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RUBÉN ACOSTA GALLAGHER

  LIMONADA Y JAMÓN - Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER


LIMONADA Y JAMÓN - Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER

LIMONADA Y JAMÓN

Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER


Ataviada de la forma en que actualmente muy pocos viajan —falda, saco y blusa a tono— Sofía subió a un taxi frente al aeropuerto. El automóvil emprendió su marcha y, cuando cruzaba el Puente G.W., la ciudad de Nueva York se erigía imponente y serena aquella mañana de domingo del mes de octubre. Al ingresar a Manhattan, Sofía sintió que definitivamente haber viajado a su país no resultó en vano. Este hecho confirmó la idea que desde hacía tiempo le inquietaba. Solía sentirse un tanto turbada cuando reflexionaba ante la opción de regresar, o permanecer en esa isla.

Su pueblo se había convertido en una ciudad industrial. La granja donde había transcurrido su infancia fue sepultada por una autopista. Los padres habían fallecido, sus dos hermanos eran profesionales prósperos, los sobrinos jugaban al tenis, hablando con modismos extraños: todo en general le resultó indiferente y distante en su reencuentro marcado por veinte años. Dos décadas, con solamente unos retratos y un juego de porcelana, sujetos a hilos invisibles, la unían con su pasado. Veinte años, un tiempo importante, un número simbólico, quizá. El tempo ideal para cambiar de rumbo o, en todo caso, el necesario para reafirmarse en ese suelo ganado, en esa microgeografía rodeada por almacenes, florerías, cafés, librerias y restaurantes que cubrían sus hábitos, costumbres y vanidades.

Su rostro adquirió una expresión serena y luminosa a medida que se aproximaba a la zona del Chelsea. El conductor hizo un comentario acerca del agradable clima de la temporada sobre el cual mantuvieron un breve coloquio. Descendió del vehículo unas cuadras antes del edificio donde vivía, a la altura de la calle 14 y la 8a avenida. Lo hizo para tomar su café preferido en el bar mexicano que en ese momento abría sus puertas. No había desayunado en el avión pensando en ese sabroso líquido negro y espeso, con un poco de cacao, algo de canela y acompañado de tostadas, como habitualmente solía disfrutar los domingos de otoño, en ese mismo lugar.

Luego compró pan italiano, comida para el gato y el diario del día. Al llegar, el conserje, un dominicano jovial y parlanchín, le entregó las llaves del departamento de Antonio, al cuidado de quien había quedado el gato. Se sintió aturdida con dos manojos de llaves en las manos, el suyo y el del vecino. Darwin, al captar su desconcierto, se adelantó a explicarle que Antonio tuvo que trasladarse a la Florida para una exposición.

Ya en el segundo piso, al abrir la puerta de su apartamento se reencontró llena de satisfacción, con ese acogedor ambiente de objetos y detalles que formaban parte de su vida. Tras desempacar corrió las cortinas, se sacó los zapatos y el saco y, luego de lavarse las manos fue por el gato.

Antonio vivía en el 2C, Sofía, en el 2A. En el departamento del medio, el 2B, el que le separaba del pintor, era habitado por un silencioso odontólogo de origen rumano, el cual, a decir de Darwin, jugaba solo a las cartas. Al entrar, el gato parpadeó, gesto que para Sofía fue de especial significación. Lo alzó del sofá donde dormitaba, colmándole de caricias. Antes de salir dio una mirada a la habitación “de encantador desorden”. El olor al óleo y aguarrás impregnaba el ambiente de lienzos sobre taburetes, esbozos y pinceles en medio de almohadones, libros, discos y helechos: constituían el hábitat urbano de Antonio. Dos años atrás, cuando él se instaló en el lugar, se hicieron amigos. A Sofía le pareció interesante el hecho de que siendo hijo de latinos nacido en Nueva York, Antonio prefiriese comunicarse en un perfecto español. El interés por sus respectivas historias, al igual que una contenida atracción, fueron mutuos. Solían frecuentar juntos un lugar donde escuchaban a desconocidos cantantes de jazz, paseaban en el parque e intercambiaban libros, una sola vez en todo ese tiempo Sofía asistió a una de sus exposiciones, mas dejo de ir, debido a que, en medio de tanta gente no podía monopolizar la atención del pintor cuando éste era requerido por el público. Sofía solía comentar a sus amigas que su relación con Antonio se parecía a la de una tía y el sobrino preferido y que por temporadas surgían paréntesis de incomunicación, que se cerraban con la misma sorpresa con la que se habían abierto.

Salió del lugar deteniéndose un instante para dar paso a la anglicana que residía en el tercer piso. La que antes de viajar le había dicho, que su padre solía comentar que España solo producía curas, vino y guitarras; en esa ocasión Sofía le respondió que tenía noticias de que en su país, además de contar con tecnología de punta, la gente practicaba nudismo en Ibyza. La mujer, pelirroja, de nariz puntiaguda y sombrerito negro, llevaba un exótico perrito en brazos. Se saludaron y una vez más Sofía percibió la expresión sutilmente reprobadora sobre el gato que también se cobijaba en sus brazos. “¿Por qué será que los amantes de los perros, odian a los gatos? —se había interrogado más de una vez—. Los que queremos a los gatos, sin embargo, tenemos la capacidad de aceptar a otros animales”.

Durmió hasta casi el atardecer. Se dispuso a caminar por el barrio y al salir entregó las llaves de Antonio a Darwin.

—Es mejor que usted las tenga, por si Antonio regresa mientras yo esté ausente.

—¿Y cómo está España? —preguntó Darwin.

A Sofía el comentario le pareció frío, carente de interés real, y supuso —como lo harían otros en esos días— que la pregunta sólo respondía a un formalismo hueco. Se contuvo, sintiéndose un tanto molesta. Encogió los hombros devolviéndole una sonrisa ensayada que ni siquiera ella podría interpretar. Una sonrisa que no se parecía a nada. Salió a la calle, con el pensamiento de que si Darwin no hablase tan fuerte quizá le sería más fácil comunicarse con él. Caminó por los lugares de siempre, mezclándose entre la gente que a esa hora salía de sus trabajos, hacían las últimas compras y corrían hacia el metro: Rostros, etnias, caricaturas móviles como ella, en ese lugar donde las derrotas y los triunfos no eran contundentes, pues existía un confortable intermedio.

Una semana después de su regreso Sofía se reincorporó al trabajo. Más de una compañera le reclamó no haber recibido un presente de Europa. Esa noche tuvo que manifestar el mismo argumento a Antonio, reiterando que la apatía de sus familiares la había confundido y que, en consecuencia, había perdido el interés hasta por salir de compras.

-Imagínate que mi sobrina me miró asombrada cuando le planteé mi deseo de ir a disfrutar de un auténtico baile flamenco.

—Yo, sin embargo —señaló Antonio—, te he traído limones de la Florida, que según mi padre, son iguales a los de su tierra.

—También tengo algo para vos, Antonio —se apresuró a decir Sofía—. No lo traje conmigo, pero igual vino de España.

—¿De qué se trata?

—Esta tarde compré jamón serrano, solo falta el vino.

—Mejor suave, y de California...

—¡Ah, de los que me hacen soñar! —exclamó Sofía.

Fijaron la cena para el sábado. Al día siguiente, durante el trayecto en el tren, Sofía se puso a anotar los productos que debía comprar para la cena. Serían las seis de la tarde cuando volvió a su casa. Al entrar, notó que la puerta del departamento de Antonio se hallaba entreabierta. No obstante, primero se dispuso a ingresar al suyo, pero al tiempo que lo hacía, el gato salió al pasillo. Intentó detenerlo, pero éste corrió a saltos, entrando directamente en el 2C. Sofía empujó golpeando suavemente la puerta creyendo que el pintor estaría trabajando. No obtuvo respuesta y, cuando llegó a asomar su rostro a la habitación, en la sala no había nadie y el felino siguió hacía la cocina y se dispuso a entrar con la intención de tomarlo. Cuando lo atrapó, notó que también la puerta del dormitorio se encontraba abierta. Se acercó a mirar, pensando que Antonio pudiera estar allí, tal vez enfermo, teniendo en cuenta que hacía dos días que no lo veía. En efecto, Antonio estaba en el cuarto, acostado, como flotando sobre las espesas nubes del edredón, boca para abajo y totalmente desnudo. Sofía permaneció inmóvil, sintiendo que los latidos del corazón se le aceleraban, con la mirada sin poder desviar del cuerpo: hasta ese momento no lo había imaginado así. Siempre lo vio en vaqueros, remeras y camisas de vigela. Al reaccionar y percatarse de que el hombre respiraba se dispuso a retirarse, caminando de puntillas. En ese instante Antonio abrió los ojos y sintió con la fragancia del perfume la presencia de Sofía en la habitación. Sonrió y permaneció inmóvil...

La tarde antes del sábado ellos se encontraron en la lavandería de la cuadra. Se saludaron con un beso en la mejilla y, aunque él lo hizo con total naturalidad, ella no pudo evitar sentirse turbada. Antonio entendió que iba por buen camino. La secadora paró de andar y Sofía comenzó a retirar sus ropas tibias y perfumadas. Ella sonrió cuando Antonio detuvo su mirada ante un camisón de franela color rosa.

—Es que he pintado una escena aldeana donde una mujer llevaba uno igual. Desde entonces la suelo ver en sueños con la misma prenda, pero sin nada debajo.

—Sueño de artista —dedujo ella simulando un tono natural sin mirarlo a la cara.

—Conozco gente que sueña después de haber bebido cierto tipo de vino, aunque siento curiosidad por el contenido del sueño —señaló Antonio, con la intención de continuar con esa especie de juego que empezaba a excitarlo.

—Y si el vino es dulce, posiblemente el sueño también lo sea —dijo Sofía, en el momento en que su mente elaboraba conjeturas, especialmente relacionadas con su presencia en el departamento de Antonio dos días antes.

—También debe influir la compañía —insistió él, mirándola a los ojos.

—Posiblemente... ¿otra cosa?

—No más preguntas —dijo él, mientras salían de la lavandería y se dirigieron hacía el edificio de la calle 21.

El timbre sonó a las ocho. Al abrir, Sofía, recibió de manos de Antonio un ramo de rosas rojas. La mesa estaba puesta, aunque Antonio en primer lugar elogió la elegancia de ella. Durante la cena compartieron anécdotas y comentarios ambiguos, hasta que Antonio —que lucía una barba recientemente rasurada y un saco estilo casual— hizo alusión al camisón rosa, en clara disposición de encaminar el diálogo hacía el ámbito de las sutilezas.

Después del café, en el living, siguieron bebiendo vino. Ella dijo estar un poco mareada.

—¿Y no alegre después del vino dulce? —preguntó él.

—Las dos cosas —se apresuró a contestar Sofía en forma distendida y sugerente.

Antonio la tomó de las manos, se aproximó para besarla, pero ella se desprendió de él, diciéndole que necesitaba reposar un poco.

Antonio quedó solo, recostado en un mullido sofá observando las velas de la mesa que se iban extinguiendo y solamente la tenue luz de la lámpara azul iluminaba el ambiente. De repente sintió el impulso de ir al dormitorio de Sofía. Presentía que ella lo esperaba. ¿Presentía o lo sabía...? Sofía parecía dormir plácidamente con una especie de sonrisa, ¿sería por efecto del vino que le producía dulces sueños? Por cierto, tenía el camisón rosa y eso sí Antonio sintió que se lo había puesto por él. Se acercó a la cama y con sus dedos recorrió el rostro y los labios de Sofía. La besó suavemente. Ella también lo hizo sin abrir los ojos. Las manos de Antonio parecían fluctuar por todo su cuerpo. El camisón era lo único que llevaba puesto...

Al día siguiente no se vieron. El martes, Antonio pudo hallar a Sofía junto a Darwin, quien le hizo entrega de un sobre con membrete oficial. La invitó a un café. En el bar, ella le enseñó el contenido del sobre. Era la respuesta a una solicitud efectuada hacía meses: le notificaban que reunía las condiciones para peticionar la ciudadanía. Antonio quiso celebrarlo, pero ella se mantuvo cauta y sólo atinó a decir que muy pronto estrenaría su cuarta década, lo que significaba que ya llevaba más tiempo viviendo en esa ciudad que en su propio país y, como Antonio rondaba los treinta, era fácil deducir que ella era como diez años mayor. Regresaron y por el camino él le ofreció sus brazos.

Sofía se sentía complacida por la discreción de Antonio, quien no había hecho la menor alusión a lo ocurrido el sábado pasado. También se hallaba satisfecha ante su propia actitud. La convertía en una clase especial de neoyorquina. Compleja, caprichosa y celosa de sus hábitos. Liberada de convencionalismos, pero sin tener que transgredirlos frontalmente. Era una de las millares de almas viviendo sus propias vidas, celosamente custodiadas por mecanismos elaborados por ellas mismas, y Antonio, por no haber demostrado el menor interés hacia la diferencia de edad —además de la sana libertad que había conquistado para sí mismo, y con las alas en reposo por hallarse en puerto seguro— también se convertía en un neoyorquino singular.

El sábado siguiente, Sofía aceptó cenar con Antonio en su departamento. Hasta ese día pudo experimentar una serie de nuevos sentimientos que fluían de su interior y la llenaban de plenitud. La España de su niñez había quedado en el rincón de los tiernos recuerdos. La de la última visita caería en el de la aceptación desapasionada de la madurez. Con el retrato de sus padres y la porcelana de su madre, eran testimonios suficientes que lo relacionaban a su origen.

Para la cena, Sofía eligió un vestido sencillo, pero, eso sí, la mejor lencería. La mujer del cuadro no estaba invitada, posiblemente nunca existió ni siquiera en el lienzo. Tal vez sólo se trató de un juego. Un elemento de seducción que ahora se le hacía innecesario. La relación debía hallar su propio curso. La fantasía estaba próxima a capitular.

Cuando fue al departamento de Antonio, éste la recibió con un beso, pareciendo existir entre ambos un tácito acuerdo de que esa noche el romance pasaría al plano de la realidad. Antonio ponderó el gusto del jamón serrano, alertando de que no había vino dulce. Cocinó tortilla española y ella se puso a exprimir los limones de Florida. Mientras cenaban, Sofía le dijo que había suspendido la idea de convertirse en ciudadana, manifestando que prefería seguir con su estatus de residente legal.

—Es un país muy grande y yo sólo puedo responsabilizarme por esta ciudad, amar a un artista y cuidar de un gato, con eso es suficiente.

Antonio bajó el volumen de la radio para decirle a Sofía cuanto hacia que la amaba.

Sobre la mesa del comedor permanecía la jarra de cristal con limonada, que seguramente mas tarde terminarían de beber.

 

 

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CASA DE GUISOS … Y OTROS CUENTOS DE TANTA GENTE

Narrativa de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER

Diagramación y armado: GILBERTO RIVEROS ARCE

Edición al cuidado del autor

Editorial SERVILIBRO

Asunción – Paraguay

Noviembre del 2003 (262 páginas)

 

 

 

 

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