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LUIS BAREIRO

  LA PATOTA - Por LUIS BAREIRO - Domingo, 15 de Mayo de 2011


LA PATOTA - Por LUIS BAREIRO - Domingo, 15 de Mayo de 2011

LA PATOTA

 

  Por LUIS BAREIRO

 

lbareiro@uhora.com.py

 

Que yo recuerde, los únicos músculos que se ejercitaban en mi casa eran los de la lengua, ya sea para degustar los platos de mamá, para empujar los horribles guisados de mi hermana o para retrucar las chanzas de mi padre; en especial, esto último. Era un juego permanente que terminó por desarrollar en la familia un gusto casi perverso por la ironía y el sarcasmo.

Lamentablemente, no era un tipo de humor que gozara de popularidad fuera del hogar. De hecho, algunos parientes me habían advertido que su práctica podía generarme no pocos problemas, considerando la exagerada sensibilidad de la mayoría de nuestros compatriotas.

Tenían razón. Lo supe la primera vez que un puño se estrelló en mi nariz. Tenía 9 años y mi interlocutor -y precoz agresor- más edad, pero menos imaginación para el retruque.

Fue toda una revelación. Sentí cómo la sangre me corría por el rostro. Quise responder con otra diatriba, pero había quedado con la mente en blanco. Entonces, me arrojé sobre él desatando la primera gresca de mi vida.

Terminamos en la dirección, de rodillas, frente a una cruz (era un colegio de monjas). Fueron dos horas de penitencia. Para cuando salimos, éramos ya los mejores amigos del mundo.

Aquello fue apenas el prólogo. El resto de la primaria y buena parte de la secundaria estuvieron jalonadas de zocos y patadas. Confieso que en la mayoría de los casos tuve la culpa, y además me llevé la peor parte.

No es que viviera de riña en riña, ni mucho menos, pero tampoco hacía mucho por evitarlas. Era un bocón en una sociedad que hace culto al silencio. Lo cierto es que no recuerdo haber completado un año sin llegar a casa con los rastros de un intercambio de opiniones poco civilizado.

Primero fue solo una cuestión de principios; después, descubrí que había algo más en aquella definición física de las discusiones; una cuestión visceral, una mezcla de hormonas y machismo cultural.

Hoy sé que aquello no era sino parte de un ritual de iniciación, tan tonto como añejo. Un vestigio de nuestro pasado salvaje, la necesidad primigenia de probar fuerza en la manada, el sabor irracional de sentirse el macho alfa de la jauría.

Aclaro que jamás cumplí el sueño bestial del liderazgo físico. Salvo que me tocara en suerte un púgil todavía más inútil que yo, los encontronazos solo servían para galvanizar mi amor propio tras otra bochornosa experiencia. Lo bueno de esto es que después de besar la lona un par de veces hasta el ego se acostumbra.

La madurez que vino con los años me permitió entender que lo único importante de aquellas experiencias juveniles es entender que se trataban en realidad de una cuestión menor, una pavada hormonal que no debería tener más importancia que la primera aproximación a las prácticas onanistas, arte al que, felizmente, los seres humanos, por lo general, destinamos más tiempo que a probar nuestra destreza pugilística.

Había, sin embargo, en aquellos arranques -me refiero a las grescas- un factor común; no pasaban de un intercambio casi superficial de zocos. Como mucho, terminábamos con un ojo en compota y la nariz del tamaño de una toronja. Pero, nada más. A la primera señal de lesión seria, toda acción cesaba.

A nadie se le ocurriría seguir pateando a un rival caído. Era un juego de egos y testosterona, pero un juego al fin.

En los últimos años, empero, algo pasó. Ya no son juegos. Hay una bronca asesina. En algún momento se borraron los límites. Entre un ojo morado y un pulmón aplastado hay una brutal diferencia, pero los chicos ya no lo perciben.

¿Qué convirtió a las pandillas en patota?

La violencia es hoy el enemigo a vencer. Y no es una cuestión de machos; es una cuestión de padres.

 

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 15 de Mayo de 2011, 01:00

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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