque había demostrado cierta torpeza en algunos giros, aquella noche cumplió su rol, más que con estilo, con deleite.

         A partir de esa fecha no pasaría un día sin que visitara a la familia Pintos. Sentado en el corredor de la casa, mañanas, noches y medio día, con sus pantalones de seda a medida y camisas guayaberas de los más pintorescos colores, mantenía con Cornelio interminables conversaciones que giraban en torno a animales, plantaciones de algodón o cuántos lapachos quedaban en la propiedad.

         Cambió de aspecto como por arte de magia, lucía recuperado en su apariencia juvenil y hasta pareció perder peso en esos días.

 

 

EL ROMANCE

 

         En aquellos días del debut bajo los árboles, el joven de la boina verde estaba más vigente que nunca. Era espigado, alegre, informal y descontraído. Y a pesar de su casi nula erudición, acariciaba todo el tiempo los oídos de Vidalina con poderosas palabras de amor. Llevaba pues dentro, a un jovencito irremediablemente romántico que hablaba como un poeta y escribía versos en hojas sueltas de cuadernos, en cartones y hasta en los árboles.

         Era un espécimen raro. Sus versos sabían profundos, tocantes y eran de exquisitas rimas, que brotaban de las profundidades de su alma.

         Tomás estaba siempre en las nubes, como levitando permanentemente, era un campesino con el alma de Bécquer o de Espronceda y esta característica dejaría corta la expectativa de su abuelita de que fuera un apoyo en su vejez.

         Su romanticismo era más que irremediable, incurable, por lo que sus amigos lo criticaban, muchas jovencitas se le burlaban y otras lo tomaban por ridículo. Pero nada importaba, porque mayor era su fiebre lírica que su orgullo herido, no estaba a su alcance acallarla, y seguía por ahí recitando, implorando el favor de que lo oigan.

         Vagaba con decenas de papelitos arrugados en cada bolsillo y los entregaba a los músicos para convertirlos en polkas cantadas en las serenatas.

         No había pasado un viernes en que no fuera requerido por sus amigos para recitar algún verso improvisado en las ventanas de las chicas del lugar, ocasiones en que estos amigos deseaban ganarse el favor de sus amadas, incluso aunque tuvieran que taparse los oídos.

         Es cierto, a veces se negaba por su propia necesidad de no parecer tan fácil, pero a la postre terminaba recitando en todas las ventanas, empapado con el sereno de la noche, muy cerca del cielo, cómplice con su gloria secreta.

         No tenía ni el caballo, ni el sombrero de paño que algunos amigos ya compraban al llevar los pantalones largos. Según Tomás, todavía no era el momento y prefería una guitarra. Se trasladaba caminando de un lugar a otro sin otra pertenencia que su poeta interior y su profunda alegría. Calzaba sus pies sólo en las noches de baile y su cabeza rapada delataba su reciente pasaje por el servicio militar obligatorio.

         Vidalina lo veía pasar cada tarde por su casa con su impecable uniforme, aunque jamás supo lo de las cartas. De cualquier manera al verlo tan indiferente como si no se hubieran conocido, algo se desataba en su pecho. Nunca leyó sus declaraciones de amor, pero sí el mensaje de su indiferencia. Entonces supo que ahí había algo más que nostalgia de jugar a la tiquichuela y bastaba no verlo pasar un día, para sentir la urgencia de tenerlo cerca y una clara advertencia de alguna cosa que le encendía el pecho. Era el presagio inequívoco de lo inevitable: Tomás sería el gran amor de su vida. Consumados dos o tres encuentros secretos de treinta minutos Vidalina ya lo amó con pasión loca.

         Sus encuentros furtivos se convirtieron para ambos en citas impostergables y de a poco, interminables. Cada invitación era una tentación imposible de rechazar. Ocurrían normalmente en el horario de la siesta, cuando ella iba con su cántaro de barro en busca de agua a la naciente. Encuentros sencillamente intensos y a la vez ultra secretos porque Cornelio era un padre celoso y autoritario. Lo que pasaba entre esas dos almas, las más de las veces, eran inocentadas, regalitos simples, llámense frutas, florcillas de campo, o cartas llenas de versos y promesas.

         Conversaban un poco, reían mucho y siempre terminaban en besos, abrazos y caricias, caricias a veces demasiado profundas para dos jovencitos. Uno esperaba por el otro, todos los días, con ansiedad, con anticipadas frases en la boca y enorme expectativa, con excitación y miedo. Con esa ansiedad propia de lo escondido, pero dispuestos a descubrirlo juntos. Así estuvieron dos meses, se despedían y ya estaban en la siesta del día siguiente.

         Ambos vivían etéreos y aislados del resto del mundo, con el secreto bien protegido detrás de grandes descubrimientos. Tomás tenía una inseguridad loca que le venía de su pasado y su amor hacia ella crecía en la misma medida de su temor que se traducía en una urgencia por resolver todo. Cuanto más la amaba más temía perderla, pero estaba determinado a luchar hasta el final.

         Vidalina, por su parte, vivía acechada por algunos fantasmas que le hablaban al oído, y tenía miedo de su propio miedo: estaba advertida por Afrodisia del peligro de las relaciones ocultas, del embarazo que condena al infierno, pero nada pesaba más que el desamor de su madre hacia su padre. Era esto lo que le daba pautas sobre qué hacer y qué no hacer para no llevar una vida de mujer miserable.

         Por otro lado, eran las proclamas de Romualda que siendo niña le recalcaba hasta el cansancio: "¡Ojalá no seas parecida a tu tía Doris sino en tus asentaderas. Ella es la vergüenza de nuestra familia!"

         A pesar de todo, ellos dos siguieron amándose cada siesta con el instinto y el tacto y con el corazón a flor de piel. ¡Eran felices!

         Esa dicha indescriptible, esa magia del primer enamoramiento que pinta el mundo y todo cuanto hay en él de un color rosa clarito, era extremadamente hermoso y demasiado perfecto para ser duradero, y como bien se sabe, los amantes verdaderos, por la gran energía que los conecta suelen presagiar el peligro.

         El día menos pensado Tomás fue llamado por el deber para ir al Chaco. Su miedo de que cualquier noche le golpearan la puerta acababa de materializarse. De nada sirvieron los clamores de su abuela ni los argumentos fingiendo una renguera mentirosa. Lo cierto es que el deber se erguía ante él como un Goliat y tuvo que partir sin decir adiós a su amada. Cuando Vidalina despertó en la mañana, la sorprendieron con esta devastadora noticia que la dejó sumida en un duelo de cama de cuarenta y tres días.

 

 

TIEMPOS DE MILAGROS

 

         Eran tiempos de milagros. No se podía esperar en otra cosa que no fuera la mano de Dios. Los oratorios de todos los santos de la república en guerra, y aun los cementerios, estaban abarrotados de esquelas con peticiones de oración y súplicas. Estas venían de esposas, abuelas y madres que tenían a sus hombres en el frente.

         Doña Alipia no fue la excepción con sus promesas de abuela. Y tal fue la fuerza de su deseo y de sus preces, que sesenta y cinco días más tarde, en una fría madrugada su nieto golpeaba la puerta.

         La mujer quedó absorta cuando lo vio parado a un metro del umbral, lo encontró incierto y apesadumbrado. Traía consigo una noticia todavía más triste; ¡El médico de la tropa le había diagnosticado estar enfermo de lepra!

         Pese a su angustia y su miedo, el amor de abuela pudo más, y Alipia se dispuso a hacer frente a dicha adversidad.

         Poco tiempo más tarde el milagro sería doble, al comprobarse que el doctor había incurrido en un error diagnóstico cuando afirmara que el soldado tenía el mal de Hansen.

         La confusión vino por unas extrañas costras que le empezaron a engrosar las orejas, los dedos y le llenaron de escozor el cuerpo. En realidad, fueron unas minúsculas garrapatas las que se hicieron cómplices con Tomás para volver de la guerra. De cualquier manera cundió el pánico en el frente, porque las lesiones eran demasiado parecidas y ajustadas al cuadro clínico como para que el médico dudara.

         Todos quedaron despavoridos, el joven fue rechazado y hasta si se quiere respetado, por los camaradas. Una semana más tarde era remitido a sus pagos sin más trámites.

         Tomás sabía de su mentira, la que como todas las mentiras, primero lo defendería para condenarlo después. Esa muletilla que decidió utilizar cuando descubrió los pequeños parásitos en su piel y les dio luz verde para que siguieran obrando, tendría un costo trágico para sus nervios a flor de piel, cuando su abuela Alipia impuso un riguroso tratamiento casero anti lepra. Tomás, conociéndola y con la seguridad de que, al saber el secreto de las garrapatas bien sería capaz de devolverlo a la guerra, no tuvo otra opción que pagar su pecado abandonándose a las manos de Alipia.

         La mujer que lo educara con devoción de abuela, tomó el toro por las astas. Le protegió los ojos con una apretada venda y lo dejó como el día en que ella misma lo ayudó a nacer. Lo sentó en un banco cerca de una batea y lo bañó con agua en la que diluyó un litro de creolina y un poco de limón sutil, muy segura de que esta mezcla bien podría acabar hasta con la misma lepra. Lo hizo durante tres días, bien entrada la tarde,

enjuagando el cuerpo con agua bendita y tirando todo hacia la puesta del sol. El joven se retorcía como una lombriz con cada baño sanador y arañaba el cielo con las manos, pero en quince días estaba absolutamente curado, aunque a su paso dejaba un olor pestilente que poco a poco fue amainando con el sudor del cuerpo, tal como dijo su abuela que iba a suceder.

         La milagrosa noticia de que el soldado fue curado de lepra corrió de boca en boca como toda cosa impactante .y se expandió por toda la zona de Caazapá, porque eran tiempos en que la enfermedad incurable cobraba muchas víctimas en todo el país.

         ¡Y la mujer ya era una mano santa!

         La visitaban de todas partes, decenas de personas cubiertas con sábanas blancas caminando agazapadas, temerosas, oscuras, aunque encendidas de esperanza.

         Alipia reforzó su receta milagrosa con rituales sagrados que aumentaban la credibilidad y la fe de sus enfermos, arrodillados en una pequeña pieza atascada de imágenes en estampas y barro.

         Tres Padrenuestros, cinco Avemarías y siete Credos, que con el baño, podían mover montañas.

         Familias enteras llegaban en carretas con sus niños. Incluso después de mucho tiempo abrió sus puertas, por única vez, para recibir a la médica, una antigua casa en el centro del pueblo.

         Era en una esquina, con paredes amarillas y el techo a media agua, con dos sauces llorones abrazando los barrotes de hierro carcomidos de las enormes ventanas que daban a la calle. La casona pertenecía a una acomodada familia que no necesitaría trabajar por el resto de sus días dada la cantidad de propiedades y ganado que poseía. Las veredas de ladrillos encarpetadas de musgo jamás fueron pisadas por otras personas que no fueran sus dueños desde aquellos días en que, no se sabe cómo, los miembros de esa familia se vieron afectados por unas manchas rojas, y estas sí, no eran de garrapatas porque, lejos de remitir, con el tiempo empezaron a achatarles los miembros.

         Era un matrimonio con tres hijos y una anciana que en las noches de verano, a altas horas, sofocados por el calor de las puertas cerradas y el suplicio de vivir ocultos, salían al balcón a liberar su agobio y conversar bien bajito mirando las estrellas.

         Ventilaban la casa por la noche, durmiendo en el patio bajo mosquiteros armados en tendales de hierro. Los vecinos los espiaban por las rendijas, se los veía como bultos a la luz de la luna, como escondiéndose unos de otros.

         Era probable que no hubieran vuelto a mirarse la cara por años. Se tapaban durante el día y en la noche platicaban en las sombras. Las puertas y ventanas abiertas dejaban entrar la brisa serena y escapar el sufrimiento, el aliento acumulado y los minúsculos bichos que diezmaran sus vidas.

         Estaban infectados, vivían hacinados y morirían uno a uno, longevos aunque incompletos en el mismo sitio. La tía abuela no había logrado reponerse del baño sanador de doña Alipia y partió en aquellos días del diagnóstico errado, siendo enterrada por el párroco, la coordinadora de la Legión de María, y más dos o tres voluntarias de la iglesia.

         La manosanta pasó todos esos meses comprando creolina y pidiendo al cura agua bendita. Se enguantaba las manos con un plástico y bañaba con caridad franciscana a cada enfermo.

         Tuvo que pasar un tiempo antes de que el único médico del pueblo se diera cuenta de la situación. Era un solterón neurótico que hablaba con tono uruguayo, acento de contagio por haber estudiado en Montevideo. Se llamaba Josías Altamirano, usaba patillas de Lincoln y sufría de una tartamudez automática cuando la consultante era una mujer atractiva. El médico percibió que los pacientes empeoraban, las llagas aumentaban, sangraban, las costras se abultaban, se descascaraban e incluso aparecieron nuevos casos.

         Ante la evidencia de estos resultados, Alipia tuvo que reconocer que Tomás jamás estuvo enfermo de lepra y tuvo que darle crédito cuando le decía, en confidencia, que ya antes de volver del Chaco se había dado cuenta que no era otra cosa que unas cuantas garrapatitas. Finalmente tuvo que dejar su profesión de curandera, pero le quedó la fama que logró en un parpadeo tal como Liduvina, la Divina Adivina, le había vaticinado alguna vez, afirmando que, por extraño que le parezca a una anciana de su edad, la fama iba a llamar a su puerta antes de morir. Por cierto, Alipia apenas había transpuesto el umbral de los sesenta años.

         Por otra parte, cientos de jóvenes libres de lepra o tuberculosis, caían en los cañadones chaqueños y otros, con mejor suerte, seguían en el frente ayudados por sus "madrinas", mujeres de familias ricas de la zona que hacían el trabajo voluntario de ayudar a los soldados de la guerra. Estas señoras, elegantemente vestidas, llegaban en carros hasta la estación del tren con grandes cajas de maderas y enormes canastos, en los que enviaban a la guerra víveres imperecederos, charque, cecina, quesos, pulóveres de lana criolla, bufandas, rosarios, yerba, jabones, calzoncillos, peines y medias, sin olvidar las cartas alentadoras y llenas de emoción. Sólo en la zona de Yuty, eran como diez madrinas de guerra.

         El pueblo estaba muy cerca y a la vez muy lejos del sangriento escenario.

         Según cuentan, cualquier madrugada, algunas desdichadas madres cortaban el silencio de las noches con sus gritos desgarradores. Era la noticia indeseada, la fatalidad negada y a la vez esperada en la fuerza del miedo.

         Pero el Chaco estaba lejos por la enorme distancia que separaba a ambas regiones.

         De cualquier manera, hombres, mujeres y jóvenes continuaban con sus actividades habituales y sus rutinarios compromisos. Esta vez era un baile en una pista iluminada por faroles y lámparas de enormes pantallas, y bajo los árboles.

         Tomás Paiva y Vidalina Pintos se encontraron esa noche luego de varios meses y, como si hubieran estado siempre esperando el uno por el otro, retomaron los hilos del romance, que sería más intenso que nunca. Esto empezó a atormentar a Cornelio quien, viendo una amenaza para su egoísta y oculto plan, no tuvo mejor idea que tratar de intimidar a Vidalina. Allí comenzó la campaña de terror: que no eran las garrapatas sino la misma lepra, que no tiene cura, que ambos quedarían sin nariz y sin orejas... tantos vaticinios de horrores futuros lanzó sobre su hija movido por razones que no eran precisamente su amor paternal: El marido ejemplar y padre protector, que amaba el vaivén del dinero y el truco, tenía bien claro su propósito.

         Pero Tomás una vez más intuyó que su amor estaba en peligro y decidió hacer una propuesta a su amada.

 

 

LA PROPUESTA

 

         Y fue en ocasión del último encuentro de ese mes que Tomás apareció con la tentadora idea de que escaparan, y para proponer esto, a su más puro estilo, le escribió una carta.

         Prefirió escribir su propuesta porque cuando estaban frente a frente se le olvidaba todo, ahogado en la humedad de su mirada, quedaba ciego de amor y tan atontado que no le fluía la poesía. Siempre prefería escribir cualquier cosa con su muy particular caligrafía. Había ido a la escuela apenas lo suficiente como para garabatear sus versos pero era tan romántico que las letras le venían como floridas, parecían dibujos, le salían corazones en algunas de ellas, otras parecían hojas y hasta pequeñas mariposas. Su amada por su lado había estudiado lo suficiente como para descifrar aquellos "jeroglíficos", leer los poemas y las cartas que cuando resultaban ilegibles, ella disfrutaba a pura intuición. Tomás plasmó su ofrecimiento en una hoja de cuaderno en la que imprimió su huella digital a fuerza de sudor y tierra colorada.

         Según testimonios tardíos de Vidalina, en su memoria estaban casi frescas las letras de esta carta, que en realidad, en una creciente prolongada se le habla humedecido hasta morir, borrosa por la letra con lápiz de madera, aunque jamás podría reproducir con sus palabras la belleza lírica con que estaba escrita y la persuasión sutil y romántica que entrañaban esas líneas que le había entregado una siesta debajo de un jacarandá, luego de besarla y lastimarla con tantos abrazos.

         Le puso la carta en las manos sin más palabras que un "para mañana". Así se despidieron aquella siesta. Vidalina la rescató del baúl de sus recuerdos y la reprodujo lo más fielmente que le fue posible, de la manera siguiente:

         "Me dijeron por ahí que tu padre quiere separarnos. Si de verdad me amas escápate conmigo. Allá en el obraje del Alto Paraná tengo un pariente, escapémonos. Te haré un ranchito muy cerca de la casa de mi tío, y ahí me esperarás con su mujer mientras voy a trabajar a los yerbales. Comeremos palomas y cerdo montés que cocinarás en una ollita de hierro. Juntarás hojas para el mate de la tarde, hervirás agua para mi baño y cuando llegue la noche, me arrancarás una a una las empecinadas garrapatas de mi espalda y no estarás triste ni preocupada, porque al despedirme en la madrugada, yo te besaré tanto que te quedarás dormida hasta la media mañana y cuando vuelva a la tarde, juntos haremos una fogata para espantar los mosquitos, las bestias y los espíritus que quieran dañarnos. De esa forma nuestro amor crecerá todos los días, con el diario compartir echará raíces como un árbol añoso, sus ramas se elevarán al cielo, florecerá en primavera y cuando las últimas abejas y las mariposas se hayan ido, en el preciso instante en que las flores mueren avergonzadas de que te beso menos, el árbol dará su fruto, porque tu vientre plano y sin pasado crecerá como una flor al desabrocharse, y seremos uno para siempre en nuestro hijo.

         Trabajaré para vos y para él y un día volveremos donde tus padres. Ya verás que, cuando nos vean de la mano con nuestro niño, pareceremos perfectos y nos perdonarán sin alternativa".

         Como era de esperar Vidalina quedó destartalada de amor con semejante propuesta.

         - Tenemos nada más que unos quince días para decidir escapar juntos-, agregó Tomás quien tuvo que volverse más cerebral al salir de ese estado de éxtasis en que le sumía sin querer su incontrolable romanticismo.

         - Es la fecha en que otro tío partirá hacia el obraje, tendremos que conseguir un buen caballo para viajar durante dos días con su noche.

         La propuesta de su amado fue el regalo de quince años más hermoso que ella pudo recibir y, a partir de ahí, sólo esperarían la fecha.

 

 

LA SENTENCIA DE CORNELIO PINTOS

 

         A lo sumo pasaron diez días desde que Tomás le dio aquella carta de la propuesta, que en realidad no pasaría de ser ilusiones quiméricas de dos enamorados, pues Cornelio Pintos, en una de esas mañanas en que volvía del truco con un agujero negro en el bolsillo, le dijo a su hija que debían hablar seriamente.

         La muchacha se acercó con las rodillas flojas pensando que su padre había descubierto el secreto de sus siestas de miel.

         - Vas a casarte con Atilano- sentenció sin más rodeos el hombre que estaba atravesando por una debacle económica más seria que de costumbre.

         Vidalina lo tomó como una broma pesada, pero de todos modos la tragicómica idea la llenó de ronchas en fracción de segundos, pues esta era una característica suya ante cualquier situación que la llevara al límite de sus nervios.

         Una vez que chispeaban sus hilos se le moteaba la piel. Pero consiguió responder con firmeza, aclarando a su padre que no quería desayunar bromas descabelladas.

         Se dirigió a la cocina con intención de tomar el desayuno y fue una sorpresa encontrar a su madre llorando en una silleta. Estaba acurrucada, oscura e impotente, con las piernas envueltas en su falda y los pies descalzos en la ceniza.

         - ¿Por qué lloras madre?- le preguntó.

         - Porque nunca pensé que te me ibas a casar tan pronto.

         - Pero escúchame mamá- respondió la doncella que de hecho había confesado a Romualda, su mamá, sus encuentros secretos. - Tomás aún no tiene permiso de su abuela para casarse. Debería trabajar tres años en la chacra para comprar un caballo y todo cuanto necesita un joven para visitar a su novia y ofrecer matrimonio. También quiere comprar una guitarra y cantar las polkas de su autoría. Tú no sabes de esto madre porque no has tenido un varón por hijo. Debe tener una buena cama, un buen colchón de lana de oveja, una vaca con cría para la leche de sus hijos...

         - Es que tu padre acaba de conceder tu mano a Atilano Urdapilleta mi niña, de lo contrario perderemos el sitio de la casa que comprometió en una partida de truco- le dijo ahogada en sus lágrimas.

         Vidalina clavó los ojos en la viga del techo como instintivamente y no le vino una palabra a la boca. Una corriente fría paseó por toda ella, quedó blanca como un monte de nieve, pero la respuesta de su cuerpo de pronto la llevó al otro extremo y entonces sintió que sus vestidos la incendiaban.

         Pero pudo hablar para suplicar:

         - ¡Él es un hombre mayor mamita, yo soy una niña! ¡Si hacen eso conmigo moriré de a poco! ¡Mi vida ya no tendrá sentido y menos si no tengo a Tomás, empezare a marchitarme como una flor sin agua o seré como un vegetal que vive porque no muere!- y al decir esto evidentemente estaba salpicada por el alma romántica de su amor, quizás por aquella tendencia inconsciente que tenemos de incorporar el alma del ser amado, de tratar de parecernos al otro cuando nos enamoramos.

         Pero de pronto se hincó de rodillas y siguió clamando en el regazo de su madre.

         - ¡Te suplico que me defiendas por única vez! ¡Amo a Tomás pero renunciaré a él por siempre! ¡No pueden casarme con don Atilano, a ver si entiendes, eso me da miedo!

         Todos sus clamores fueron infructuosos: la sentencia de su padre cayó sobre ella como un rayo fulminante. La madre nada pudo hacer que no fuera llorar, sus argumentos y ruegos ni siquiera fueron considerados por el hombre que encontró en su hija la solución perfecta para sus problemas.

         Y resultó que Romualda no pudo opinar tan siquiera sobre la boda impuesta a su única hija.

         A partir de ese momento, Vidalina no hizo otra cosa que odiar y llorar. La información corrió como un incómodo ventarrón tocando puerta por puerta despertando todo tipo de comentarios suspicaces sobre el compromiso.

 

 

EL SECRETO DE RESTITUTA

 

         El compromiso de Atilano ya estaba en la boca de todo el mundo pero Restituta lo ignoraba. Tejía sus sueños dorados en los puntos de cada jerga de lana criolla en un gran telar casero instalado en el galpón ,y cuando, por fin, tuvo que enterarse, para ella no fue muy diferente a la sentencia de Cornelio Pintos para Vidalina.

         Lloraría en las sombras unos ochenta días y a consecuencia se le secarían los ojos.

         La esperanza de que "Nano" como lo llamaban muy caseramente, quedara por siempre solterón, era algo muy bien manejado por ella que se había convencido de que lo amaba con amor de hermana.

         En realidad no se atrevía a reconocer que pensaba en algo más que servir a su patrón y estar cerca de él. Pero soñaba despierta y era una lucha todos los días no dejarse llevar por esos sueños.

         Fue una mañana de verano, mientras daba brazadas de nadadora sobre aquel telar, que Atilano se le acercó.

         La mujer tejía las jergas de montar para vender y hacer su propio dinero, pero su mejor esmero ponía en aquellas especialmente diseñadas para amortiguar las nalgas del patrón, unas jergas mucho más gruesas y coloridas.

         Y casualmente aquella calurosa siesta de enero estaba empeñada en producir una obra maestra para agradarlo, entre mascada y mascada de su tabaco trenzado se había inspirado para tejer como una artista, estaba ensimismada en el mundo de los puntos caprichosos cuando Atilano la interrumpió con una conducta poco común en él.

         Estaba como perturbado, como achiquilinado, como desencajado. Excitado y eufórico se acercó gritando. Esto fue muy llamativo de su parte, porque Atilano sólo excepcionalmente levantaba la voz:

         - ¡Restituta, siempre supe que alguien me iba a amar, el amor siempre llega aunque a veces más tarde que temprano! ¡La hija de Cornelio Pintos aceptó casarse conmigo!

         Y la respuesta no se hizo esperar:

         - ¡No me dirás que con esa morochita veleta!

         - Me casaré en un mes -respondió Atilano- y organizarás la fiesta conmigo, una como jamás se vio en Potrero Guavirá. Invitaré a todos sin excepción, faenaré animales y cuidarás mi comida para bajar esta panza de viejo- dijo, dando unas palmadas en su abdomen. Restituta nunca, nunca, nunca lo había visto tan feliz, desconocía ese brillo extraño en sus ojos y esa desmedida generosidad que traía en sus palabras.

         - Te compraré un vestido de seda y zapatos, viajaremos en tren hasta Encarnación...

         Ni tuvo tiempo de responder ante el desbordante entusiasmo de su patrón que hablaba y hablaba porque el alboroto mental le hacía decir y prometer tantas cosas al mismo tiempo.

         Lo miró estupefacta, se le cortó el aliento y sintió un escalofrío en su corazón.

         Cuando cayó en la cuenta, había tejido media jerga con los puntos tan apretados y tan atravesados que tuvo que desatarlos uno a uno. La noticia acabó con su sueño de que los dos murieran solteros y ancianos, así nunca tuvieran algún contacto físico. Fue como la telaraña que se deshace con el resplandor de la mañana.

         En realidad Restituta siempre supo que no merecía su amor y, aunque quizás lo mereciera, ella no lo sabría o no querría saberlo. Las noches de fantasías de décadas enteras en el cuarto contiguo y las ganas de dormir con él era un secreto que había enterrado bajo los umbrales de su corazón y estaba empeñada en que Atilano jamás lo descubriera. Sin embargo el pacto con ella misma estaba ahí y lo respetaría siempre, el compromiso de acompañarlo y cuidarlo como una esposa cuida a su esposo, pero en nombre del "amor de hermanos". Por terrible que fuera su dolor por la boda con Vidalina, ella respetaría su pacto secreto de amor incondicional. Pero entonces, ¿cómo haría para llorar?

         Le daba el mismo miedo perder el amor que ser descubierta mirando una estrella que no podía alcanzar. Tomaba mate con hierbas tranquilizantes, rezaba y para mitigar su dolor procuró una reliquia que se colgó en el pecho, pero su corazón le sangraba igualmente porque él la atormentaba cada minuto con los preparativos.

         Lloraba de noche y sonreía de día porque, después de todo, gracias a esa boda Atilano viajaría con ella hasta la ciudad para comprar todo cuanto hacía falta. Estarían solos, se sentarían en el mismo escaño del tren y tomarían el mate durante el viaje. Sería como una luna de miel sin dormir juntos. Todo valía la pena con tal de darle amor, pero sobre todo de servirle, que es para lo que ella había nacido: "para servir".

 

 

SOBRE LAS HOJAS

 

         ¡Apenas faltaban nueve días para la boda! Y conforme iba borrando un día en el almanaque que colgaba en la pared, Vidalina tenía la sensación de que su corazón había crecido a tal punto que se le rasgaba el pecho. No era precisamente por la emoción que toma cuenta de cualquier novia. Era una opresión extraña, una angustia que la turbaba día y noche ¡Era el miedo ti perder el amor!

         Cuando estaba junto a Tomás no sabía de lo bendecida que era, los suspiros hondos, los abrazos y esas caricias sin manos que se profesaban con la mirada, durante largos minutos con las pupilas encendidas, los besos, la risa, las bromas... ¡Todo parecía algo tan rutinario y bien merecido cuando estaba a su alcance!

         Ni ella, ni él eran consientes de su milagro, así como jamás sospecharon lo desdichados que serían al no valorar dicha bendición. Ninguno de los dos tenía claro por qué se buscaban pero ambos lo hacían con la misma asfixiante urgencia.

         Cuando era pequeña, el amor por su abuela era tan inmenso en Vidalina, que se tiraba en sus brazos y le chupaba la trenza hasta quedar dormida. Pero a pesar de ello siempre quedaba corta, como endeudada, como queriendo dar más, porque sentía el amor de su abuela más claro que el de su madre y una manera de demostrarlo era permitir que la anciana la bañara para lo cual ella se desnudaba totalmente y la abuelita la frotaba con una esponja vegetal hasta dejarla gastada.

         Aquello era un acto de entrega en su corazón como un regalo a la persona amada. Sus padres jamás lo conseguían con ella, Romualda la corría con una rama en la mano pero jamás logró bañarla. En cambio se entregaba a su abuelita Afrodisia, era como un regalo para las dos.

         Nunca como en los días antes de la boda, tuvo tan claro su gran amor por Tomás y, sin que se lo pidiera, ella decidió entregarse a él. Sentía miedo, no estaba segura de que no la iba a rechazar pero preparó una estrategia para el encuentro sin importar jamás el resultado.

         Cornelio la vigilaba como a una delincuente peligrosa, no la dejaba vivir porque decía que de las mujeres no había que fiarse por inútiles que parezcan.

         - ¡No seas tonto- le decía su suegra, -que si la mujer quiere...!

         No se le ocurrió mejor idea que traer a la casa a una sobrinita abandonada con el único objetivo de vigilar a la novia y asegurarse de no cargar con la deshonra de un padre flojo ante los ojos del patrón.

         La niña, Angelita, tenía diez años, era pálida, temerosa y melancólica. Desde aquella tarde en el patio de la capilla en que rezando el credo cayó al piso, tiró espuma por la boca y dio unos brincos descomunales, perdió lo más valioso que tenía como niña: su seguridad para jugar, para tirarse en una laguna, o hacer viva con las antorchas en el día de San Juan.

         Algo se había roto dentro de ella y le quitó las ganas de brincar, subir a un árbol o fingir un desmayo, Pronto corrió la voz de que se le había posesionado un espíritu que le quemaba el cabello. Esto le ocurría más o menos cada semana. La niña quedaba durante varios días sumida en una profunda tristeza y una terrible vergüenza. Apenas se recuperaba del susto, esto se repetía.

         Todo comenzaba en el momento que ella sentía como la llama de un fósforo que le incendiaba el pelo, se asustaba tanto de ese fuego que olvidaba todo.

         Pero Vidalina trataba de darle confianza y animarla, y pronto se familiarizaron ambas con el espíritu que supuestamente la encadenaba y se encarnaba en ella. Apenas caía al piso, su prima se abalanzaba sobre ella y le capturaba la lengua para que no la tragara; con cada ataque se ganaba unos cuantos mordiscos en la mano, a tal punto que en uno de ellos Angelita casi le amputó un dedo.

         La niña siempre estaba diciendo que prefería morir.

         Vidalina buscó la manera de encontrarse con Tomás y entregarse toda, como no quería hacer con Atilano. La atormentaban, es cierto, y mucho, el pecado de fornicar, el peligro de embarazarse, la deslealtad con su madre, la complicidad con Angelita, el chasco de la noche de bodas, pero ella era pura como un lirio del desierto y esa pureza no tenía sentido si no la entregaba por amor.

         Nunca se supo cómo negoció el encuentro con el insolente reservista, y Angelita, su ángel custodio, jamás lo sospecharía.

         Fue un miércoles caluroso y brillante, a las 12 del medio día que tomó a Angelita de la mano y se marcharon para probar el vestido de novia que andaba costurando desde mes atrás una vieja modista.

         - No te separes un segundo de tu prima- le recomendó Cornelio a la niña y las dos se marcharon caminando por un bosquecillo húmedo lleno de culantrillos y mariposas azules.

         Cruzaron un arroyo que corría sobre piedras y cantos rodados, con algunos remansos que eran estanques de aguas trasparentes donde bailaban las sombras de las hojas y brillaban algunos pececillos plateados.

         Vidalina conocía la loca debilidad de la pequeña por la pesca con ramitas y lombrices atadas. Escarbó con un palillo el fango de la orilla y aparecieron cientos de fideos blancos, como raíces con vida propia. Cuanto más cavaba eran los bichos de nunca acabar.

         Incrustó el anzuelo en una varilla, tomó los gusanos con las manos y se los entregó a Angelita.

         - Quédate aquí, voy a buscar más lombrices para pescar toda la tarde- le dijo y se internó unos cincuenta metros.

         La nena quedó fascinada cuando decenas de pececillos tornasolados se disputaban la carnada, sacó uno, lo golpeó como siempre con una tablilla, y otro y otro. Los minutos jamás pasaron ni para ella ni para los dos enamorados que estaban sucios de saliva, arena negra y ramitas en los cabellos.

         Se quitó toda la ropa como lo hacía con su abuela y se entregó sin palabras, vergüenza ni expectativa. Lo besó tanto que se le inflamaron los labios como dos globos, lloró tanto que se secaron sus ojos por muchos días.

         Tomás nunca supo con certeza lo que sintió esa vez. La abrazaba hasta golpearla, la besaba, la amaba tanto y la odiaba otro tanto, pero como era un soldado sólo lloró por dentro aquella siesta.

         Y tuvieron su primera relación sexual. Consumado el hecho, la ayudó a ponerse el vestido y luego le arrancó de su oreja uno de sus pendientes que intentó llevar en el bolsillo, pero lo arrojó de nuevo al suelo.

         - Me cambiaste por el dinero- le dijo, con la sonrisa sarcástica del llanto camuflado.

         Ella limpió en silencio con unas hojas redondas y brillantes la sangre que le corría por las piernas y se alejó mojada y destruida. Aunque tenía la sensación de que había hecho lo correcto, su espíritu íntimamente la perturbaba porque sabía que había pecado y que esto tendría sus consecuencias.

         Apuró el paso cuando por fin se acordó de Angelita, pero al llegar al arroyo no la vio, sólo divisó en la orilla tres pececillos que todavía estaban boqueando en el sol.

         Un terrible presagio la invadió cuando vio unos jirones de hojas podridas y pelotitas de burbujas en la superficie. De inmediato pensó en la cerilla de fósforo y dio un grito aterrador creyendo que Tomás se había alejado, pero estaba sólo a metros y no pensó dos veces para lanzarse al agua de donde levantó como una hoja el cuerpo de la escuálida niña que todavía boqueaba como aquellos animalitos. De tantos golpes que le dieron los dos por poco no le desarmaron el esqueleto y la niña, por milagro, volvió a la vida con un estornudo.

         - Es el espíritu que le quema el cabello, que la tiró al agua aseguró la joven.

         Cuando el sol se ponía, ambas volvieron a la casa, asustadas y empapadas hasta la conciencia. Romualda inquirió con los ojos abiertos y la boca cerrada.

         - Nos bañamos mucho con Vidalina- respondió Angelita.

         Tomás, triste y defraudado aunque más enamorado que nunca, decidió embarcarse de todos modos con destino a los obrajes del Alto Paraná. Durante el largo viaje por la selva cerraría por minutos sus ojos lacrimosos para tener a su amada. Él hubiera querido darle todo, quedar a su lado por siempre, no dejarla volver aquella tarde en que la tuvo sobre las hojas secas sin vestidos ni promesas. Pero se marchó con el corazón partido de aquellos que pierden el amor de una manera injusta. No volvería en años y, porque la amaba en serio, lloraría mucho, pero lo haría por dentro y en secreto, porque era un hombre y porque era un soldado.

 

 

LA BODA

 

         El mes que siguió a la mala noticia del compromiso parecía sencillamente interminable para Restituta y Vidalina. En el transcurso de las cuatro semanas, nadie hizo otra cosa que hablar de la boda de don Atilano Urdapilleta con una pobrecita.

         Todos los lugareños estaban invitados sin excepción: ancianos, jóvenes, viudos, niños y hasta indígenas de algunas parcialidades.

         Se organizó la fiesta en el enorme patio arbolado, en la casa del novio, quien viajó hasta Encarnación para comprar un traje de brin blanco con anchas bocamangas, doce metros de tafetán blanco, cinco de encaje y siete de tul para la novia. Compró además catorce lámparas a kerosén llamadas acertadamente por los campesinos "sol de noche". Lámparas con enormes pantallas, que fueron colgadas en los árboles del patio y que darían un resplandor blanco en la noche de luna nueva.

         Y el día llegó. Con una impresionante concurrencia se celebró la boda. Se faenaron tres novillos, once patos y siete gallos. Los pescuezos de las aves fueron rellenados y cocidos a mano para los novios, padrinos, invitados especiales y parientes privilegiados.

         Desde la boda civil en el pueblo vinieron en bulliciosa procesión montados en caballos, blancos los de los novios y arreados acorde a la ocasión, pecheras con argollas, estrellas de plata, cinchas decoradas, monturas artísticamente bordadas con hilos para la novia y una escondida en suntuosos cojines para el novio.

         Cortejados por jinetes, parientes y curiosos, fueron quince kilómetros de bulliciosos festejos. A mil metros antes de llegar, anunciaron el arribo de la caravana con fuegos de balas y cohetes en el aire.

         Así llegaron, en el agónico resplandor de un cálido crepúsculo, entre rayos de proyectiles, lluvia de locrillos blancos y truenos de aplausos. Los flamantes esposos descendieron de sus caballos y caminaron casi con majestuosidad por un pasillo engalanado de flores y lienzos torcidos, por una pasarela en medio de la multitud que los recibió con vivas y todo tipo de bienaventuranzas.

         Inflamado de orgullo él, moteada de ronchas ella, se dirigieron hacia un altar de sillas y sábanas blancas, con ramos de rosas rojas y hojas de ilusión.

         Este trono fue un regalo para el patrón de Restituta, la que se encargó de los detalle mínimos, visto y considerando que era la única persona allegada con que contaba el novio, cuya única hermana de sangre llevaba años de postración en la cama por causa de una parálisis infantil.

         A falta de arroz Restituta mandó a triturar decenas de kilos de un maíz blanco y lustroso. Fue su ingenio ante la imposibilidad de conseguir arroz en la zona, pues habían venido largos meses de sequía que secaron los esteros y se tradujeron en cero producción de arroz para la zona. Cada kilo era demasiado caro en los almacenes y por tanto demasiado valioso como para tirar en el escote de una novia o esparcir por el suelo. Aunque Atilano hubiera podido comprarlo, habría sido una afrenta a la hambruna provocada por los meses de sequía en la zona.

         La empleada lo hizo todo a su manera, pero algo era seguro: ella jamás había tenido en su vida un acontecimiento más importante y fue la noche en la que hizo de sus sueños una fiesta.

         En la boda del patrón estaban sus ilusiones y sus fantasías escondidas, la primera reunión social a la que asistiría y, fundamentalmente, en la que tendría cierto protagonismo.

         Ella eligió personalmente las telas para ataviarse la noche de boda. Lució una pollera de seda con mil pequeñas tablas al estilo de un acordeón semiabierto de un color amarillo oro, con enormes rosas rojas y azul violeta enlazadas con hojas de un verde limón casi fosforescente, una blusa blanca de seda con botones de nácar y un trabajado turbante negro que ocultaba un rodete gigante de trenzas, pues Restituta jamás se había cortado el cabello. Esto era algo que tenía que ver con una promesa secreta entre ella y la Virgen de Caacupé, y que no llegaría a cumplirse, pues moriría con el cabello tocándole los talones...

         Completaba su coquetería un rosario de madera descansando en el busto. Teófilo, el talabartero, el mismo que se encargó de los arreos para los caballos de los novios, le preparó unas zapatillas de cuero crudo con una ancha suela tratando de cubrir sus dedos en abanico y, como toda primera vez, calzar aquellas sandalias no fue ni tan cómodo ni tan fácil. Cada tanto se descalzaba unos minutos, se sentaba en una silla y continuaba andando detrás del patrón, presa toda la noche, de euforia y emoción. Alternaba lágrimas, palabras incongruentes y risas, como si hubiera olvidado sólo por esa noche su verdadero rol.

         Era un poco la novia, la madre, otro poco la madrina, la hermana, asistiendo en todo momento a Atilano su amo y a Vidalina su nueva patronita y la encarnación de sus anhelos secretos.

         Y sentados los novios en el trono blanco recibieron los saludos. La novia que, a causa del extremo estrés perdiera unos cuantos kilos, estaba como si la hubiesen exprimido.

         Su pequeña cintura bien cabría en los dedos entrelazados de don Atilano, pero aquellas caprichosas y perseverantes hormonas seguían con sus preparativos naturales de aprontar unas generosas mamas porque todo había menguado en ella, el ánimo, el tamaño de sus piernas y hasta los glúteos, pero no así el busto.

         De tafetán blanco el vestido, como armadura el tul de la cabeza, artificiales las flores del tocado y sin guantes las manos, era ni menos ni más que una muñeca a cuerda con los ojos clavados en algún punto y girando el cuello para todas partes por su loco antojo de ver a Tomás.

         Más de dos palabras no dijo la noche de su boda; ante los buenos deseos, su única respuesta era un desabrido "muchas gracias", porque tenía una tristeza profunda imposible de disimular. Solamente, cuando la presión de la abuela Afrodisia sentada a metros del altar era insufrible, Vidalina que sentía el peso de su mirada de plomo, sonreía de una manera insulsa y fugaz. Pero no era por esta sonrisa forzada ni por sus palabras, era por sus ojos perdidos y sin lágrimas, que se le escapaba la tristeza.

         Por su parte Atilano Urdapilleta no podía ocultar su dicha. Lucía su traje de brin blanco, el pelo empapado de un brillante aceite que evidenciaba todavía más la corona de piel que brillaba bajo los hilos de pelo caprichosamente abrillantado, y no se sabe si fueron los nervios o la alta temperatura lo que le hizo una mala pasada al transpirar de una manera descomunal la noche de su boda. Esto obligó a Restituta a cambiar pañuelo tras pañuelo y levantar del suelo varias veces el ramito de jazmín que caía del ojalillo del saco. Completaban el cuidadoso atuendo una camisa de seda blanca y botas marrones con espolones dorados.

         En más de una ocasión, aquella noche, Atilano fue felicitado ya como padre, ya como padrino de la boda, por ciertos desconocidos a los que no vio llegar, y que quedaron absortos ante el singular magnetismo de una novia descarnada y melancólica, que sin ser bella cautivaba con su mirada ausente y su media sonrisa inventada.

         Pero gracias a su permanente distracción, el novio no se hizo cargo de tales equivocaciones y como sus escasas luces no le permitían captar ciertas sutilezas de la vida, se limitó a agradecer los halagos.

         El flamante señor pidió disculpas para retirarse con su mujer mucho más temprano de lo que se acostumbraba en las bodas campestres. Con silbatinas y aplausos se dejó ayudar para sentarla en las ancas de su caballo y en segundos se perdieron en medio del bullicio mientras los jóvenes continuaron con la velada.

         - ¡Que la virgencita te bendiga mi reinita!- le deseó Afrodisia, enjugando sus lágrimas con un inmaculado pañuelito mientras impartía con ambas manos un aluvión de bendiciones sobre la vida de su nieta.

         Lo último que vieron de Vidalina sus amigas fue el clamor de sus ojos cuando montó en ancas de Atilano Urdapilleta y una estela blanca que poco a poco se perdía en las sombras de la noche.

         Hasta dos días después nadie supo de ella, incluso en el caserón de adobes y techo de paja.

         Fue al tercer día que Restituta, encontró a la nueva patrona cerca del corredor, sentada sobre un tronco tomando un poco de sol. Trémula e indefensa como un ave herida, miró a la empleada con sus ojos de hielo como quien despierta de una pesadilla y se debate en la confusión de la realidad y el sueño.

         La empleada hizo suya aquella mirada de miedo y pudor y la desnudó con el pensamiento. Pronto descubrió que la joven estaba caminando por la misma senda que ella había andado en algún momento de su vida.

         Conforme pasaban los días y las semanas, la delgada silueta de Vidalina se desdibujaba en algo semejante a un palillo y fue porque perdía peso y se negaba a comer.

 

 

LOS DÍAS DE COLOR SEPIA

 

         Su corazón estaba triste esa mañana cuando oyó la lluvia mansa que tocaba el techo como una caricia, cayendo sobre las pajas mustias.

         Ella seguía pensando en los consejos de su abuela, pero ese día amaneció confusa y ahogada en sus lágrimas. Y tal vez hubiera sido diferente si no fuera por el sueño de la noche de la que despertaba, aquel en el que tuvo un encuentro cercano con Tomás, tan cercano y tan real que hasta dejó evidencias en su cuerpo.

         Ágil y alegre como fue siempre, ya eran marido y mujer. Con su torso desnudo y un machete en la cintura estaba cortando arbolitos verdes para el pesebre. Ella con ropa leve y un niño con las piernas en horquilla sobre su cadera, caminando lo seguía por el bosque por un sendero lleno de trepadoras en flor. Arrojó a sus pies un mazo de ramas verdes y del puño cerrado entregó al niño una cigarra cantando.

         Voy a cortar la flor de coco-le dijo y se alejó hacia un barranco. Vidalina lo seguía con los ojos cuando súbitamente lo vio caer en un remanso de aguas en torbellino.

         - ¡No me dejes!- le suplicó, pero las manos de Tomás ya se agitaban en el agua en señal de adiós. De pronto vio los camalotes revueltos, las hojas podridas y las burbujas malditas en la superficie:

         - ¡Angelita!- gritó Vidalina, pero Atilano no alcanzó a despertarse por el té de hojas de naranja súper concentrado para dormir tranquilo que ella le preparaba.

         Incorporada de esa pesadilla, que empezara como un magnífico sueño, se sentó al borde de la cama y enseguida interpretó que todo cuanto sembraron en su mente no pasaban de ser sueños, vanas ilusiones, y que por lo tanto su real pesadilla acababa de comenzar. Habían sido nada más que buenos deseos de los demás, santas intenciones de su abuela, vanidad de una joven que quería una fiesta de boda o un vestido de novia.

         - Nada es más importante que el amor- pensó, -nada.

         Ella daría lo que tuviera para estar con Tomás en esos momentos. ¿Qué podía hacer sino llorar?

         Fue en esa mañana cuando Vidalina comprendió que la pobrecita no era su tía Doris, las pobrecitas eran ella en su desventura y su abuela Afrodisia que no conoció el amor.

         Pero el amor ¿era un espíritu? No estaba segura, apenas sabía que necesitaba a Tomás con una urgencia que hasta ese día no había conocido, por lo que las cataratas de lágrimas que brotaban de sus ojos eran verdaderas venas del océano de su corazón.

         Su amor era inmenso y real a pesar de la distancia. Era algo así como una criatura indefensa que estaba entre los dos, zanjando las dificultades, agonizando como sus protagonistas.

         Y también percibió la tristeza de su amado como una amarga telepatía. Le pareció injusto, quería tenerlo.

         Tomás era como el aire cuando falta.

         Todo esto sucedía unos días después, en medio de lo que sería la luna de miel que íntimamente ella bautizó como «luna de hiel».

         Luego de haberse revuelto mil veces sobre el cojín que hacía de alfombra en el suelo, de tirar las almohadas al techo, de destrozar el borde de la sábana con sus filosos dientes de adolescente y arrancarse los cabellos, se hincó de rodillas y gritó:

         - ¡Dios mío! ¡Lo perdí!

         Y el tiempo pasó para dar lugar a los días de color sepia. Jamás la vieron hablar con su esposo ni involucrase en sus cosas, se negaba a acompañarlo a las reuniones y evitaba con cualquier pretexto acostarse de siesta.

         Con el corazón partido y los ojos desiertos continuó siendo la esposa del patrón por dos interminables años, tiempo en que según ella misma confesaría más tarde, era violada sistemáticamente semana a semana, aunque su esposo no tuviera conciencia de ello.

         Ella oyó ciertas historias sobre niñitas violadas y hasta muertas y esas historias terribles la llenaban de consternación cuando su padre condenaba a los hombres sin alma que las cometían. Dejaban en jirones las ropas, mordían, arañaban, golpeaban y a veces sucedía lo peor.

         Eran hechos reales, pero lejanos en el tiempo o el espacio.

         En esos días, ya casada, en que se acurrucaba en el sol de la mañana como un pajarito lastimado, recordó esas historias tremendas y al hacerlo descubrió que la violación no era precisamente como ella percibía.

         Nunca antes se detuvo a pensar sino en el dolor físico, los desgarros, la mano apretando el cuello, la falta de aire, el sangrado, el dolor de los padres. Todo eso estaba irremediablemente en los casos conocidos por ella, pero de pronto, a un precio muy alto, descubrió que la violación no tenía que ver solamente con personas violentas, agresión corporal, sangre ni huesos rotos. Aquella que ella estaba viviendo todos los días cuando la llave crujía en la cerradura como una señal maldita, como invitando a un rito indeseado, era una agresión con manos enguantadas, de aquellas que no dejan huellas materiales. Son como guantes leves que flotan en la noche y estrangulan el alma con sus dedos blandos y vacíos en ausencia de agresión, y cualquier dolor del cuerpo sería insignificante comparado con el del alma en el momento en que ella tenía que besar o entregar su cuerpo a alguien a quien no amaba absolutamente.

         Pensó en todas las mujeres que en el mundo pudieran estar pasando por situaciones semejantes.

         Pero no tenía a nadie más que a Restituta, la empleada que ya había visto pasar al menos tres décadas de su descolorida existencia cocinando los platos preferidos del señor, (locro con patas, caldo de librillo fresco, sopa paraguaya* y tallarines de pato con fideos caseros, este último para las grandes ocasiones). Y otra buena parte de su vida lavando las inmensas bombachas de montar y blanqueando devotamente con barras de azul sus calzoncillos de media pierna.

         Su amo era todo lo que ella tenía por familia. Se criaron juntos, era lo que ella podía mencionar como alguna relación afectiva. En otro orden de cosas, según la mismísima Restituta, este señor era el único patrón de los alrededores con quien podía tener sus miedos y sus traumas bien protegidos porque era ¡muy respetuoso con las domésticas!

         Con los años vividos esta mujer había logrado, aunque prematuramente, una sabiduría de anciana.

           -Leo mucha tristeza en tus ojos patronita- dijo a Vidalina que de tanto comerse las uñas empezaba a chuparse los dedos.

         - Sólo estoy preocupada por mi madre que debe estar muy sola, pues nunca tuvo la buena costumbre de sentarse a dialogar con mi padre, quien seguramente sigue jugando al truco, aunque gracias a este señor ya salvamos la casa.

         Una mañana Vidalina amaneció vomitando tristeza por los ojos y todo cuanto comía por la boca. Se puso pálida como la luna y donde menos se esperaba apoyaba su cabeza y dormitaba.

         - Está muy débil mi pequeña señora, tiene que recuperar esa fuerza- le dijo la empleada que ya se acercaba con un zumo verde humeante, en un jarro de losa. La joven cerró los ojos y de una vez ingirió el té y fue a la cama para recuperarse de su debilidad, y de ahí no se levantó. Lo cierto fue que hasta tres días después, Restituta andaba lavando sábanas por las lagunas.

         De esa manera ultrasecreta, la mujer había evitado por tres veces que su patrona diera hijos a don Atilano quien, por su parte, jamás sospechó nada. Eso sí, era implacable en su decisión de tener hijos lo antes posible e incansable en sus recomendaciones a la empleada:

         - Dale mucho maní triturado para la buena leche del bebé.

         Y protestaba:

         - ¿Por qué está tan flaca? ¿Es que no se está alimentando? ¡Mientras, yo cada día más cebado!

         El primer año terminó y el segundo había comenzado. Muy pronto Vidalina entraría en la estación del hielo, sería fría y escurridiza como una bola de nieve, resbalando en el derroche de miel con que su esposo regaba sus pasos. Con la mente siempre a media luz Atilano descubriría demasiado tarde que si bien había logrado hacerla su esposa nunca lograría convertirla en su mujer.

 

(*) La sopa paraguaya es sólida. Es una especie de torta hecha con harina de maíz, cebolla, queso, grasa de cerdo y huevos, y cocinada en el horno.

 

 

UNA MUÑECA PETRIFICADA

 

         En esos días de color sepia, la joven caminaría en soledad de a dos por las estepas heladas de un invierno inmisericorde.

         Recibió de su interior las señales inequívocas de que no estaba en el lugar cierto, tenía la certidumbre de que aquel abuso y aquel matrimonio impuesto no venían de Dios porque habían añadido mucha tristeza a su vida. Pero había en todo eso algo real: sus tribulaciones eran parte del proceso y nada podía hacer sino esperar el momento.

         Ella tenía ganas de precipitar los acontecimientos, pero algo le decía que tenía que atravesar ese desierto sin más ni más.

         Primero cayó en un pozo de tristeza y anduvo unos días empapada en sus lágrimas de sal.

         La falta del amor en su vida era un dolor caliente que le quemaba el alma pero poco a poco se tornó una lluvia fría y difusa que empezó a congelar su espíritu. Acto seguido fue una total indiferencia, un estado en que mágicamente le había abandonado aquella angustia, incluso aquella loca necesidad de Tomás.

         Estaba tranquila y extraña aunque vacía, como si hubiera huido de sí misma.

         - ¿Qué está pasando conmigo?- se preguntó una mañana sin comprender el poder sanador del tiempo. Deseaba aflorar su odio y traer a sus ojos el llanto, pero no lo conseguía. En el fondo le costaba renunciar a su ira y hasta en una ráfaga de iluminación, pensó en perdonar a sus padres.

         Durante este estado de impavidez que duró unos meses, anduvo sin prometer ni reclamar, como una muñeca petrificada. Ni estaba triste ni estaba feliz, andaba etérea, seca y quebradiza.

         Pero una milagrosa mañana, todo empezó a configurarse. Vio claro su panorama. Estaba aprendiendo de su experiencia. El tiempo le enseñó que hay cosas que pasan o mueren irremediablemente. El dolor, el odio, la ira, pero ¿qué había del amor?

         Cerró los ojos buscando en su corazón a Tomás y encontró que su amor estaba fresco como un manantial. ¿Qué podía hacer?

         Entonces fue a su mente y ahí le surgió una idea peligrosa pero que ella vio como salvadora:

         ¿No sería mejor dejar a su marido y entregar sus encantos de mujer en una relación sexual sin amor cobrando por ello como lo hacía su tía Doris?

         Si de todos modos había perdido el amor de Tomás, ¿qué más daba? Pero por fortuna pensó que había enloquecido y olvidó lo que pensó.

         Por su lado, Atilano Urdapilleta en sus dos años de casado estaba disfrutando de su etapa de hombre comprometido. Aparentemente había encontrado la seguridad y el equilibrio en la joven morenita de huesos finos y sonrisa de mazamorra, y por lo tanto podía dedicarse tranquilamente a todas aquellas cosas que lo causaban placer, entre las cuales figuraba una de las más importantes: la comida.

         Era aquel equilibrio muy parecido a la negligencia, en el que muchas personas tiran por la ventana todo el sacrificio y las energías consumidas luego de haber subido por la escalera de los logros varios pisos arriba.

         Había hecho lo imposible para lograr a Vidalina, desde pagar las deudas de su suegro hasta someterse voluntariamente a largos ayunos para bajar de peso y nada habría sido más sacrificado para su vida que estas dietas.

         En sus días de noviazgo habló con hombres exitosos en su matrimonio tratando de indagar sobre algunos secretos para dejar a la mujer contenida, pero sobre lodo contenta. Improvisó en el patio una pequeña huerta de hierbas afrodisíacas y compró ropas que en su vida había vestido. El esmero que Atilano puso por ganar el amor de la doncella de sus sueños fue por todos conocido, pero como grande fue su esfuerzo grande fue también su dejadez una vez que creyó logrado su objetivo.

         Su felicidad y su devoción por Vidalina, eran sencillamente increíbles. Estaba siempre con el rostro iluminado con esa risa fácil de los que piensan poco pero aman mucho. Le era suficiente con tenerla cerca y mirarla durante largos minutos con sus ojos adormilados donde podía leerse un amor indescriptible.

         Pero como su amor, también su miedo era interminable. Miedo de perderla, de ser abandonado, de incomodarla, de hacer alguna cosa equivocada, de morir si ella se fuera.

         Esta parálisis mental no le permitía extender los brazos a su hombro ni besarla en público por mucho que quisiera, porque sus ganas y sus deseos eran demasiado insignificantes como para comprometer la posibilidad de que ella estuviera siempre con él.

         Ni sus negativas de mostrarse en público con él, de hacer sexo o de compartir un diálogo, lograron mover la estantería de sus sentimientos, devoción, fascinación, adoración y apostolado.

         Atilano la amaba tanto que respetaba todo en ella. El desamor no le dolía, el rechazo no lo hería. Esperaba milagros de su silencio y nunca se dejaba lastimar por la saña de su indiferencia. Siempre había una excusa para todo ¿Qué tanto podía decir una joven con alguien que no era de su generación? "El problema es el tema de conversación por la diferencia de edad", la justificaba ante sus amigos, las veces que estos reclamaban su presencia.

         Sin embargo la realidad era mucho más profunda, iba más allá de pretextos inocentes y murmuraciones maledicientes.

         ¡Atilano nunca conoció el amor! Era la primera vez que amaba.

         En el caserón de pajas y dos culatas, marido y mujer deambulaban como dos islas de un río estancado, limitados y sin propósito.

         Ella, esquiva todo el tiempo, asilada en su propia mente de donde nadie lograba sacarla, amanecía distante y anochecía ausente. Caminaba como una autómata sin sonreír ni airarse, entregando su cuerpo como un objeto inerte. Miraba el horizonte como esperando siempre, lejana y desapegada de los resultados.

         Por fin Atilano caería en la cuenta que algo estaba sucediendo a su mujer. Muy en el fondo hubiera preferido una Vidalina que reclamara, protestara ante su pasividad sexual o sus largas recorridas por el campo. Al menos quería discutir con ella, pero nada, la vida pasaba lineal y sin sentido.

         Atilano, que había empezado a envejecer como por un hechizo malvado, comenzó a desmoronarse. Ya cargaba con veinte kilos de más, aparte de los treinta que tenía de sobrepeso, perdió el buen hábito de blanquearse los dientes con una mezcla de carbón molido y jugo de limón, estaba días con la misma ropa, montando a caballo todo el tiempo, alardeando de hombre ocupado y trabajador.

         Descuidó su ceremonia de baños tibios que pasaron a ser más esporádicos que nunca, lo que lo llevó a oler a leche cuajada y transpiración de equino. Jamás volvió a tomar siquiera un té de hierbas sino jarros de leche con miel, unas cuantas tortas caseras y hacía todo aquello que el buen pasar y la tranquilidad le permitían mientras su matrimonio naufragaba.

         Pero tan hábil fue su inconsciente en engañarlo, que cuando cayó en la cuenta ya era tarde. Probablemente en los primeros tiempos no sabía que tenía miedo. Estaba seguro con la chica callada e inocente que lo esperaba en la cama sin reclamar. Pero más que inocente era "muda" y precisamente era lo que amaba en ella, que lo equilibraba con su presencia y lo contenía con su silencio.

         Pero a esa altura, ella se había agarrado de una indecente y pecaminosa "idea secreta" y estaba esperando algún milagro para escabullirse porque dentro del iglú llamado Vidalina vivía una maquiavélica forjada a fuerza lágrimas y otros tormentos.

         Mientras esta pensaba que su sufrimiento era aquel valle de lágrimas que nos promete el paraíso, para la maquiavélica aquella, era una batalla consigo misma y comenzó a armar su estrategia porque oyó por acaso que "todas las guerras se ganan en la tienda del general". Tanto era su deseo de liberarse, que ahí desde su casa armó todo. Ella sabía que la ocasión pronto se daría.

         Cuando confesó sus ideas secretas al cura, el anciano por poco no tuvo un infarto. Afloró de lo más profundo de su ser su mejor sabiduría para alertarla sobre las consecuencias del pecado, y en especial del adulterio. Le dejó claro que la paga del pecado es la muerte y la animó al sacrificio y la resignación cristiana. Pero tales principios no estaban ni en la historia familiar, ni en el léxico, ni en el ánimo de Vidalina quien prefirió el camino ancho de la vida, sin sospechar lo mucho que se arrepentiría más tarde. En realidad, nunca se resignó a perder el amor, y su propósito era encontrar lo antes posible a Tomás.

 

 

EL BANQUETE DE ANIVERSARIO

 

         Y fue una noche luego de un banquete de aniversario en el que Atilano completaba los 42 años que la joven señora tomó la decisión de su vida. La despintada noche en que el patrón cayó víctima de una intoxicación alimenticia aguda probablemente por causa de uno de sus grandes placeres. La culpa, en aquel caso, la tuvo Restituta que con devoción se pasó medio día cociendo y rellenando el cuello de un pato, con huevo, chorizo y carne de cerdo. Su afán fue agasajarlo, y de hecho, nunca pudo haber sido su intención de que a su amo se le abombara el vientre como un globo inflado. Lo cierto es que más rápido de lo que jamás se esperaría, a Atilano se le llenaron de hongos los intestinos y de trasnochada los ojos y fue cuando la empleada se encargó de su recuperación indicando absoluto reposo.

         Lo trató con té de suico y ajenjo primero y luego, con incontables dificultades de movilidad, el hombre se dejó ayudar para un baño de asiento con vapor de salvia y otras hierbas calientes para recalentar por abajo los intestinos y derretir los sebos atascados, según explicó Restituta.

         Pero por muy buena voluntad que se pusiera de ambas partes y mucho sacrificio para el enfermo, para quien ese tipo de movilidad era una pesada penitencia, no hubo resultado alguno.

         Todos los esfuerzos cayeron en saco roto. El abdomen del patrón estaba a punto de hacerlo flotar como un globo aerostático. Pero rápido como tal urgencia lo exigía, en un sulky, se apersonó en el lugar el doctor Josías y para fortuna del enfermo aquella mañana el galeno gozaba una inusitada sobriedad.

         Llegó con su mini farmacia ambulatoria: pastillas, supositorios, vendas, gotas, inyecciones y hasta ungüentos. Para bendición del enfermo el viejo profesional que hablaba por ciencia pero obraba por experiencia no perdió de vista la posibilidad de utilizar una enema, portando aquella enorme jarra enlosada con una formidable manguera. Y otra vez unos zumos mágicos, y en esto hay que reconocer que Restituta estaba en lo suyo.

         Atilano, que apenas ya conseguía moverse, con los ojos casi desorbitados y tirando babas por la comisura de sus labios, se apoyó sobre sus dos codos y recibió la purga.

         La reacción no se hizo esperar. El patrón tuvo unas volcánicas sacudidas durante una noche entera lo que lo dejó extenuado permaneciendo dormido, o al menos adormilado, durante dos días.

         Precisamente en esa oportunidad fue que Restituta miró a los ojos de Vidalina y la adivinó.

         - Es ahora o nunca -le dijo, sin más comentarios, la patrona a pesar de las toneladas de culpa que le aplastaban la cabeza y sus escasos 17 años y unos meses. Lloró apoyada en la sudorosa axila de su empleada, con unas lágrimas tan amargas que jamás olvidaría, porque eran para ella las lágrimas de su ingratitud. Abrazó fuerte a la mujer, que la envolvió como a una mascota, y le dijo:

         - ¡Coraje!

         Aquella fue la palabra que ella necesitaba para dar ese paso, la decisión de su vida, que fue la de "abandonar a su esposo para siempre", pues más allá de su temor de Dios, de sus otros miedos, sus creencias y su culpa, nada tuvo más fuerza que la falta de perdón hacia su padre y su deseo de libertad.

         La ilusión de encontrar o tener noticias de su amor se esfumó como cualquier ilusión quimérica.

         Y Vidalina anduvo por ahí un tiempo, cargando la maldición de Cornelio. Rodaba por los trabajos domésticos para los cuales no estaba preparada porque no conocía ni lo elemental para trabajar en una casa decente. Se las arregló, sin embargo, lavando sábanas blancas en una pensión de poco renombre en la ciudad de Encarnación, a donde había llegado gracias al favor de un guarda del ferrocarril a quien conoció en la estación de Yuty, donde ofrecía naranjas y piñas silvestres en sus primeros días de separada.

         La última vez que la vieron fue dos años más tarde, en el puerto de Posadas, con un hombre rubio de mucha edad. No se sabe en calidad de qué: tal vez trabajaba con aquel caballero que llevaba un sombrero Panamá en la cabeza, camisas con gemelos y hablaba en castellano.


 

ÍNDICE

 

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción

 

PRIMERA PARTE

La doncella Vidalina

El reservista Tomás Paiva

El debut

El romance

Tiempos de milagros

La propuesta

La sentencia de Cornelio Pintos

El secreto de Restituta

Sobre las hojas

La boda

Los días de color sepia

Una muñeca petrificada

El banquete de aniversario

 

SEGUNDA PARTE

La dama de las dos carretas

La casa de doña Filomena Anzoátegui Emiliana, una modista de verdad

Y hablando de referentes

En la escuela de la doncella Lina

Los cuatreros

Los viernes de Conrad Convair

Azules y Colorados

Isabel, una doncella diferente

Lina, niña y doncella

La doncella Casimira y el Pombero

Domingo con los perros

Cumpleaños y secuestros

Una difícil decisión

La noche que marcó a Vidalina Pintos

La desolación de María Esperanza

Entretelones de este matrimonio ejemplar

Los relatos de Lina Martínez

Las cautivas

La huida

Isabel vuelve a la selva

Ellas en familia

Reflexiones finales de Lina Martínez

El niño Inocencio Ruiz

 

TERCERA PARTE

Veinte años después

La viuda Vidalina Pintos

El ocaso de la modista Emiliana

Nostalgia de Navidad

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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