NO CONTÁBAMOS CON SU ASTUCIA

 Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

No soy afecto a los funerales. Siempre que puedo los evito. Sé que hay uno al que no podré faltar porque no dependerá de mí, salvo que mis deudos respeten mi deseo y me cremen y  distribuyan poéticamente mis cenizas en las aguas del Ypacaraí, así puede que retorne cuanto menos como cianobacteria.

Como sea, igual he tenido que asistir a varios, algunos de gente muy querida, varios por compromiso con los allegados y una buena cantidad por simple parentesco, esa relación de consanguinidad que algunos consideran tan importante como los afectos.

Esos últimos son los velorios que me resultan más incómodos porque por más primo lejano mío que sea quien yace inmóvil en el cajón, no me genera sentimiento alguno. Y no dejo de sentirme ligeramente hipócrita por poner cara de circunstancia solo para no desentonar en la escena.

Por supuesto que la muerte siempre produce tristeza, pero cuando no tuvimos vínculo afectivo con el muerto, la empatía se da en realidad con quienes le sobreviven, con el dolor de su pérdida.

Cuando niño llegaba a mortificarme cuando me informaban del deceso de algún familiar lejano y me daba cuenta de que la noticia no tenía ningún impacto interno para mí. Ni dolor, ni pena, ni sentimiento de pérdida. Nada.

Con los años entendí que la sangre no es necesariamente afecto y que la gente que realmente tiene impacto en tu vida puede carecer por completo de vínculos familiares contigo. Puede ser una persona con la que nunca cruzaste palabra y que, sin embargo, te importa.

Me pasa en estos días. Sé que su fin material está cerca. Está muy enfermo y los médicos dicen que su condición crítica es irreversible. Leo la noticia y siento una bola de hielo en el estómago.

No es cualquier persona, es el niño que me acompañó durante todas las meriendas de mi infancia, las meriendas que me servía mamá y que luego se quedaba un rato conmigo para escucharle; es el doctor que logró que me sentara con mi padre a reír juntos durante media hora de chistes que ya nos sabíamos de antemano, pero que igual nos provocaba la risa.

Es el hombre disfrazado de saltamontes al que imitábamos en los recreos, el chico que vivía en un barril y soñaba con una torta de jamón que solo mucho después supimos que eran sándwiches.

Se llama Roberto Gómez Bolaños, pero para nosotros siempre será Chespirito. Transita los últimos pasos de su vida material, su inmortalidad ya es un hecho.

No es mi pariente, nunca le hablé en la vida y, sin embargo, ese es un funeral para el que espero que todavía falte mucho pero al que iría solo para dar las gracias, para celebrar que haya vivido. Una parte de mi infancia y de la de tantos millones se irán con él.

No contábamos con tu astucia, Chespirito.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 04 de Mayo de 2014, 01:00

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