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RUBÉN ACOSTA GALLAGHER

  CASA DE GUISOS ... Y OTROS CUENTOS SOBRE TANTA GENTE, 2003 - Cuentos de RUBÉN ACOSTA GALLAGHER


CASA DE GUISOS ... Y OTROS CUENTOS SOBRE TANTA GENTE, 2003 - Cuentos de RUBÉN ACOSTA GALLAGHER

CASA DE GUISOS

… Y OTROS CUENTOS DE TANTA GENTE

 

Narrativa de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER

Diagramación y armado: GILBERTO RIVEROS ARCE

Edición al cuidado del autor

Editorial SERVILIBRO

Asunción – Paraguay

Noviembre del 2003 (262 páginas)

 

 

Acosta Gallagher escribe sus cuentos siguiendo la estructura tradicional.

Narra con lenguaje fluido situaciones angustiosas para sus personajes.

El lector encontrará una imagen de sí mismo en los seres que viven en estas páginas.

 

PRÓLOGO

PALABRAS DE CELEBRACIÓN

La publicación de un libro es siempre motivo de alegría: para el autor, la realización de un anhelo y la culminación de largas horas de trabajo; para los lectores, la posibilidad de vivir otras vidas, de recorrer mundos nuevos, o entrar en los ya conocidos, de la mano de un artesano de la palabra; para mí, en el caso particular del volumen de cuentos CASADE GUISOS, de Rubén Acosta- Gallagher: una promesa cumplida.

Con algún cuento publicado, muchas vivencias del “Paraguay profundo” y no menos historias que contar, Rubén Acosta-Gallagher llega al Taller de Cuentos del Centro Cultural de España “Juan de Salazar”, que me honro en dirigir, con un propósito claro y definido. Desde el primer momento reconocí en él los atributos que preanunciaban el nacimiento de un escritor. No me equivoqué. Al uno publicaba un volumen colectivo y ahora nos presenta su primera colección.

Los cuentos de Acosta-Gallagher siguen, por lo general, la estructura tradicional, adecuada perfectamente al lenguaje fluido que va desgranando la acción y tejiendo la trama sin violencias, aunque el autor se esté refiriendo a situaciones límites.

La precisión del detalle, la exploración profunda de la sicología de sus personajes y la excelente ambientación son algunas de las características de sus narraciones.

Las costumbres y la idiosincrasia de nuestro pueblo se hallan frecuentemente insertas en sus textos, los que nos permiten, en muchas ocasiones, recrear un tiempo ido en ese espacio de los pueblos apartados, o nos conecta con las angustias escondidas y los deseos fallidos o no de sus personajes, siempre de carne y hueso, siempre verosímiles.

La meticulosidad en el tratamiento de la ambientación nos produce un acercamiento real al protagonista, una simpatía sincera por sus vicisitudes e ilusiones, una visualización del lugar y la época en que se desarrolla la historia. Si bien muchos de sus relatos se ubican en las zonas rurales del Paraguay, otros nos transportan a países vecinos o se vuelven universales por la manera de retratar los sentimientos comunes al ser humano. Algunos irrumpen en un escenario urbano, otros bordean el mundo fantástico. Resulta que el escritor siempre está buscando algo que rebase la realidad; alguna otra dimensión que se le escapa al resto del mundo o se encuentra sólo en los laberintos del sueño o en las picardías de la literatura.

Por todo lo ante dicho, se puede afirmar que ingresar al universo narrativo de Rubén Acosta-Gallagher es adentrarse en el deleite que produce el auténtico contador de cuentos.

No me resta sino desear al autor un ancho camino para su palabra y tesón.

Renée Ferrer



ÍNDICE

Prólogo

— Amado por la Luna

— Miércoles de Ceniza

— Sobre el río, canoas y cuchilleros

— Casa de guisos

— La última gota

— La flor del algarrobo

— El traje de gala

— Entre la abuela y Noruega

— Bayano

— Limonada y jamón  

ENTRE-CUENTOS

• Ángel

• Crepúsculo

• Navegando con la lluvia

• Desplumados

• Noche de velorio        

• La esquina de las flechas

— Vigilia suburbana

— Tengo triste

— Cruce de cruces

— El regreso de Matilde        

— El especial de medianoche

— Día de los Padres

— Como humo de leña verde 

-Epílogo

 

 

 

MIÉRCOLES DE CENIZA

 

Hundió el pulgar derecho hasta el fondo del pote de sombra gris. Lo pasó por los párpados realizando el reconocimiento final de su atuendo ante al espejo. Salió del cuarto descendiendo por la escalera a la vez que ensayaba el movimiento sinuoso de sus caderas que después en la calle repetiría al compás del ritmo inquietante del carnaval.

Como aún era temprano, Regina entró al bar de enfrente para beber el primer vaso de cerveza y ahogar esas fatídicas horas de espera que en la pequeña habitación se le hacían insoportables. Escuchó de pronto una voz desagradablemente conocida que sonaba metálica y autoritaria a sus espaldas. Antes de girar la cabeza sus pensamientos dispararon retrospectivamente a Marambaia, a una época tan próxima que cargaba con ella todo el tiempo, lo que a veces le hacía pensar que ese peso terminaría haciéndole resbalar hasta caer... hasta tocar fondo.

-¡Regina! —la volvió a llamar Nora con mayor fuerza Regina giró el taburete y la cabeza, dispuesta a enfrentar la mirada cargada de filos de su hermana mayor, dirigida principalmente hacia su diminuta falda negra y la blusa de seda que, cruzada en forma de equis, sostenía sus senos, pero no disimulaban los pezones.

Nora parecía envejecer apresuradamente, sin ningún signo de querer valerse de artilugios que le sirviera para mejorar su aspecto. Llevaba el pelo largo regado por canas desbordantes, sujeto por una especie de lazo franciscano, y la blusa abotonada... ¡en pleno carnaval! Retrocedió para dar paso a dos hombres que se disponían a entrar y, en ese instante, Regina pudo constatar que Nora se había traído a la niña. ¿Era esa la oportunidad esperada o simplemente se trataba de una trampa más a las que el destino le tenía acostumbrada? ¿Cómo había podido llegar hasta el lugar y con qué propósito real? Se dijo que debía enfrentar la situación y que pensaría después, que para eso estaban las noches de insomnio. Se acercó a su hija, intentó agacharse para abrazarla, Nora la detuvo y, sin preámbulo alguno, empezó a vomitar sus reproches, resaltando los trazos violentos de su rostro con exagerados gestos propios de su personalidad neurótica.

—Papá está internado en el hospital. He viajado solo por eso. Te traje a la niña y, si esta vez te comportás como una madre, quizá Ángeles pueda quedar a tu cargo.

—¿Y qué tiene papá? —preguntó Regina, a modo de disipar la tensión.

—Cosas de viejo, posiblemente mañana le den de alta —dicho esto, soltó a la pequeña, dio vuelta y cruzó la calle, dejando juntas a madre e hija, paradas en la vereda en medio de la gente, que empezaba a poblar las calles al son de una música discordante y letánica que parecía anunciar el principio de ese acontecimiento destinado a sacudir los sentidos con el engendro del instinto en las venas de los adoradores de Dionisio.

¿Qué haría con la niña? ¿Llevarla al cuarto miserable donde ni siquiera había un televisor? Para ir al parque ya era tarde. A esa hora los navegantes etílicos se estarían desperezando para continuar con los rituales de danzas y movimientos, en esa última noche de excesos en que las personas, además de celebrar esa eterna fiesta de la tristeza, pasaban revista de su existencia, facturas pendientes a la vida y, como siempre, sin recibir respuestas a la diversidad de quimeras que se fueron desintegrando por los caminos.

¿Por qué tuvo que traerla con ese vestido de domingo en ese sórdido atardecer de febrero? “Qué importa —pensó en forma vacilante—. Se trata de mi hija y está conmigo. En cinco años la he podido tener por breves periodos y a base de condicionamientos que no estaba preparada para cumplir. Daremos una vuelta, regresaré a cambiarme y permaneceré de guardia hasta que se duerma en mis brazos... ¡A ver si esta vez me la vuelven a quitar!”.

La tomó de la mano con toda la delicadeza que le fue posible y ambas echaron a andar por esa larga calle donde en esa época del año convergían lo eterno con lo efímero, la oscuridad y el neón, los colores, las penas y las sonrisas. Ángeles parecía sorprendida ante ese lado agitado de la vida que le era desconocido. La aglomeración del gentío crecía al igual que el bullicio y la lluvia de serpentinas que caían sobre la caravana de carrozas alegóricas de burdas animaciones.

Eran ya las once y, en medio de toda esa gama de desbordes, Regina quería regresar aunque su hija reclamaba un helado. El ambiente se volvió pesado y dio una segunda vuelta de su túnica tratando de cubrir sus pechos. Algunos hombres amontonados en los bares la llamaban mofándose que la pequeña rubia fuese sostenida por una mulata.

—¡Te falta el delantal de niñera de ricos! —le gritó uno.

—Lo está buscando al padre —agregó otro en estado de ebriedad, refiriéndose al camionero polaco.

Cruzó la calle para evitar más burlas de esa gente que la solía ver frecuentar los bares de la zona. Siguió esquivándose de la turba, temerosa de algún agravio hacia la niña. Buscó protección bajo la estructura de una gradería, pero debieron retirarse porque en un rincón una mujer mayor le despojaba la ropa a un adolescente alucinado. Por un momento soltó las manos de Ángeles para sacar de su bolsa un pañuelo y retirar la sombra gris y pegajosa que le hacía lagrimear. Nunca le había gustado realmente el gris. Le recordaba toda esa maldita ceniza que debía retirar del fogón todas las mañanas. También le era insoportable el medio luto de Nora, que se le hacía eterno y que, según la misma, no podían pretender más: “Que me vista toda de negro por una media madre...”. Y el gris de las escamas malolientes de los peces que se amontonaban en el bananal. Su padre, aún más silencioso desde el abandono de su madre, sobre el que nunca se habló ni después de haberse sabido que había muerto, y más callado aún en los días teñidos de plomo que pre- anunciaba un temporal. De esa forma, su tristeza parecía mayor, pues impediría un día normal de pesca. Fue entonces cuando sintió que Nora no le iba a permitir bailar ni vestirse de colores, al percibir que también le teñirían de gris el corazón, que una siesta salió a pasear, como antes por el camino de tierra bordeada de palmeras. Fue así que una vez aceptó la invitación de un conductor y partió con sus diecisiete años, más lo que llevaba puesto encima. Abandonó el pueblo, regresando dos años después solamente a parir y, como sabía que intentarían cortarle las alas, una tarde nuevamente regresó a la ciudad.

Cuando terminó de limpiarse los ojos, Regina ya no encontró a su hija. Primero empezó a girar de un lugar a otro devuelta una y otra vez por la multitud hacia el mismo punto. Desesperada comenzó a gritar, pero su voz se perdía entre el sonido de las panderetas y los tambores, en medio de empujones, gritos, risas y cantos. Nadie le prestaba atención. Nadie escuchaba en Carnaval a una mujer desmaquillada y sin disfraz, que no bailaba y además se atrevía a profanar la orgía con su llanto.

—¡Vete al hospital negra...! —dijo uno

—O al cementerio... —balbuceó un anciano, recostado a una farola sin desviar la mirada de los senos y caderas multiplicados que se agitaban en la caravana de carne mojada, entre plumas y fantasías de colores explosivos.

Dieron la una y nadie la vio. A las dos tampoco, y a las tres la policía le tomó los datos de Ángela.

—¿Qué, la niña se llama así, o se halla disfrazada de ángel? —interrogó el oficial, con goma de mascar en la boca, sonriente y desconcentrado.

—Las dos cosas señor. Es bella como un ángel y no debería estar aquí.

—¡Está loca!

Siguió sola con la búsqueda, cruzando la calle en zig zag con sus tacones dorados en las manos. Empezaba a clarear y la muchedumbre a dispersarse. Regina, desmoronada y exhausta, emprendió su tortuoso regreso arrastrando los pies. Sus tules parecían harapos y toda ella a un espectro que a nadie llamaba la atención en ese amanecer de disfraces maltratados. Siguió avanzando y, una cuadra antes de llegar al inquilinato, alcanzó a divisar a su hija acurrucada en el umbral de una rosticería, con la cabeza recostada en la pared, se había quedado profundamente dormida. La tomó en sus brazos llenándola de besos; en ese momento Nora se la arrebató llevándola hasta el taxi, que permanecía con el motor encendido, junto a dos testigos y un escribano labrando acta.

—Fue tu última oportunidad, Regina. Después de esto me darán la tenencia y la niña tendrá la vida que se merece. Conmigo, que además soy la única de piel clara en la familia. Sigue con tu vida de mesera casquivana y no te le vuelvas a acercar. Ella olvidará lo que pasó esta noche, le diré que fue solo una pesadilla y papá estará bien en su mecedora con su muñeca blanca entre las piernas.

El vehículo se perdió de vista al doblar la esquina de la plaza mientras Regina permaneció por un rato arrodillada con el llanto ahogado. Se puso de pie sosteniéndose en la pared. Subió las gradas arrastrando viejas desdichas, desprovista de esperanzas. Tirada en la cama llevó sus manos hacía la blusa cruzada sintiéndola húmeda a la altura del hombro. La estola de seda quedó con la mancha y el aroma del chocolate de aquel último abrazo. Hizo un movimiento como si estuviese sacudiendo las escarchas adheridas al cuerpo durante esa espantosa noche, llamando una y otra vez a su madre, de la forma en que se clama cuando se es consciente de que no existen respuestas.

—Mamá... Marambaia, mamá, papá no quiere que salgas a pasear con los pescadores en el bote amarillo..., él se enfurece, te llama vagabunda y Aníbal no para de llorar.

Poco a poco y sumergida en su propio espacio sentencioso, quedó inerte, vencida por el sueño. Afuera amanecía. Las primeras ráfagas de la alborada comenzaban a regar las fisuras del asfalto, las paredes henchidas de golpes y estrías. Esto no parecía interesar a nadie, al igual que el repicar del campanario que anunciaba el inicio de la cuaresma.



CASA DE GUISOS

 

Todos los huéspedes de la antigua casona de la calle Oliva de pronto despertaron de su letargo de la siesta ante el grito ensordecedor de la patrona, quien, bajando a saltos la escalera con la cabellera desparramada sobre el kimono japonés entreabierto, dejaba a luz la voluptuosidad de sus senos, aprisionados dentro de un sostén negro con bordes de encaje que, al respirar agitadamente, parecían a punto de desbordarse y que en cualquier momento quedarían al descubierto.

Cuando llegó a la planta baja, el gentío se apresuró a socorrerla. Elvira, sudorosa y jadeante, repetía sin cesar:

—¡Creo que está muerto! ¡Dios mío! Yo solamente le estaba dando unos masajes en la espalda, cuando de repente lanzó un ronquido extraño y se desplomó sobre mí. Por favor, llamen a un médico..., mejor al doctor Quintana, el de la Intendencia.

También ella se desvaneció y al rato apareció Ñeca con un vaso de agua azucarada que dio de beber a Elvira quien al poco tiempo se encontraba rodeada de todos los residentes de la pensión, mientras Ramoncito desde el zaguán intentaba comunicarse por teléfono con el puesto médico de la Intendencia, en tanto que “Salchicha”, el rockero uruguayo, subía las escaleras hasta la habitación de la patrona y, sin entrar al cuarto, a través de la puerta entreabierta pudo ver el cuerpo del Coronel tendido boca abajo y, al parecer, sin vida. Quiso entrar para apagar la radio, pues juntamente con el murmullo de algunos vecinos que empezaban a llegar, más el perro que ladraba continuamente, el ambiente era de total confusión.

Don Agüero, el zapatero que tenía más años que todos viviendo en la pensión, se apresuró a cerrar la puerta del frente para evitar que entrasen más curiosos. Luego ayudó a los enfermeros a bajar en camilla el cuerpo del coronel Evaristo García. Recibieron órdenes de llevarlo a la Intendencia Militar, por encontrarse más cerca del lugar. Posteriormente darían el diagnóstico oficial sobre las circunstancias de la muerte.

En la Intendencia el doctor Quintana firmó el acta de defunción, certificando que el deceso había ocurrido en ese lugar, a causa de un infarto masivo del miocardio, Elvira continuaba llorando y rodeada por la gente en la pensión.

Después, cerca de las seis de la tarde, doña Francisca llegó a la casa y en ese entonces reinaba aparente calma y normalidad. Cuando quiso hablar con Elvira, le contestaron que su nieta estaba acostada con fuerte dolor de cabeza. Se sentó a terminar un trabajo en la máquina de coser, pero no dejó de llamarle la atención el hecho de que todos los inquilinos que pasaban a su lado le saludasen de manera un tanto especial.

En ese instante llamó Olga desde Altos., comentando que por la radio se había enterado de la muerte del Coronel. Agüero respondía en forma entrecortada y vacilante, lo cual llamó la atención de doña Francisca quien, al finalizar la comunicación, le dijo a Agüero que allí estaba pasando algo raro y se lo estaban ocultando. Finalmente el hombre tuvo que decir la verdad. Ella se retiró a su cuarto a rezar, no sin antes aclarar que lo hacía más por evitar escándalos y el futuro de la pensión que por el alma del fallecido:

—El pobre ya está donde debe estar. Felizmente no nos necesita. Somos nosotros los que estaremos desprotegidos.

A la noche Elvira bajó ataviada con un discreto medio luto y se dispuso a asistir al velatorio del Coronel.

Al llegar a la casa de la hermana de la esposa del difunto, que se encontraba en la vereda junto a otras personas, se apartó del grupo y se dirigió a Elvira, invitándola a que se alejase del lugar para evitar problemas, pues la viuda estaba en conocimiento de las circunstancias que rodeaban lo ocurrido.

Cuando Elvira decidió regresar y pudo por lo menos dar una breve mirada hacia la puerta abierta de la sala donde se hallaba el féretro, alcanzando a ver a Chiquita Zayas abrazando a la viuda, supuso que ella sería la causante de la reacción de la cuñada del Coronel.

—¡Maldita perra! Fue hasta la casa de Evaristo a contarle todo a su esposa. Su lengua venenosa no podía esperar por lo menos a que se enfriase el cuerpo. Pero esta puñalada no se la voy a perdonar —concluyó al tiempo que ordenó que sacaran las cosas de Chiquita de la habitación y las tirasen a la calle.

En eso se presentó Ñeca pidiendo que le dejaran manejar el asunto, de modo a no agravar las cosas:

—Vos sabés que Chiquita de todos modos ya pensaba mudarse y no te olvides que tiene amigos influyentes en la Caballería, que son los que ahora mandan. Por eso ya ni siquiera necesita cantar en la parrillada.

Al día siguiente Elvira amaneció con señas de haber llorado mucho y dormido poco. Hacia las tres de la tarde recordó que el acompañamiento fúnebre de Evaristo ya se habría iniciado.

—Estarán ahora en el cementerio —pensó.

Más tarde imaginó el regreso, la gente que habría participado del entierro, sus rostros y, principalmente, los comentarios, de los que seguramente su nombre no estaría ausente.

—Y pensar que esta noche él iba a estar conmigo para cenar su guiso preferido de los viernes, el de carne seca, arroz y ajo.

Los martes acostumbraba pedir guiso carrero solamente con salsa de cebollas, y los otros días le solía decir:

—Guisos de cualquier cosa nomás, mi reina; de mandioca con laurel de España, de mondongo con arroz, o fideo moñito, flor del campo o caracoles. Lo importante es que sean de tus manos —casi siempre susurrándole al oído, dejando por un rato el mentón en su cuello.

El caso es que ahora todo se había acabado bruscamente y seguramente tampoco ya vendrían sus amigos. Se olvidarían de los famosos guisos sazonados con diversas especias, cuyas recetas nunca fueron develadas. Pertenecían a la abuela, era el mayor tesoro que aportó a la casa en otro tiempo, un tiempo que posiblemente ahora empezaría a cambiar.

Con el transcurrir de los días la pensión se volvió un tanto sombría. Aquella casa ubicada en una esquina, cuya construcción se extendía en mayor proporción hacía la calle Estrella, con los álamos sin hojas y el escaso movimiento, daba el aspecto de tristeza y dejadez. De pronto finalizaron los encuentros y la música. El aroma de los guisos dejó de escapar por las ventanas; de esa casa que en una época algunas señoras del vecindario evitaban mirar y hasta caminar por su vereda.

“Salchicha” había suspendido sus prácticas matinales de guitarra. Sólo de tanto en tanto se escuchaba el martilleo de Agüero, reparando sus zapatos, mientras, con su acostumbrada media sonrisa y aparente indiferencia, se ponía a indagar:

—¿Por dónde anduviste anoche, Ñeca?

—Y fui a dar una vuelta por la playa del Mbiguá, de puro aburrida nomás.

—Hay muchos pescadores por ahí, ¿verdad?

—No sé. Van señores a desarrollar sus autos. Eso dicen.

—¡Que bien! —acotó Agüero sonriendo con picardía, pensando que lo que tenía bien desarrollado Ñeca era la imaginación. Los tacos del zapato de la joven tenían rastros de tierra colorada y no de arena de playa. Ella se percató de la suspicacia del viejo y se fue a su cuarto.

—Por los zapatos de la gente me entero de tantas cosas —se dijo el hombre, mientras seguía imperturbable con su rutinario trabajo. Él conocía a las muchachas alegres, de carácter y oficio. Mujeres que por las noches subían a los autos sin mucho preámbulo, y durante el día se pasaban desganadas depilando las cejas frente a un espejito bajo el sol. Con el pelo recién lavado envuelto en una toalla estampada y por momentos con una rara mueca en el rostro, que seguramente respondía al recuerdo de alguna locura cometida la noche anterior que, por lo común, se olvida después de un buen baño, pero no siempre.

Julio, el estudiante de Derecho, la solía observar con cierto interés. Pero ella odiaba a los estudiantes de la pensión que se reciben y regresan a su pueblo con el título bajo el brazo para casarse con la prometida oficial. Jóvenes aparentemente solitarios que, al diplomarse, repentinamente se convierten en hombres importantes, soberbios, a los que no se los puede ubicar, ni siquiera para comunicarles sobre un embarazo. Como le ocurrió a Clarita y a otras amigas.

Un mes después Elvira avisó a sus huéspedes que a la noche debían participar de una reunión.

A la hora indicada todos se hallaban presentes en el comedor. Sobre la mesa estaba la nota de la inmobiliaria en la que se comunicaba que no sería posible la renovación del contrato de alquiler. Se debía desocupar la casa antes del 5 de enero de 1990. Nadie hizo un solo comentario. Salieron en silencio, dejando solos a Elvira, su abuela y “Salchicha”, que trataba de animarlas inútilmente.

Después del golpe militar de febrero de 1989 todo había empezado a cambiar en la pensión, como ya lo había anticipado doña Francisca, comenzando con la suspensión de la ración de carne y víveres que Elvira recibía de la Intendencia. Los nuevos aires de libertad no fueron muy alentadores para la casa, pues muchos oficiales, que eran los principales comensales, habían pasado a retiro. Otros fueron trasladados y los ingresos que proporcionaban los guisos que se servían en la casa de lunes a viernes a las ocho de la noche mermaron sustancialmente. Todos pensaban que las cosas mejorarían con el nuevo gobierno, pero doña Francisca, que había perdido a su padre en la Guerra del Chaco y a su marido en la Revolución del 47, tenía sus dudas sobre el futuro, repitiendo con frecuencia que esa mezcla de libertad y pobreza podría ser una combinación peligrosa para el país.

En el Paraguay siempre ha habido una clase especial de mujeres, que a veces se apasionaban más por la profesión que por su hombre, mujeres que parecían pertenecer a un círculo de subdesarrollo sentimental: las típicas locas por los músicos o choferes y, ni qué decir, las que se obsesionaban por los uniformados. Elvira contactó con algunos de ellos a través de sus esposas cuando tenía una peluquería cerca del Batallón Escolta. Allí frecuentaban las “capitanas”, “mayoras” y “coronelas”. Las esposas que ensayaban a nuevas ricas porque en cualquier momento sus maridos podrían ascender, para lo cual, ellas harían cualquier cosa, hasta acostarse con el comandante, quien en pago de los favores amorosos, podía mediar ante los altos mandos a modo de acelerar la anhelada promoción. De esa forma Elvira empezó a conocer a esa rara casta de mujeres que tenían a su servicio a los soldados que llegaban de la campaña para servir a la patria y mucho de los cuales terminaban convirtiéndose en sirvientes asexuados de la casa, mientras ellas se pasaban el día endeudándose con la Cooperativa Militar o leyendo revistas bajo los secadores del salón de belleza.

Un día apareció Evaristo por la peluquería a buscar a su esposa y Elvira nunca supo si la antipatía que sentía por la mujer contribuyó para sentirse atraída por la mirada insistente del militar que, a partir de aquel día, empezó a visitarla justo cuando ella cerraba el negocio y se ofrecía a acercarla hasta la pensión. Una noche, invitó a Evaristo a cenar y, como suele suceder, el amor comenzó por el estómago.

Posteriormente vinieron otros amigos de la esfera castrense y la casa se hizo famosa en toda Asunción por sus sabrosos guisos, mientras crecía paralelamente la mala fama de Elvira entre las esposas de los militares que frecuentaban la peluquería, expandiéndose también el comentario de que los guisos de la casa de Elvira se hallaban cautivados.

Finalmente tuvo que cerrar su salón de belleza, contratar dos cocineras más y dedicarse de lleno a la pensión. Fueron tiempos felices en que hasta el atraso en el pago de los pensionistas se podía tolerar, porque Evaristo se había encariñado con todos y le pedía a su amada que no les presionase, que todos eran buena gente, a excepción de ese rockeró que no le caía en gracia, más aún desde que Chiquita Zayas una noche, en plena cena y ante la presencia del agregado militar de la Embajada de Venezuela, comentó que “Salchicha” observaba de una forma obsesiva a Elvira y que a veces ella parecía corresponderle con la mirada.

—¡Pero claro que no! —dijo Ñeca—. Lo que pasa es que él le suele cantar su tema preferido: Muchacha ojos de papel, y ella no puede evitar revivir sus años de adolescencia. Además él interpreta esa canción de una forma tan especial.

—¿Especial? —ironizó don Agüero—. Si todos los rockeros argentinos cantan igual, hasta físicamente se parecen. Flacos, con el pelo lacio y grasoso, el cuello finito que parece que en cualquier momento se les va a soltar del cuerpo, como las cuerdas de sus guitarras.

—Pero no —intervino Ramoncito—, él nació en Montevideo.

—Ah..., así que es uruguayo; en fin, todos los rioplatenses cantan el mismo tango.

Elvira Samaniego era una mujer de abundante cabellera negra. Una mujer que siempre vivió presa de exóticos delirios y acostumbraba a dramatizar la cadena de trágicas vivencias que decía haber enfrentado. Era exhuberante de figura y afectos y con frecuencia caía en accesos de llanto y alegría desbordante. No se veía precisamente alta, pero su cuerpo robusto e impetuoso la hacía aparecer imponente. De niña estudió danza folclórica y española. No terminó la secundaria, porque le pareció más práctico montar su propio negocio.

Optó por la peluquería porque siempre le fascinó ese ambiente con diversas fragancias, y revistas sobre princesas y artistas, donde el tiempo parecía transcurrir de forma diferente. Era muy divertido enterarse de todo sin tener que preguntar nada.

Olga, la madre de Elvira, molesta por haber abandonado su hija el colegio, dejó la pensión a cargo de su madre y regresó a la casa familiar de Altos. Fue así como Elvira quedó al cuidado de su abuela. En realidad ésta sólo oficiaba de acompañante de la joven, pues ella ya había abierto las alas. Entonces doña Francisca no halló otra alternativa que la de aprender a ser tolerante. “Es el llamado de la carne que a través del tiempo se irá aplacando”, solía susurrar la abuela, pero con el transcurrir de los años también ella se desentendió del asunto.

Era verdad que a Elvira el rockero no le era indiferente. No obstante se había convencido de que ese sentimiento no era otra cosa que una reminiscencia de aquellas vivencias de su etapa estudiantil: fragmentos de emociones, experiencias inconclusas que deambulaban por su inconsciente y que, a veces, inesperadamente se aproximaban a las orillas de su corazón, haciéndolo latir aceleradamente.

Doña Francisca, que para ese entonces ya se había convencido de las consecuencias que estaba generando el fallecimiento del generoso Coronel, regresó a su casa de Altos junto a su hija Olga, porque no quería esperar hasta último momento y tras un puntapié tener que salir de la vivienda.

Elvira no quiso acompañarla para no tener que enfrentarse a su madre, su pasado, y los reproches.

Tampoco estaba segura de querer regresar al pueblo sola y sin respuestas. Cuando llegó diciembre, todavía no sabía dónde iría a parar.

Algunas noches hacían peñas en el comedor, cuyas paredes, después de haberse vendido poco a poco los muebles, dejaban al descubierto las manchas de humedad. Cantaban, tomaban algunas cervezas, recordaban tiempos felices y, aunque el futuro se veía un tanto incierto, aún así, no dejaban de hacer planes.

Los funcionarios del Ministerio de Hacienda y el estudiante de Derecho ya se habían ido. También la modista, que se instaló en un cuartito que le alquiló la almacenera. Sólo quedaban Elvira, don Agüero, Ñeca y “Salchicha”. A Ramoncito, que sólo tenía once años, lo iban a ubicar con unos misioneros, con la promesa de llevarse al perro que un día recogió en la Plaza de los Héroes.

Agüero pensaba llevar su zapatería a la casa de un primo en Lambaré. Ñeca, que había conseguido empleo en una tienda de la galería del mercado, iría a vivir con unas compañeras de trabajo. “Salchicha” resolvió instalarse en Buenos Aires, explicando que en esa ciudad tendría mejores posibilidades para proseguir su carrera. Planeaba partir después de Año Nuevo. Elvira era la única que aún no tenía nada planeado.

—No quiero sufrir con anticipación —solía responder.

Frente a la casa de estilo italiano de principios del novecientos habían colocado un enorme cartel que anunciaba el próximo funcionamiento de una nueva financiera en ese lugar. De todos modos, el día 24 la adornaron con globos y guirnaldas. Cenaron juntos y, cuando los otros fueron a dormir, sólo quedaron Elvira y “Salchicha”. Este le obsequió a Elvira un cassette que le había grabado. El joven, con la cabeza inclinada sobre su guitarra, le pidió que desde ese día lo llamase por su nombre y seguidamente le cantó su canción preferida. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y le confesó que tampoco le agradaba eso de “la patrona”. Él la tomó en sus brazos, secó sus mejillas y la besó en la boca.

—No debiste hacer eso, Marcelo, sos un chiquilín.

Él la volvió a besar, conmovido al oír su nombre. Abrazados en el cuarto del muchacho los sorprendió la mañana.

Entre el ajetreo de la Navidad y el Año Nuevo nadie notó el romance que se había iniciado entre Elvira y el músico y, después de haber festejado el inicio del año 1990, cada uno tomó su propio camino, despidiéndose con lágrimas y promesas de cartas, ante las reiteraciones de Elvira de que ella iba a quedarse “por aquí cerca nomás”. Hacia el mediodía de la primera jornada de enero, las calles de Asunción se veían desoladas ante un verano que se vislumbraba despiadadamente tórrido.

—¿Por qué no vas también a Buenos Aires junto a tu amiga peluquera, la hija de Panchita. ¿O es que no querés estar cerca de mí? —le repetía insistente Marcelo.

—No sé qué hacer..., pensar que un día llegaste diciendo que estarías sólo un mes por tu contrato en el pub y ahora me querés llevar.

—Me dolía que no me dieras bola...

—No sabés, yo te escuchaba cantar y soñaba con vos, pero pensaba que no sería posible, que como todo extranjero un día te irías. También me resultaba incómodo ser un poco mayor ..., son siete años..., y te escuchaba cantar..., hasta aprendí la primera estrofa de una de tus canciones, ... a ver:

“En mi cuarto se refugian las heridas de la vida/ en mi cuarto tengo amigos a montones/ tengo a mano mi guitarra/ cuando estalla una plegaria... y estoy solo.... ”.

A primera hora del 2 de enero, Elvira y Marcelo, con sus bolsones y valijas, tomaron un taxi hasta la Terminal de Ómnibus. Ella no tuvo tiempo ni siquiera de ir hasta Altos, despedirse y pedir a su abuela el cuaderno de recetas de aquellos inolvidables guisos que hicieron historia en la pensión de la calle Estrella, platos que, según doña Francisca, eran mejores que la comida francesa: “Nada como un buen guiso, porque lleva carne roja, rica en proteínas; arroz, el cereal del pueblo; verduras, fuente de vitaminas, papas, valiosa en carbohidratos, especias que seducen al paladar, todo esto envuelto en ese aroma que se desliza por comedores y pasillos disipando el mal humor”.

Aquellas recetas registradas en ese cuaderno forrado con papel floreado que durante su niñez le parecía inalcanzable. De todos modos se las sabía casi de memoria y era más importante realizar lo que ningún hombre se lo había pedido nunca: Ir a vivir juntos..., lejos..., cruzando la frontera.

 

 

 

 

CRUCE DE CRUCES

para Juan Manuel Ramírez


El paraje parecía aún más desolador en los días de viento norte y en los otros días también. Desde que cerraron la curtiembre y, posteriormente, el aserradero, de a poco se fueron todos. El tren pasaba una vez a la semana, al igual que el colectivo y algunas carretas que lo hacían porque no quedaba otra opción. Las vías del ferrocarril permanecían, como dos hilos de acero, sobre el andarivel de tierra dura, acorralada por pastizales y maleza baja.

Cuando el viento cesaba y el ocaso se deslizaba hacia la noche, las láminas de chapa de la estructura de la vieja estación emitían crujidos como intentando recobrar su antigua postura después de un largo día con golpes de sol y vendavales. Tres bancos se hallaban en hilera bajo la galería en medio del silencio, con las hojas y el polvo acumulado. Tres bancos con base de hierro, junto a otros elementos que en sus años de movimiento se constituyeron en la única cantina del cruce: las sillas de caño hueco, los taburetes, la vieja barra y el armazón de una lámpara de pie conformaban los esqueletos dispersos que habían sobrevivido al abandono, en medio de otros herrajes rodeados de pozos hormigueros. Nadie se los había llevado, pues, al decir popular: estaban impregnados de sangre.

Era vísperas del día de los muertos cuando en ese lugar sin cementerio la locomotora a vapor irrumpió en la abierta calma del paisaje. Desde la curva del cerro comenzó a disminuir su velocidad acercándose a lo que quedaba de la estación Cruce Esperanza. Al detenerse, descendieron de la máquina dos pasajeros, ambos de vagones diferentes. La mujer delgada y vestida de negro se dirigió directamente hacía el pequeño montículo donde se hallaba una cruz de madera. Permaneció un rato con la mirada fija en el madero, se arrodilló y, antes de colocar las flores, esparció las hojas y ramas secas que el viento había ido acumulando. Crisóstomo Correa fue directamente hacia la otra cruz.

Al llegar, se detuvo quedó parado con el sombrero en las manos y la mirada fi a en el nombre del hijo escrito en una diminuta chapa de bronce. Al girar la cabeza constató que Lucía seguía arrodillada y, aunque ambos viajaban al lugar en esa fecha por el mismo motivo, en todo ese tiempo apenas se habían dirigido la palabra. En un principio Lucía rechazó abiertamente todo acercamiento, mas, con el transcurrir de los años, se fue ablandando y por lo menos ahora respondía con un movimiento de cabeza, lo que para Crisóstomo ya era algo.

La tragedia de Cruce Esperanza había ocurrido siete años atrás. Los sábados a la noche, después de haber recibido la paga semanal, los trabajadores se reunían a beber en el bar de la estación. Formaban dos grupos. Los hombres del aserradero de un lado y los de la curtiembre del otro. Todos habían llegado con el propósito de hacer dinero rápido, algunos eran aún muy jóvenes y otros habían dejado mujeres e hijos. Pocos podían regresar como lo habían proyectado. El trabajo duro y la terrible soledad hacían que gastasen casi todo el monto de la semana en prostitutas y alcohol. Los que se empeñaban en juntar dinero permanecían alejados del resto, casi siempre guitarreando frente a la barraca y en cierta forma rechazados por los demás. Los otros bebían y maldecían el lugar y, a medida que transcurrían las horas, surgían riñas y alborotos y esa noche, en que por primera vez ingresaron dos jóvenes que no acostumbraban a frecuentar el recinto, los demás se propusieron darles la bienvenida, que casi siempre consistía en un grotesco bautizo, con el fin de provocarlos y lograr finalmente un enfrentamiento.

—¡Miren todos, llegaron dos señoritas! —dijo Moncho, el capataz del aserradero, un hombre grueso y moreno, cuyos orificios nasales se parecían a la boca de un pez. Los hombres, bestializados, con los ojos desorbitados y la piel grasosa, rieron a carcajadas y propusieron un brindis. Entonces Canguro se bajó los pantalones, orinó sobre la cerveza que le quedaba en el vaso y se acercó a uno de los nuevos. Este se negó a beberlo y Evaristo, ayudado por otros, lo tiró al suelo, se sentó sobre el pecho de Heriberto, quien luchaba inútilmente por liberarse. En ese momento todos hicieron lo mismo: orinaron en sus respectivos vasos de cerveza diseminando el contenido por las mesas y el techo. Moncho propuso que le abrieran la boca. El grupo expresó su acuerdo a través de gritos y silbadas, rodeados por la difusa iluminación que apenas los distinguía en medio de la inmensa fumasa.

Bernardo, el otro joven, nada pudo hacer.

—Tu amigo no te defiende porque él es del aserradero. No se mete con los hediondos de la curtiembre —refirió Evaristo, mientras Moncho le tiraba cerveza con orín a la cara y Canguro le sujetaba la cabeza con su bota de caucho llena de lodo. Finalmente, lograron que Heriberto tragase el líquido, en ese momento lo liberaron, todos aplaudieron y los dos guitarreros siguieron ejecutando. Bernardo se acercó para levantarlo, pero Heriberto lo rechazó con un gesto. Ahí los hombres empezaron a gritar a Bernardo:

—¡ Puto...! ¡ Maricón...! —coreaban los mismos agravios, prosiguiendo el festejo en medio de un ambiente que indicaba una jornada de incontrolables desbordes.

—¡No me defendiste, carajo! —dijo Heriberto a Bernardo con la mirada encendida.

—No pude, no me dejaban.

—¡ Andáte a la mierda! —le contestó Heriberto mientras pasaba a formar parte del montón. Ahora lo invitaban con cerveza pura y él bebía con rabia y extraña satisfacción.

Moncho se acercó a Bernardo, que permanecía solo sentado en una esquina para decirle:

—Heriberto está comentando que no sos suficientemente macho, ¡que tampoco servís con las putas!

Lo cierto es que el cantinero solamente hasta este punto pudo contar la historia con alguna claridad; a partir de allí, al igual que los demás testigos, las contradicciones e incoherencias convirtieron al suceso en un caso nunca resuelto. En medio de la borrachera y confusión ni siquiera pudo saberse quién atacó primero. También existían dudas de que los jóvenes se hubieran dado muerte en forma simultánea. Heriberto murió de un disparo y Bernardo acuchillado. Ambos, al igual que los que se hallaban esa noche en la cantina, portaban pistolas y facones.

Cuando Lucía terminó sus oraciones, se puso de pie y al dar la vuelta se encontró con el padre de Heriberto.

—Solo quiero avisarle que el tren pasará recién al atardecer —comentó Crisóstomo.

—Gracias.

—Deberíamos hablar algún día, para aclarar las cosas.

—Qué caso tiene si los dos están muertos —alegó Lucía.

Caminaron juntos hacía el corredor de la estación. Se sentaron por primera vez en el mismo banco. De tanto en tanto pasaba algún desconocido que les saludaba alegremente, posiblemente por sentir que no estaba solo en esa desolada región.

—Estoy pensando en dejar de hacer estos viajes, señora. Creo que no tienen sentido. Total, Heriberto está enterrado en Bahía del Sur.

—Como Bernardo en Santa María —agregó Lucía—, pero como aquí murió....

—Murieron —puntualizó Crisóstomo.

—Usted habla como si se tratara de mellizos que nacieron muertos.

—Eran buenos amigos y jamás se hubiesen dado muerte. Una vez pasé por su pueblo y fui hasta el cementerio a visitar la tumba de su hijo. Me dio mucha paz el asunto. Ahora usted debería hacer lo mismo con el mío. Tendría que visitarnos en Bahía del Sur. Hágalo con su madre, si así lo desea.

—Mi madre ya no puede viajar

—Puede ir con una hermana u otra persona de su confianza.

—Claro.

—También pienso que alguna vez podríamos juntar las cruces de nuestros muchachos.

—Tal vez.

De regreso, ella bajó primero y una hora después él hizo lo mismo. Cada uno siguió su camino cargando sus historias, los conflictos paralelos, perturbadoramente idénticos. Tenían tanto en común y, sin embargo, hasta ese momento, habían estado tan alejados. Los dos vivían solos. Ambos perdieron a su único hijo, aunque el estigma de que Bernardo y Heriberto se hubieran matado el uno al otro y que cada uno de ellos creyese que no fue su hijo el primero, se convirtió en un muro entre los padres de aquellos dos jóvenes que, inflamados de sueños y proyectos, un día partieron hacía Cruce Esperanza... “para ganar buen dinero y rápido, con el ímpetu que caracterizan los sueños juveniles y así no tener que esperar a viejo —decían— para ver la fortuna lograda, cuando a veces ya no se puede disfrutar de ella”. No regresaron con v ida y tampoco nadie pudo hallar lo que pudieron haber reunido.

En poco tiempo el negocio de la madera y el cuero dejó de ser rentable. En el poblado sólo quedó la vieja estación que en sus años de bonanza se había convertido en una parada obligada de viajantes, vendedores y aventureros, quienes hacían un alto en aquel sitio donde los rastros de un progreso ficticio ahora se hacía más intolerante que la naturaleza disponible y exuberante de otrora.

Un año después Lucía realizó el mismo viaje. Tenía una leve esperanza de que Crisóstomo se hallase en uno de los vagones, pero al llegar a Cruce Esperanza fue sólo ella quien descendió del tren. Como todos los años, realizó la misma rutina. Era una mañana un tanto fresca para el mes de noviembre. A la siesta, sentada en el banco de siempre, sintió el súbito deseo de realizar algo que durante todo el año le había inquietado: Llevó la cruz de su hijo hasta la lomada donde se hallaba la del compañero. Después de todo, habían luchado por un mismo ideal, murieron juntos y quizá haya sido mejor que nadie supiese quién había agredido primero. Tal vez ninguno lo hizo. Quizá la alteración de los sentidos impulsó algunos brazos anónimos a ensangrentar la gresca. Quién sabe qué extraña fatalidad se instaló entre ellos aquella desventurada noche. Ahora que las dos cruces estaban juntas, Lucía sintió un atisbo de lo que podría ser la anhelada resignación, y con ese sentimiento abordó al tren. Pero esta vez no descendió en Santa María. Resuelta y serena, siguió viaje hasta Bahía del Sur.

 


 

 

 

EPÍLOGO

 

Si bien este volumen corresponde a mi quinto lanzamiento, los materiales publicados con anterioridad fueron trabajos dados a conocer a través de la prensa, talleres literarios y también por medio de una producción lanzada en forma conjunta con otros “compañeros de pluma”, en setiembre de 2002.

No deseo dejar de realizar ciertas reflexiones sobre algunos de los personajes de mis cuentos de la presente colección. Creo que se trata de una necesidad espiritual la de intentar comunicarme con los lectores, de establecer una especie de puente donde del otro lado una voz muy cercana a mí retoce con algunas respuestas imaginadas.

CASA DE GUISOS es un compendio de veintitrés cuentos narrados dentro de un estilo al que algunos califican de costumbrista. Tal definición ciertamente me satisface, pues los antihéroes de las historias transitan por sendas y brumas donde abundan las evocaciones. Mis criaturas son rescatadas de un pasado cercano, por suerte, todavía con influencias de un tiempo no muy lejano. Ellos son redimidos por una especie de garante que, después de haberlos engendrado y contemplado pasar por la vida —y en algunos casos, haber escuchado otras voces—, considera injusto condenarlos al olvido. Consecuentemente, la observación e imaginación se convierten en aliadas importantes en el apasionado proceso de la creación. A estos oriundos los siento de aquí, de allá y de todas partes. Transitan barnizados con un ropaje universal y aunque a veces el triunfo sobre la soledad sea efímero, queda como contrapartida algo de poesía y otro poco de reflexiones. No me inquietan los rótulos o una determinada clasificación de estilo, que finalmente puede ser tan variante como la preferencia de los lectores. El propio concepto del estilo se halla determinado por pareceres variables; es enriquecido e inmensamente singular en el transcurrir de las edades, y es natural que así sea, pues representa la voz humana que evoluciona y se renueva sin aplacar las diversas características. En ese sentido, algunos dramas de los escritores de la antigüedad, hoy hasta nos parecerían un tanto melodramáticos, pero, si la vida sigue siendo una tragicomedia, entonces, ¿por qué no mostrarla así? Así lo verán a mis personajes, aun a esos desprovistos que no pueden ser cubiertos con manto alguno.

Cada actante recorre con una determinada estructura sicológica cuyas actitudes son más bien establecidas por el ambiente que por su propia voluntad. Son hombres y mujeres que más allá de lo anecdótico reflejan la multiplicidad de vivencias y esto definitivamente los hace universales. Sus historias se deslizan por cauces naturales, entornos ambiguos y a veces umbrales fantásticos, condensados dentro de una exposición que pretende lograr el deleite que producen las narraciones de prosa fluida y lineal. En cuanto a la universalidad de los temas, muchas vivencias cotidianas lo confirman, porque ¿dónde está la diferencia entre abordar un taxi en Nueva York, Villarrica o Taipei? Beber té en determinada cultura puede ser parte de todo un ceremonial, pero finalmente el acto de beberlo responde a una idéntica necesidad. La lucha por la sobrevivencia, las incógnitas sobre el destino del hombre, el eterno sentimiento de impotencia ante la muerte, son iguales en Atenas como en Neuquén.

En CASA DE GUISOS los huéspedes y pasajeros extienden sus vivencias hasta donde les permite ese paréntesis un tanto bullicioso y espeso donde convergen historias y proyectos de peregrinos de una típica pensión de Asunción de los 80. En aquel reducto se producía todo un volcán de quimeras, que finalmente los termina devorando, quedando el interrogante sobre la validez del precio pagado por una libertad que tal vez no se justifique a costa del abandono del placido hogar, posiblemente ya irrecuperable.

LA ÚLTIMA GOTA, constituye —a través de Avellaneda y Miranda— todo un símbolo del amor que se agiganta con el transcurrir del tiempo, desechando el mito que se atribuye a las efímeras pasiones juveniles, sospechosamente glorificado por nuestra sociedad de consumo. En esta historia el personaje incluso recurre a la fantasía como un elemento válido para rechazar una realidad inaceptada.

SOBRE EL RÍO CANOAS Y CUCHILLEROS es una breve pincelada sobre los cazadores del río del Alto Paraguay, allá donde las luchas y fracasos conjugan sus propios códigos de sobrevivencia y los pequeños logros deben ser defendidos, a veces con la propia vida.

VIGILIA SUBURBANA describe el patético territorio dentro del cual una mujer transita durante treinta años. Sin embargo, una fuerza ajena a ella misma, tras bambalinas, la auxilia en el momento adecuado, mutando sus desdichas en esperanzas, justo en ese tramo de la vida cuando la madurez necesita recoger los frutos investidos de alguna dignidad.

Rita Marshall, la cantante del ESPECIAL DE MEDIANOCHE, se sumerge en un túnel por medio de un sueño químico, al parecer por no querer pernoctar junto a sus fantasmas y, de esa forma, los viajes en tren de una tropa de artistas y soñadores súbitamente cambia de vagón.

CRUCE DE CRUCES trata de hallar un equilibrio entre la razón y la resignación de los hechos irreversibles de la vida, que en este caso es representado por dos padres que finalmente inician un proceso de catarsis, a fin de liberarse del rencor que les sumía la muerte de sus hijos acontecida en circunstancias confusas.

Regina, en MIÉRCOLES DE CENIZA, deambula sus tormentos durante una fatídica noche de carnaval brasileño y, al igual que esa fiesta de la tristeza, ella termina vencida por el sueño, ese estado en el que a veces las personas se abandonan para desentenderse de verdades y condicionamientos, para los que no se hallan genética y “socialmente” programados.

TENGO TRISTE es un cuento en el que afloran elementos asociados a la sinceridad y el afecto inocente de la niñez. A Tomás se lo llevan las aguas en una noche tormentosa y, ante la terrible ausencia, Alan arranca de sus fibras más profundas un canto con el que se compromete a aplacar al olvido con la memoria.

En ÁNGEL se destaca que el amor físico no siempre obedece a cánones establecidos. En este relato el deseo y la belleza van unidos a cierta vaguedad, hasta transformar los sentidos en juego y poesía. Además, la propia ambientación les cede lugar, pues todo ocurre en una fortaleza desprovista de juicios, mientras los jinetes inquisidores cabalgaban por otros poblados.

LA FLOR DEL ALGARROBO es la historia de Lorenzo, el joven taciturno que, empujado por las circunstancias adversas de la vida, se exilia bajo la sombra de un árbol de flores míticas, un altar donde se consagra el amor filial, en un ritual que se perfila eterno.

Julián Echeverría cobra vida en COMO HUMO DE LEÑA VERDE, en la que se configura la idea de que la barbarie nunca fue monopolizada por dictadores, sacerdotes y monarcas, pues se podría elaborar todo un catálogo de atrocidades que se gestan diariamente en nuestro entorno criollo, como las crueldades e injusticias del pirómano, el cual ni su propia destrucción finalmente redime.

Vargas Llosa afirma que el escritor en cada obra transmite algo de su propio ser. Sin embargo los personajes nacen a través de la diversidad de búsquedas y pasiones que podrían estar cerca de uno, pero no precisamente dentro. La observación asimilada produce sustancias que, como partículas incontrolables, se disparan hacia diversos horizontes, en búsqueda quizá de la trama y el desenlace que los corporice. ¿Reales o ficticios? Arabos, porque determinar el límite entre la realidad y la ficción, la literatura puede encararlo a través de diversos cauces y matices. En cuanto al límite o la medida, no se lo controla totalmente, pues en esto sí coincido con el referido escritor: “una vez que tienen vida, ya existen” y posiblemente un espíritu auxiliar se ocupe de abrir puertas y clausurar caminos.

Cuando le habían preguntado a Borges la razón de no haber escrito una novela, él dijo que temía “perderse entre tanta gente” y, parafraseando al genial escritor, confieso sentir gratitud al poder trajinar en medio de toda esa muchedumbre, con almas que transitan por estos cuentos sobre tanta gente y sin temor al extravío. Espero, con sincera humildad, que el lector igualmente los acoja. Que no los olvide, pues quién sabe si, más cerca o a cierta distancia, ellos caminan junto a nosotros en esos días melancólicos, solapadamente y por senderos paralelos.

El Autor


 

 

 


 

 

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