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RICARDO SCAVONE YEGROS

  TESTIMONIOS DE LA GUERRA GRANDE y MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ - Compilación, introducción y notas de RICARDO SCAVONE YEGROS


TESTIMONIOS DE LA GUERRA GRANDE y MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ - Compilación, introducción y notas de RICARDO SCAVONE YEGROS

TESTIMONIOS DE LA GUERRA GRANDE

Sargento Mayor GASPAR CENTURIÓN

Sargento Mayor ESTANISLAO LEGUIZAMÓN

Capitán de Fragata ROMUALDO NÚÑEZ

Oficial de marina MANUELTRUJILLO

Teniente Coronel JORGE THOMPSON

 

MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ

JUAN SILVANO GODOY

VIZCONDE DE TAUNAY

TOMO II

Compilación, introducción y notas de RICARDO SCAVONE YEGROS

 

 

COLECCIÓN

IMAGINACIÓN Y MEMORIAS DEL PARAGUAY Nº 2

DIRIGIDA POR RUBÉN BAREIRO SAGUIER Y CARLOS VILLAGRA MARSAL

© Edición especial de SERVILIBRO

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Asunción, Paraguay

Edición especial para ABC COLOR

Yegros 745 Teléf.: 491 160/6

E-mail: redacción@abc.com.py

Pág. web: www.abc.com.py

©  De la Introducción y Notas: Ricardo Scavone Yegros

Diseño de tapa: Celeste Prieto

Diagramación: Gilberto Riveros Arce

Edición al cuidado de Ricardo Scavone Yegros

Hecho el depósito que establece la Ley N° 1328/98

Asunción, Paraguay, julio de 2007.(117 páginas)

Tirada de 10.000 ejemplares

I S B N:978-99953-0-032-6

 

ÍNDICE

Propósito - Rubén Bareiro Saguier - Carlos Villagra Marsal

Introducción

Ricardo Scavone Yegros

TESTIMONIOS DE LA GUERRA GRANDE

Recuerdos de la Guerra del Paraguay - Sargento Mayor Gaspar Centurión

Apuntes Biógrafo-Históricos- Sargento Mayor Estanislao Leguizamón

Memorias Militares-Capitán de Fragata Romualdo Núñez

Gestas Guerreras-Manuel Trujillo

ElEjército Paraguayo y sus recursos generales -Teniente Coronel Jorge Thompson

MUERTE DEL MARISCAL LÓPEZ

La muerte del Mariscal López- Juansilvano Godo

La muerte de López-Vizconde de Taunay

 

 

PROPÓSITO

 

Esta Colección de doce volúmenes, que hemos denominado IMAGINACIÓN Y MEMORIAS DEL PARAGUAY tiene, según sus apelativos lo sugieren, el objeto de alcanzar a la mayor cantidad posible de lectores testimonios directos, memorias e interpretaciones de nuestra historia patria y de los avatares de nuestra identidad nacional, vale decir, de nuestro pasado caudaloso de infortunios como de instantes de épica generosidad y eminentes temporadas de realizaciones políticas y de cohesión social.

Al propio tiempo, la Colección incluirá textos significativos de nuestro imaginario, tomando en cuenta que la poesía y la narrativa se constituyen con frecuencia en registros más iluminadamente in tensos de la condición, los anhelos, vicisitudes, denuncias y esperanzas de un pueblo.

Para plasmar ambos objetivos, integramos esta docena con libros de triple progenie: unos, aunque relativamente accesibles, tan representativos que su inclusión resulta imperiosa en el conjunto; otros éditos en folleto o en libros de escasísimo tiraje, la mayor parte aparecidos en el siglo XIX o a principios del siglo XX, por lo cual resultan ahora inhallables y su publicación un verdadero rescate; por último, textos rigurosamente inéditos y de tal modo valiosos, que nos parece sorprendente que no hayan visto la luz hasta ahora.

Para lograr una mayor amplitud en términos forzosamente breves, tanto en cantidad como en número de páginas, en algunos delos volúmenes se inserta una pluralidad de autores que escriben sobre idéntico material, y de quienes se introducen sólo fragmentos lo suficientemente comprensivos de textos más extensos, como se ha hecho en los libros sobre la Guerra Grande y la ciudad de Asunción. Con el mismo criterio, en alguna ocasión se publica una antología, en el caso bilingüe, tal la de la poesía en guaraní.

En otras oportunidades, los textos son una selección de carácter unitario de los mejores fragmentos o capítulos de un autor y un libro determinados.

Por fin, hemos procurado presentar las diferentes tendencias y reflexiones en la interpretación de nuestro pasado histórico, cuyos hombres y hechos siguen aún siendo ejes de polémica, incluso por quienes poco o nada conocen sobre el particular.

Bien sabemos que es imposible cifrar en doce libros lo dicho y escrito sobre un sitio que desde hace cinco centurias ya se había constituido raigalmente como nación. Pese a ello, creemos que la muestra es lo bastante representativa como para entreabrir el entendimiento y proseguir el diálogo sobre nuestra categórica individualidad paraguaya.

RUBÉN BAREIRO SAGUIER

CARLOS VILLAGRA MARSAL

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Entre las fuentes a las que se puede recurrir para el conocimiento  de la Guerra del Paraguay contra la Triple Alianza, o Guerra Grande, como se la denomina comúnmente hasta hoy en nuestro país, los testimonios de los protagonistas tienen una importancia indiscutible. Por más que las memorias o autobiografías sean consideradas como documentos de escaso valor para la crítica histórica, porque en general son escritas interesada y subjetivamente, con fines de justificación personal, lo cierto es que ellas presentan los cuadros y situaciones vivirlas con los colores auténticos que sólo pudo percibir plenamente el que las presenció. Aunque no constituyan la última palabra para la comprensión de los hechos descritos, revisten gran relevancia al ser analizadas junto con otros documentos.

Muchos de los combatientes paraguayos dejaron testimonios sobre la Guerra de 1864 a 1870. Algunos de esos testimonios tuvieron la Fortuna de alcanzar varias ediciones, como los Datos Históricos del general Francisco Isidoro Resquín o las Memorias de los coroneles Juan Crisóstomo Centurión y Silvestre Aveiro; otros permanecen inéditos; y unos pocos, pese a que aparecieron en letras de molde, son casi tan desconocidos como los segundos, por haberse impreso en muy pocos ejemplares.

Tal el caso de los testimonios incluidos en la presente compilación, que corresponden al Capitán Romualdo Núñez, a los Sargentos Mayores Gaspar Centurión y Estanislao Leguizamón, y al oficial demarina Manuel Trujillo. Se trata de cuatro escritos autobiográficos de protagonistas de la Guerra del Paraguay, diferentes en jerarquía y trayectoria, pero que compartieron los sacrificios y horrores de la que es considerada a justo título como la gran epopeya nacional.

Los cuatro testimonios tienen en común, además, que fueron redactados sin pretensiones literarias, con lenguaje sencillo, sin vueltas ni adornos. Constituyen la narración simple de la propia experiencia guerrera. Pero en esos escritos aparentemente llanos, los autores recrean hechos impresionantes. Las descripciones de Leguizamón sobre la batalla de Acosta Ñu, las de Centurión sobre la retirada por el Ypecuá, lo que cuenta Trujillo sobre la batalla naval del Riachuelo, o la escena que relata Romualdo Núñez del encuentro con el mariscal López después de la derrota de Lomas Valentinas, maravillan por la magnitud de los dramas humanos que los autores tuvieron el privilegio de presenciar y recordar.

Revelan también estos testimonios la diversidad de esfuerzos y de visiones que se mancomunan en una guerra. Cada combatiente tuvo experiencias importantes que comentar, y por lo general éstas no coinciden con las de los demás. La variedad de informaciones contribuye a ir construyendo la visión de conjunto, que es fundamental para la correcta apreciación de los sucesos históricos.

En todos los testimonios se han incluido breves referencias sobre sus anteriores ediciones y sobre el autor. Como complemento de la primera sección de este libro se reproduce un capítulo muy ilustrativo de la obra sobre la Guerra contra la Triple Alianza escrita por el teniente coronel Jorge Thompson, ingeniero inglés al servicio del Paraguay, con datos respecto de la organización del ejército paraguayo, que servirán para interpretar mejor los testimonios publicados.

En la segunda sección se insertan dos crónicas de contemporáneos sobre los acontecimientos del 1° de marzo de 1870, que marcaron la conclusión de la guerra, con la muerte del mariscal Francisco Solano López. Sus autores fueron escritores muy reconocidos que, pese a no haber presenciado lo que ocurrió en Cerro Corá, recabaron informaciones raciones de los protagonistas, y reconstruyeron los hechos con fidelidad y belleza de estilo; un paraguayo, Juansilvano Godoi, y un brasileño el vizconde de Taunay, con posiciones críticas en cuanto al presidente López, pero que no pudieron dejar de reflejar la grandeza de su  inmolación.

Taunay, quien se desempeñaba como secretario del Estado Mayor del conde d'Eu, buscó sin éxito, en un relato escrito originalmente para parientes y amigos, justificar y cubrir de gloria los desmanes de sus compatriotas. Dejó en cambio para la posteridad una descripción impresionante en la que destaca por sobre todo la férrea voluntad del mariscal Solano López.

En todos los casos se ha actualizado la ortografía, extendido las abreviaturas, y corregido errores notorios de puntuación, teniendo en cuenta que se trata de una edición con fines principalmente divulgativos.

De esta manera quedan reunidos textos que no siempre se encuentran con facilidad, y que constituyen documentos valiosos para aproximarse a episodios significativos de la historia paraguaya, en los que se fue consolidando a sangre y fuego el destino de nuestra nación.

Ricardo Scavone Yegros

Asunción, junio de 2007

 

 

TESTIMONIOS DE LA GUERRA GRANDE

 

SARGENTO MAYOR GASPAR CENTURIÓN*

RECUERDOS DE LA GUERRA DEL PARAGUAY**

 

*. El mayor Gaspar Centurión, nacido en Trinidad en 1843, formó parte del Cuerpo de Cirujanos del Ejército Nacional durante la guerra. Intervino en acciones militares, como la segunda batalla de Tuyutí, las de Itororó, Abay, Lomas Valentinas y Rubio Ñu o Acosta Ñu. En la posguerra actuó en política, y se desempeñó por varios periodos como diputado. Falleció en Asunción en 1898.

** Fueron editados por la familia de Centurión en 1931 (Asunción, Imp. Ariel: 31 pp.).

 

 

Al tomar la pluma para escribir estos ligeros apuntes de mi vida militar en servicio de mi patria, no me propongo hacer la historia de la guerra en que actué, sino hilar mis recuerdos sobre los hechos culminantes en que fui actor y testigo.

No me mueve ninguna vanidad, pasión o deseo de hacer resaltar los méritos que pueda tener como defensor de la patria, pues bien sé que, sufriendo lo que he sufrido, sólo he cumplido un deber elemental como paraguayo, en presencia de mi tierra invadida por ejércitos enemigos.

Mi deseo hubiera sido, no hablar de mí, glorificar a mis compañeros de armas, poniendo de manifiesto los episodios de su heroísmo, lo mucho que hicieron y se desconoce; pero esto queda para otros, para los que poseen dones literarios de los que carezco y autoridad mayor en todo sentido.

Tal vez resulten de alguna utilidad al futuro historiador los datos que voy a consignar y que serán dictados por una absoluta honestidad, sin sacar ni poner nada a los hechos ocurridos.

Y si incurro en inexactitudes, no será debido a malicia alguna, sino solamente a haber dejado transcurrir veintisiete y pico de años para hacer este pequeño trabajo, que me propongo dejar a mis hijos como recuerdo y para que no olviden que el autor de sus días contribuyó también con su "granito de arena" cuando los intereses, la integridad y soberanía de la patria se hallaron amenazados.

 

APUNTES BIOGRÁFICOS

Nací el 6 de Enero de 1843 en el antiguo caserón de uno de mis antepasados, Don Juan Valeriano Zeballos, sito en Trinidad.

Hice mis primeros estudios en la escuela local, junto con mis diez hermanos, desaparecidos casi todos en la guerra.

Terminados mis estudios primarios, pasé a la Capital, donde ingresé en el Aula de Filosofía, dirigida por el padre Maíz.

Al comenzar la guerra, todos los ciudadanos fueron llamados al servicio de la patria, yendo cada cual a ocupar el lugar que le tocó en suerte.

Los estudiantes de más edad fueron destinados a diferentes servicios, unos en el Ejército, otros en la Sanidad Militar. Yo fui destinado al cuerpo de Cirujanos, entrando enseguida a actuar.

Durante la larga campaña fui ayudante de los Doctores Skinner y Stewart, si es que no prestaba servicio en los cuerpos de vanguardia o en comisiones que se me encomendaban.

Si bien mi puesto permanente estaba en los hospitales de sangre, donde no se descansaba, frecuentemente tomaba parte en acciones de guerra, en las que mucho tenía que hacer.

Actué en las siguientes batallas: en Tuyutí, el 3 de Noviembre de 1867; en Paso Espinillo, el 21 de Marzo de 1868; en Ytororó, el 6 de Diciembre de 1868; en Abay, el 11 de Diciembre de 1868; en Lomas Valentinas del 21 al 27 de Diciembre del mismo año; en Rubio-Ñú, el 16 de Agosto de 1869.

En estas terribles acciones, en las que tan alto rayó el heroísmo paraguayo, me encontré en medio de los combatientes, en el inmenso entrevero, prestando mis humanitarios servicios bajo una lluvia de balas, entre el chocar de lanzas y bayonetas, muchas veces bajo el casco de los caballos y siempre entre mil peligros. Y es una de las grandes satisfacciones de mi vida haber socorrido a tantos valientes, haber salvado a muchos y haber mitigado los dolores de la agonía de los que rendían su existencia por nuestra querida tierra natal.

De muchas cosas fui testigo en aquellos días espantosos. Tal vez estaba en mejores condiciones que los combatientes para ver lo que no tenían tiempo de ver los que ofuscados blandían una espada.

Las notas que siguen tienen así el mérito de venir de un espectador sereno y son fruto de la realidad y no meras fantasías.

 

TATAYIBÁ

Comisionado por mi Jefe a llevar parte al Cuartel General de "Paso Pucú", llegué en momentos en que el Mariscal y todos los Jefes y Oficiales que estaban allí se dirigían para subir al alto paredón levantado a poca distancia de los edificios del Cuartel. Invitado por uno de los Ayudantes de Su Excelencia, formé también en el grupo, y muy pronto desde aquella elevadísima posición pudimos abarcar con la vista toda la inmensa llanura que quedaba al otro lado de los bosques que cubrían los alrededores de la casa presidencial. Su Excelencia y otros Jefes miraban atentamente con anteojos hacia los sitios que a la simple vista se veía moverse un gran ejército.

Allá estaba, según me dijeron sigilosamente algunos camaradas, el General Caballero con sus tropas, encerrado dentro de un anillo de hierro, que los aliados le prepararon de antemano.

Ya al oscurecer casi, el Mariscal, alargando el brazo derecho en dirección a aquella falange de guerreros, agitó la mano diciendo: "Bizarra caballería paraguaya: En nombre de la patria agradecida os doy el adiós" y giró sobre sus talones, recorriendo la alta meseta hasta el sitio de las escaleras, con la cabeza baja, abstraído al parecer por profundas meditaciones. Formamos rápidamente dos hileras, por cuyo medio cruzó el Mariscal sin fijarse en nadie. Cuando pasó a mi lado, le pude observar perfectamente y creí notar en su semblante signos de gran emoción.

Se comentaba reservadamente entre los circunstantes las frases que pronunció arriba del paredón y el visible pesar que se apoderó de él al bajar los anteojos y despedirse de un cuerpo de tropas que parecía quedar prisionero del enemigo, pues nunca, según los que le conocían de cerca, el Mariscal dejaba traslucir sus sentimientos íntimos ante los demás.

Volví yo inmediatamente a mi Regimiento y al otro día supe por narraciones de los ayudantes, con quienes diariamente me veía en aquellos días, que a eso de las 10 de la noche, se oyó a la distancia un toque de cometa, que alarmó a todo el Cuartel. Salieron rápidos algunos ayudantes a inquirir la novedad y media hora después se sintió otra larga clarinada más próxima ya y luego, el galopar de algunos caballos. Eran los ayudantes que volvían anunciando la llegada del General Caballero y sus Regimientos, a los que se creía perdidos.

El Mariscal, que permanecía aún en la mesa, juntamente con algunos comensales, se levantó y salió a los corredores de la casa, lleno de júbilo y sin ocultar su inmensa satisfacción ante aquel desenlace inesperado.

Cuando llegó el General Caballero rodeado de su escolta y sus ayudantes, el Mariscal, que permaneció de pie durante todo el tiempo de la espera, abrió sus brazos y lo estrechó contra su pecho durante largo rato.

Pasaron después al comedor, donde el Mariscal brindó con elocuencia en homenaje al héroe de buena estrella y su caballería invencible y se hizo fiesta que duró hasta los primeros albores del amanecer.

Esta es la relación que tuve de los ayudantes al otro día, cuando llegué al Cuartel General con el parte acostumbrado de mi Regimiento

 

TUYUTÍ

En la batalla de "Tuyutí", el 3 de Noviembre de 1867, actué como ayudante del Coronel Luis González, que comandaba como segundo Jefe todas las fuerzas que entraron en acción.

En las últimas cargas, recibí una herida de bala en la pierna derecha. También fue herido el Coronel González. Ambas heridas, que no eran de mucha gravedad, nos permitieron continuar la lucha en retirada hasta salvar gran parte de nuestras tropas.

Al otro día, estando en el Hospital de Sangre, curándome, recibí orden de presentarme en el Cuartel General, en la misma casa del Mariscal. Un rato después estaba en camino, discurriendo durante el trayecto sobre los motivos de este llamado inexplicable para mí.

Cuando llegué a la prevención, un Oficial me tiró un pantalón y otro una casaca militar. Reemplacé inmediatamente las ropas que llevaba encima, que estaban sucias y rotosas, tal como las saqué del combate del día anterior.

Un ayudante me hizo señas para pasar adelante y me condujo a una pieza donde encontré sentado en una silla de hamacar a mi Jefe, el Coronel González, herido y con las piernas sobre otra silla, quien me recibió cariñosamente, llamándome como acostumbraba: "Aquí está mi dócto. Lo necesité desde ayer pero sabiendo que usted estaba también herido me resigné a no molestarle muy pronto".

Sentí pasos a mi espalda y volviendo la vista vi la figura imponente del Mariscal, que se acercaba a nosotros encariñando su barba espesa y renegrida. Me cuadré y lo saludé militarmente. Me miró de pie a cabeza y me interrogó en esta forma: "¿Está usted herido?". Le contesté que era un simple rasguño, haciendo gala de hombría y estoicismo, que según voz general en los campamentos le agradaban estas manifestaciones. Y luego me dijo: "¿De dónde es usted?". "De Trinidad, señor", le contesté. Y añadió: "¿Qué es usted con Julián Centurión, nuestro antiguo Juez de Trinidad?". "Mi padre señor", agregué. Y volvió a mirarme de pie a cabeza con aquellos ojos escrutadores que producían sensación, y se alejó caminando despacio, hacia los corredores de la casa.

Ya solos, el Coronel González me contó todo lo que había pasado el día anterior.

Tan pronto como el Mariscal supo que venía herido, ordenó se le hospitalizara en su propia casa y trató que le curasen los médicos ingleses que habían en el Ejército. El Coronel se opuso, diciéndole que no quería que le viese otro, sino su docto, el Teniente Centurión; que éste le entendía y además le tenía una gran fe como médico.

El Mariscal insistió en que se hiciera ver por un facultativo de  verdad; que sus dolencias quizás requerían una pronta intervención profesional. Y el Coronel, invencible, le rogaba me hiciera llamar, agregando, como para convencerle de una vez por todas, que además, en la pelea me porté muy bien a su lado y que tenía deseos de conversar conmigo sobre algunos detalles de la lucha.

El Mariscal no replicó y dio inmediatamente la orden para que se me llamara. Así tuve oportunidad de conversar por primera vez en el curso de la guerra, con este gran hombre que tenía la virtud de fascinar con su sola presencia.

Desde aquella fecha, diariamente, visité a mi paciente hasta su completa convalecencia.

Un día lo encontré nuevamente al Mariscal sentado al lado de la cama del Coronel, a quien le dijo, viéndome entrar: "Aquí llega su docto, quien va a dejarle listo para otra refriega con los negros".

Me preguntó de algunos de mis hermanos y sobre todo de José María, el mayor entre nosotros, inquiriendo sus años de servicio militar. Cuando le dije que llevaba ya 17 años cumplidos, pensó un momento y dijo: "Apenas es un recluta". A José María lo conocía mucho, pues formaba parte de la Escolta de Don Carlos y vivía casi siempre en la misma casa de éste, en Trinidad, próxima a la nuestra.

 

EN LAS "LOMAS VALENTINAS"

Una tarde, de las tantas en que se peleaba con ardor en los hermosos campos de "Itá-Ybaté", llegué hasta donde estaba Su Excelencia, quien mandaba en aquel día, en persona, la gran batalla.

Mi Jefe, el Coronel Montiel, había caído herido gravemente. Su segundo, el Comandante Don Patricio Escobar, me dio la orden de conducirlo al Estado Mayor y de darle el parte de lo sucedido, personalmente, al Mariscal.

Éste se hallaba a caballo en el mojinete del local donde funcionaba el telégrafo, desde cuyo sitio se abarcaba todo el campo de batalla. Un rato antes de mi llegada, una bala de cañón había llevado el techo de la Oficina, hiriendo la viga caída a dos soldados enfermos que estaban en el interior de la pieza.

Con este motivo se hizo cavar rápidamente un pozo de un metro de profundidad y ancho, y dos o tres de largo, donde el Jefe de la Oficina, Teniente Don Juan Franco, oriundo de la Capital, se trasladó e instaló su aparato. Desde este pozo se recibían y se despachaban constantemente telegramas.

El General Caballero, que iba y venía desde las trincheras hasta los lugares próximos donde estábamos colocados, buscando refuerzos para cargar y retornar los sitios perdidos, tenía en la parte trasera de su blusa roja, flotando al aire un pedazo en forma de banderita. Le había causado la punta de una bayoneta aliada o quizás una bala de fusil.

El Mariscal se fijó atentamente en este detalle, y volviendo la cara hacia el Teniente Aguilera; que se encontraba a su lado, le dijo: "Caballero anda buscando tres pies al gato".

Un rato después Aguilera recibió un balazo en la frente y cayó del caballo, completamente muerto. Era de larga y ensortijada cabellera rubia y me fue fácil poner la mano entre ella para detener su caída y bajarlo en tierra suavemente.

El Mariscal no se movió de este sitio, a pesar del peligro y de lanotificación que se había recibido con la muerte del Teniente Aguilera de que en este lugar arreciaban ya las balas. Permaneció allí, siempre a caballo, basta la noche.

Desaparecido Aguilera en la línea, quedé a su lado. Me preguntó qué hacía allí y le di parte de mi cometido.

Cuando llegó la noche me retiré para atender en el Hospital de Sangre la gran cantidad de heridos que eran recogidos de todas partes.

 

LA RETIRADA

Después de esta gran batalla, que duró 7 días consecutivos, no pudiendo seguir el camino real hacia Yaguarón, tuvimos que refugiarnos en el gran estero que divide Villeta de Carapeguá.

En este lugar de memorables recuerdos, López había mandado hacer una picada, colocando en el canal principal, que forma un río muy correntoso, una maroma que facilitase el pasaje. Por este camino improvisado, hecho rápidamente en previsión de una retirada forzosa, pudo pasar toda la gente que seguía a López.

El profundo estero llamado Ypecuá, respetado probablemente por los mismos animales, fue cruzado primero por la tropa sana, luego por los heridos, entre los que recuerdo muchos amputados recientes, por mujeres que llevaban en sus brazos uno o dos hijos, y criaturas, algunas abandonadas y otras que seguían a sus padres.

Calculo una extensión aproximada de dos leguas, más o menos, a esta vía crucis. Era preciso haber visto el pasaje de la gente por esa ruta para poder apreciar en su verdadero valor la decisión y patriotismo de la raza paraguaya:

Nadie le obligaba ya a esa cruel retirada. El ejército semi disperso. Sin embargo, cada uno de sus componentes hacía todo el esfuerzo posible, en medio de la selva y de aquel fango profundo, para llegar al otro lado y buscar la reincorporación a sus cuerpos.

¿Y la población civil? Gente que sufría en la retaguardia hambre y  penurias sin cuento, seguía resignada el largo calvario, sin querer abandonar la suerte de las armas nacionales.

Fuera ya de la vista del Mariscal, de los Jefes, de la Oficialidad y de las tropas, bien podían, en aquellos momentos de gran confusión v honda pena, retrasarse para seguir otros rumbos y buscar luego sus lugares o entregarse al enemigo, cansados ya de tantos martirios; pero esa resolución parecía inconcebible en esta gente hecha para todos los dolores y para todas las abnegaciones.

Llegamos ya de noche a un cerrito situado al Norte de la picada, para luego a la mañana siguiente buscar camino a Carapeguá.

Y de día y de noche la caravana de gente seguía sin cesar, pidiendo, casi todos los que llegaban, noticias de sus parientes y amigos y del rumbo que había tomado el Mariscal, con el propósito decidido de seguirle.

Así llegó a formarse, muy pronto, el nuevo ejército de Azcurra, que en sucesivas y desiguales batallas fue defendiendo, hasta Cerro Cora, palmo a palmo el territorio nacional.

 

BATALLA DE RUBIO-ÑÚ

Rodeado por el enemigo, inmensamente superior en número, se peleó sin descanso, hasta que nuestros batallones y regimientos quedaron completamente aniquilados. Era ya entonces nuestro ejército una sombra de lo que fue, compuesto de viejos, heridos mal curados y niños de 12 a 14 años. Sin embargo, se contuvo tantas cargas y se luchó con tanto entusiasmo y decisión, como si sus componentes fueran los veteranos de anteriores batallas.

Los sobrevivientes, que apenas sumaban un veinte por ciento de los que tomaron parte en la batalla, salieron casi todos heridos. Tal era la lluvia de proyectiles en aquel campo raso cercado de millares de enemigos, que se creyera imposible salvar la vida.

Recibí allí, ya tarde, poco antes de la retirada, una bala de fusil en la pierna izquierda. Pude llegar hasta un arroyito, en cuya costa encontré centenares de compañeros lavándose cada uno sus heridas. Era la única medicina del momento.

Hice lo mismo con la mía, para seguir apresuradamente mi camino.

Ya de noche y en las cercanías de un monte, el General Caballero, Jefe de la acción de "Rubio-Ñú", y el resto de la tropa, hicieron alto, para recoger a los demás fugitivos que iban buscando la reincorporación. Había que ver aquel cuadro de penurias. De todos lados aparecían, en medio de la oscuridad de la noche, soldados y oficiales fatigados por la lucha y el viaje, pero contentos de haber cumplido su deber. Muchos de ellos llegaban con la risa en los labios, haciendo bromas y contando alegremente sus novedades durante la pelea. ¡Qué raza sufrida y abnegada!

Su buen humor, bálsamo que mitiga los padecimientos, no le abandona ni en los trances más serios de la vida.

Me adelanté con un joven de Carapeguá llamado Rojas, que me servía de asistente, y fuimos a pasar la noche en una casita que quedaba a media legua del improvisado campamento.

Durante la noche, y a la luz de una fogata, Rojas me ayudó y me cortó con un cuchillo la piel de mi pierna herida, para sacar la bala que había quedado casi a flor. Vendéme como pude y al clarear el día nos juntamos con el grueso de la tropa que seguía viaje con rumbo que nadie sabía ni averiguaba.

 

EN LAS REGIONES DEL NORTE

Curado de la herida recibida en Rubio-Ñú, fui llamado a prestar servicios en una división de vanguardia en Santa Rosa de Carimbatay, a las órdenes del Coronel Rosendo Romero, Edecán de Su Excelencia, y de su 2° Jefe, el Comandante Páez.

El 16 de Octubre de 1869 llegamos a Tandei-y, donde descansamos durante dos días, para luego seguir hacia la Villa Ygatimí, en cuya población se había establecido el Campamento General.

En este lugar, el Mariscal ordenó que a distancia de 200 pasos más o menos de las tropas, se formaranlos Jefes y Oficiales de nuestra vanguardia, para recibir orden superior, en conferencia. Momentos después, el Mariscal, acompañado de su Estado Mayor, llegó a este sitio y dirigiéndose a los allí presentes, habló durante largo rato, manifestando entre otras cosas la necesidad de destacar una división, que debía cumplir una comisión importante. Y que, a este efecto, se acordaba del Cuerpo de Ejército cuyos Jefes y Oficiales le escuchaban, por haber demostrado ya, en más de una ocasión, valor y patriotismo en los momentos en que la Nación exigía de sus hijos el cumplimiento del deber.

Esta alocución, pronunciada con toda energía, y con un timbre de voz que vibraba, en aquel solitario lugar, nos dejó a todos conmovidos. Explicó luego en qué consistiría la comisión. Era la siguiente:

Dirigirse hacia "Panadero", hasta alcanzar "Tacuarita" y "Tacuara-Guazú", pobladas por estancias de la familia García-Corvalán, y recoger toda la hacienda vacuna que pudiera conseguirse, remitiendo al ejército para el consumo de las fuerzas. Le constaba, decía el Mariscal, que en aquellos parajes existían fuerzas enemigas bien armadas, y que había necesidad de hacer cualquier sacrificio en caso de un encuentro, para quedarnos dueños del campo de combate, a fin de recoger los armamentos que hacían ya falta a nuestro ejército. Terminada la conferencia el trompa de orden dio la señal de marcha, como a eso de las 3 p.m.

Entramos horas después en la picada del gran monte de "Itanará", donde pasamos la noche, continuando al día siguiente la marcha hasta al otro lado, ya al ponerse el sol.

Al tercer día pasamos por un fortín denominado "Sanjita", llegando ya de noche a las trincheras del "Río Verde". De aquí a "Tacuatí" y después a "Tacuarita", de donde fue despachado el Mayor Clemente Montiel, con el Capitán Aquino y 80 de tropa, a "Tacuara-Guazú".

Al día siguiente, buscando la incorporación de Montiel, a poca distancia de marcha, oímos tiros de fusil e hicimos alto. Un rato después llegó un chasque, pidiendo refuerzos, a lo que el Coronel no accedió, haciendo tocar contramarcha para retroceder todo lo andado. ¿Qué había pasado? El Mayor Jacinto Bogado, con el Regimiento N. 13 de Caballería, había recibido orden superior de plegársenos; pero antes de llegar al sitio de nuestro campamento, tuvo que batirse con fuerzas muy superiores y fue completamente destrozado por el enemigo.

A los cuatro días del combate librado por el Regimiento N. 13, el Mayor Bogado con 20 de tropa, se nos incorporó en las cercanías del "Aguaray", en el más lamentable estado.

Al pasar de Tacuatí hacia Lima-Tuyá, nuestra gente venía ya desgranándose por completo casi, a causa de la falta de orden y de alimentos. No se sabía por dónde ir; el enemigo cruzaba todos los caminos, y algunos rezagados que iban juntándose con nosotros, daban diversas noticias, que sembraron una alarma justificada en las filas de nuestro ya diminuto cuerpo de ejército. Gran parte del tiempo pasábamos dentro del monte, donde la gente acosada por el hambre buscaba en la espesura de la selva algo que comer.

En estas condiciones miserables, sin esperanzas ya de juntarnos con el Estado Mayor General, y próximos a caer indefectiblemente en poder de enemigo, resolvimos entre ocho compañeros buscar una salida del tupido monte, y seguimos un sendero, que al cabo de dos leguas más o menos, nos llevó a las riberas del río Jejuí, cerca de "Tupí-Pytá".

Orientados ya, andamos el largo viaje, descansando de las fatigas durante el día, para caminar de noche, hasta el amanecer; y así vinimos aproximándonos cada uno a nuestro destino, que no era otro que el hogar solariego.

 

YA EN CASA

Dos días después de haber llegado a casa, recibí la orden del Triunviro de la República, Don Cirilo Antonio Rivarola, para presentarme al Palacio de Gobierno.

Al día siguiente muy temprano seguía el camino real, que viene de Zeballos-cué y cruza el pueblo de Trinidad, para luego tomar la vía férrea En uno de los puentes, encontré una pobre mujer harapienta, extenuada por el hambre, que me pidió una ayuda pecuniaria. Tenía no sé por qué milagro una moneda boliviana en mi bolsillo, con la cual pensaba costear mis gastos en la ciudad. Pero era tal el dolor de aquella desdichada, que resolví despojarme de lo único que tenía para antregarle.

Entré en la ciudad ocupada ya por el enemigo. Los soldados cruzaban las calles y llenaban todos los sitios de reunión. Rara vez se veía a un paraguayo. Causaba honda pena esta transformación de la ciudad amada.

Llegué hasta la casa de Gobierno y fui de inmediato llamado por el Rivarola, quien me recibió cariñosamente y me dijo: "Supe por el Alférez Ortiz su llegada y ordené que le llamaran con urgencia. No olvidaré jamás lo que usted hizo por mí tantas veces en la prisión. Voy a darle hoy mismo una colocación donde pueda seguir haciendo bien a sus semejantes y donde tengan rendimientos sus trabajos". Y llamando a su Secretario ordenóle preparar un Decreto por el cual se me nombraba Jefe de una Sección del Hospital instalado en los suburbios de la Capital, con cargo de correr con la proveeduría de dicho establecimiento. Rivarola deseaba claramente ayudarme. Y efectivamente se formó el Hospital sin control alguno en los gastos, y donde no faltó nada de cuanto se pedía y pudiera conseguirse entonces.

Pero tal era el desinterés que todos teníamos de juntar dinero en aquella época, que en la caja donde se guardaba el importe de los cueros, de la grasa y de la carne vendida, intervenían los demás compañeros de infortunios.

¡Cómo se podía negar nada al amigo, casi hermano, con quien pasó cinco años de peripecias inolvidables!

La guerra y los sufrimientos comunes, vinculan lo increíble. Y además, en aquellos tiempos, el dinero no tenía para nosotros importancia alguna.

Poco después surgieron las revoluciones políticas. Estando en servicio del Gobierno, defendí las Instituciones, a pesar de la amistad que me ligaba con mis antiguos Jefes y compañeros y a pesar de las insinuaciones y pedidos que estos me hacían por carta desde el campo de la revuelta. Torturé mi corazón y seguí cumpliendo mi deber en los puestos de confianza que el Gobierno me había encomendado.

He sido promovido en la guerra hasta el grado de Teniente Cirujano, y condecorado con la medalla de plata de "Tuyutí", y más tarde, durante el periodo de las luchas civiles, llegué a Sargento Mayor.

Fuera de la milicia, actué en varios cargos públicos y desde la presidencia de Jovellanos, por más de cinco periodos consecutivos, fui Miembro del Congreso Nacional y varias veces Presidente de la Cámara de Diputados.

 

 

VIZCONDE DE TAUNAY*

LA MUERTE DE LÓPEZ**

 

*. Alfredo d'Escragnolle Taunay, Vizconde de Taunay, nació en Río de Janeiro en 1843 y falleció en la misma ciudad en 1899. Fue militar, ingeniero-geógrafo, político, periodista, y escritor. En los primeros años de la guerra participó de una expedición a Mato Grosso, que describió en su célebre libro La Retirada de Laguna. Fue luego secretario del Estado Mayor del Príncipe Conde d'Eu, generalísimo de las fuerzas brasileñas- en operaciones en el Paraguay. De este periodo dejó un valioso Diario do Exército, además de las Cartas da Companha. Sus Memorias fueron publicadas en 1948.

** Capítulos XXII y XXIII de: Vizconde de Taunay, Cartas da Campanha. A Cordilheira/ Agonia de Lopez (Sao Paulo, Melboramentos,1921), pp. 141-153. Consta en el libro que estos apuntes fueron escritos en Humaitá el 31 de marzo de 1870. Traducción del portugués de Ricardo Scavone Yegros.

 

Tanto se ha contado, tanto se ha dicho sobre los recientes acontecimientos de Cerro Corá, que un poco desordenadamente exponemos los pormenores que tratamos de reunir acerca del último episodio de la Guerra Grande del Paraguay. En realidad así debía ser. Los muchos observadores de hechos sucesivos e importantes nunca pueden ser perfectamente concordantes en la relación de aquello que, sin embargo, todos presenciaron con los mismos medios de apreciación; cada uno procura contar la circunstancia que le impresionó más, se posesiona de ella y subordina el resto de los incidentes a aquella influencia de momento, despreciando particularidades que, en el espíritu de otros, tienen valor especial. De tal manera, unos cuidaron más en reparar en el primer encuentro de fuerzas, en el traje de López, en el color de la blusa, en el pelo del caballo; otros, en la dirección de su fuga, en la expresión de su fisonomía, en las últimas palabras que pronunció; otros, en fin, en peripecias diversas, aunque igualmente curiosas e interesantes.

La atención general se subdividió.

Reuniendo en conjunto estas múltiples indicaciones, se notan algunas disparidades de narración; pero todos aquellos hechos ocurrieron, al decir de personas que me merecen mucho crédito, de la siguiente manera:

Cuando la caballería brasileña al mando del coronel Joca Tavares invadió el campamento del dictador, él se encontraba montado en un caballo bayo-blanco, y rodeado de oficiales a pie, armados de lanza y espada. El entrevero fue fuerte: aquel estado mayor se desbandó, cubriéndose de cadáveres el campo. López tuvo que defenderse, y su espada hirió levemente en la cabeza a un oficial nuestro. Fue entonces que el cabo Chico Diabo, ordenanza del coronel Tavares, dio el primer lanzazo, lanzazo mortal, porque pegó sobre la ingle, alcanzando los intestinos. Pero él no cayó, y dando riendas al animal intentó huir hacia un montecillo, acompañado de dos personas también a caballo.

El mayor Simeão de Oliveira le salió al encuentro, y con los ojos fijos en él, gritó a un sargento nuestro: "Allá va López, haga fuego, mátelo". Cada vez que el tirano oía su nombre, giraba la cabeza con terror; iba muy pálido y hacía voltear la espada desenvainada de un lado a otro del caballo. El sargento descargó su carabina Spencer: siete tiros en un abrir y cerrar de ojos. Uno de los jinetes cayó con el cráneo traspasado: era Caminos. Los otros dos continuaron corriendo a medio galope; López, nuevamente herido.

En el montecillo el terreno se volvía blando. Los animales empezaron a atascarse. López se apeó rápidamente, se quitó la chaqueta y desapareció entre los árboles. En eso venía llegando más gente.

Simeão dijo al general Câmara, quien se aproximaba al galope: “López está allí”. El general hizo un gesto de duda, se apeó también y entró al monte. Detrás de él corría el Aquidabanguami [sic], casi un riacho.

El tirano estaba dentro del agua hasta las rodillas; procuraba trepar la barranca opuesta; el compañero le extendía la mano. El general Câmara se metió también en el arroyo. "Entréguese, mariscal, le dijo, soy el general brasileño". López dio un golpe en dirección a Câmara, y, ya en tierra, cayó de rodillas.

"¡Muero con la patria!", exclamó.

"Desarmen a ese hombre", ordenó Câmara.

Un soldado del 9° de infantería se tiró entonces sobre él, lo agarró de las muñecas, pese a su resistencia. En la lucha, López cayó dos veces dentro del agua y sumergió la cabeza, saliendo con ansia a buscar respiración. En esos instantes rapidísimos, un soldado de caballería vino corriendo y le descargó en el lado izquierdo un tiro a quemarropa, que fue directo al corazón.

López cayó y gran cantidad de sangre le salió de la boca y la nariz: los pies quedaron metidos en el agua, el cuerpo extendido en la margen izquierda. Estaba sin sombrero, con pantalón azul con galón de oro, camisa fina, chaleco y botas Meliés. En el bolsillo del chaleco llevaba un  reloj de oro, que el general Câmara mandó ofrecer a uno de los museos de la Corte. En la tapa de arriba estaban las tres letras entrelazadas de la firma F. S. L.; en la otra, las armas de la República -el gorro frigio soportado por un asta cuyo pie descansa al lado del león de castilla abatido, las palabras Paz y justicia en el tímpano, República del Paraguay alrededor. En el bolsillo de la chaqueta había dos plumas; un anillo de marfil con la inscripción habitual -Vencer o morir, que el coronel Tavares recogió y dio al Príncipe, y algunos papeles en blanco.

Mientras López completaba los últimos instantes de su vida, escenas extraordinarias ocurrían en otros puntos. Así, en torno al carro en que estaba madame Lynch con sus cuatro hijos, algunos oficiales paraguayos luchaban todavía. El teniente coronel Martins se defendía de los golpes ciegos del coronel Pancho López. "Entrégate niño", intimaba el nuestro. "Ríndete, Panchito, ríndete", gritaba la Lynch. ¡Que va! la fierecita nada oía; dio un golpe que la espada del contrario fácilmente desvió; después hizo fuego con el revólver y, finalmente, ensayó un nuevo golpe de espada. La paciencia del riograndense estaba agotada: su brazo tremendo se alzó y Panchito cayó para nunca más levantarse.

La Lynch salió entonces del carro: tomó el cadáver del hijo y lo extendió en las almohadillas de la banqueta de adelante. Lloraba con ruido y abriendo dos o tres veces los ojos empañados del muerto, lo llamó "¡Panchito! ¡Panchito!".

El segundo hijo exclamó: "¡no me maten! soy extranjero, hijo de inglesa". Los otros pequeños sollozaban. El carro de la Lynch fue de inmediato custodiado por un piquete de centinelas. La mujer llevaba un vestido de lujo: seda negra con puños y volantes blancos; peinada con mucho cuidado parecía estar lista para una "soirée", aun más porque sus dedos lucían costosos anillos de diamantes. La sangre de Pancho López manchó aquel traje.

En otra carreta estaban la madre y hermanas de López, éstas de rodillas, agradeciendo a Dios el aniquilamiento del tirano.

La pobre vieja Carrillo había sido ya condenada a muerte, y el teniente Muñoz, que la custodiaba, tenía orden de lancearla, en caso que aparecieran los enemigos. La razón de ese nefasdo mandato causa estupefacción.

En el Panadero, la madre de López fue acusada por la mujer de Marcó, quien era diariamente azotada, de querer, con Venancio y las otras hijas, envenenar al presidente, para lo cual había preparado unos dulces secos, que le debían ser ofrecidos en ocasión de una fiesta. Inmediatamente López reunió a Resquín, Delgado, Falcón, Caballero, Maíz (el padre infame) y Aveiro. Todos, con excepción del último, declararon inocente a la infeliz madre, e improcedente la acusación. El parricida exclamó entonces: "¡Aveiro es mi único amigo!". Ordenó que se instaurase un proceso y encargó de su buen trámite a ese amigo, que no sólo abofeteaba a la vieja señora, sino que le daba también golpes en los hombros y espaldas. Las hermanas eran pegadas y metidas en el cepo.

Lo que queda escrito fue contado por la propia boca de la madre de López al Príncipe. Oímos esto.

La sentencia de muerte no tardó en ser redactada y López le puso el cúmplase.

Dios, no obstante, había ya ordenado otro cúmplase, y al tiempo que la víctima escapaba de la destrucción, el verdugo era llamado a su presencia.

Es probable que todo ese abominable drama hubiese sido encaminado por la Lynch, mujer vengativa que jamás perdonó a aquella señora el haber reprobado las escandalosas relaciones que ella mantenía con el hijo.

El tirano todavía no había muerto, y sus carretas eran teatro de verdadero furor. Mujeres, oficiales paraguayos mezclados con soldados nuestros, saqueaban frenéticamente los depósitos de comida y ropa, zapateaban como locos, esparcían montones de oro, quemaban papeles, disputaban joyas, y, finalmente, atizaron un incendio que redujo todo a cenizas. En el ínterin, muchos jefes se presentaban. Resquín temblaba; el padre Maíz quería conservar la dignidad; todos hacían cargos al ente que acabara de existir.

El Supremo vino entonces cargado en un varapalo, sosteniéndole la cabeza un soldado de caballería. Tenía cuatro heridas. Un pie estaba descalzo, y, al decir de todos, ese pie era notable, no sólo por su blancura, como por la delicadeza de formas. Nuestros soldados contemplaron ese cadáver con curiosidad; las mujeres paraguayas danzaron en torno a él.

El coronel Paranhos mandó apartar a aquellas fieras, y ordenó el entierro, siendo el cuerpo sepultado a pedido de la Lynch, en la misma fosa que la del hijo Pancho. Antes pidió ella un mechón de cabellos, y el soldado que se prestó para ese servicio, se acordó de cortar para sí unos buenos puñados, y los anduvo distribuyendo para recordación de aquellos momentos.

El ataque fue poco después del mediodía, marchando nuestra gente "sin parar", desde las 3 de la madrugada. También se consiguió unresultado único en la vida de López: una sorpresa. En todo caso, si no se hubiese alcanzado entonces ese fin, el tirano estaba tan irremisiblemente perdido, que la cuestión era de sólo unos días más. La combinación gloriosa del general Câmara no podía fallar.

En efecto, el coronel Bento Martins hizo dar una gran curva, pasando por las colonias de Miranda y Dourados, para ir a tomar Pontaponan [sic], lugar en que se bifurcan los caminos de Chirigüelo, bajando hacia el sur hasta Panadero, y hacia Cerro Corá. El día 2 de Marzo era el señalado para esa ocupación, y, si en el día 1º López hubiese podido huir aún, en el siguiente tropezaría con los brasileños, por cuanto en ese tiempo Bento Martins, contra toda expectativa, ocupaba la encrucijada. También la caballería anduvo casi a media marcha, y la infantería la siguió en una marche-marche de arrancar tripas.

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El procedimiento de la Lynch, estando prisionera,.. fue.. siempre habilísimo: mezcla de delicadeza y altivez encantaba a los oficiales que te dirigían la palabra, y que declaran que es una mujer muy peligrosa y seductora. "Mucho estimé ver el modo en que el señor mariscal murió, dijo ella. Murió como un héroe". El hijo corroboró sus dichos, agregando: "Mi padre acabó como un jefe de Estado debe acabar".

Leopoldo, que tiene 4 años, lloró mucho y se presentó llorando al general Câmara. Se calmó, viendo la bondad del vencedor.

-¿Qué quieres, Leopoldo? le preguntó el general. Pídeme algo, que yo te lo daré.

-Quiero cohetes, respondió él, para ir a tirarlos en Asunción con papá.

Recibió unos biscochos y se mostró muy gentil.

-¿Dónde está el marqués de Caxias? le preguntó después.

-¿Por qué preguntas eso? indagó el general.

-Es que tengo cuentas con él por causa del célebre bombardeo de las Lomas Valentinas que tanto me incomodó.

Este niño es bonito, muy rubio, y fue siempre el querido de López.

La población lo consideraba como un ángel guardián de la República; y cuando en Caacupé se celebró el "Te Deum" por la victoria de Peribebuy [sic], que acababa de caer en nuestras manos, se tuvo como mal presagio que la vela de cera cargada por Leopoldo se apagase a cada instante.

Todos los pequeños estaban descalzos, con la blusa roja, y sobre el pecho una cinta amarilla color de naranja con orlas escarlata. Era el distintivo de la campaña de Amambay, concedido por un decreto de 25 de Febrero a todos los que habían salido de Panadero, atravesando en dos ocasiones la sierra del Mbaracayú, y llegado a Cerro Corá. La medalla debía ser de oro y plata, ornada con brillantes, para los oficiales superiores; de rubís, para los subalternos, con las inscripciones siguientes: "Venció penurias y fatigas", y "El mariscal López a los bravos de Amambay".

Esta marcha fue en verdad horrorosa, y, poco más o menos del modo que hipotéticamente la hemos descrito. Cien leguas fueron vencidas después de dificultades espantosas y dos mil personas, sino más, quedaron tiradas de fatiga o lanceadas en todo el curso de aquel camino de dolores y agonía.

............................. .

En ese tiempo, López comía todavía con tal o cual lujo.

En una barraca forrada de damasco verde y alfombrada, se ponía la mesa, sentándose él con madame Lynch en una de las puntas, y en la otra el general Resquín, algún otro jefe y el médico de la casa, el inglés Skinner. Venían los platos: abundantes para los dos, resumidos, resumidísimos para la plebe; casi siempre un "puchero" de huesos. Después, en días especiales, bebían un cáliz de aguardiente, al tiempo que la inglesa repetía buenas copas de vino de Bordeaux, que había costado 50 patacones la caja, sin olvidar los tragos largos de excelente Porto. Skinner declara que se levantaba siempre de la mesa con hambre canina y que sin embargo era obligado a mostrarse repleto como si hubiese asistido a aquellas bodas de Camacho, en que Sancho Panza y don Quijote tomaron desquite de muchos meses de penuria.

"Tiempos horribles, exclama el hombre, ¡yo no temía la muerte, pero si la guasca!". La guasca era un monstruoso chicote de cuero crudo con tres puntas, que dirigía los negocios de la República de López, y todavía hoy es manejado por algunos jefes políticos designados por el gobierno provisorio: la guasca era la manivela del tirano quien transmitió a su pequeña familia la confianza en aquel medio de gobernar.

Pancho López en efecto mandó pegar despiadadamente a mujeres, oficiales e incluso los pequeños se divertían también en ver golpear a los otros.

Una de las más frecuentes y gustosas distracciones era dar chicotazos como juego a Resquín, quien, prestándose graciosamente, hacía contorsiones y gestos grotescos, muy al paladar de los niños.

El general se vengaba de esos momentos de humillación, arrancando parte de carne a las víctimas que azotaba de verdad.

¡Resquín! ¡Miserable tipo! ¡Abyecto instrumento! ¡Altivo, atroz para el prisionero! ¡Hoy el más bajo de todos! Se levanta sumiso cuando cualquier soldado pasa delante suyo, y se saca el sombrero. No quiere por nada quedar en el Paraguay y pidió al Príncipe que lo llevase incluso como su criado.

¡En las manos de estos perversos murieron Carneiro de Campos y tantos otros nobles brasileños! ¡Para derribar esa maquinaria hedionda, corrió a borbotones nuestra preciosa sangre!

Aveiro, ¡la vileza personificada, la cobardía, la crueldad! ¡Hiena! Maíz, ¡la adulación prudente, el desvarío de la adulación, la inteligencia en su mayor degradación! Silvero, correntino antes, hoy entidad sin patria, sin calificación. Trinidad diabólica a las órdenes de Satanás, Trinidad a la que se suman otros miserables e insuflada por el espíritu de la Lynch.

En medio de esas fieras existían entes sin posible imputación. Delgado que exclama: "¡Ah! señores, ¡no sabéis lo que es vivir cerca de un tirano!". Falcón, ministro de hacienda, quien firmaba los decretos de López; otros, bajo el dominio del terror; Sánchez, el infeliz que el día 28 de Febrero pidió una espada y al día siguiente murió en el torbellino; Caballero, Roa, Urbieta y centenares de hombres atontados, ignorantes, selváticos, brutos.

-¿Cuál fue su último decreto? preguntó el Príncipe a Falcón -Fue, respondió él, uno que redacté en Azcurra y por el cual nominaba a San Francisco Solano como patrono de todos los ejércitos.

-¿Y cuál era su utilidad?

-No sé, señor, no sé. Creo que ninguna. El Supremo no tenía nada que hacer en aquella ocasión y se acordó de eso.

Falcón declaró que no había desertado porque era padre de tres hijos.

-¿Pero usted también huiría a pesar de ser ministro?

-También, señor, también: porque sólo comía naranjas agrias.

El estadista nada sabía del movimiento de dinero. Pidió licencia para presentar, no un balancete de las finanzas del país, sino un modesto relatorio de sus sufrimientos, lo que le fue concedido sin hesitación.

La madre de López es mujer baja, gorda, con bigote pronunciado. Las hijas nos parecieron feas: Inocencia Barrios más silenciosa, Rafaela Bedoya por el contrario muy conversadora, ambas contentísimas con el final inesperado que les salvó la vida. Dijimos que nos parecieron feas, porque uno de nuestros distinguidos compañeros, que había estado en el Paraguay en 1855, preconizaba en voz casi alta la belleza de Rafaela y la declaraba poco cambiada.

Razones de sobra tenían no obstante para perder todos sus encantos: estuvieron casi siempre presas, sujetas al cepo, a golpes, acusadas de mantener correspondencia ora con el duque de Caxias, ora con el general Cámara, con la intención de huir en los acorazados.

 

 

 

 

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