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MARCO ANTONIO LACONICH (+)

  CAUDILLOS DE LA CONQUISTA - ROMANCE DE UNA CEDULA REAL - Por MARCO ANTONIO LACONICH


CAUDILLOS DE LA CONQUISTA - ROMANCE DE UNA CEDULA REAL - Por MARCO ANTONIO LACONICH

CAUDILLOS DE LA CONQUISTA

ROMANCE DE UNA CEDULA REAL

Por MARCO ANTONIO LACONICH

EDITORIAL YEGROS

BUENOS AIRES - REP. ARGENTINA

1948 (154 páginas)


 Observación: Se respeta el léxico original del libro

 

 

 

INTRODUCCIÓN

Todos los libros tienen su historia.. Este comenzose a escribir en Colonia del Sacramento, hace una década. Allí vivió su autor en 1938, el primero de los muchos años de su primer destierro. Desde los viejos muros coloniales de la pequeña y apacible ciudad, tenia siempre a su vista la isla de San Gabriel, envuelta a veces en el tul de la neblina. Sobre aquel telón de fondo, que el sol cubría de oro y púrpura en el ocaso, se animaban en sus recuerdos sombras de capitanes y caudillos de la conquista, siluetas de carabelas y bergantines, con sus blancas velas desplegadas al viento.

Isla famosa en la crónica antigua, San Gabriel fue el punto de apoyo de la Asunción en la ruta de ultramar, después de la despoblación de Buenos Aires. Por allí habían pasado antes que él, hacía cuatro siglos, los primeros desterrados del Paraguay: Alvar Núñez, Juan de Salazar y otros fundadores de una sociedad que comenzaba a surgir entre relámpagos revolucionarios.

Por otra parte, la índole de sus estudios sobre los límites del Paraguay al occidente del río de su nombre le habían familiarizado con un mundo aparentemente desvanecido, con cuyos episodios más remotos y personajes más representativos le parecía tropezar, con harta frecuencia, redivivos, en la Asunción de nuestro tiempo. Así, por sugestión de lugares y acontecimientos, se escribieron los primeros capítulos. Más para distraer los días grises de la proscripción, en el arrullo de las cosas ausentes, que para componer un libro que fuese a correr mundo en letras de molde. En las felices ocasiones que compatriotas amigos llegaban hasta Colonia, tales apuntes sirvieron de temas a conversaciones y comentarios, en reuniones de grato recuerdo.

En Montevideo se completaron después otros capítulos, hasta que dificultades de información dejaron la obra trunca; pero sin que el autor abandonase la intención de darle término cuando alguna vez se te abrieran de nuevo las fronteras de su Patria.

..Cuando eso al fin pudo ser, llevaba la inofensiva impaciencia de reanudar, sin pérdida de tiempo, su interrumpido contacto con los polvorientos volúmenes del Archivo Nacional. En sus salas espaciosas y desiertas hubiese él preferido, en verdad, quedar encarcelado los preciosos años consumidos en el destierro, si un convenio semejante fuera posible ajustar con regímenes que se arrogan la licencia de disponer a su antojo de la libertad, los bienes y el porvenir de los ciudadanos. ¡Inútil y criminal sistema que pretende matar la dignidad y los derechos esenciales de hombre!

Apenas pudo poner los pies en la Asunción, a su arribo. Fueron necesarios largos meses de confinamiento previo en pueblos del interior, donde el único libro antiguo de consulta disponible era el cielo, antes de que se tuviese a bien franquearle, por cuentas gotas, el recinto de la Capital. Dióse prisa, por cierto, en dar cima a su labor de investigación, sin dejar de estar siempre alerta para escabullirse de las barridas policiales, que indefectiblemente seguían a las alarmas palaciegas, las cuales no se hacían notar precisamente por su demorada frecuencia. Sobre todo, los anuncios de elecciones libres eran notificaciones infalibles de tener prontas las maletas...

Se comprenderá fácilmente las dificultades que ofrece un clima tan candente para cualquier empresa de cultura. Espera por ello merecer la benevolencia de lectores y críticos, si su interés no se viese colmado en la medida de sus deseos. Esta historia política de los treinta primeros años de la vida colonial río platense, que se desarrolla en el escenario asunceno, fué escrita en un ambiente parecido al de la época cuya cortina se descorre en las siguientes páginas. Más de algunas semejanzas entre episodios tan antiguos y tan modernos no dejarán de sorprender a muchos. El mismo autor se cree en el deber de anticipar que no corren de su cuenta ciertas analogías y coincidencias por demás resaltantes entre los sucesos de su relato y los que en estos tiempos acontecen. De lo contrario, quizá pudiera caber la sospecha de que se propusiese escribir algún manual para conspiradores profesionales y aficionados...

Su trabajo no puede ser sino lo que en sí es: una incursión social y política a los orígenes de la existencia colonial de esta parte de América, para determinar la influencia que en ella tuviera una Cédula Real, la del 12 de septiembre de 1537. El autor la presenta como uno de los factores determinantes de la vocación democrática de los pueblos del Río de la Plata y describe las primeras luchas que se libran en las calles de Asunción, Capital de la Conquista, en pos de la elección popular de los gobernantes.

La tesis no es nueva, por supuesto; pero hacerla accesible al lector corriente no es tarea fácil ni libre de compromisos. Sobre ninguna época de nuestra historia colonial se acumulan tanta suma de documentos con datos confusos y entre sí contradictorios. No hay cuestión importante, de las incluidas en los capítulos del presente ensayo, que no fuesen ya debatidas en controversias y polémicas, en sus menores detalles. Para discutir ciertos hechos y fechas, negándolos o afirmándolos, hay papeles de sobra.

Quien se abisme en aquel mundo, dormido en la soledad de los archivos, tendrá que regresar de su viaje con impresiones propias, para atenerse a ellas en sus juicios, después de convivir con los actores de la época sus pasiones, buenas y malas, y de respirar el mismo aire que ellos respiráron, en una aventura del espíritu.

El autor no pretende que sus impresiones personales puedan ser las únicas verdaderas. Desde el punto de vista político, los acontecimientos humanos se presentan bajo aspectos tan diversos, que admiten apreciaciones también diferentes, en consonancia con la sensibilidad individual y colectiva de quienes los consideren. Lamenta sí, muy sinceramente, que el texto no pueda aparecer acompañado de las notas que debían ampliar ciertos conceptos y precisar las fuentes de dónde proceden las transcripciones en bastardilla. Cúlpese de ello a la precipitación con que hubo de salir de Asunción, nuevamente emigrado, sin darle tiempo la nueva borrasca para alzar todo el material destinado a la imprenta.

Pero los caudillos de esta historia, cansados de esperar, salen ahora a la luz, sin más dilaciones. Llevan la esperanza de despertar vuestra atención y, si fuera posible, también vuestra cordial acogida.

Mientras tanto, el autor no pierde su fe en que los paraguayos podrán reeditar una de las mayores hazañas que consigna en su libro. En un día como hoy, hace justamente 390 años, los conquistadores de Asunción, teniendo su casa tan dividida como está ahora el solar guaraní, depusieron todas sus diferencias en torno a un cántaro que simbolizaba la voluntad popular, y alcanzaron la paz. Fueron las primeras elecciones libres de que haya memoria en estas latitudes, cumplidas con gloria el 25 de julio de 1558.

Buenos Aires, 25 de julio de 1948.

EL AUTOR


 

 

 

INDICE

Introducción

Francisco Ruiz Galán versus Domingo Martínez de Irala

El Veedor Alonso Cabrera, tercero en discordia

Irala y los Oficiales Reales contra Alvar Núñez

Juan de Salazar de Espinosa contra Domingo de Irala

Los Oficiales Reales contra Irala

Diego de Abreu contra Irala

Muerte de Diego de Abreu

Regularización del Gobierno. Nombramiento de Irala por el Rey

Nuflo de Chaves contra Ortiz de Vergara

El Obispo de la Torre contra Felipe de Cáceres

Apéndice

 

 

 

 

FRANCISCO RUIZ GALÁN versus DOMINGO MARTINEZ DE IRALA

 

I

Desde que partiera de Buena Esperanza con rumbo Norte, en Octubre de 1536, a descubrir este río y a que viese con vista de ojos donde hubiese cantidad de metal o minas de donde se saca, ninguna noticia de don Juan de Ayolas en meses de ansiosa espera... Consumido por sombríos presentimientos, don Pedro de Mendoza envía en seguimiento y socorro de la expedición a don Juan de Salazar y don Gonzalo de Mendoza en dos bergantines, con sesenta hombres. Pasan otros meses, interminables, y tampoco regresan los navíos de Ayolas ni los de Salazar.

Aniquilado por su mal incurable, el Adelantado resuelve regresar a España, forzado a abandonar la última y grande esperanza, cierta sierra escondida en el Setentrión y que brotaba oro y plata.

El 20 de Abril de 1537 hace extender en Buenos Aires, por su escribano, el nombramiento de Teniente de Gobernador y Capitán General a favor de Ayolas, para que en su nombre gobierne estos dominios. Al mismo tiempo otorga a don Francisco Ruiz Galán igual poder para ejercer el mando hasta el regreso de Ayolas, con idéntico título que el ausente capitán.

Quedan sujetos a la autoridad de Ruiz Galán, enumeradas en el documento, las poblaciones de Buenos Aires, Corpus Cristi y Buena Esperanza. Asunción no figura en la lista, pues aún no está fundada. Silencio que se suma, como un argumento más, contra la creencia, muy extendida antes, que daba por fundada la Capital del Paraguay en 1536.

En lo que insiste con vehemencia el Adelantado en sus últimas instrucciones es que tan pronto llegue Ayolas o algún enviado suyo, él, Ruiz Galán, parta luego tras mí a España con la nuera de oro y plata que traxere.

¡Destino infortunado el suyo! Nadie trajo más que el Muy Magnífico don Pedro a estas tierras e islas del mar océano; nadie llevó menos. Véase si no es para pensar cuán frágiles son las grandezas de este mundo...

Las recomendaciones que dicta el 21 de Abril para Ayolas, a quien acaba de designar su lugarteniente, no pueden leerse sin pena ni piedad: el jefe de aquello que fué brillante armada, otrora poderoso señor, gentil hombre de la casa de Su Majestad, ruega humildemente a su personero que trate de enviarle alguna perla o joya que ovieredes avido para mí, que ya sabes que no tengo que comer en España...

Le dice que le deja por hijo suyo, que no le olvide, pues me voy con seis o siete llagas, cuatro en la cabeza y una en la pierna y otra en la mano que no me dexa escrevir ni aun firmar. ¡Miseria en toda la extensión de la palabra!

Le pide que si le parece bien pase derecho a la otra mar y que si llegare a encontrarse con Almagro y Pizarro se haga sus amigos; que, si puede, les venda sus Capitulaciones con el Rey en 150 mil ducados, como le dieron a Alvarado para que se volviese a su tierra. Y si no consiguiese los 150 mil, que rebaje hasta cien mil, en fin, que haga cualquier cosa que sea más en su provecho no dezandome morir de hambre.

El 22 de Abril de aquel año, para él fatídico, las naos se hacen a la mar. Don Pedro de Mendoza interroga por última vez el horizonte, mientras se aleja, con la ilusión de ver surgir a lo lejos los bergantines, que alguna vez retornarán, sí, a Buenos Aires; pero sin Ayolas y cuando el primer Adelantado del Río de la Plata duerma su último sueño en el fondo del mar.

La cuestion del mando quedaba resuelta, en ausencia del Adelantado, en la forma que acaba de verse. Nadie, ni don Pedro ni los otros, podía imaginar entonces los acontecimientos que pronto iban a originarse en torno al sitial reservado a don Juan de Ayolas. Se diría que una mano oculta hilase los sucesos, enredando y desenredando la madeja de un drama todo lleno de pasión y de ímpetu bravío. El escenario es virgen; los actores nos hacen vivir el capitulo primero de una historia también nueva, cuyo estilo aún perdura, como el hilo invisible que mantiene la continuidad de lo pasado con el diario acontecer de la Historia.

II

Mientras en Buenos Aires suspiraba don Pedro de Mendoza por el regreso de Ayolas, éste comenzaba su gran aventura. El 2 de Febrero de 1537 funda el Puerto de la Candelaria, en el río Paraguay, y el 12 se interna en el gran Chaco con unos ciento treinta españoles acompañados de indios amigos, en procura de la Sierra de la Plata. Deja en aquel apostadero por su lugarteniente a Domingo Martínez de Irala, con una treintena de soldados, con misión de cuidar los bergantines y proteger el regreso de la expedición.

En el poder que le deja se dice: Vos nombro e señalo por tal capitán de los dichos nabios y gente que en ellos quedare y vos hago mi lugar teniente, a los cuales mando vos obedescan honrren e acaten e cumplan vuestros mandamientos como los de mi misma persona... vos doy otro tal e tan cumplido y entero poder como yo lo he tengo del dicho gobernador (Mendoza).

Y en las instrucciones se señala, con lúcida prudencia: Aguardarme todo el tiempo que estoviera la tierra adentro hasta que buelba o veays mi firma de lo que debays hacer.

Entretanto, Salazar y Gonzalo de Mendoza seguían navegando río arriba, en busca de noticias de la expedición. Cuando dan con los barcos de la misma, el 23 de junio de 1537, ya no encuentran a Ayolas, sino a Irala. Los bergantines amigos cambian salvas de artillería, en señal de júbilo, a cuyos estampidos huyen por los montes los indígenas, aterrados por truenos que no salían del cielo sino de las entrañas de aquellos monstruos acuáticos.

Coincidencia digna del romance: quizá en aquellos mismos momentos resonaban también en la inmensidad del océano otras salvas, pero de duelo, a bordo de la Magdalena, capitana de las naos que van a España. Aquel mismo día, sin poder escapar a la fatalidad de su destino, don Pedro de Mendoza expiraba en la alta mar...

Regresando de Candelaria para informar al Adelantado, cuya partida y muerte ignora todavía, don Juan de Salazar de Espinoza recala en los dominios del cacique Caracará y el 15 de Agosto de 1537 funda Nuestra Señora de la Asunción, futuro escenario de los tumultuosos acontecimientos que llenan nuestra Historia, esta historia.

Don Gonzalo de Mendoza se hace cargo de la casa fuerte, con un reducido destacamento, y Salazar prosigue el viaje a Buenos Aires, donde encuentra a Francisco Ruiz Galán ejerciendo el mando.

¿Y Ayolas? Impenetrable misterio cubre a la expedición desde el instante que penetra en la gran selva. La falta de noticias trajo con el tiempo la duda sobre la suerte corrida por el heredero de don Pedro de Mendoza, y con la duda comenzó a arder la primera discordia por el mando.

Ya están perfectamente ordenados todos los elementos para un conflicto en forma, un pleito muy estilo español: dos lugartenientes, Francisco Ruiz Galán y Domingo Martínez de Irala, dos poderes, uno otorgado por Mendoza en Buenos Aires y otro por Ayolas en Candelaria; dos ciudades, Asunción y Buenos Aires, separadas por inmensa distancia y lentos medios de comunicación, que favorecen las ambiciones de caudillos y capitanes.

III,

Después de oír las informaciones del fundador de la Asunción, decide Francisco Ruiz Galán trasladarse al nuevo fuerte. Entraba en las instrucciones de don Pedro que se estuviese lo más cerca posible de Ayolas, para prestarle ayuda; pero probablemente privaba más en los propósitos del Teniente de Gobernador dominar a tiempo pretensiones y rivalidades de Irala que ceñirse a aquellas instrucciones.

Y prueba de que va pensando en Irala es el juramento de fidelidad que se hace prestar en Corpus Cristi; de que le tendrán por Teniente de Gobernador y Capitán General así en este puerto e en el puerto de nuestra señora de la Asunción, ques en el rio del Paraguay, como en otras cualesquier partes do el Real desta armada estovyere o Resydiere.

Refuerza allí sus contingentes, que van en cuatro bergantines, con más hombres que embarca en otros dos navíos y así apercibido llega, poco menos que en son de guerra, a la casa fuerte de madera que custodia Gonzalo de Mendoza.

No encontrando aquí a Irala, seguido de sus fuerzas Ruiz Galán va por tierra hasta dar con él en Tapúa, o sea el paraje que hoy se conoce por Remanso Castillo.

Incidente violento entre ambos lugartenientes, bajo el ardiente sol de Febrero de 1538, con gran ruido de espuelas y corazas:

RUIZ GALÁN. - Debéis prestarme obediencia como al único y verdadero gobernador.

IRALA. - Muestrame por donde obedesceros, por que yo soy aquí lugar teniente del Señor Don Juan de Ayolas.

Ruiz GALÁN, a su escribano. - Amoza aquí mi poder.

EL ESCRIBANO. - Allá queda en los bergantines, río abajo, en la Asunción.

Ruiz GALÁN, a los suyos, contrariado por el percance. - Mira que hombrezillo se quiere poner conmigo, sabiendo cómo vino a esta tierra. Quierese poner conmigo, con treinta hombres que trae, sabiendo que traigo conmigo a todos estos caballeros y que me obedecen y me tienen por general.

Enfrentando a Irala. - ¿No os basta a vos saber que me tienen a mi aquí por gobernador y que me han obedecido todos estos caballeros y toda esta gente?

IRALA. - Mire vuestra merced lo que dice, que si estos caballeros os obedescen, mostranze por vos por donde deba yo obedesceros siendo teniente de Juan de Ayolas y obedesceros he.

Con ironía. - Por muy gran badajo me ternían si yo diese el poder a otro que no lo trujiese mayor que yo.

Ruiz GALÁN, fuera de sí. - Tornad vuestra gente e íos por ahí, veremos que aréis y qué comeréis.

Y como Irala y sus parciales se pusieran a buscar qué comer, al parecer con buen resultado, un sargento de Ruiz Galán, llamado Bensón, echó mano a la espada y dió a otro sargento de Irala, de nombre Escalera, una gran cuchillada en la cabeza.

Tanto se agriaron los ánimos a raíz de la riña de los dos sargentos, que la discusión de poderes culminó a poco con la orden de Ruiz Galán al Alguacil Mayor, don Juan Pavón de Badajoz, de tomar preso a Irala y quitarle la espada y el puñal.

-Enhora buena -se limitó a decir el Lugarteniente de Ayolas.

-No me hagais tanto que os ahorque de aquel árbol -replicó el Lugarteniente de Mendoza.

-Eso haréis vos de hecho, pero de justicia no lo podeis hacer -observó el vizcaíno de Vergara.

Es fama que mientras Irala estuvo preso se echaba menudo las manos a las barbas, porque el dicho Ruiz Galán le dijo que le ahorcaría.

Las cosas no llegaron a tanto, sin embargo. Gracias a la mediación de varios capitanes, y en especial la de don Juan de Salazar, mal que mal ambos rivales hacen paces. Irala recupera la libertad y vuelve a su postadero de Candelaria, con sus esperanzas puestas en la reaparición de Ayolas, a quien había abandonado a su suerte.

Entretanto, enCandelaria ocurría inmensa tragedia. La expedición de Ayolas llegó a las tierras de los Charcas y volvió, dos veces triunfante del infierno verde, con carga de los metales preciosos que el pobre don Pedro de Mendoza esperaba recibir aunque fuese en España.En la margen del gran río, Ayola busca en vano rastros de sus bergantines y de la gente amiga que debia esperarle mientras estoviera la tierra adentro o veays mi firma de lo que debays hacer .

Y perece con todos sus compañeros a consecuencia del fatal desamparo, en una emboscada de los payaguas, presumiblemente al tiempo que en otra parte se discutía el mejor derecho para sucederle en el mando. Irala, que no debió nunca abandonar Candelaria, llegó tarde, después de consumarse el exterminio de los expedicionarios, cuya cabecera de puente se le había confiado bajo instrucciones terminantes y precisas.

Las razones que más tarde adujo Irala para explicar su conducta inexplicable poco convencen; pero es lo cierto que todo su afortunado futuro estriba en lo que debió ser causa de su ruina y castigo: el abandono de Candelaria y su presencia en Tapúa en el momento que Ayolas y su gente llegaban de vuelta al río Paraguay.

Así terminó el intrépido Ayolas, en la plenitud de sus años, al dar cima a su brillante hazaña, sin saber que era el sucesor del Adelantado y su heredero; sin haber tenido noticias de los poderes del 20 de Abril de 1537 y, por tanto, sin haber hecho uso de ellos al designar por su Teniente al factor indirecto de su muerte, Irala, el hombrezillo que dijo Ruiz Galán.

El desenlace trágico permanece ignorado por muchos años, pues la selva chaqueña sabe guardar muy bien sus secretos. La sombra del Gobernador ausente será así prolongada interrogante en la lucha que se renueva para ocupar su puesto, en torno al cual se agitan las eternas pasiones de los hombres: mando, poder y riqueza.


 

 

EL VEEDOR ALONSO CABRERA, TERCERO EN DISCORDIA

 

Poco después del incidente de Tapúa, Ruiz Galán, a todas luces triunfante, retoma el camino de Buenos Aires, donde para su mala ventura llega, en los primeros días de Noviembre de 1538, procedente de España, el Veedor Alonso Cabrera.

El nuevo personaje que se incorpora a la escena se dice enviado nada menos que por el mismo Rey para entender en todas las cosas. Daba en sacar del seno una provisión de Su Majestad, y el muy ladino mostraba de su papel nada más que la firma y el principio del texto; volvía luego a guardarlo diciendo, enarcando mucho las cejas:

-Pues debajo esta firma está una cosa que yo sé y en su tiempo se dirá que su magestad manda que yo haga que soy comisario general suyo.

De esta manera todos seguían creyendo que el aparatoso personaje habría de ser Gobernador. La verdad es que Cabrera no se quedaba corto en lo de darse humo de hombre muy principal y de meter la mano en el plato ajeno, haciéndose el malo y levantando el pecho.

Por su título, Alonso Cabrera formaba parte del cuerpo llamado de Oficiales Reales, constituido por un Veedor, un Contador, un Tesorero y un Factor titulares, que acompañaba a toda expedición de conquista y colonización. La misión de estos funcionarios se relacionaba con la administración de los beneficios que correspondían a la corona en la empresa, militar por su forma y de contenido económico por sus objetivos, pues las Capitulaciones en cuya virtud se ajustaban tales expediciones y conquistas demandaban riquezas considerables para quienes las tomaban a su costa y expendio, alentados por ganancias llenas de riesgos, pero de resplandores fabulosos. Así, pues, el Rey era parte en el negocio como dueño y señor de las tierras: los cuatro Oficiales Reales eran los encargados de apartar de las entradas o rescates lo que en su provecho estaba estipulado en el contrato, concesión o Capitulación.

No tenían los dichos Oficiales Reales funciones de gobierno y justicia, como se decía en la época, sino las de cobradores y administradores de impuestos. Eran funcionarios de la Real Hacienda, desprovistos de mando, bien que su título por lo sonoro pudiese sugerir otra cosa.

Apenas puestos los pies en tierra, al primero a quien Alonso Cabrera quiere llevarse por delante es a Ruiz Galán, el Teniente de Gobernador instituido por don Pedro de Mendoza hasta el regreso de Ayolas. Entró con él en muy grandes escándalos y alborotos sobre ponerse a entremeter en la citada gobernación..

Las pretensiones del Veedor eran de todo punto improcedentes; mas lo cierto es que él supo abrirles camino a fuerza de prepotencia, forzando a Ruiz Galán a compartir el gobierno y ambos a dos se sentaron a juzgar y determinar pleytos.

Para más de uno Alonso Cabrera se hacía el loco, con excelente suceso, a no dudar; pero eso no le costaría mucho trabajo, pues el tiempo mostró después que el juicio de aquel agresivo Veedor generalmente no estaba en sus cabales...

Como es de suponer, con quienes inmediatamente hizo buenas migas el Veedor fué con sus colegas, los otros Oficiales Reales: el Tesorero Garci Venegas y el Contador Felipe de Cáceres. Del Factor, Carlos de Guevara, no se tiene noticias y se le da por perdido en alguna expedición.

Asi, cuando el 18 de Noviembre de 1538 Alonso Cabrera decide, al fin, exhibir todo su misterioso documento, no es al Teniente de Gobernador Ruiz Galán a quien notifica del mismo, por intermedio del Escribano de Su Maestad, sino que comienza por Garci Venegas y Felipe de Cáceres, cual si éstos tuviesen mayor jerarquía.

El documento en cuestión resultó ser la Real Provisión del 12 de septiembre de 1537 (*) , que va a servir de espina dorsal a los acontecimientos, determinando, desde los orígenes mismos de la Asunción, la vocación democrática del pueblo paraguayo.

Que los Oficiales Reales fraguan algo contra Ruiz Galán parece un secreto a voces. Se infiere eso no solamente de la postergación del Teniente de don Pedro en el orden de las notificaciones de la Real Provisión, lo cual para comienzo de enredos tiene todo el sabor de un agravio manifiesto. La información que levanta poco después el Veedor cerca del Tesorero, el Contador y un Capitán Dubrin, apunta claramente a un plan en cuyo secreto están todos ellos y acaso también Ruiz Galán, por poco avisado que fuese.

Las preguntas y respuestas de aquella información, en efecto, tienden a dejar de lado el poder y títulos de Ruiz Galán para que, suponiendo aún vivo a don Juan de Ayolas, se le tenga a Domingo Martínez de Irala por único Teniente de Gobernador, en virtud del poder otorgádole en Candelaria.

Decía la información: Digan e declaren quien es la persona que don Pedro de mendoza dexó por su lugar teniente e governador desta provincia, etc.

Que lo era don Juan de Ayolas, no cabía duda; pero en el modo de decir las cosas está encerrada la intención: Garci Venegas, Felipe de Cáceres y Carlos Dubrin declaran eso, desde luego, y después algo más, que producirá efecto en su oportunidad.

Por ejemplo, Garci Venegas, dixo que lo que pasa es que al tiempo que don Pedro de mendoza salió desta provincia dejó por su lugartheniente de governador e capitán general a Juan de Ayolas e que se entró por la tierra adentro e que no se save que sea muerto e que yendo por la tierra adentro dexó en el Paraguay con dos bergantines e cierta, gente a un capitán que llaman domyngo de yrala que le dejó en su lugar el señor Juan de Ayolas y que en una instrucción que le dexó al dicho domyngo de yrala el dicho señor Juan de Ayolas dezia y mandava que toda la gente que fuese allí le obedeciesen como a su misma persona, etc.

Felipe de Cáceres expone las mismas cosas, pero va más allá, asegurando de su propia cuenta que Ayolas está muy bueno y que no tarda en venir, "según los indios dicen". La cuestión era hacer vivir a Ayolas, aun haciendo decir a los indios cosas que no dijeron y sobre todo hacer que la atención general incida sobre el mandato de Irala: ansy mismo save que al tiempo quel dicho Juan de ayolas entró por la tierra adentro dexo por su lugartheniente a domyngo de yrala, al cual dexo con todo aquel poder que el tenya de don Pedro de mendoza, con una instrucción que dezia que cualquier capitán ó capitanes que viniesen en su seguimiento cumpliesen y estuviesen debaxo de la ovidiencia del dicho domyngo de yrala, etc.

Y el Capitán Dubrin, dando siempre salsa a lo que se estaba cocinando, señala por su parte: quel dicho señor Juan de ayolas ay nueva por vías de yndios como es vivo. Ayolas estaba bueno, Ayolas es vivo.

Bien se nota cuánto importa, para dar el esquinazo a Ruiz Galán, que Ayolas siga viviendo. Porque viniendo él, siquiera fuese en hipótesis, quedaba más ancho el campo a la conspiración de los Oficiales Reales.

Documentados estos puntos con los tres mencionados, Alonso Cabrera repite la ceremonia de notificación, el mismo día y a bordo de la carabela Trinidad, con don Francisco Ruiz Galán. Nueva información allí para dejar sentado lo que nadie discute, que don Juan de Ayolas es el sustituto legal de don Pedro de Mendoza; pero de lo que no se lee palabra en todas esas actuaciones es lo que dejó en clara luz el Adelantado, antes de partir; en mi ausencia, Ayolas; y hasta que regrese Ayolas, gobernará Ruiz Galán.

En conclusión de todo, el Veedor sentenció que la persona a quien Su Majestad manda que él obedezca es el señor don Juan de Ayolas o la persona que su Poder tuviere para ser gobernador y capitán general en su nombre.

En consecuencia, requirió a Ruiz Galán le diese todo el favor y ayuda que fuese menester y quien le guíe hasta el lugar donde el Gobernador Ayolas hubiese desembarcado y dejó sus bergantines, para que de allí le pueda seguir y buscar por el mismo camino que fué, hasta encontrarle y darle la obediencia que Su Majestad manda.

He aquí un sujeto muy poco propenso a obedecer, inquieto e impaciente hasta más no poder por prestar obediencia...

Requirente y requerido llegaron, con facilidad igualmente sugestiva, a perfecta inteligencia en ir con toda la gente y navíos disponibles en seguimiento de Ayolas y hacer todas las cosas que se ofrecieren de acuerdo entre ambos juntos. Las formalidades notariales lucen celo parejo por ambas partes en respetar la autoridad de Ayolas; pero en el fondo la cuestión que se agita no es socorrer y prestar obediencia al hombre que ya suponen muerto, en su fuero interno, sino la elección eventual de nuevo Gobernador, según lo dispuesto en la Real Provisión del 12 de septiembre.

Si don Pedro de Mendoza -ordenaba Su Majestad - no hubiese dejado lugarteniente o si hubiese fallecido el nombrado por él, y si los conquistadores y pobladores no hubiesen elegido ya otro Gobernador al tiempo de la llegada de Alonso Cabrera, vos mandamos que en tal caso y no en otro alguno hagays juntar los dichos pobladores y los que de nuevo fueren con vos para que habiendo primeramente jurado de elegir persona cual, convenga a nuestro servicio e bien de la dicha tierra elijan por gobernador en nuestro nombre y capitán. general de aquella provincia la persona que según dios y sus conciencias pareciere, mas suficiente para dicho cargo, etc.

He aquí por qué unos se empeñan en sostener que Ayolas está bueno y que es vivo, porque de su vida o de su muerte depende la solución que más conviene a sus particulares intereses. Velando por los suyos propios, Ruiz Galán se traga más de un incidente amargo y se acopla a la pretextada expedición de obediencia y socorro a Ayolas, pero cuyo objetivo no confesado es Nuestra Señora de la Asunción, donde está Irala, el otro contendiente, cuya estrella comienza a elevarse por efecto de nuevos factores que inesperadamente entran en juego.

En la ciudad fundada por Salazar van a entrar en acción las piezas preparadas sobre el tablero en Buenos Aires. La realidad es que la doble desaparición de don Pedro de Mendoza y de don Juan de Ayolas deja el mando librado a la decisión de los más audaces. Presumiblemente los Oficiales Reales tenían acordada ya la solución secreta del conflicto, en favor de su propio predominio, cuando la expedición se puso en marcha en demanda de Nuestra Señora de la Asunción.

En Jimio de 1539 los expedicionarios llegaron aquí en siete bergantines, que entraron majestuosamente en la bahía, con unos dosciento cincuenta hombres a su bordo.

Al día siguiente intenso trajín; conferencias, conciliabulos, exhibición de papeles y disquisiciones jurídicas acerca de la prolongada ausencia de Ayolas, más de dos años. Triunfa la presunción de que el heredero de don Pedro de Mendoza vive, hasta que se demuestre lo contrario.

Alonso Cabrera, personaje central del concierto, saca a lucir nuevamente su famoso documento e Irala, por su parte, su poder habido en la Candelaria. La trama de todo esto da en seguida la sentencia del Veedor: la persona nombrada por Mendoza era Juan de Ayolas, de cuya muerte no existía prueba ninguna; en ausencia de él debía prestarse obediencia a su Lugarteniente, es decir, a Irala y que así le obedecía y mandaba le obedeciesen todos los que habían venido con él en busca y seguimiento del Gobernador.

La zancadilla, de corte clásico, relega a Ruiz Galán a plano tan secundario en todo este negocio, que bien pudiera decirse de él que era un convidado de piedra en casa propia, con desconcertante mengua de títulos de tanta calidad como los suyos. Viviese o no viviese Ayolas, el poder otorgado a Irala en Candelaria no emanaba de las manifestaciones de voluntad hechas por don Pedro de Mendoza el 20 de Abril de 1537, y así quien realmente debía ejercer el mando hasta la reaparición de Ayolas era Ruiz Galán; pero... los Oficiales Reales dispusieron otra cosa, montando en torno a Domingo Martínez de Irala un sistema en el cual ellos pasaban a ser árbitros visibles en vez de simples administradores de impuestos.

En todo caso, la solución más adecuada acaso fuese que el Veedor convocase a los conquistadores y pobladores de Asunción a una elección del sucesor de don Pedro, conforme con las disposiciones de la Real Provisión del 12 de septiembre de 1537, dadas las pocas probabilidades de que Ayolas estuviese aún con vida. De lo que no cabe duda es que Alonso Cabrera, en su doble calidad de Veedor y ejecutor de las providencias de dicha Provisión Real, condujo su gestión directamente al reconocimiento del título de Domingo Martínez de Irala.

El primero a quien Irala hace prestar obediencia es a Ruiz Galán. La tercería de Alonso Cabrera hizo variar por completo esta vez la situación de los actores en el incidente de Tapúa, en 1538, pasando a primer plano el hombrezillo que se mesaba las barbas pensando en que lo ahorcarían.

Por supuesto, no faltaron los consiguientes alborotos con motivo de la solución impuesta por el desabrido Veedor. Asunción, fundada apenas hace dos años, no pasa de una casa fuerte de madera, perdida en la selva, en cuya frondosidad conspiran rudos soldados y caballeros, los más sin otra morada que la sombra de los árboles, pero que se tratan de señores muy magníficos. Sus discordias iniciales y permanentes no impedirán, sin embargo, fundar ciudades, cruzar desiertos, conquistar y pacificar una gran región del continente. Pocos son los que entre sí se entienden, pero todos juntos, en las horas decisivas, realizarán grandes proezas y harán historia.

Siempre está pronta la pluma de algún grave escribano para asentar en actas, solemnemente, que todo se hace y deshace para el bien y mejor servicio de Dios y el Rey, nuestro Señor. Actas que los hijodalgos firman por la señal de la Cruz y por mi buen nombre e honor.

Así fué cómo, en junio de 1539, asumió el mando un anónimo soldado de la expedición de don Pedro de Mendoza: el muy discutido Domingo Martínez de Irala, vizcaíno de Vergara, a quien sus contemporáneos llamaban el mañoso, quizá con razón, porque en lo de tener escrúpulos no era un prócer de su época. Y si no fuese por el temor de arriesgarse más de la cuenta en los juicios, casi le tendríamos por el precursor más aparente del põ-caré paraguayo, o sea

manejarse por caminos torcidos en asuntos que conciernen a la política. En lo cual este Domingo Martinez de Irala se distinguió tanto, como ha de verse, que más de uno convendrá con nosotros en que, magüer los cuatrocientos y tantos años que desde el han corrido hasta el presente, muchos podrán haberle igualado, pero sin aventajarle ninguno en el aludido põ-caré, mezcla de astucia aldeana, descaro, cinismo y traición, que por lo antiguo y persistente se ha vuelto principio, norte y guía de cuanta gente taimada escarnecieron a la democracia paraguaya.

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Recriminado en cierta oportunidad Alonso Cabrera por haber favorecido la ascensión de Irala en detrimento de Ruiz Galán, el turbulento personaje descubrió indiscretamente su política y peculiar temperamento: Ruiz Galán se resistía a hacer lo que él quería y Domingo Martínez de Irala era el de menos calidad de todos, y que siempre haría lo que él le mandase y los Oficiales Reales. (Comentarios de Alvar Núñez) .

Entre los muchos testimonios que confirman estos dichos de Cabrera, merecen mencionarse los relatos de Francisco de Ribera. Siempre en adelante -dice una carta suya- el dicho Alonso Cabrera y Garci Venegas vecino de Cordova residente en el oficio de tesorero, fueron amigos parciales y confederados del dicho Domingo de Irala, el cual no hacía ni mandava en la dicha gobernación sino era con consentimiento y voluntad de los susodichos.

En este mismo sentido existe tanta copia de opiniones contemporáneas, que no parece muy confusa la figura de Irala como simple instrumento de los Oficiales Reales, en los comienzos de su actuación en el Gobierno. Se podrá decir que tales documentos provienen, por regla general, de parte adversa. Fácilmente se comprende que no pueden ser aceptados, por ese motivo, al pie de la letra; pero los hechos descubren que en tales papeles hay tanta verdad como para afirmar que los Oficiales Reales al sostener y elevar a Irala procedían en beneficio e interés propíos.

En efecto, sus acuerdos y pareceres eran, podría decirse, la ley. El Gobernador, o sea Irala, nada emprendía sin previamente juntarse a platicar con ellos sobre las cuestiones de justicia y gobierno.

El hecho más trascendente de este período es la despoblación de Buenos Aires, en 1541, efectuada personalmente por Irala y Cabrera en vista de la resistencia de sus moradores. Las miras de esta medida, por muchas razones inconveniente, era la consolidación del poder en manos del triunvirato sui géneris constituído en Asunción por Irala, Cabrera y Garci Venegas.

Los verdaderos amos de la situación son, pues, el Veedor Alonso Cabrera y el Tesorero Garci Venegas, Oficiales Reales ambos. Felipe de Cáceres, Contador y también Oficial Real, se encuentra por el momento ausente por haber partido a España en solicitud de socorro ante la Corona; pero no dejaría de tener su personero en todas estas maniobras de sus colegas en la Asunción, preparadas con su intervención en Buenos Aires.

En este estado de cosas llegó Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el segundo Adelantado del Río de la Plata. Sin el conocimiento previo dé los antecedentes del primer Gobierno de Irala no sería fácil explicar las dificultades que desde el comienzo tuvo que afrontar el nuevo gobernante. Entretanto sepamos que a Alonso Cabrera se le había dado un apodo en Asunción, pues le llamaban el zorro de cola blanca (Aguará rugái morotí), y no sería raro que lo fuese por iniciativa de los naturales, certeros en ese terreno. No viene, pues, de ayer el uso del llamado marcante en el Paraguay, trasunto del espíritu festivo y la ironía aborigenes, que halla sin esfuerzo motes que responden como fotografías a la intención. Y así hay marcantes guaraníes que causan inocente regocijo, como lo el caso de Alonso Cabrera, y también otros que literalmente matan al sujeto, por influjo del ridículo. . .


 

IRALA Y LOS OFICIALES REALES CONTRA ALVAR NUÑEZ

 

El 11 de Marzo de 1542 llegó a Asunción don Alvar Núñez Cabeza de Vaca, procedente de España. Traía dos títulos firmados por el Rey: según el primero debía asumir el cargo de Adelantado en caso de haber fallecido don Juan de Ayolas; si existiese dudas al respecto, por el segundo título debía prestársele obediencia en calidad de Teniente de Gobernador y Capitán General.

Con Alvar Núñez vino solamente una parte de la expedición, cruzando selvas vírgenes desde la costa del Brasil. Pedro Dorantes, el nuevo Factor, prestó relevantes servicios en esta marcha para siempre famosa. En el río Paraná fué necesario dividir la columna, embarcando en balsas improvisadas a muchos enfermos, de cuya conducción por los ríos Paraná y Paraguay, hasta Asunción, se encargó Nuflo de Chaves. La restante fracción cumplió el trayecto en las carabelas, desde Santa Catalina, bajo comando de Pedro Estopiñán Cabeza de Vaca, primo del Adelantado. En esta sección de la armada viajaba el Contador Felipe de Cáceres, de regreso de España, más inquieto que nunca.

Se supone, con algún fundamento, que este Oficial se propuso llegar a Asunción antes que el Adelantado. con intenciones de recibirle con un motín; pero llegó más tarde. Hay quienes sostienen que Irala objeto el primer título de Alvar Núñez, alegando la vaguedad de las noticias sobre la suerte de Ayolas; como el documento supletorio eliminaba toda argucia acerca de este punto elástico, asumió sin dificultades sus altas funciones el segundo Adelantado del Rio de la Plata.

Tenemos ya, reunidos en Asunción, a los cuatro Oficiales Reales, a saber:

El Veedor ALONSO CABRERA, alucinado y peligroso facedor de entuertos y gozador de embrollos.

El Tesorero GARCI VENEGAS, hombre parco en las palabras; pero violento en la acción como el que más.

Sus argumentos preferidos eran el arcabuz y el puñal.

El Contador FELIPE DE CÁCERES, a la par tan verboso como Cabrera y ejecutivo como Venegas. Conspirador por vocación y por profesión, con todos pudo, menos con un obispo.

El Factor PEDRO DORANTES, el más moderado de los cuatro.

Y junto a todos ellos, pero sin ponerse nunca en evidencia, se movía Domingo Martínez de Irala, el hombrezillo escurridizo, soplando sobre la ambición de los Oficiales Reales cuyo poder había cesado con la llegada del segundo Adelantado, muy poco dispuesto a tolerar el sistema de los acuerdos y pareceres.

Por su parte, ellos, los Oficiales Reales, audaces y decididos, no parecían propensos a renunciar a su anterior predominio, al cual se habían acostumbrado en forma inconveniente Alonso Cabrera y Garci Venegas, en consorcio con Irala.

Un choque entre este grupo de hombres desplazado del primer plano y el nuevo Adelantado era asunto inevitable y sólo una cuestión de tiempo. Había un Adelantado muy apegado al mando, muy valiente Capitán, y cobradores de impuestos dichos Oficiales del Rey que también querían mandar. En consecuencia, se conspiraba; se conspiraba con pasión, con técnica que deja muy poco por aprender ahora, cuatro siglos después.

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La corrupción de las costumbres era grande y su grado escandaloso dió origen al festivo nombre de Paraiso de Mahoma, con que se refieren al Paraguay algunos cronistas de la época. Una de las primeras preocupaciones de Alvar Núñez fué poner freno al desenfreno, reglamentando el amor con las indígenas, si cabe la expresión.

Con esto comenzó la animaversión contra el Adelantado. Apenas hay necesidad de decir que Irala y la mayoría de los conquistadores, embriagados por las fragancias del trópico, eran fervorosos militantes del amor libre, sin las trabas del peligro de las conciencias, que alegaba el recién llegado. No dejaba de ser ventajosa la posición de Irala y los Oficiales Reales, de carta blanca y manos libres para abusar de la población indígena, aspecto en el cual la figura de Alvar Núñez aparece más simpática y humana que la de sus contendores.

Las relaciones entre Alvar Núñez y los Oficiales Reales, poco cordiales desde un principio, hicieron crisis en Enero de 1543 a propósito de un impuesto, el llamado quinto, que en realidad no fué sino el pretexto más propicio para formalizar un conflicto latente. Los Oficiales Reales pretendieron cobrar el quinto del pescado, cueros, venados, manteca y miel, contra protesta y oposición de los pobladores. El Adelantado, haciéndose cargo de la pobreza general, defendió la causa de los contribuyentes. Así, quien se pone de parte del pueblo o del común, es Alvar Núñez; pero, por una de esas mistificaciones de que está llena la Historia, los que pretendían exprimir las miserias del común aparecerán como defensores de los derechos del pueblo, en tanto el verdadero defensor del común espera aún ser reivindicado.

Los Oficiales Reales, dispuestos a no ceder ante la negativa del Adelantado, aprontan el 9 de Enero de 1543 un requirimiento a don Alvar sobre el pago del quinto que nos perteneciere de todos los rescates y entradas...

Y eligen al más arrogante de sus colegas, Felipe de Cáceres, para presentar este requerimiento, que era en sí mismo una provocación de guerra.

El incidente fué violentísimo. Alvar Núñez, en extremo sulfurado, juró a Dios que si los Oficiales Reales seguían irritándole haría que cuando tuviesen que hablarle fuese de rodillas y con el bonete en la mano, como al Rey.

Haciendo además de ir contra el Contador, exclamó:

-¡Siempre os haveis de señalar conmigo, señor Felipe de Cáceres!

Y dando rienda suelta a su cólera, le llamó de todo: de bellaco y rapaz, advirtiéndole al final que no le hiciese tanto que le obligase a cortarle la cabeza por amotinador y traydor.

Felipe de Cáceres, que no era precisamente perezoso de lengua, no permaneció mudo mientras recibía la andanada. Seguramente disparó de su parte algunos proyectiles de igual calibre, pues terció en la disputa Alonso Riquelme de Guzmán, la mano puesta en el puñal:

-Mal criado sois señor Contador con su señoría!

-Acá nos entendemos, señor Alonso Riquel, no os metais entre nosotros!, replicó Cáceres.

Insistió Alonso Riquelme en lo de final criado y , la entrevista terminara en alguna desgracia si otros a caballeros que estaban presentes, entre ellos don Francisco de Mendoza y Hernandarias de Mansilla, no se interpusieran.

Mientras Felipe de Cáceres se retiraba masticando amenazas y maldiciones, don Alvar continuó prodigándole los peores insultos y aludiendo al Veedor Alonso Cabrera dijo que desaharía, los rabos blancos y pardos.

Esta escena desagradable pinta hasta qué punto estaban encendidos los ánimos y apenas hay necesidad de decir que a partir de entonces la ruptura estaba consumada.

El día 11 contestó el Adelantado el aludido requerimiento: este impuesto lo cobran los Oficiales

Reales en su particular interés, sin instrucciones que os manden llevar el quinto del pescado que los conquistadores e pobladores con tanto trabajo e gastos de sus personas matan para se alimentar e cueros y venados y manteca y miel e otras cosas de esta ciudad que aun con mucha miseria e trabajo no les alcanza a alimentar e se vestir.

Agrega: Por todo lo cual yo izo debo dar ni daré lugar que lleveis como haveis llevado sin licencia de su magestad ni sin lo hazer saver el quinto de semejantes cosas que os costa ser contra toda ley divina e emana.

Y termina don Alvar con esto muy razonable: En todo caso que tal impuesto se pague después que Dios nuestro señor fuera servido de nos dar de donde se lo pueda pagar.

Como solución honorable para todos propone el Adelantado en su respuesta que se consulte el parecer del Rey, comprometiéndose él, desde luego, a pagar de su peculio personal el importe de lo que se dejase de percibir de tales impuestos si el Rey desaprobaba el temperamento adoptado para aliviar la situación de sus súbditos.

En esta respuesta sí que suena una voz de simpatía y de amparo para el Común, amenazado por la extorsión impositiva de los Oficiales Reales.

Parecerá sorprendente que la contestación inobjetable del Adelantado no diese pie a una solución del conflicto. En realidad, las diferencias surgidas en torno al impuesto del quinto eran solamente la espuma de la cuestión que se agitaba debajo: el ejercicio del mando.

Un entendimiento era por eso imposible, por mucho que Alvar Núñez, reprimiendo su irritado temperamento, dejase abierta la puerta a una solución conciliatoria sujeta al parecer del Rey.

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Las líneas estaban tendidas. Los Oficiales Reales resolvieron proceder por su cuenta, pretendiendo dar por sí a los Alguaciles las órdenes ejecutivas negadas por el Adelantado para el cobro compulsivo del discutido impuesto. Alvar Núñez dio varios bandos en contrario, para que nadie pagase el quinto. Consecuencia: otra carga, más a fondo, de los Oficiales Reales, empecinados en imponerse a toda costa.

El 2 de Abril de 1543 presentaron al Adelantado otro requerimiento, donde aparece al desnudo la causa verdadera del desacuerdo: exigían que Alvar Núñez se juntase a platicar con ellos los asuntos de justicia y gobierno e intimaban que se dejasen sin efecto algunos bandos por no ser fechos con nuestro parecer e acuerdo como su magestad manda . La vuelta al sistema de Irala, en pocas palabras.

Dos días después, la réplica de Alvar Núñez: estimaba en su valor la colaboración de los Oficiales Reales para el mejor servicio del Rey, pero en lo relativo a lo que Su Majestad manda aclaraba que eso se entiende cerca de la hazienda, renta y provecho della. En punto a los bandos cuestionados, negativa rotunda: han sido y son muy necesarios al pro y utilidad de la tierra; no he sido ni soy obligado a los ayer comunicado ni comunicar con ellos (con los Oficiales) ni los deshacer ni derogar.

Alvar Núñez, soldado de armas llevar, domina la situación con entereza; pero no se decide a proceder. Antes bien, muchos documentos revelan que no prescindió de los Oficiales Reales en los preparativos que por entonces estaba organizando para repetir la empresa que costara la vida a don Juan de Ayolas.

Los cuatro Oficiales Reales, contenidos en sus asaltos de frente, aflojan la tensión para poder atacar por la espalda, desde la sombra. En junio de 1543 preparan con Irala la huída de los frailes Bernardo de Armenta y Alonso Lebrón hacia las costas del Brasil, con misión de hacer llegar a España un capitulo de cargos e intrigas contra el Adelantado. Descubiertos ambos frailes, una comisión salió en su persecución y los detuvo a unas dos leguas de Asuncion; pero los documentos comprometedores no fueron habidos.

Esta vez Alvar Núñez resolvió actuar con energía. Hizo detener a un cómplice de aquella confabulación, el escribano Martín de Orué, para que revelase, bajo pena de tormento, el contenido de los papeles desaparecidos. El Alcalde Mayor, Juan Pavón de Badajoz nuestro conocido de Tapúa- lo puso en el burro, desnudado en cueros y atados los brazos con cuerdas. Momentos antes de comenzar el procedimiento los Oficiales Reales intervinieron a favor del preso. Manifestaron que eran ellos quienes habían escrito a Su Majestad; que si en ello había alguna falta, dispuestos estaban a sufrir las correspondientes penas; pero que Martín de Orué ignoraba el contenido de las cartas.

En vista de esta confesión, se dispuso inmediatamente el proceso del Veedor Alonso Cabrera, del Contador Felipe de Cáceres, del Tesorero Garci Venegas y del Factor Pedro Dorantes, por los desacatos cometidos contra el Adelantado, quienes fueron reducidos a prisión en la carcelería. Se soltó a Martín de Orué, pero con pérdida de su cargo de escribano, en el cual le reemplazó Pero Hernández.

La cólera del Alvar Núñez parecía concentrarse sobre Alonso Cabrera. Se sabe que por aquellos días reunió confidencialmente a Juan de Salazar, Gonzalo de Mendoza, Pero Hernández y Pedro de Vaca para les dezir como tenía acordado e determinado de llamar a su casa al dicho Alonso Cabrera y meter un clerigo a confesalle y cortarle la cabeza y ponella en la plaza pública.

Bien porque sus consejeros le disuadiesen de tales ideas, bien porque el espíritu de Alvar Núñez se desarmaba con rapidez pasados los momentos álgidos, la verdad es que el zorro de cola blanca perdió sólo el empleo en vez de la vida, igual que Garci Venegas.

Felipe de Cáceres y Pedro Dorantes recuperaron finalmente la libertad y sus respectivos cargos; pero el primero se negó siempre sistemáticamente a colaborar con los sustitutos de sus consortes, como decía don Alvar. Sin embargo, el Adelantado tenía particularmente contra Felipe de Cáceres cargos fundados para justificar su rigor, y en este sentido bastará saber que el indisciplinado Contador había perdido a los naipes hasta la artillería del Rey y pagado de la hacienda de Su Majestad sus deudas de juego en el viaje desde Santa Catalina a Asunción.

El proceso puso en claro que Domingo de Irala, aunque invisible en todos estos turbios manejos, era el más culpable de todos; pero el mismo Adelantado refiere que mandé dar órdenes al juez a quien cometí la causa no procediese contra él, ni se hiziese ninguna minción en las probanzas, ni autos, porque quería tomarlo al servicio de Su Majestad y servirme de él en su nombre.

Así fué dominada, con mano fuerte pero no cruel, la primera tentativa de los Oficiales Reales de restablecer la influencia que habían perdido en el gobierno con la llegada del segundo Adelantado. Y no puede decirse que en este subalterno intento ellos tomasen por escudo los intereses del común, como generalmente se pretende. La actitud generosa del Adelantado en la cuestión del quinto obliga al historiador imparcial a invertir los papeles de los protagonistas, negando a los alzados contra Alvar Núñez títulos para erigirse en mentores del pueblo, como después intentaron.

La lucha entre ambos, el Adelantado y los Oficiales Reales, no está terminada. Hay solamente un cuarto intermedio, que hará variar el fiel de la balanza en forma imprevista.

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Tan grandes dificultades no impidieron, sin embargo, que el Adelantado concibiese empresas de grande aliento para extender la conquista, especialmente hacia el Norte y el Oeste, como nunca cautivantes con sus leyendas auríferas. Con ese propósito había destacado varias expediciones, entre ellas la muy importante comandada por Irala, que llegó hasta la laguna Gaiba, donde fundó el Puerto de Los Reyes el 6 de Enero de 1543.

Más tarde partió él, el Adelantado en persona, con poderosa armada a completar el descubrimiento y conquista de los nuevos territorios explorados.

El día de la partida -8 de septiembre de 1543- Alvar Núñez adopta una última disposición respecto de los Oficiales Reales puestos en prisión: ordena que tengan por cárcel la Asunción; confinamiento en vez de carcelería.

Y a última hora comete el error fatal: repone en sus cargos a Felipe de Cáceres y Pedro Dorantes y los lleva consigo en la expedición.

Llegado al puerto de los Reyes -Noviembre de 1543- el Adelantado mandó clavar en tierra una gran cruz de madera y presente el escribano tomó posesión de aquellos lugares, en nombre de Su Majestad, como tierra que se incorporaban a sus dominios. Allí premia, con olvido a los resentimientos pasados, los méritos de Domingo Martínez de Irala y le nombra su Maestre de Campo y justicia Mayor del Ejército.

Con base en el puerto de Los Reyes diversas puntas de lanza se abren en abanico en procura de noticias sobre los señores del metal. Escogida finalmente la ruta para llegar a las sierras de las minas, Perú, Alvar Núñez se puso en marcha con el grueso de la expedición; pero las provisiones se agotan pronto, se magnifican los obstáculos naturales y el avance hacia occidente se detiene más por obra de los saboteadores que por falta de ánimo del Adelantado.

Vuelta al puerto de Los Reyes, donde se declara la peste, para completar los factores propicios al descontento. No es tarea difícil concitar contra Alvar Núñez el desagrado universal de aquella gente acuciada por el hambre y casi desnuda, que no había logrado alcanzar el apetecido premio de sus fatigas: los reinos de oro no surgían por parte alguna; aparecían y desaparecían ante la visión alucinada de los expedicionarios, como rutilantes mariposas de colores, imposibles de atrapar en la vastedad de un mundo virgen.

La prolongada permanencia en el puerto de Los Reyes -unos cuatro meses- en espera de mejores condiciones para intentar de nuevo el salto hasta el Perú, fueron deplorables para el prestigio de Alvar Núñez y la disciplina que había logrado imponer en Asunción. Los grandes calores, el desborde de las aguas, los mosquitos, las enfermedades y los precarios medios de subsistencia enervaron los ánimos hasta el límite de la subversión latente.

Es entonces que Felipe de Cáceres elige su hora, entrando en acción, con su infernal actividad, aliado con la miasma y la fiebre, para concentrar en Alvar Núñez la culpa de todas las desgracias.

La traición ronda en torno a la tienda del Adelantado, cuyo asesinato se urde para el caso de que se negase a aceptar el abandono de aquella entrada. Como ciertas aves de tormenta, Felipe de Cáceres se mueve en su elemento, acaudillando a los exaltados contra el jefe de la-expedición.

El 18 de Marzo de 1544, Felipe de Cáceres presenta a Alvar Núñez el requerimiento de estilo, para que desista de su intención de probar nuevamente el camino del Perú. La situación favorece esta vez al Contador, que acaricia la satisfacción del desquite. La sangre bulle en las venas de Alvar Núñez, cuyo primer impulso es reaccionar contra el requerimiento; pero no encuentra en quien apoyarse. Mal que le pese, accede después de oír la opinión de los capitanes amigos, que también aconsejan el regreso a la Asunción.

El 23 de Marzo de 1544 se emprende la retirada; pero el aliento del motín viene en los espíritus, junto con la peste y el fracaso. Alvar Núñez percibe los Vientos de fronda; pero cansado y enfermo, comienza a ser arrastrado por los acontecimientos.

El 8 de Abril de 1544 la expedición llega a Asunción, de regreso. En la ciudad se respira una atmósfera de desconfianza y alarma. Sabe Alvar Núñez que caerá si no reacciona con rapidez y recobra con energía su autoridad, muy mellada en el puerto de Los Reyes. Los promotores del pronunciamiento aquél también saben que si no ganan con decisión la delantera serán juzgados con todo el rigor de la ley.

Los días santos, sagrados y solemnes en aquellos tiempos, imponen, sin embargo, una espera forzosa; pero es una tregua llena de impaciencias y apremios.

Favorece a los conspiradores el grave estado de salud del Adelantado, inmovilizado en cama por la afección traída del Norte, circunstancia que Irala y los Oficiales Reales -están otra vez en movimiento Alonso Cabrera y Garci Venegas- aprovechan para llenar la ciudad con los más siniestros rumores acerca de supuestas intenciones de Alvar Núñez, de castigos y venganzas. Las insidias producen sus efectos en los que tienen motivos para temer las represalias.

A corto plazo, el 25 de Abril de 1544, viernes y día de San Marcos, por la noche, la rebelión estalla. Los amigos de Alvar Núñez son atraídos hábilmente a dos casas apartadas de la ciudad, donde quedan encerrados y confundidos en la oscuridad, mientras los conjurados rodean y asaltan la morada de Alvar Núñez.

Un criado infiel franquea la entrada y los revoltosos penetran tumultuosamente en la Casa de Gobierno, encabezados por Alonso Cabrera, Felipe de Cáceres, Garci Venegas y Pedro Dorantes, todos con las mechas encendidas y sus arcabuces cargados y con las ballestas armadas y otros con las espadas desnudas, gritando: ¡libertad, libertad!

Ruiz Díaz de Guzmán, el más antiguo cronista paraguayo, y que de niño debió conocer a los principales actores, nos dejó de este dramático episodio un relato emocionado.

Cuenta Ruiz Díaz de Guzmán que Alvar Núñez, dejándose caer de la cama, se armó de su cota y celada, y tomando una espada y rodela, salió de la sala, a tiempo que entraba toda la jente, a quien dijo en alta voz: -Caballeros: ¿qué traición es esta que hacen contra su Adelantado? Ellos respondieron: no es traición, que todos somos servidores de S. M., a cuyo servicio conviene que V. S. sea preso y vaya a dar cuenta a su Real Consejo de sus delitos y tiranías. A lo cual dijo el Adelantado, cubriéndose con su rodela y espada: -Antes moriré hecho pedazos, que permitir tal traición. Al punto todos le acometieron, requiriéndole se rindiese, sino quería morir hecho pedazos; y cargando sobre él a estocadas y golpes, llegó Jaime Resquin con una ballesta armada, y poniéndola al pecho del Adelantado, le dijo: -Ríndase o le atravieso con esta jara.; y él respondió con semblante grave, dándole de mano, de modo que le apartó la jara. -Desviénse Uds. un poco, que yo me doy por preso; y corriendo la vista por toda aquella jente, atendió a don Francisco de Mendoza, a quien llamó, y dió su espada, diciendo: -A Ud. señor don Francisco entrego mis armas, y ahora hagan de mí lo que quieran.

Otras versiones, de factura literaria más pobre, pero acaso más verídicas, informan que no hubo nada de todo esto; que Alvar Núñez fué sorprendido descansando en una silla, reducido a piel y hueso por la fiebre palúdica y tan débil que apenas si podía sostenerse en pie. Las demostraciones de violencia contra un hombre indefenso eran, pues, inútiles e impropias de gente hidalga. Algo pasó, no obstante, con la espada de don Alvar, difícil de sacar en claro: mientras unos sostienen que el Adelantado la entrego voluntariamente a don Francisco de Mendoza, al darse preso, otros sostienen que el nombrado se la quitó por fuerza de la diestra. El hecho no deja de tener su importancia, al menos para don Francisco, dado que más tarde le costará nada menos que la cabeza.. .

Sacado brutalmente de su casa, Alvar Núñez fué conducido en camisa, en medio de burlas sangrientas, a la del Tesorero Garci Venegas, donde le echaron unos grillos y pusieron bajo seguridad de dos llaves.

-Agora, señor Alvar Núñez -decían los Oficiales Reales-, sabreys como se an de tratar los caballeros como nosotros.

¡Noche aciaga aquella del 25 de Abril de 1544! Los del bando triunfante se dieron prisa en vengar sus agravios, corriendo por las calles, con sus antorchas encendidas, en procura de sus enemigos personales. Martín de Orué, con un grupo de revoltosos, fué a tomar por asalto la casa de Juan Pavón de Badajoz, el Alcalde Mayor que lo había puesto en cueros sobre el burro del tormento. Igual ataque sufrieron las casas de los Alguaciles Francisco de Peralta y Sebastián de Fuente el Rey.

Los tres fueron tomados presos y después de ser duramente injuriados de palabra, despojados de las varas de la justicia. Sufrieron, en materia de ultraje, lo más sarcástico para caballeros de la época: les pelaron las barbas...

Llevados a golpes a la cárcel, sus conductores dijeron a los Oficiales, que allí estaban presentes, señalando a Pavón:

-Señores, aquí traemos a este traydor, ladron, ¿qué mandan vuestras mercedes que hagamos con él?

Y como el Alcalde Mayor suplicase alguna consideración, los Oficiales le contestaron:

-Tened por bien bos de estar donde nosotros estobimos.

Y sin más dilaciones le metieron de cabeza en el cepo, al par que se soltaban a algunos reos, entre ellos uno condenado a muerte por asesinato, siempre al grito de: ¡libertad, libertad!

El escribano Pero Hernández fué también acorralado en su casa. Los Oficiales Reales, interesados en rescatar los procesos que les había incoado el Adelantado, le pusieron las espadas al pecho y amenazado de muerte lo llevaron a casa de Irala, donde le aseguraron un par de grillos.

Triunfante el golpe, los amotinados recorrieron las calles con Garci Venegas al frente tocando un atambor y un pregonero gritando:

-Mandan los señores Oficiales que ninguno sea osado de salir de sus casas so pena de traidores! ¡Quién pudiera sacar la cuenta de las veces que este pregón viene resonando en las soñadoras calles de Asunción, de cuatrocientos años acá, anunciando unas veces el triunfo de la libertad y otras veces el de la tiranía!

Al día siguiente del golpe de estado -primera revolución de una serie aun inconclusa- los cuatro Oficiales Reales eligen y hacen elegir a Domingo Martínez de Irala nuevo Gobernador.

Un Acta Plebiscitaria, la primera de que haya memoria en el Paraguay, legaliza la situación creada, hasta que Su Magesíad sea servido de disponer otra cosa .

Se invoca para el caso la Real Provisión del 12 de septiembre de 1537, cuya aplicación no puede parecer más inopinada, inaugurándosela con la sustitución del Adelantado, nombrado por el propio Rey, por otro gobernante surgido de una rebelión.

De la aplicación arbitraria de dicha Cédula Real surge, aunque indeliberadamente, una teoría revolucionaria que nadie sabe cómo le sentará al Rey. Además de no haber vacancia por muerte del Gobernado, la voluntad real exigía que la elección la hiciesen todos los conquistadores y pobladores en conformidad o la mayor parte de ellos: lo cual vos mandamos que así se haga con toda paz, y sin bullicio ni escándalo apercibiendoos que de lo contrario nos tendremos por deservidos, y lo mandaremos castigar con todo rigor.

La Revolución de Abril de 1544, precautelándose contra la reacción que pudiere provocar en la Corte, tenía por fuerza que tomar al Común por escudo y cuidando la impresión de que daba satisfacer a la mayoría; pero, en realidad, en nombre del común obraban solamente ciertos personajes que aspiraban al mando en beneficio propio.

Así en la elección plebiscitaria que siguió a la revuelta intervino solamente la gente adicta a los Oficiales Reales, apartándose en todas sus partes de lo más valedero de la voluntad del soberano.

La justicia de Su Majestad, sin embargo, dejó impune esta insubordinación. No necesitaban más los conquistadores de Asunción para sentirse dueños de su propio mundo y con las manos libres para ganar el poder con la punta de sus espadas.

Estos son detalles y consideraciones que pierden significación con el transcurso del tiempo. En general, los historiadores paraguayos y rioplatenses dispensan sus simpatías a los rebeldes de 1544, en quienes se quiere ver los precursores de la soberanía popular en estas latitudes. Siempre es grato al sentimiento nativo todo aquello que puede halagar el orgullo varonil del pueblo y dar brillo a su tradición batalladora.

Conviene no olvidar, sin embargo, que los actores de aquel conflicto eran, por ambos bandos, exclusivamente españoles. Esta es una circunstancia que facilita un juicio, imparcial, que mire solamente a la verdad. La mano de Irala y sus parciales fué dura y humillante para la población nativa, considerada como botín de la conquista, a pesar de cuanto quiera decirse en contrario. La conducta de Alvar Núñez fué más caballeresca en este sentido, más a tono con el espíritu cristiano. Un motivo poderoso para juzgarle con detenido examen.

Su Maestre de Campo en la conquista de la Gran Florida dejó de pluma maestra una semblanza del segundo Adelantado del Río de la Plata, que vale los honores de una cita: Animoso, noble, arrogante, los cabellos rubios y los ojos azules, era Alvar un caballero y un capitán a todo lucir; las mozas del Duero enamorábanse de él y los hombres temían su acero.

Sus detractores le presentan como un gobernante autoritario, desmedidamente orgulloso y fiado de su valor personal, muy dado a rodear de boato los signos exteriores del mando: un aristócrata con humos de dictador, desentonando en el ambiente democrático asunceno, donde el sentimiento de la igualdad se respiraba hasta en el aire.

Un conquistador de los primeros tiempos relata que causó muchos males e injusticias, especialmente a los que vinieron primeros a esta tierra y lo menos que nos decía era bellaco.

Se ha pretendido explicar el fin desgraciado de su gobierno en razón de tales fallas de su carácter, pero ellas no pueden descubrir todo el proceso de su caída.

En realidad, Alvar Núñez Cabeza de Vaca vino a irrumpir en los llamados intereses creados. Irala y los Oficiales Reales no necesitaban mucho para sentirse amargados por un hombre como el segundo Adelantado, enérgico y celoso de su autoridad.

Sus adversarios exageraron, sin duda, su severidad para justificarse. Fueron con él la negación de toda generosidad y no se distinguieron, ni antes ni después, por su moderación en los abusos del poder, sobrepasando con exceso las irregularidades alegadas para cohonestar el alzamiento.

La tan mentada impolítica de Alvar Núñez probablemente no fué otra cosa que una explicable defensa de la jerarquía del alto cargo, venida a menos en el gobierno de su antecesor por la influencia preponderante de Alonso Cabrera y Garci Venegas, a la que debían agregarse ahora las pretensiones de Felipe de Cáceres. Parece justa su negativa, bien que ella fuese arrogante, de admitir la intromisión de funcionarios de la Real Hacienda en los asuntos de Gobierno y justicia, cuyas extralimitaciones, antes toleradas, mal podían sentar precedentes obligatorios.

Preciso es tener en cuenta otros factores para rehacer el ambiente de aquel tiempo. Desde el arribo de la carabela Trinidad, que trajera a Alonso Cabrera en 1538, hasta la llegada de Alvar Núñez en 1542, no se había vuelto a recibir de España noticia ni socorro alguno. Durante esos cuatro años el aislamiento de Asunción, capital de la conquista del Río de la Plata, fué absoluto. Lejos de las manos del Rey, abandonados a su propia suerte en el corazón de un continente desconocido, obligados a sostenerse por su propio esfuerzo, los conquistadores y pobladores de Asunción constituyeron insensiblemente una comunidad, con cierta conciencia de autonomía estimulada por el privilegio de elegir democráticamente a sus gobernantes, en los casos autorizados por la Real Provisión del 12 de septiembre de 1537.

No es tampoco de extrañar que surgieran ciertos antagonismos entre los conquistadores de la primera hora, ya casi habituados a considerar estos dominios como cosa propia, y los que más tarde llegaron con Alvar Núñez a participar por igual en la conquista, a sentarse en la mesa puesta -como dirían- sin haber sufrido los terribles años de prueba con don Pedro de Mendoza.

A estos recelos injustificados, pero inevitables, no dejarían de mezclarse también viejos resquemores de la primera discordia por el poder, reavivándose la esperanza de los perdidosos de eliminar la influencia de Irala y los Oficiales Reales en el gobierno del nuevo Adelantado.

Por su parte, muchos de los que vinieron con Alvar Núñez se pasaron al campo de los llamados viejos conquistadores, atraídos seguramente por el mayor provecho, ya que no podría decirse que les ganaba una mejor causa.

Es verdad que en el escenario asunceno volvieron a enfrentarse algunos hombres que habían combatido en Villalar en campos opuestos, unos por el estandarte del Rey y otros por los fueros de las Comunidades peninsulares. Pero se hace difícil admitir que tal circunstancia determinase la primera revolución asuncena, aunque es posible que por ese lado se halle la explicación del nombre comuneros que dieran a su bando en Asunción los que por primera vez en América pusieron sus manos sobre el representante del Rey. ¿Desquite por lo de Villalar? No lo creemos, por muchas razones.

Hay, en cambio, una razón más palpable, que se siente al revivir aquellos episodios turbulentos: la rivalidad entre ciertas regiones españolas, trasplantada al trópico. Se percibe nítidamente un antagonismo insuperable entre vascos y andaluces, formando dos bloques principales que tratan de imponerse por la fuerza.

Cabeza visible de los vascos era Irala y de los andaluces Alvar Núñez. Había conquistadores procedentes de otras regiones, pero actuaban de parte de uno u otro de estos dos grandes grupos.

La personalidad del segundo Adelantado debió ser por necesidad simpática para la mayoría de los conquistadores, por su altruísta conducta en la debatida cuestión del quinto y por su indiscutible moralidad.

Solamente, la expedición al Norte, con sus deplorables resultados, pudo dar a sus enemigos oportunidad de abatirle con el motín.

Pero ha de verse cuánto seguirá gravitando en la tierra su recuerdo. ¡Gentil caballero este don Alvar! Su ausencia es tan actuante como su propia presencia, hasta que terminan en la tumba las grandezas y miserias de los primeros conquistadores de la Asuncion. ¡Alvar Núñez! ¡Quién sabe si no fué él el corazon más generoso de la conquista, el soldado más romantico y caballero, sin tacha y sin miedo, de cuantos hicieran sonar sus pisadas en aquella Asunción ya tan distante, y, sin embargo, siempre tan ella misma, con sus bandos inmemoriales: -Mandan los señores Oficiales que ninguno sea osado de salir de sus casas...!


 

 

JUAN DE SALAZAR DE ESPINOSA CONTRA DOMINGO DE IRALA

 

Felipe de Cáceres afirma, en carta al Rey, que la revolución se hizo sin escándalo ni alboroto, sin peligro de persona alguna e con gran alegría de todos. ¡Impunidad de la distancia!

El movimiento había triunfado ciertamente con rapidez; pero no se afianzó con la misma facilidad. Los amigos del Adelantado, también numerosos y de calidad, no se dieron punto de reposo preparando la contrarrevolución. Muchos de los que habían sido impresionados por las intrigas contra Alvar Núñez cayeron pronto en la cuenta de la maniobra y reaccionaron con energía.

Asunción, convertida en campo de Agramante, hervía con diarios incidentes que terminaban a golpes de puño, a filo de espada o punta de puñal, a pesar de las medidas de fuerza. No se permitía que los sospechosos hablasen unos con otros y en viendo hablar dos hombres juntos hacían información y los prendían hasta saber lo que hablaban. Y si eran tres o cuatro los que se juntaban, sonaban toques de alarma. Por lo noche, treinta hombres armados patrullaban las calles, detenían e interrogaban a cuantos encontraban a su paso.

De los perseguidos muchos se refugiaban en la iglesia; pero Irala hacía rodear el templo, no dejándoles entrar la comida a fin de obligarles a salir de su asilo, rendidos por el hambre. Los encarcelamientos por simples malquerencias personales y confiscaciones de bienes por discrepancias políticas, estaban a la orden del día.

Contra los desmanes del poder y los vejámenes injustos para sellar las bocas, la guerra de nervios. Exasperaban a los Oficiales Reales los rumores organizados que hacían llegar a sus oídos, dondequiera se encontrasen, el mote de traidores. Se incorporan el pincel y el engrudo a las actividades políticas; en aquellos días borrascosos se pintaron en las paredes asuncenas las primeras inscripciones subversivas: Por tu Rey y por tu ley y por tu casa morirás. Y también por primera vez se fijaron en sus muros carteles clandestinos: Quien a su Rey no fuese leal, ni le valdrán Castilla ni Portugal.

Los Alguaciles juraban y amenazaban para saber quién los escribía. Detenían y daban tormento a los sospechosos, de cuya causa quedaron muchos lisiados de las piernas y brazos.

Los Oficiales Reales tenían a su servicio un numeroso cuerpo de pesquisantes, desproporcionadamente numeroso en relación con la población, que espiaban y miraban todo lo que se hacía y decía en el pueblo. Antecesores remotos de los pyragueses de estos tiempos. . .

La verdad es que Alvar Núñez constituía, en su oscura celda, verdadera pesadilla para Irala y los Oficiales Reales. Con el trascurso de los días la situación se tornaba más y más grave por la inminencia de un levantamiento a favor del prisionero. Más o menos a medio mes de la revolución, los del Gobierno apelaron a un recurso siniestro para contrarrestar la acción adversaria: se ordenó a Alvar Núñez que pidiese a sus partidarios se calmasen y no intentaran libertarle, pues el día que se presentasen ante su prisión pidiendo su libertad le cortarían la cabeza y la echarían a los contrarrevolucionarios para que se contentasen con ella.

Los juramentados para ejecutar esta incalificable amenaza eran el Tesorero Garci Venegas, Andrés Fernández el Romo, Alonso de Valenzuela y Pedro Aguayo.

Ningún rehén fué nunca más rigurosamente guardado. Para ese fin -se lee en Los Comentarios de don Alvar- buscaron entre toda la gente el hombre de todos que más mal le quiciese y hallaron, uno que se llamaba Hernando de Sosa, al cual el Gobernador le había castigado porque había dado un bofetón y palos a un indio principal, y a este le pusieron por guarda en la misma cámara para que le guardase y tenía dos puertas cerradas con candado sobre él; y los oficiales y todos sus aliados y confederados le guardaban de día y de noche, armados con todas sus armas, que eran más de ciento y cincuenta, a los cuales pagaban con la hazienda del Gobernador.

Apenas se notaba en la ciudad algún suceso alarmante, los juramentados penetraban desaforadamente en el calabozo, las manos puestas en los puñales, listos para entrar en acción tan pronto fuese forzada la guardia.

La celda del Adelantado era una pieza estrecha, oscura y húmeda, tan húmeda que debajo de la cama crecía la yerba. Allí permaneció once meses sin ver el cielo, enfermo, condenado a morir si su causa triunfase, confiscados y repartidos sus bienes entre los enemigos que más le odiaban.

Con todo, la orden exigida a Alvar Núñez no condujo a la quietud deseada. De ahí a poco comenzaron a producirse misteriosos incendios, que los Oficiales Reales suponían ligados a vastos planes subversivos, pero que los amigos de Alvar Núñez aseguran haber sido provocados por Irala para justificar nuevas persecuciones. El mismo Alvar Núñez asevera que sus carceleros tomaban todas las precauciones a fin de que se quemase vivo en su prisión, en caso de repetirse el incendio que destruyó toda la ciudad en Febrero de 1543. A consecuencia de tales siniestros fueron a dar con sus huesos en la cárcel varios cabecillas de los leales, como se decían los partidarios del Adelantado, entre ellos el clérigo Luis de Miranda, a veces poeta y a veces soldado.

Ni los frailes permanecieron neutrales en la ardiente disputa, y hacían algo más que rezar misas a favor de sus respectivos bandos.

La persistencia de los trabajos en pro del cautivo turbaba el sueño de los Oficiales Reales, que andaban a salto de mata husmeando conjuraciones. El nuevo Alcalde Mayor, Pero Díaz del Valle, revisaba de continuo las casas vecinas a la prisión en busca de tierra removida para ver si se minaba. A diestra y siniestra se detenían sospechosos, torturados sin piedad en procura de pistas reveladoras.

Cansados de aquel pesado fardo, Irala y los Oficiales Reales determinaron al fin sacar al Adelantado de la provincia y remitirlo a España; mas, apenas trascendió este proyecto, cobraron mayores proporciones los escándalos y alborotos.

Por su parte, Alvar Núñez, que no se consideraba desposeído de sus derechos por la revolución, puesto al tanto de ese pensamiento, logró extender un poder en forma con fecha 23 de Enero de 1545, burlando la vigilancia de sus carceleros. Designa por dicho documento en calidad de sucesor suyo al Capitán Juan de Salazar de Espinosa, según facultades que le concedían sus capitulaciones con el Rey.

Con este instrumento en sus manos, los leales multiplican sus afanes para impedir la deportación de su jefe. De su lado, los comuneros, como se decían los iralistas, acumulan febrilmente informaciones y probanzas contra Alvar Núñez, con qué cohonestar ante el Rey el movimiento. Sus cargos y acusaciones están bien dirigidos a herir el amor propio de Su Majestad: por ejemplo, que el Adelantado pretendía proclamarse Rey y hasta Papa de estas tierras. Cosas que nunca pasaron ni fueron verdad, rebate don Alvar.

Sebastián de Fuente el Rey dice con suma gracia que la causa de su prisión fué porque les reprehendía de sus vicios e pecados, que son tantos que eceden la seta de Mahoma. Convenido en que este señor es el mismo Alguacil a quien Martín de Orué y consortes molieron a palos; pero los que fabricaron aquellas informaciones y probanzas no dejarían tampoco de respirar por la herida.

Mientras se alista la carabela Comuneros para el viaje a ultramar, las fuerzas contrarias se aperciben para un choque decisivo.

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El título de Salazar era legalmente perfecto; pero, como es natural, se lo mantuvo en la más profunda reserva, en tanto se activaba en conciliábulos secretos la contrarrevolución. Probablemente se trató de hacer coincidir el contragolpe con el viaje de la carabela; pero la forma sorpresiva con que fué sacado Alvar Núñez de la prisión, así como el despliegue de fuerza para conducirlo a bordo, impidieron, sin duda, que el plan se ejecutase.

En la noche del 7 de Marzo de 1545, pasado el cuarto de la prima, el Veedor Alonso Cabrera y el Factor Pedro Dorantes, seguidos de numerosos arcabuceros con las mechas encendidas, entraron en el calabozo de Alvar Núñez y levantándole en brazos, con los grillos, le sacaron hasta la puerta de la calle. Cuenta el mismo don Alvar que como vió el cielo, que hasta entonces no había contemplado en once meses, rogoles que le dejasen dar gracias a Dios, y que cuando se levantó, que estaba de rodillas, trujeronle allí dos soldados de buenas fuerzas para que lo llevasen en los brazos para le embarcar porque estaba muy flaco y tollido.

A pesar de encontrarse en medio de aquella gente hostil, armada hasta los dientes, el prisionero tuvo coraje de decir en alta voz, para que todos lo oyesen: Señores, sed testigos que dejo por mi lugar teniente al Capitán Juan de Salazar y Espinosa, para que por mí, y en nombre de su magestad, tenga esta tierra en paz y justicia hasta que su magestad provea lo que más servido sea.

No bien acabó de decir esto, arremetióle puñal en mano el Tesorero Garci Venegas, gritando: -No creo en tal, si al Rey mentais, si no os saco el alma.

Apenas Garci Venegas se apartó un poco, volvió Alvar Núñez a repetir lo mismo, con igual energía, corriendo riesgo de ser asesinado. Arremetió de nuevo el Oficial del Rey, con gran furia, y con el puñal puesto en la sien del preso reiteró su amenaza. Recibió don Alvar una pequeña herida y del empellón rodaron por el suelo él y los que le traían en brazos.

A fin de evitar que el escándalo subiese de proporciones, el Adelantado fué conducido a toda prisa a la carabela, en cuya popa le encerraron con tablas y aseguraron con dos candados. En todo el trayecto arcabuceros apostados en las esquinas impedían que persona alguna se acercase, bajo amenaza de muerte. Nadie pudo venir en auxilio de Alvar Núñez en aquellas tristes circunstancias, y si intención hubo por parte de sus amigos de ir a libertarle al embarcársele, ese pensamiento quedó frustrado.

El 8 de Marzo de 1545 la Comuneros levó anclas con rumbo a España, llevando preso a su bordo al infortunado Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Es el primero que sale deportado de Asunción, distinción que corresponde a un Adelantado, la autoridad más alta, después de la majestad del Rey, en estas latitudes. Es un precursor que hará época... Sus carceleros son, nada menos, el Veedor Alonso Cabrera y el Tesorero Garci Venegas, Le acompañan también López de Ugarte y el escribano Martín de Orué, portadores especiales de gruesos legajos con informaciones contra el destituido Gobernador.

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La partida de la carabela, sin otras incidencias, fué mi alivio para Irala y los Oficiales Reales. Lo da a entender un Gaspar Ortigoza al decir: -Yo me espanto como son bibos porque no han dormido ni reposado once meses una sola hora.

Sin embargo, había salido a luz aquel secreto inquietante, revelado por el mismo Alvar Núñez: el poder dejado a Salazar de Espinosa. El hecho imponía a los conspiradores acción inmediata. El 13 de Marzo se reunen por la mañana en casa de Salazar unos cien capitanes e hijosdalgo y, previa lectura del mencionado poder, le prestan obediencia con gran apellido y los bonetes en la mano.

El fundador de Nuestra Señora de la Asunción, subido a un apoyo en la puerta de su morada y con la diestra puesta sobre la insignia del Hábito de Santiago que tenía en el pecho, juró cumplir lealmente las disposiciones del poder.

Acto seguido, pidió a todos que se reintegrasen a sus posadas. Esta medida, manifiestamente suicida, fué objetada desde luego:

-Mire vuestra merced que haze mal en embiarnos porqué le prenderán o le matarán -advirtieron los que no veían las cosas con criterio tan simple.

Pero el Capitán Salazar, quizás excesivamente convencido de la legalidad de su título o especulando más de la cuenta sobre su ascendiente moral, contestó:

-No tengo miedo deso, pero ya que algo se haya de hacer mas quiero prendan o saquen sangre a mi que no a ninguno de vosotros.

Respuesta digna de soldado valeroso, pero por completo inadecuada a situaciones semejantes.

Al tanto Irala del movimiento subversivo, a toque de rebato reúne a los suyos. Más de trescientos son los que corren a la casa del Capitán Vergara, prontos para batirse por su caudillo y la revolución.

Después de dispersar imprudentemente sus fuerzas, Salazar destaca ante Irala dos parlamentarios a consultar si podía acercarse seguro de leer su poder. El Gobernador, atento a ganar tiempo para explorar el campo adversario, contesta con buenas maneras y afirmativamente. No tardó en presentarse el mandatario de Alvar Núñez, por supuesto con un escribano al lado, y leyó su poder sin recibir molestias.

A su requerimiento de si se daban por notificados, le responden con bien calculada política, que le darán la respuesta más tarde, por escrito. Cumplida la notificación, Salazar regresó tranquilamente a su casa, no sabernos si convencido de haber puesto fin al negocio con un milagro de escribanía. Como quiera que sea, por la tarde debió desengañarse un tanto dé ello, con la visita del Contador Felipe de Cáceres y el Factor Pedro Dorantes, en calidad de parlamentarios del otro bando, a rogarle que desistiera del poder que le había otorgado Alvar Núñez. Otra vez Salazar fué imperialmente categórico en las palabras: quel avía sido requerido y él atetado el dicho poder y obedecido y quel poder en la mano o en la cabeza y el espada en la otra, avía de morir y llevarla al cabo.

Entretanto, los Oficiales Reales terminaban la redacción de la respuesta prometida a Salazar: Nos, los dichos Oficiales de su magestad dezimos e respondemos que lo pedido e requerido por el dicho capitán salazar es en sy muy ympertinente e fuera de toda razón e camino e como a tal lo desechamos e apartamos de ser por nos oydo ni visto ni respondido otra segundo ni tercera vez.

Fracasada la misión de Cáceres y Dorantes, los Oficiales Reales requirieron a Irala la notificación de la antedicha respuesta a Salazar, urgiéndole que yncontinenti proyba e mande con todo rigor e debaxo de grabes penas personales e pecuniarias... al dicho capitán joan de salazar que no se entrometa direta ni indiretamente él ni otra persona alguna a fazer ni falta demostración de tal yndebido como ynusitadu joder.

Momentos después Salazar recibe la correspondiente notificación, por intermedio del escribano Bartolome González, bajo apercibimiento de que será castigado con pena de muerte y pérdida de todos sus bienes si presumiere o usare el mencionado mandato ejercer autoridad de justicia o cualquier otra que se especificare en él.

En vez de ponerse al instante a organizar y aumentar las fuerzas puestas a su disposición aquella mañana, lo que hace Salazar es ir al día siguiente, muy temprano, a oír misa en el monasterio de Nuestra Señora.

Como si viviera totalmente ajeno a la realidad, en saliendo del servicio religioso se aventura a dictar dos mandamientos: uno para Irala y otro para los Oficiales Reales, emplazándolos para que en el término de una lucra precisa, y no más, ellos o cualquier persona que hubiese participado en la prisión de Alvar Núñez Cabeza de Vaca se presenten ante él a prestar obediencia y a reconocer su culpa e error. En este caso, el optimista Salazar prometía de los recibir e perdonar.

Un escribano, ¡quién había de ser!, se presenta ceremoniosa y gravemente a notificar a los interesados. Los Oficiales Reales escucharon pacientemente el emplazamiento dirigido a ellos; pero cuando el escribano se enderezó a Irala y llegó a leer lo de principal traydor que habéis sido, la gente arremetió con él y con mucho trabajo se le pudo defender para que no le matasen a palos.

Seguidamente, carga general a la casa de Salazar, pensando cada uno en ser el primero para lo matar. El apoderado de Alvar Núñez, sitiado por la multitud enardecida, pronta a prender fuego a su casa, se encontró solo o con muy pocos partidarios para oponer resistencia, sin otro recurso para defender su vida que la Cruz de la Orden de Santiago sobre su honrado pecho.

En medio de la confusión, el Factor Dorantes requirióle nuevamente que desistiese del famoso poder; pero Salazar, sin perder su presencia de ánimo, replicó altivamente:

-Nunca Dios tal quiciese hasta que el Rey no mande otra cosa!

Y con gesto enérgico ordenó que se apartasen de allí. Como las circunstancias no eran ciertamente para discusiones, acometiéronle muchos tumultuarios y Domingo de Irala le tomó y traxo preso por la mano.

Así terminó, como un chubasco de verano, la primera reacción de los leales.

Asunto que dió lugar a severas investigaciones fué cómo Alvar Núñez consiguiera comunicarse con el exterior a los efectos de extender el consabido poder. Sin embargo del aislamiento e incomunicación del preso, que parecían absolutos, contra toda lógica surgía aquel comprometedor. Se diría cosa de magia ...

Si el mismo Alvar Núñez no revelara el recurso empleado, permaneciera hasta hoy en el misterio. Una india le llevaba cada noche o tercer noche, con la cena, una carta con relación de todo lo que ocurría afuera; pero esta india no pasaba por las guardias así como así, sino desnudándola en cueros, catándole la boca y los oidos y trasquilándola para que no llevase nada entre los cabellos. Por si estas precauciones fuesen pocas, no se dejaba a la india un momento a solas con Alvar Núñez, para impedir mensajes verbales. Como la pieza era muy estrecha, parecía muy natural que ella se sentase en la cama, al par que él. En eso iba la picardía: en seguida comenzaba a rascarse un pie, y así rascándose quitaba la carta y se la daba por detrás al otro. El papel venía sutilmente arrollado, cubierto con un poco de cera negra, metido en lo hueco de los dedos del pie hasta el pulgar y atado con dos hilos de algodón negro. De esta manera sacaba y metía todas las cartas y el papel que había menester, y unos polvos que había en aquella tierra de unas piedras, que con un poco de saliva o de agua hacían tinta.

Los Oficiales Reales llegaron a sospechar estas conumicaciones, pero fueron inútiles las mañas que se dieron para arrancar a la fiel india su secreto. Las ínformaciones continuaron, sin novedad, hasta el fin.

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El 20 de Marzo, Salazar salía también preso para España en otro bergantín, que dió alcance a la Comuneros en la Isla de San Gabriel. Grande debió ser el desengaño de Alzar Núñez al saber que transbordaban a su lugarteniente a la misma nave que le servía de cárcel navegante. Es pasible también que su abatido espíritu se reconfortase con tantas pruebas de lealtad de sus amigos.

El segundo deportado es, pues, nada menos que el mismo fundador de la ciudad. Sirva ello de consuelo a todos los que sufrieron el destierro, después que él, para mayor gloria de la muy ilustre Señora de la Asunción, a lo largo de cuatro siglos de Historia.

El 24 de Abril de 1545, víspera del aniversario de aquella infausta noche de San Marcos, la carabela Comuneros zarpó de la isla de San Gabriel para cruzar el océano con su carga de prisioneros. Días más, días menos, hacía tres años que Alvar Núñez llegara a Asunción, joven, apuesto y afortunado. ¡El regreso a España, en qué tristes condiciones!

La sombra del gallardo Capitán, con sus contornos de caballero medieval, se proyectará, sin embargo, por muchos años sobre el escenario asunceno, dividiendo a los españoles en dos bandos en constante acecho para destruirse, unos por defender a don Alvar y otros por denigrarle.

¿Y el quinto, el zarandeado impuesto por donde comenzó todo este conflicto? Nadie se acuerda de él en medio del tumulto. La revolución, epílogo del desacuerdo originado, tuvo la virtud de enterrarlo con el triunfo personal de los oficiales reales, es decir, de los mismos que habían pretendido cobrarlo contra la oposición del pueblo y del Adelantado. Insistir en su actitud hubiera sido indudablemente impolítico por parte de Irala y sus consortes, contrario al común, el nuevo concepto social y político que acaba de nacer, como un diamante, del caos.

El Común, germen de los ideales de libertad que con el correr de los siglos pondrán, con otros caudillos, un acento imperecedero en esas mismas calles por donde, en 1544, los actores de la primera revolución exponen sus vidas, con ruda fiereza, unos por Alvar Núñez y otros por Irala; pero leales por igual a su Rey e Señor.

Sin embargo de no ser muy sosegada la vida pública y privada en Asunción, como se va viendo, esta carabela que va surcando el océano ha sido construida en sus astilleros.

En su nombre seguramente se quizo simbolizar los derechos del común, o sea el pueblo, de elegir a sus gobernantes. Se creaba así, al margen de la Real Cédula del 12 de Septiembre de 1537, un caso no previsto por Su Majestad. La Revolución de Abril de 1544, si bien no era sino resultado de rivalidades personales, tiene suma importancia, sin embargo, desde el punto de vista de los precedentes. El Rey, al conceder a conquistadores y pobladores la facultad de elegir gobernador en determinados casos de fuerza mayor, estaría lejos de pensar que sus apartados súbditos, estirando convenientemente la cuerda de su concesión, pondrían con frecuencia y expeditivamente las manos sobre los representantes del Poder Real.

Al principio estas extralimitaciones se escudan en protestas de fidelidad al Rey, cuyo mejor servicio invariablemente se invoca; pero tales autodeterminaciones culminarán, en el siglo diez y ocho, en auténtica explosión revolucionaria inflamada por esa nueva expresión de soberanía, el Común.

El concepto de soberanía popular asoma cual lejana estrella en el horizonte tormentoso de la Asuncion de 1544; pero es una luz tan remota que los protagonistas de la primera revolución no la distinguen o si la distinguen no la comprenden. Son los hijos de la tierra, nacidos bajo el signo de este nuevo derecho, quienes interpretarán la soberanía del pueblo como la revelación de su destino, con Antequera y Mompox.


 

 

LOS OFICIALES REALES CONTRA IRALA

 

Quiza la buena estrella de Irala que Alonso Cabrera y Garci Venegas se encargasen de la conducción de Alvar Núñez a España. Milagro que el Capitán Vergara, como también se llamaba a Irala, debió agradecer con toda el alma a los santos de su devoción. El famoso Veedor era, en efecto, un sujeto de esos que necesitan un embrollo por día, cuando menos, para sentirse en su elemento. Y Garci Venegas, aunque sin remilgos curialescos, no se paraba en mucha prosopopeya para sostener sus opiniones a puñaladas.

El 6 de Marzo, es decir, dos días antes de zarpar la Comuneros, Alonso Cabrera deja en su lugar, hasta tanto que yo buelba aesta provincia, a Anton Cabrera; no sabemos si se trata de un hermano o pariente suyo, pero era natural de Loja, como Alonso. Igual providencia adoptó Garci Venegas a favor de Andrés Hernández el Romo, juramentado con él para ultimar a don Alvar en caso de un levantamiento en favor del Adelantado.

Ninguno de los dos volverá de Espacia y su fin miserable en su oportunidad se verá; pero si Irala, en sus fríos cálculos, pensó que iba a quedar con las manos más libres, se equivocaba de medio a medio.

Los Oficiales Reales trabajaban, como ya lo puntualizamos en otro lugar, por cuenta propia y para su particular cosecha. No es sorprendente que Irala tropezara en su segundo gobierno con dificultades considerablemente agravadas por la indisciplina por él mismo fomentada contra Alvar Núñez, por medios de turbios manejos. Su impotencia para dominar esas dificultades le redujo a la necesidad de soportar la tutela de sus cómplices, como supremo recurso para seguir figurando en el mando.

Con el viaje de Alonso Cabrera y su definitivo alejamiento desapareció, en verdad, el rival más peligroso de Irala y el más seguro factor de nuevas discordias; pero si el mal radicaba, en gran medida, en la modalidad individual, lo grave era que la anarquía se presentaba como un vicio congénito del cuerpo social

En un ambiente como aquel, tan caldeado por las pasiones, lo que menos podían faltar eran muchos Cabreras de repuesto. Y así Irala tuvo que habérselas de inmediato con Felipe de Cáceres, el agresivo Contador, cuyas, excluyentes ambiciones habían crecido también con los disturbios.

Se conspira ahora contra Irala como antes se conspiraba contra Alvar Núñez. Los amigos de ayer llegan a un paso de partirse el alma, en guardia sobre el pomo de sus aceros. En Guarnipitán, con ocasión de una batida contra los indios, Cáceres acaudilla a la mayor parte de los capitanes contra Irala y poco faltó para que comenzase allí la guerra civil.

Así estuvieron, después de la deportación del Adelantado, tres o cuatro veces para matarse los unos a los otros, refiere el testigo Diego Téllez de Escobar.

Acuartelados en barrios opuestos de Asunción, las fuerzas de Felipe de Cáceres y del Capitán Vergara mantuvieron a la ciudad en constante zozobra. Varios frailes, provistos de sendos crucifijos, se metieron de por medio en los instantes más agudos para separarlos en nombre del cielo y de todos los santos.

El Factor Pedro Dorantes hizo después méritos ante Su Majestad por haber actuado de medianero en estas disensiones de los cristianos, especialmente en una que avía de entreambas partes más. de quatrocientos con las armas en las manos y las mechas encendidas y por el Capitán Vergara mandado tocar el atambor.

A las querellas de este período se refiere una carta, Abril de 1546, de un Fray Salazar: Asunción es un pueblo con más de quinientos hombres y más de quinientas mil turbaciones. Con razón, Schmidl, el lansquenete alemán, recordando sus andanzas por estas tierras, consignaba en sus crónicas: No parecía sino que el diablo anduviera entre nosotros.

La mediación de don Francisco de Mendoza, caballero de temperamento bueno, consiguió finalmente limar las ásperas relaciones de Irala y los Oficiales Reales. En Noviembre de 1547 el capitán Vergara logra salir, todos conformes, al frente de la memorable entrada que realizó el sueño de los conquistadores asuncenos, pero tarde.

La expedición se puso en San Fernando en Enero de 1548, de donde cruzó todo el Chaco, siguió adelante y vadeando el Parapiti y el Guapay alcanzó, en junio del mismo año, las faldas mismas de la cordillera andina. ¡Salto prodigioso, digno de un canto de Homero!

Camino iban de los sueños cumplidos, cuenta Irala, con muy larga noticia de prosperidad y muchas minas de oro y plata, cuando al escalar las estribaciones de las altas montañas les salieron al encuentro indios hablando en castellano.

-¿Quiénes sois vosotros y qué nación es la vuestra: - les preguntó Irala, sorprendido.

Ellos respondieron: Indios somos del Perú, cuio señor es un viracocha sustituto del capitán Peranzures, glorioso fundador de Chuquisaca.

Schmidl dejó de la desilusión general esta pintura admirable: Nos quedamos fríos donde estábamos. Es que esta vez los sueños de oro se esfumaban para siempre.

Irala y sus compañeros sacaron en claro que se hallaban en los términos de Charcas, ya conquistada por la gente de Pizarro. Como era ley que se pagase con penas graves el introducirse en jurisdicción ajena, el Gobernador detuvo el avance y envió al Capitán Nuflo de Chaves con cartas y avisos a las justicias del Pirú.

Hubo discusiones e incidentes con motivo de esta decisión. Anota Ruiz Díaz de Guzmán que determinó la mayor parte de los capitanes pedir a Domingo de Irala, se entrase en el Perú y que el requerido respondió que no haría tal cosa sin autorización de la persona que gobernaba aquel reino, cuya jurisdicción era muy distinta de la de él.

Desde ese momento la rebelión se cierne sobre Irala, por negarse a seguir adelante, como antes sobre Alvar Núñez, en el puerto de Los Reyes, por contrario motivo. Palos porque bogas y palos porque no bogas, el caso del refrán.

Otra vez es Felipe de Cáceres el agente principal del pronunciamiento. Se amotinó con la mayor parte de la gente y puso en armas contra el dho capitan e traxo todo el campo a punto o termino de matarse los unos a los otros y corriera mucha sangre si el Gobernador, permitiendolo y alumbrándolo Dios no se desistiera del cargo. Los Oficiales Reales, que lo habían elegido en 1544, despojan a Irala del mando, sin más trámites, el 10 de Noviembre de 1548.

Me desistí del cargo y los oficiales reales por su sola autoridad nombraron a Gonzalo de Mendoza - informó Irala al Rey. Me desistí... Mejor era decir me desistieron; pero estuvo acertado en no ceder a las exigencias referidas. La contestación de La Gasca, que gobernaba en el Perú, decía al Gobernador asunceno y a los que con él estaban que no saliesen a estos reinos del Perú sino que se mantuviesen en sus conquistas.

Aunque esta respuesta no se conoció sino posteriormente, los Oficiales Reales, sin poder coordinar sus pareceres, optaron por abandonar a Nuflo de Chaves a su propia suerte y sin esperar su regreso emprendieron la vuelta a Asunción con la gente más dividida que nunca por el desengaño.

A principios de Marzo de 1.549 los expedicionarios llegaron a San Fernando, donde les esperaban grandes sorpresas.


 

 

 

DIEGO DE ABREU CONTRA DOMINGO DE IRALA

 

Humillado, como antes lo fuera Alvar Núñez, Domingo de Irala maduraba seguramente su desquite para cuando llegase a Asunción; pero aquí también su poder había sido quebrantado por una revolución singularísima.

La expedición al Perú fue una excelente coyuntura ofrecida a los partidarios de Alvar Núñez, que ellos no desaprovecharon, para intentar la retoma del poder. Eventualmente constituyen mayoría en Asunción y, además, don Francisco de Mendoza, el lugarteniente dejado aquí por Irala, no era el hombre más a propósito para asegurar la retaguardia de los comuneros, imprudentemente descuidada en pos de quiméricos atavalipas.

Diego de Abreu, Ruiz Díaz Melgarejo, Alonso Riquelme de Guzman, Francisco Ortiz de Vergara, Hernando de Rivera, el clérigo Luis de Miranda - vale decir, el estado mayor de los leales- desarrollan, en ausencia de los ases de la situación, lo que hoy se dice una hábil política de infiltración..

Trabajando con suma eficacia el espíritu de don Francisco de Mendoza consiguen ganarlo a un plan simple y certero, que puede resumirse así: ¿es posible que un teniente de gobernador, pues Irala no era otra cosa, pueda designar a otro teniente de gobernador? Además, el Capitán Vergara no es sino un usurpador y su regreso es tan problemático como el de Ayolas, dado el tiempo transcurrido, más de un año, sin tenerse noticias de él. La Cédula Real del 12 de septiembre de 1537 resolvía el caso admirablemente: ¿por qué no renunciar al mandato ilegítimo de Irala para recibir en cambio un título auténtico, emanado directamente del pueblo y conforme con la voluntad real? El verdadero gobernador y capitán general debería ser él, don Francisco, persona muy principal y el predilecto del pueblo; con el voto de los partidarios de Alvar Núñez, en mayoría, su triunfo podría ser fácil, completo y definitivo.

Don Francisco, seducido por las perspectivas, cae en la trampa color de rosa: delega el mando, para que la elección sea completamente libre, en manos de fray Luis de Miranda, el curita poeta y aficionado al fuego.

A campana tañida se juntan los vecinos en la iglesia de La Merced a los efectos de elegir gobernador en el primer comicio asunceno libremente convocado. La elección de Irala en 1544, como se sabe, fué una imposición de los oficiales Reales, una votación en que no intervinieron los del partido opuesto.

El acto electoral se desarrollaba normalmente y la mayoría iba votando por don Francisco de Mendoza, a indicación de los mismos dirigentes alvar-nuñístas -lo que hace creer que no todos obraban con premeditada mala fe- hasta que entró a votar un tal Castillo, apodado el largo, natural del Asia, de la isla de Guadalcanal, disputada en la reciente guerra, en formidables batallas, por norteamericanos y japoneses.

Y bien, el tal Castillo, que debía ser hombre de muy mal genio, en vez de firmar su voto se apoderó de las listas, las rompió y tiró al suelo diciendo que don Francisco les engañaba, pues según denuncia del racionero Juan Gabriel de Lezcano había permitido la elección solamente para evitar escándalos y una vez electo por ellos volver a entregar el gobierno a Domingo de Irala cuando regresare.

Con este incidente terminó, en forma poco edificante, el primer ensayo democrático. A partir de ese momento, el acto degeneró en una serie de violencias. Ruy Díaz Melgarejo y Martín Bensón, el mismo sargento Bensón de la cuchillada al sargento Escalera en Tapua, vinieron con otros públicamente armados a pretender matar a don Francisco de Mendoza al salir de la iglesia. Avisado don Francisco, no por eso rehuyó, varonilmente, la amenaza; pero cuando los ya nombrados quisieron ejecutar sus designios, se interpuso el Capitán Diego de Abreu.

Anulada de hecho la elección por Castillo el Largo, se diría que enviado especialmente a ese efecto por el Destino desde el otro extremo del mundo, se organizó otra; pero en ésta ya no se permitió la candidatura de don Francisco, que fué expulsado del Comicio. Ruy Díaz Melgarejo decía a grandes voces que no había de entrar en la elección quien había quitado al Gobernador Alvar Núñez la espada cuando le prendieron. Y el Capitán Hernando de Ribera completó la argumentación afirmando que don Francisco de Mendoza no había de mandar aunque obiese . más votos, de modo que nadie se cansase inútilmente en votar por él.

Practicado el escrutinio, resultó electo el Capitán Diego de Abreu. Don Francisco de Mendoza debió quedar helado con el sorpresivo desenlace de su aventura: aquel Diego de Abreu era el más audaz de los leales a Alvar Núñez. Ciertamente acababa de salvarle la vida, pero como enemigo era de los mas temibles .

Atrozmente engañado, el "Teniente de Irala se resistió a aceptar el resultado de la elección; mas apenas descubiertas sus primeras intenciones de reaccionar fué tomado preso, procesado sumariamente y decapitado en el cadalso, por haber sido quien arrebató la espada de manos de don Alvar, el legítimo representante de la autoridad soberana y del Rey.

Un hombre moderado, quizás el menos responsable de los desafueros cometidos contra el segundo Adelantado, paga con su cabeza la culpa de los verdaderamente culpables, que están en marcha camino de San Fernando, regresando de la frontera con el Perú, y ajenos por completo al drama asunceno. El fin trágico del desventurado don Francisco de Mendoza jamás podrá recordarse sin emoción. Queriendo salvar su vida llega hasta a ofrecer en matrimonio a sus dos hijas, Elvira y Juana, a Diego de Abreu y Ruy Díaz Melgarejo, quienes rechazan la oferta con primitiva brutalidad, signo de aquellos duros tiempos, haciéndole decir que lo que le convenía era componer su alma y disponerse a la muerte, y dejarse de imaginaciones de casamientos que no era tiempos dellos.

Una vez en el cadalso, el infortunado caballero levantando la frente al cielo hizo en descargo de su alma, en voz alta, esta confesión tremenda: que en un día como aquél, por falsas sospechas que dellos tenía, había dado muerte en España a su primera esposa y un clérigo, compadre y capellán suyo.

Cumplíase de esta manera, con extraña fatalidad, aquella forma de justicia que nació casi con el mundo: el que a hierro mata, a hierro muere.

Don Diego de Abreu ha llegado por fin a la realización de sus anhelos: la reconquista del poder, arrebatado a Alvar Núñez en la noche del 25 de Abril de 1544 por unos rebeldes, titulados comuneros, que habían faltado a la lealtad a su Rey y Señor.

Pero el caudillo triunfante aun no puede leer en el libro del Destino el triste fin que también a él le espera. La página roja escrita con la sangre del señor de Mendoza no se cerrará otra vez sino con la dura ley del talión.

En el hogar enlutado por la tragedia, dos hijas ruegan al Señor, con todo el fervor de sus almas, venganza implacable para el verdugo de su padre. Y lo grave del caso es que una de ellas, Elvira, es novia de Nuflo de Chaves, del coloso Chaves, ausente entonces en el Perú, donde había ido a llevar las cartas de Irala; pero alguna vez regresaría para cobrarse aquella afrenta.

La de don Francisco es la primera cabeza que rueda por cuestiones política en Asunción, la primera macha de sangre en los odios y rencores irreductibles entre los partidos primigenios del Paraguay: el de los Comuneros, iralistas y el de los Leales, alvar-nuñistas.

Nótese que este episodio verdaderamente dramático acaece cinco años después de la destitución de Alvar Nuñez, para darse idea de la firmeza con que sostienen sus convicciones los esforzados conquistadores de Asunción.

No deseando Irala correr la misma tragedia de Ayolas, es decir, perecer por falta de socorros a su vuelta del Perú, había mandado construir una palizada en una isla cercana a San Fernando, dejando en ella cierta gente con los navíos que había llevado. La guarnición tenía instrucciones de esperar allí el regreso de la expedición; pero habiéndosele agotado las provisiones se vió. en necesidad de enviar a Asunción un bergantín en procura de bastimentos.

La tripulación de este bergantín se informó, a poca distancia de Asunción, de los disturbios habidos en la ciudad y el subsiguiente cambio de gobierno; detuvo su marcha y se mantuvo en observación. Enterado Abreu de la presencia del navío procedente del norte, se dió mañas para hacerlo llegar hasta el puerto y se apoderó de él; pero un hombre de a bordo logró escapar, llevando noticias de los sucesos a sus compañeros estacionados en la isla fortificada.

Este bergantín fué capturado tres días después de la ejecución de don Francisco de Mendoza. Como es fácil de comprender, el interés de Abreu era dejar sin medios de transporte a Irala y su gente; dispuso también un servicio de espionaje a lo largo del río con el objeto de estar sobre aviso acerca del retorno de la expedición, hecho que de ninguna manera descontaba.

Es de suponer la profunda impresión que produciría en Irala y los que con él regresaban de la frontera con el Perú, a su arribo a San Fernando, las extraordinarias nuevas traídas por el tripulante prófugo: don Francisco muerto y el temido Diego de Abreu dueño del gobierno en Asunción.

Todo parecía tornarse contra Irala. Sin embargo, maniobra con pericia y rapidez, demostrando mucha presencia de ánimo en el trance más difícil que hasta entonces se le había presentado. Sus agentes deslizan los rumores más espeluznantes entre la gente consternada: que sus familias habían sido exterminadas, sus casas incendiadas, sus bienes confiscados y repartidos por los partidarios de Alvar Núñez. En los corrillos no faltan algunos de estos agentes, atentos para insinuar hábilmente la necesidad de volver a investir del mando al Capitán Vergara, como el más capacitado para castigar a sangre y fuego a los rebeldes.

La idea prospera y los Oficiales Reales, capitaneados por Felipe de Cáceres, reponen a Irala en su cargo el 13 de Marzo de 1549. Es de creer que la expedición emprendiese inmediatamente la bajada marchando a pie, o parte embarcada y por tierra el resto, pues en el acta de elección de San Fernando se lee que la gente de Diego de Abreu, por fuerza e mañosamente han habido e tomado en su poder los navíos que quedaron en este dicho puerto.

En Tapuamirí, dos leguas de Asunción, muy probablemente Remanso Castillo, varios parlamentarios de Diego de Abreu esperaron a Irala y los Oficiales Reales y les requirieron que entrasen en paz y concordia e que luego se averiguaría el que tuviese justicia para mandar. El Capitán Juan Romero, uno de los parlamentarios, atesta que Irala, el Contador y los demás dijeron que se bolbiesen y digeren al dicho capitán Diego de Abrego que se estuviese en su casa que ellos vendrían sin alboroto ninguno; que retornaran después con la respuesta de Abreu, pues ellos no se moverían de allí esperándolos.

En tanto se esperaba el regreso de los parlamentarios, en Asunción se tomaban algunas medidas para resistir a los expedicionarios, haciéndose fuertes los leales en la antigua casa de Alvar Núñez. Con la contestación conciliadora de Irala, traída por los emisarios, tales precauciones fueron abandonadas sin explicación razonable.

La promesa de Irala de no moverse de Tapuamirí no fué sino una celada, pues por la noche entraba con sus fuerzas en Asunción, sin encontrar resistencia alguna. La ciudad descansaba en el sueño, confiada y tranquila. Con rapidez fueron ocupadas las calles principales y la iglesia, con voz de trompeta y el pregón de estilo: que nadie saliese de su casa hasta el día siguiente so pena de vida y hazienda perdida y ser dados por traydores.

La ocupación militar de la ciudad no fué óbice para que a la mañana siguiente don Diego de Abreu, acompañado de su escribano, se presentase a Irala y los Oficiales Reales a requerirles cumplida obediencia en virtud de la elección popular recaída en su persona. Y vuelta Irala a ensayar la estratagema que tan buenos resultados le diera con Salazar: responde con palabras no inamistosas, pero dilatorias, que regresara por la contestación dentro de algunos días, dos o tres. Al día siguiente, cuando ya se consideraba seguro de todo, la prometida contestación de Irala consistió en el            apresamiento de Abreu y sus principales amigos, como Ruy Díaz Melgarejo, Alonso Riquelme de Guzman, etc.

Diego de Abreu no era menos valiente ni menos astuto que Irala; no es presumible que un hombre capaz de urdir la trama en que se enredara don Francisco de Mendoza, se dejase sorprender por la duplicidad del Capitán Vergara, de la que tenía suficiente experiencia, ni que dejase de emplear las armas por confiar más en las conversaciones, siendo como era un capitán todo arrojo y poco amigo de andarse por las ramas. La responsabilidad solidaria por la muerte de don Francisco era también un factor capaz de imponer a los leales la necesidad de resistir, aún por los medios más desesperados, a los que venían del norte en son de represalias; pero no se produjo ni el amago de oposición armada.

La defección en ese momento decisivo se debió, sin duda, a la falta de armas -arcabuces y ballestasa- agravada por la inferioridad numérica de combatientes. Como es sabido, Irala había llevado consigo en la expedición al Perú la mayor parte de tales elementos, por manera que a su regreso las fuerzas a su disposición fueron más que suficientes para dominar, con su sola presencia, la situación.

La reacción alvar-nuñista terminó así con la misma facilidad que había triunfado, después de un año y medio de efímero gobierno. Perdida la última oportunidad que se le ofrecía para consolidar su posición, su acción posterior perdió fuerza orgánica, desarticulándose cada vez más hasta desaparecer por completo tras un período, ciertamente largo, lleno de peripecias e inquietudes.


 

 

MUERTE DE DIEGO DE ABREU

 

Presos Abreu y sus principales compañeros, los Oficiales Reales convocaron el 4 de Abril de 1549 a los conquistadores de Asunción, en nombre de Su Majestad, para someter a su consideración la reelección de Irala, practicada en el puerto de San Fernando.

Según el acta de la reunión, los conquistadores dijeron que la elección había sido bien hecha y como tal la aprobaban y aprobaron; que, unánime y conformes, de nuevo, juntando cuerpo a cuerpo y añadiendo fuerza a fuerza, en nombre de Su Magestad elegían y nombraban por tal teniente de gobernador y capitán general en esta dicha conquista al dicho teniente de gobernador Domingo Martínez de Irala.

Por supuesto, lo de juntar cuerpo a cuerpo, unánimes y conformes, era puro cuento. Se trataba solamente de cubrir las apariencias, siquiera fuese sobre el papel, acerca del cumplimiento de la Real provisión del 12 de septiembre de 1537. Los conquistadores y pobladores en comunidad, como depositarios de la voluntad del Rey, eran los únicos que podían elegir Gobernador y no hubo, en realidad, tal elección. Todo se redujo a la confirmación de un hecho consumado, impuesta bajo presión de fuerza armada por los Oficiales Reales o más bien por uno de ellos, Felipe de Cáceres, el menos calificado de todos desde el punto de vista moral.

No hay que pensar siquiera que fuesen admitidos en el acto eleccionario los del bando opuesto. El acta del referendum popular trasunta un pronunciamiento democrático que no existió sino en el mundo de las frases de ocasión; pero la misma ficción demuestra hasta qué punto la legitimidad del mandato gubernativo constituye, desde los primeros tiempos, la preocupación dominante de toda comunidad social y política.

En rigor, la voluntad colectiva, a la que el Rey se remitía en ciertos casos por la citada Cédula Real, no tenia medios ni formas de poder manifestarse. La literatura del acta en cuestión, con sus floreos democráticos, era nada más que el ropaje necesario para cubrir la realidad de una situación sin más ley que la violencia y los enconos personales.

Por eso mismo este documento, así como otros semejantes que se ofrecen en profusión en este período, demuestra en el fondo que la voluntad del común si bien desnaturalizada por la fuerza, era o pretendía ser en esencia la base del régimen político existente por efectos de la Real Cédula del 12 de septiembre de 1537.

II

No estaban aún bien secas las firmas del acta confirmando a Irala en su cargo de Teniente de Gobernador, cuando la ciudad se sintió agitada por la fuga de Diego de Abreu, con intenciones de ganar con otros amigos la costa del Brasil y desde allí informar al Rey sobre las cosas de la tierra.

Al instante, el estrépito de la persecución. Alcanzados personalmente por Irala a unas veinte leguas de Asunción, los fugitivos fueron traídos y puestos nuevamente a buen recaudo en la cárcel; pero en el mes de junio de ese año de 1549, Abreu y Ruy Díaz consiguen quebrantar una vez más la prisión y ganar con mejor fortuna el asilo de la selva. Desde su intrinquicada madriguera mantuvieron en constante inquietud a Irala y sus parciales.

III

Es difícil precisar qué tiempo después de la segunda evasión de Abreu llegó a Asunción Nuflo de Chaves, de regreso del Perú; pero se admite generalmente que el futuro fundador de Santa Cruz de la Sierra hizo su entrada aquí entre 1550 y 1551, con unos cuarenta acompañantes. Entre éstos muchos venian huyendo de las reyertas de Lima y de ellos se podría decir que saltaban de las brasas a la sartén, pues si bien en Asunción lo que menos faltaban eran también reyertas, no tenían ni con mucho el mismo grado sangriento.

La entrevista de Chaves con su prometida, Elvira de Mendoza, debió ser intensamente dramática. Entre sollozos iría relatando la enlutada novia al férreo Capitán el triste fin de su padre a manos de Abreu; las súplicas de don Francisco para salvar la vida y la impiedad de sus verdugos ... El fiero extremeño juraría, empeñando su honor de caballero, lavar con sangre aquella afrenta. El matrimonio de ambos tendría lugar muy pronto y Chaves, reclamando para si la cabeza de don Diego, no se daría punto de reposo para vengarse del matador de su suegro.

Con la reincorporación de Nuflo de Chaves arreció, por supuesto, la persecución contra Abreu y Ruy Díaz Melgarejo, pero sin éxito favorable. En desquite, las represalias contra sus partidarios, los atropellos a sus personas y bienes. La situación de los naturales se hizo también más desgraciada que nunca con la venta de indios a los portugueses, dados a trueque de mercaderías, inicuo comercio al que no sería ajeno el Gobernador mismo.

En medio de tantas calamidades que amenazaban perder la tierra, pretendió alzarse una voz, la del Procurador General de la Provincia, Capitán Juan de Camargo. Se propuso éste requerir que cesaran los desafueros contra pobladores y naturales; pero no bien lo supo Irala mandóle a decir que se abstuviera de su mal designio si no quería que le ahorcase.

El Capitán Camargo, a lo que parece, supo apreciar la advertencia pensando que no era tan fácil ponerle el cascabel al gato; pero fué interpelado agriamente por un tal Miguel de Urrutia, por qué no hazia lo que era obligado a procurar por la tierra y los conquistadores della como había prometido e jurado.

Y como a pesar de todo el Procurador no se dejase convencer, Urrutia dijo:

-Yo se lo requeriré o le haré que lo haga o se desista.

El fin de este negocio fué que Irala atrajo mañosamente al Procurador a su casa, donde tenía a la mano un escribano. Bajo promesa de que no le pasaría nada, Camargo, desarmado y preso, declaró que había tenido el propósito de matar al Gobernador. Conseguido esto, Irala le hizo dar garrote sin confisión.

¡De añejos tiempos vienen los hábiles interrogatorios!

Al tanto Urrutia de la celada tendida al Capitán Camargo, temiendo por la vida del Procurador, corrió a casa de Irala con ánimo resuelto de socorrerle con su espada si era menester. Preso y desarmado también, se intentó arrancarle la misma confesión; pero se mantuvo firme:

-Dios no me perdonase tal pecado -contestó-. Muestre antes bien milagro de mi inocencia con mi muerte.

Y así Dios lo mostró, que la cuerda de cáñamo se soltó tres veces, dice un expediente traído a luz por Enrique de Gandía. Visto que no podían darle garrote, lo ahogaron con las manos. Muerte también sin confisión, harta atrocidad para tiempos de profunda devoción cristiana...

Estas ejecuciones o asesinatos, friamente calculados, definen un sistema de dominación por el terror. Lejos de conducir a la pacificación, convulsionaron más los ánimos. Si alguna consecuencia es posible sacar de los episodios revolucionarios del Paraguay, de los más remotos a los más próximos, es que la violencia no hace más que alimentar la violencia. Los aceros que se cruzaron por primera vez, hace cuatrocientos años, eran del mismo temple y con ellos defendían sus convicciones hombres igualmente valerosos e indomables.

IV

La oposición de los antiguos amigos de Alvar Núñez se mantenía firme, a pesar de todo; como queda dicho. La expedición que Irala preparaba en 1552 en busca de El Dorado, dió ocasión propicia para que esa oposición se manifestase en forma peligrosa para su régimen.

Por aquel tiempo ejercían aún sobre los conquistadores de Asunción irresistible influjo las noticias de grandes riquezas escondidas en el Norte, en un país que tenía muchos nombres, pero ninguna ubicación precisa. La gran ilusión de Irala, que no dejaría de suspirar por los tesoros de Pizarros y Almagros, era que rastreando las vagas referencias sobre el reino de Las Amazonas, la laguna de El Dorado, el Paititi, La Gran Noticia, etc., podía también encontrar algún nuevo Atavalipa (Atahualpa), que dijo Martín de Orué, Escribano de S. M.

Tales ansiedades tropezaban con escollos de orden político. El problema consistía en asegurar la situación mientras durase la ausencia de Irala, evitar que Abreu y los suyos repitiesen un nuevo golpe, como el llevado a cabo contra don Francisco de Mendoza.

Apenas trascendió que Irala se proponía dejar en su reemplazo a Felipe de Cáceres, contra la voluntad de los más del pueblo, comenzó la exaltación de los ánimos. Se discutía en las calles si un elexido podía elexer otro no teniendo poder de S. M. para mandar ni elexir. Todo esto tomó forma de una amenaza concreta: sy el dicho domingo de írala yva a la dicha noticia los que quedaban en la dicha ciudad elegirían en nombre de su magestad quien los governase.

Si este propósito existía realmente, su revelación en aquel momento no podía ser más inoportuna como ingenua.

Contrariado por tales contratiempos y resuelto a llevar adelante la expedición, Irala tomó resoluciones extremas, entre otras la de hacer ahorcar a los que siguiesen enredando aquella madeja y trayendo a cuento la anterior elección de Abreu.

Francisco Ortiz de Vergara, Alonso Riquelme de Guzmán y otros fueron así condenados a la horca, porque trataban y decían que era muy bien electo el capitán diego de abrego, conforme a lo que su Mgd. mandava por toda la gente de dicho pueblo.

La última hora de los condenados no había llegado, sin embargo. Las maquinaciones de Irala les tenía reservado un suceso verdaderamente extraordinario. Preparados a bien morir, Ortiz de Vergara y Alonso Riquelme recibieron en la última noche, de labios de su confesor Francisco de la Rada, la singular oferta de morir en el patíbulo o ganar la libertad para sí y sus amigos casándose con dos de las hijas del Gobernador.

Los caballeros hijosdalgo, en la alternativa de elegir entre el altar y la horca, optaron sin vacilar por los casamientos. Alonso Riquel de Guzmán casó de esta manera con Ursula Irala, hija habida con la india Leonor, y Ortiz de Vergara con Marina Irala, hija de la india Juana. Las desposadas, objetos de este nunca visto manejo político, contaban de 13 a 14 años de edad, según aritmética de las crónicas.

En la Probanza de sus Méritos, Ortiz de Vergara afirma que aceptó este raro matrimonio compelido y apremiado por escapar la vida. Sin embargo, no dejo de aprovecharse en su oportunidad de este enlace, traído a tardío recuerdo, con cierta mezcla de amargura y resignación, unos diecisiete años después del suceso.

Del otro yerno, Alonso Riquelme, no conocemos opinion sobre su matrimonio; pero su posterior actuacion en la escena no parece demostrar arrepentimiento.

Preciso es reconocer que estos matrimonios, efectuados por el cura y el verdugo en colaboración, fueron la mejor concepción del genio político de Irala, tan celebrado por sus panegíricos. Dichas uniones crearon, créase o no, pacto amistoso entre el vizcaíno y sus flamantes yernos, elementos altamente calificados de la oposición a su gobierno. Con ellos podía intentar la atracción de otros valores del campo adverso, cuya intransigencia no había podido ser rota ni por la muchas ejecuciones sin confisión.

Relata Schmidl que, en suma, si Irala quería estar en tranquilidad tenía que buscar arreglo con el Diego; que con ese propósito pactó el casamiento de sus dos hijas con Alonso Riquelme y Francisco Ortiz de Vergara, primos de don Diego Abreu.

Sobre la forma de pactar las bodas, ni mención de Schmidl; pero en su relación existe un pasaje revelador del papel que de inmediato jugarían los recién casados, al servicio de Irala: Y recién cuando se concertaron los tales casamientos conseguimos estar en paz entre nosotros.

Se verá que la paz entre nosotros era nada más que fruto de su optimismo, paz que no alcanzó a ver, pues salió muy pronto para Europa; pero Schmidl sería testigo, sin duda, de la importancia que se atribuía a los dos apaciguadores.

Es indudable que la deserción ante la muerte por ambos capitanes cayó en desagrado de sus partidarios; pero a buen seguro, el motivo de los resentimientos no sería por la humana debilidad de conservar la vida en tales condiciones, sino por haberse acomodado al bando del expeditivo suegro.

Se explica, por consiguiente, el menosprecio hacia ellos por parte de Abreu, Ruy Díaz Melgarejo y de los que vivían refugiados en los montes, arriesgándolo todo por la causa. Para comprender, o mejor dicho para no comprender, la complicada trama de este asunto, es de saber que los cuatro: Abreu, Ruy Díaz, Alonso Riquelme y Ortiz de Vergara, eran primos entre sí; que Ruiz Díaz y Ortiz de Vergara eran hermanos legítimos y todos ellos parientes, a su vez, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

Y citando con el correr de los años Ortiz de Vergara menciona la causa de su condena a muerte y declara haberse casado para salvar la vida, en realidad intenta justificarse y defenderse de cargos que seguirían pesando en su conciencia. ¡El mote de tránsfuga suele turbar hasta el sueño de los muertos!

V

Algún tiempo después de los comentados casamientos, Irala emprendió la expedición (Enero de 1553), juzgando que estaban asegurados el orden y la tranquilidad. Quedaba en Asunción como lugarteniente suyo el Contador Felipe de Cáceres.

Mas, tan pronto se ausentó el Gobernador, los parciales de Abreu se pusieron nuevamente en acción, yendo muchos de ellos a juntarse a su jefe en los montes, con ánimo de organizar la toma del poder. El argumento jurídico de la subversión era que Abreu estaba elexido y le correspondía el ejercicio del gobierno.

Sobre esto -dice una carta de Juan Pavón- hubo mucho escándalo y división en el pueblo. A tal punto llegaron las cosas que Felipe de Cáceres, no sintiendose seguro, hizo llamar apresuradamente a Irala.

Volvio éste desde unas treinta leguas, con parte de su gente. Apresó a cuantos desafectos encontró en Asuncion y con unas ochocientas ánimas, entre cristianos e indios, se puso a dar caza a Diego de Abreu.  Reviso furiosamente los espesos bosques, capturó a varios de los revoltosos, tres de los cuales ahorcó sin confision; pero de Abreu no halló ni rastros. A modo de resarcimiento por su infructuosa batida, a los que no pudo aver, tomoles sus aziendas y repartiolas por sus amigos y valederos.

Creyendo que,            al fin,  sus enemigos habían sido Aplastados definitivamente, se dispuso a proseguir la interrumpida entrada. Un día de fiesta, por la mañana, mandó a los alguaziles que aguardasen a todos los cristianos al salir de misa o por las calles e puestos muy grandes penas para que fuesen a obedescer y dar sus firmas a felipe de cáceres.

No se fue sin dejar arregladas las cosas para terminar con Diego de Abreu, el adversario número uno: carta blanca a Felipe de Cáceres para tomarle vivo o muerto.

La campaña final contra el irreductible sevillano comenzó con rigurosos bandos de Cáceres, dados a conocer con voz de pregonero y son de trompeta: para cualquiera que fuese a donde estaba Diego de Abreu, cortados los pies; para cualquiera que le diese de comer, cortadas las manos.

El Alguacil Antonio Martín Escaso recibió comision de salir en persecusión del mago de la selva. Su consigna no es secreto para nadie: si Abreu se defendía, matarle; si no se defendía, también matarle.

En sus correrías el Alguacil encontró inesperadamente una pista segura con la captura de un tal Ramos, un tal Oviedo y una india que de ordinario estaban con Abreu. Bajo la acción del tormento o para salvar los pies y las manos, revelaron el secreto.

Ramos y Oviedo fueron remitidos a Asunción y la patrulla, guiada por la india, tomó rumbo al refugio de don Diego.

Era una rústica cabaña, escondida en los profundos bosques de Acahay. Allí vivía entonces Abreu casi ciego y reducido a la más completa indefensión. Le acompañaba solamente una fiel india, que le cuidaba de día y de noche.

Al cuarto del alba los perseguidores se acercaron husmeando como perros de presa, a la pequeña choza. El agudo oído de la india percibió en el silencio de la noche extraños ruidos, crujir de ramas, o come dice una relación de la época, quebrar palillos en el monte.

Pareciéndole que eran cristianos, despertó a don Diego, que dormía tendido en la hamaca, ajeno por completo a aquella ronda de la muerte que tenía sellado su destino. En seguida la india hizo un poco de fuego para alumbrarse; pero en vez de gente amiga apareció en la puerta la silueta confusa del Alguacil Escaso, con su ballesta armada, amenazante.

Ayudándose con la claridad de la lumbre, Escaso apuntó al hombre ciego e indefenso que descansaba en la hamaca, y le dió con un arpón en el pecho, entraron luego él y sus hombres al pobre aposento dando grandes voces:

-Daos preso!

-Bien dado estoy! -contestó el herido, con tono quebrado por la muerte. Fueron sus últimas palabras.

Otra versión de aquel tiempo cuenta que llegando muy quedo a la hamaca de Abreu, le puso el Escaso el harpón junto a la tetilla izquierda y lo pasó diciendo sed preso, respondió bien preso me teneis, y sin hablar más palabras expiró.

Testimonio de un clérigo amigo: el Alguacil fue tan piadoso, que le dió una saetada de que instantes murió, sin confisión, ni llamar a Dios, ni sin poder hablar.

Y Juan Pavón, nuestro antiguo conocido, confirma que Escaso le tiró con una ballesta y le pasó el corazon y los bofes y todo el cuerpo de parte a parte, que no tuvo lugar de decir Dios me valga!

Así terminó, una fatídica noche de 1553, Diego de Abreu, tras cuatro años de resistencia desesperada en los montes, vencido y muerto sin haberse amilanado nunca ante el número o el poder de sus adversarios.

Entretanto, en Asunción, Felipe de Cáceres aguardaba con ansiedad, horas tras horas, las noticias del Alguacil. Impaciente, estaba a punto de hacer cortar los pies a Ramos y Oviedo, cuando llegó nueva como trayan al Diego de Abrego muerto.

Suspendiose el suplicio y los dos reos, en premio a su forzada delación, fueron puestos en libertad en seguida que Escaso llegó con el cadáver atravesado en un caballo.

Felípe de Cáceres, sujeto cobarde y vengativo segun sus contemporáneos, pretendió llevar su ferocidad al extremo de decapitar al cadáver frente a la casa de Irala, donde él entonces moraba. Mas, hubo acuerdos y pareceres contrarios y debió contentarse con mucho menos: mandó se reconociese si era el dicho capitan el questara alli muerto e por un escribano e testigo fue visto e reconocido y después de ser enterado de su muerte dyo licencia para que se enterrase.

Recordando el trágico fin de su primo, Ortiz de Vergara dirá años después: fué la mayor crueldad que en las Indias se ha hecho.

Era la dura ley del talión que una vez más se cumplía: el que a hierro mata, a hierro muere.

Es fama que en las razias contra Abreu tomó parte y activa, a la par que Nuflo de Chaves, el Capitán Hernando de Salazar, que llegó a la Asunción en 1552. Aquí se enamoró de la otra hija de Francisco Mendoza, Juana, con quien pronto casó. Y un joven hijo del ajusticiado, de nombre Diego de Mendoza, anduvo también en la vendetta, con la divisa ojo por ojo, diente por diente.

Terminaba un drama, el último capítulo de un duelo a muerte, que no podía cerrarse sino con sangre y lágrimas.

Acompañaron los restos de Abreu los que habían sido sus leales amigos. Fué tal vez la última vez que se encontraron reunidos, en penosa misión, los partidarios del Adelantado Alvar Núñez. Con Abreu murió también la oposición organizada de los leales contra el gobierno de Irala y los Oficiales del Rey.

Este hecho se completó más aun cuando Ruy Díaz a su vez, cayó en poder de Cáceres. Remitido a campamento de Irala, cargado de grillos, el compañero de Abreu pudo escapar de allí, se supone que con la ayuda de Alonso Riquelme u Ortiz de Vergara; ganó la costa del Brasil, venciendo mil penurias en el trayecto.

En San Vicente, alejado de las luchas asuncenas, comenzó el romance de amor con Elvira de Carbajal Contreras, que tendrá como desenlace intenso drama, en la Asunción, diez años más tarde.


 

 

REGULARIZACION DEL GOBIERNO. NOMBRAMIENTO DE IRALA POR EL REY

 

I

Entretanto, en el Norte exploraba Irala doscientas leguas a la redonda en busca de El Dorado, que nunca apareció por ninguna parte.

¡Fué la famosa mala entrada! Después de perder mucha gente, unas veces por falta de agua y otras por exceso del mismo elemento, la expedición se puso de vuelta a la Asunción hacia septiembre de 1553.

Irala encontraría a la ciudad bajo la profunda impresión producida por la muerte de Abreu. Al informarse en primer término de este suceso, no dejaría de concebir grandes esperanzas en el sentido de que, de ahí en adelante, cesarían los disturbios.

La eliminación de Abreu afirmó ciertamente el gobierno en manos de sus victimarios; pero la paz pública, la convivencia ordenada y constructiva, fué siempre en todo tiempo algo más que la simple sucesión de las manifestaciones exteriores de oposición poder político.

La vida asuncena siguió su agitado curso bajo un regimen arbitrario, en el cual podían hacer todo lo quíciesen los detentadores del poder y los que no fuesen adictos jamás podían encontrar amparo de justicia.

Difícil se hace dudar que Irala y los Oficiales Reales adoptaron todas las precauciones para evitar que adversarios pudiesen informar a España sobre el estado de la tierra. Eran punto menos que prisioneros, bocas que se mantenían mudas por la fuerza.

Ciertos documentos permiten ahorrar detalles para descubrir el estado de fuerza que persistía a pesar de la fuerza. Diez años después de la deposición de Alvar Núñez, seguían apareciendo bandos de Irala para que nadie anduviese de noche en tocando la queda, puesta muy grandes penas al que topasen con armas ny palos.

Así las cosas, en Agosto de 1555 se produjo un acontecimiento importante: llegó por tierra, desde San Vicente, un comisionado de Juan de Salazar de Espinosa, de nombre Bartolomé Justiniano, con el título de Gobernador firmado por el Rey a favor de Domingo Martínez de Irala.

La Provisión Real había sido dada en Monzón de Aragón el 4 de Noviembre de 1552 y designaba al Capitán Vergara por agora por entretanto que por nos otra cosa se provee. Hacía, pues, unos tres años que Irala, sin saberlo, era Gobernador, por voluntad del Rey.

El 28 de Agosto ele 1555, Justiniano entregó el documento a Irala, por acta notarial. El mismo día el Gobernador se presentó al Cabildo, pues había un Cabildo a su manera. Lectura solemne del título, verbum ad verbum por el Escribano y juramento que se tiene de costumbre y S.M. manda, por parte de Irala.

Y cumplidas todas estas formalidades, los dichos señores regidores tomaron la dicha, acta e provisyon real e la besaron e pusieron sobre sus cabezas e dixeron que la obedescian y obedescieron como a carta e provisión real.

Un mes más tarde pisaba de nuevo tierra asuncena el Capitán Juan de Salazar de Espinosa. El fundador de la ciudad volvía luego de diez años de su destierro, desagraviado, en calidad de Tesorero de la conquista, el cargo de Garci Venegas, su carcelero a bordo de la Comuneros.

Era ahora, por tanto, un Oficial Real; pero del fundador de Nuestra Señora de la Asunción no podía esperarse extralimitaciones bastardas de sus funciones ni para vengarse ni para recoger beneficios personales.

Por lo demás, existía al presente un Gobernador legítimo. El Caballero de la Orden de Santiago, y de eso estaba seguro Irala, serviría a su Rey lealmente, sin remover los agravios pasados.

El nombramiento de Irala por el Rey significó, por necesidad, corte radical a la prolongada querella por el poder, sostenida ardientemente durante una década, desde la caída de Alvar Núñez. Durante todo ese tiempo el Paraguay fué verdaderamente una República sui géneris, intensamente agitada por la imposible solución, dadas las condiciones que existían, del problema capital de toda democracia: la legitimidad del mandato gubernativo; elección libre de los gobernantes por el pueblo, única fuente de soberanía.

La palabra del Rey llegaba después de once años de silencio. En todo ese lapso, Salazar era el único que había ido a España y regresado de allá. Asunción era como una nave que hubiese roto sus amarras una noche de tormenta y fuese arrastrada mar afuera, con motín a bordo. Perdida casi la memoria de que la nave tenía Señor y dueño, los divididos tripulantes, hallados a la deriva, se inclinan ante una Cédula Real.

Se doblaba definitivamente el debatido capítulo referente a la legitimidad del Gobierno de Irala. El Rey venía a dar razón a los amotinados del 25 de Abril de 1544; pero los que sacaron sus espadas para defender la autoridad real, que el Adelantado representaba, se resignaron con dignidad.

Ello se refleja claramente en la actitud con que regresaron, a poco, algunos deterrados tan calificados como Ruy Díaz Melgarejo. Escribiendo al Rey, desnuda su espíritu:

Visto que los portugueses no me dexaron embarcar (a España) ubeme a esta ciudad de tornar donde alle ya legitimo gobernador al que de todo fué causador y ansy luego le obedeci y como a echara de V.M. le se servi.

En las entrelíneas se deslizaba algo más que amargura, cierto discreto reproche: Señor, habéis sido injusto con los que os fueron leales; pero aunque habéis dado premio al que de todo fué causador, le serviremos como a representante de la autoridad del Rey, contra la cual él se amotinó en la persona de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. V. M. deja sentado un precedente y no es lo mejor y más conveniente a la paz y sosiego de estos dominios...

II

El poder de los Oficiales Reales declinaba ya cuando la provisión del Rey consolidó definitivamente la personalidad de Irala en 1555. Maniobrando siempre con su peculiar cautela, el Capitán Vergara supo darse mañas para hacerse de puntos de apoyo propios, desarticulando la fuerza de los Oficiales Reales, a cuyas expensas se había elevado. El alejamiento de Alonso Cabrera y Garci Venegas debilitó a la larga, en favor de Irala, la prepotencia de su competidor Felipe de Cáceres. No pudo conservar éste, sin aquellos sus consortes, la gravitación que ambos tres lograran crearse. Anton Cabrera y Andrés Fernández el Romo, que debían cuidar la ausencia del Veedor y el Tesorero, eran miniaturas de aquellos prepotentes personajes.

La incorporación de Juan de Salazar a dicho cuerpo de Oficiales, en calidad de Tesorero, y el espíritu moderado del Factor Pedro Dorantes, dejaron prácticamente solo al Contador, sin su antiguo predominio. Más aun, noticias traídas por Salazar daban cuenta como S.M. había quitado el oficio de Contador a Felipe de Cáceres y lo avía proveydo al  Capitan Garci Rodríguez. Sólo a falta de la provisión real, que no se recibió, el Contador siguió en su puesto; pero, como es de suponer, con valores en baja.

III

No podernos precisar si fué antes o después de recibir su título de Gobernador que se casaron otras dos hijas de Irala: Isabel, habida con la india Agueda, y Ginebra, procreada con la india María. Se puede afirmar, sin embargo, que Irala no tuvo ya necesidad de llevar a los Capitanes Gonzalo de Mendoza y Pedro Segura al pie de la horca para concertar los casamientos.

Dos elementos más, de primera categoría en la conquista, ingresaban así en la familia. Dos yernos más y van cuatro. . .

Gonzalo de Mendoza era la más valiosa adquisición; un as de espada. Vino con don Pedro de Mendoza; estuvo con Salazar cuando la fundación de Asunción y sustituyó a Irala cuando los Oficiales Reales se amotinaron en la frontera con el Perú, en 1548.

Pedro Segura, sin ser tanto como el otro, era también hombre de calidad. Era uno de los que vinieron con Chaves del Perú.

El vizcaíno hilaba pro-domo sua, asegurando cada puntada con un yerno. Al final se encuentra uno con que desaparecen del primer plano los cuatro Oficiales Reales y surgen, reemplazándolos, cuatro yernos de Irala.

Veráse, a través de un salado papel antiguo, el mecanismo de la llamada yernocracia de Irala:

Alcalde Mayor nombró a un caballero ierno suyo, que ce dice Gonzalo de Mendoza.

Alguacil Mayor, es otro ierno suyo (Alonso Riquelme) .

Otro Alcalde, otro ierno (Ortiz de Vergara).

A las órdenes del Alcalde Mayor, otros cinco Alguaciles menores, otros tantos parientes, que también traen varas.

Verá S. M. -concluye el informante- si hay harta justicia para tan poca jente como en este pueblo hay.

Que el nombre del sistema responde a la cosa, ni dudarlo. Para muestra, este párrafo de Antonio de la Trinidad a Su Majestad:

No digo más, sino que esta tierra no es más que para el que manda, para sus hijos y yernos y yernos de sus yernos y parientes y treinta o cuarenta vizcainos que en ella ay y otros tantos hombres de Extremadura, cabeza de los cuales es Nuflo de Chaves.

No se perdía en rodeos este Antonio de la Trinidad. ¡Escaseaba el papel y cuánto tiempo tendría reprimida la pluma!

La regularización del Gobierno no constituyó ningún alivio para los que habían sido opositores de Irala. Siguieron postergados en los beneficios de la conquista, quizás en mayor medida después que la yernocracia se asentó sobre la comentada Cédula Real. Primero los parientes, después los amigos y a los enemigos que los parta el rayo...

Esto se ve claro en la forma que Irala repartió la tierra y los indios entre los conquistadores. Juan Salmerón de Heredia, comisionado para informar al Rey, se expide:

Otro sy: sabrá V. M. quel dicho gobernador (Irala) repartió mal la tierra tomando el quinto de ella para sy y las dos partes de cuatro para sus yernos y oficiales de vuestra alteza y lo restante entre doszientos y noventa conquistadores dando los mejores repartimientos de la tierra y comarca de la cibdad de la Asumpción a los que del Peru vinieron, no embargante que siguieron a Pizarro.

Juan Muñoz de Carbajal, uno de los que vinieron con don Pedro, aporta dato coincidente: tomando para sy y para cuatro yernos que tiene, y dando a los cuatro oficiales de V. M. todo lo más y mejor de la tierra, y lo demás repartió entre sus amigos y apaniguados.

En fe de sus dichos ofrece: mandeme V. M. cortar la cabeza, como a hombre que a su Rey y Señor no dice verdad.

Asegura Bartolomé García, otro de los desheredados, que en aquella época no quedaban en Asunción más de cien hombres de los 1.100 que se hallaron en la reseña que hizo don Pedro de Mendoza como salio en tierra. Los que fueron mejor servidos en el reparto agrario de Irala no estuvieron en esa reseña; llegaron después y muchos de ellos no eran siquiera españoles.

A los que sacrificaron en la conquista, los desperdicios. Irala les dió tierra en lejanos confines, como la Villa de Ontiveros, para alejar de Asunción a los que no eran de su misma opinión, para que los comiesen las fieras o los indios.

A los vientos de tormenta desatados por el desigual reparto, Irala no responde con reparación de las injusticias, sino con este bando: el que fuese osado a hablar en el Repartymiento de la tierra en que estaba bien o mal hecho, pena de cient mil maravedis. Y si el osado no tuviese los maravedices, cient azotes. Los azotes más caros conocidos hasta entonces: mil maravedices cada uno.

Capeando estaba el Gobernador los descontentos con tales medios persuasivos y patriarcales, cuando recibió importante ayuda: la llegada del Obispo, el primero que tomaba posesión de la Diócesis asuncena.

Fray Pedro Fernández de la Torre arribó el 1° de Abril de 1556, Miércoles de Tinieblas, con numeroso séquito y dos sobrinas. Le trajo Martín de Orué en muy buena armada, con socorro de armas, municiones y soldados.

Este Martín de Orué es el mismo que le había pelado las barbas al Alcalde Mayor de Alvar Núñez y viajado a España en la Comuneros, portador de los cargos fraguados contra el depuesto Adelantado. Regresaba después de once años, con título de Escribano Mayor de Minas; sujeto de fuertes pasiones y al parecer con influencias en el Consejo de Indias, donde no dejaría de tener algo que ver en el nombramiento de Irala.

En ausencia de Irala recibió al Obispo el Capitán Gonzalo de Mendoza, aposentándolo en casa de su suegro. El Gobernador, que no se mantenía muy lejos, vino algunos días después, cuando su amigo Martín de Orué le avisó que no había motivos para recelos.

De la primera entrevista el Gobernador y el Obispo salieron en tan buenos términos, que al decir de un clérigo no parecía sino que se hubiesen criado juntos.

La amistad se afirmó más aun, según maliciosos comentarios, después que Irala obsequió al Obispo la única mula que entonces había en Asunción y varias indias para el servicio de sus sobrinas... Arreglaban las cosas diciendo el uno dominus bobiscun y respondiendo el otro et con espiritu tuo.

Aquello era miel sobre hojuela: Ambos a dos se asientan en medio de la Yglesia en sus sillas de espaldas, encima de una alfombra y de dos almohadas de raso que le pone (el Gobernador) al Obispo por su mano y el mismo Obispo pone una al Gobernador. El cuadro está pintado por un cura.

Lamentaría Irala que el Obispo no pudiese ser otro ierno suyo; pero llegó casi a lo mismo con el casamiento de una de las sobrinas del prelado y el Capitán Juan Ortega, que era lo mismo que su hermano.

El caso es que el Obispo se atrajo, con bien poco esfuerzo, la malquerencia general al convertirse en confederado político del Gobernador, contra quien el asunto de la repartición de las tierras traía vuelo los ánimos.

El Ministro de Dios reaccionaba desde el púlpito repartiendo maldiciones y excomuniones. Su venida fue más para atizar la fragua, que para echarle agua -dijo de él Ruy Díaz Melgarejo, con gracia andaluza.

La intromisión del Ministro del Señor en las discordias terrenales acabó por convertir a la Asunción en algo parecido al infierno. Esta es la tierra de confusion, la nueva Babilonia -clamaba uno de sus moradores, apretándose las sienes.

En la isla de San Gabriel esperaban los galeones que habían cruzado los mares con Martín de Orué y el Obispo. Tenían que retornar a España con viajeros y noticias del Paraguay. Por fin, después de diez años de espera, se ofrecía a los adversarios de Irala la oportunidad de hacerse oír en España.

Nunca hubo desahogo parecido. Los que no consiguieron ir a quejarse personalmente escribían cartas o daban poderes. Tanto se escribió que se agotó la existencia de papel. ¡Si tendrían qué decir viejos soldados de don Pedro y don Alvar! De aquel tiempo datan tantos documentos relatando 21 años de historia, con sus grandezas y miserias.

Irala ocultó algunas provisiones reales, traídas por Orué, como la que daba libertad para volver a España a los que quisiesen hacerlo; retuvo a muchos de los viejos conquistadores y secuestró poderes colectivos con sus capítulos de cargo contra el Gobernador, por modo que las presentaciones individuales pareciesen frutos de la pasión.

El Obispo, por su parte, trinaba desde el púlpito: que nadie perdiese su tiempo en escribir contra Irala, pues en el Consejo de Indias sus cartas irían a parar a un rincón, sin ser leídas por nadie, porque no había quien diese crédito a unos pobres diablos... Para eso, para ser escuchados en el Consejo, estaban ellos, los personajes de campanillas.

En julio de 1556 zarpó de Asunción el bergantín rumbo a la isla de San Gabriel, trasbordando a las naves de ultramar su carga de viajeros y papeles.

El fin de Irala estaba próximo. El 3 de Octubre de 1556, como expresa un informe del Cabildo, Permitió Dios llevar desta presente vida al Governador Domingo Martínez de Irala de un dolor de costado.

El discutido personaje fallecía, pues, antes de la llegada de los viajeros y las cartas a España; pero el destino que el Obispo predijo a los papeles no se cumplió: ¡se esparcieron por el mundo y todavía hoy se los sigue leyendo”


 

 

NUFLO DE CHAVES CONTRA ORTIZ DE VERGARA

 

En los últimos tiempos de Irala, quien en realidad ejercía el Gobierno era Gonzalo de Mendoza, su yerno y lugarteniente.

Fallecido el Gobernador, el yerno continuó en ejercicio del mando hasta que, a su vez, en julio de 1558 murió súpitamente en menos de veinte y cuatro horas, cual pareció justicia del cielo a uno que le detestaba cordialmente.

En el corto Gobierno de Gonzalo de Mendoza son de señalar dos expediciones importantes: una al Guairá, confiada a Ruy Díaz Melgarejo; a los Xarayes la otra, comandada por Nuflo de Chaves.

Esta última tuvo derivaciones inesperadas. La expedición de Chaves tenía por objeto asentar y fundar otro pueblo en los Xarayes. Era la obsesión de El Dorado que, una vez más, llevaba a los conquistadores de Asunción hacia el Norte; postrer proyecto de Irala que, al ponerse por obra, en vez de afirmar jurisdicción del Paraguay, la mutiló.

La expedición de referencia partió de Asunción en Marzo de 1558. Representaba para la Provincia considerable esfuerzo: 143 vecinos españoles, 1.500 indios amigos, 24 navíos de remo y vela, 150 canoas, 100 caballos, armas, municiones, plantas, semillas, etc.

Se presume que Chaves iba ya con el secreto designio de alzarse con estos importantes elementos y sustraerse con ellos de la jurisdicción asuncena. La expedición anduvo vagando, sin motivo aparente, por zona donde debía fundarse el nuevo pueblo. A las cansadas, comenzó a torcer rumbo hacia el Oeste, internándose en el país de los Chiquitos. Apercibido algunos conquistadores, Chaves se afirmó en su determinación de seguir en aquella dirección.

En vista de esta actitud, Gonzalo Casco, Pedro Segura y Rodrigo Osuna presentan al dominante jefe, por ante escribano, formal requerimiento para que, se atuviese a las instrucciones del Gobierno. A la negativa airada de Chaves, los otros responden con el motín, resolviéndose el regreso a la Asunción el 24 de junio de 1558.

Una porción de la gente, formada por unos cuarenta hombres, hizo causa común con Nuflo de Chaves, Hernando de Salazar y Diego de Mendoza. Desligándose este núcleo de sus vínculos con la Asunción, decidió correr suerte propia, en pos de su caudillo, avanzando siempre hacia el Oeste.

Chaves conocía aquellas tierras, que ya había recorrido de ida y vuelta al Perú. Su ambición y su audacia le impulsaban a fundar en ellas una nueva Gobernación, en la que él fuese amo y señor. La pequeña expedición asentó su nido en el Guapay, el lº de Agosto de 1559, en un pueblo que se llamó la Nueva Asunción, evocativo nombre que envuelve el recuerdo de la otra Asunción, la del río Paraguay.

Siguieron después los conflictos con Andrés Manso, su epílogo favorable a los propósitos de Chaves, la fundación de Santa Cruz de la Sierra en 1561. Aquí dejamos, por ahora, al denodado caudillo extremeño, con sus afanes cumplidos: Teniente de Gobernador de la nueva Gobernación de los Mojos, creada por el Virrey del Perú con dudosa competencia.

Así, por rivalidades entre sus capitanes, Asunción venía a perder, por primera vez, una parte de su vasto territorio. Saldo lamentable de las reyertas que comenzaron en 1544, la deserción de Nuflo de Chaves dislocó la geografía política rioplatense por la extraordinaria pujanza de quien a sí mismo se consideraba digno de lucir como el primero entre los mejores conquistadores de su tiempo.

El cisma provocado por el ambicioso capitán acaecía, por notable contraste, al tiempo que elecciones pacificas y ejemplarmente correctas acaso le hubiesen permitido a Chaves llegar, en Asunción, a la alta posicion que iba a buscar en otra parte, en el país de los gorgotoquis. Su ausencia de la capital en el momento de fallecer Gonzalo de Mendoza fué una circunstancia desafortunada para la unidad de la Provincia.

El 22 de julio de 1558 el Cabildo hizo saber, por voz de pregonero, que el 25, día de Santiago Apóstol, los vecinos debían reunirse en la Iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación para elegir, después de misa, sucesor a Gonzalo de Mendoza, según lo dispuesto por la Real Provisión del 12 de septiembre 1537, hasta que S. M. provea otra cosa.

Los comicios tuvieron lugar en la fecha anunciada, con todo orden, en ambiente de completa libertad. Los preparativos notariales, etc., insumirían seguramente toda la mañana, pues se comenzó a votar , recién en las primeras horas de la tarde, después de comer.

Acontecimiento memorable, que marca una fecha triunfal en la trayectoria democrática del Paraguay. Conviene traer a los puntos de la pluma suceso tan valioso, como antecedente histórico:

En la presidencia de la mesa, el Obispo de la Torre; Alcaldes y Regidores, en pleno, rodeando al jefe de la Iglesia. Dan severa solemnidad al trascendental acto un gran crucifijo y misal abierto, sobre el estado. Después de jurar ante la sagrada imagen, puesta la diestra sobre el misal, 359 vecinos dieron sus votos, uno a uno, por la persona que según su conciencia reunía las condiciones requeridas por la real provisión.

Cada elector escribió en secreto, en un papelejo firmado, el nombre del candidato por quien votaba. Los que no sabían escribir fueron asistidos debidamente, para que el voto no se adulterase. Dos escribanos recibían las papeletas, que luego depositaban, bajo las miradas de todos, en un cántaro que servía de urna.

Nadie dejó de usar de su derecho por falta de garantías ni votó más de una vez. Tampoco hubo candidato único; cada cual votó a quien quiso, sin trabas ni limitaciones.

Terminada la votación, con las mismas formalidades se practicó el escrutinio. Las papeletas, extraídas del cántaro una a una, fueron anotadas en el registro de los escribanos después de leídas en voz alta. ¡Imposible ningún fraude!

El cómputo de los votos dió mayoría a favor de Francisco Ortiz de Vergara. Entre los cinco o seis candidatos más votados, después del elegido, figuró el Capitán Juan de Salazar de Espinosa, entonces ya muy anciano. Aunque perdidoso en la justa democrática, el venerable fundador de la Asunción pasearía sus miradas melancólicas sobre aquel reconfortante espectáculo. Quedaban atrás aquellos años de borrascas, felizmente superados.

Los escribanos levantaron seguidamente acta del resultado de la elección, que todos los presentes firmaron en testimonio de verdad, por la señal de la Cruz.

Se discute el acierto de la elección recaída en el otro yerno ele Irala; pero asunto es éste que corre por cuenta de cada cual. El hecho nunca controvertido es que el comicio fué la más fiel expresión de la voluntad colectiva. Desde luego, no hubo disputas sobre el particular: todos aceptaron; como palabra suprema de la ley, la decisión popular.

Era la primera vez, puede afirmarse, que el pueblo elegía a su gobernante en estas latitudes. Este derecho libremente ejercido trajo, al fin, la paz a los espíritus. Cómo pudo ser el milagro del 25 de julio de 1558, es cosa difícil de averiguar; pero no puede dudarse que el beneficio general que aquella solución representaba, sólo habráse alcanzado con el sometimiento de las ambiciones personales y de los intereses de círculos al arbitraje natural e inapelable del pueblo.

El Gobierno de Ortiz de Vergara no se distinguió por nada notable, salvo por la relativa tranquilidad con que se desenvolvió hasta el regreso de Nuflo de Chaves a Asunción, en Febrero de 1564, en busca de su esposa e hijas.

Hubo manifiesta determinación de formar proceso al insubordinado jefe de la expedición a los Xarayes, cuya incorrecta conducta justificaba ciertamente dicha medida. Mas, aquejado por grave dolencia, el descreído visitante quedó postrado en cama, en seguida de su arribo, al extremo de temerse por su vida.

Tal circunstancia y alguna habilidad que no le faltaría a Chaves para justificarse, no solamente desarmaron los espíritus, sino que le pusieron en situación de repetir, en mucha mayor escala, su anterior estratagema.

Que hubo propósito de procesarle se desprende claramente de un informe del Cabildo (26 de octubre de 1564) ; pero se le extendió carta de perdón al escuchársele, sin pedirle cuenta de su jornada e de no aver hecho la poblacion a los Xarayes e de muchas cosas de q' se le pudiera pedir cuenta, etc.

Que fué un error doblar la rendición de cuentas con frívola generosidad, lo comprenderá tardíamente Ortiz de Vergara, cuando el perdonado le tenga merced de su espada.

Para Nuflo de Chaves eran de temer los primeros momentos, pero estos pasaron sin consecuencias. El casamiento de su cuñado Diego de Mendoza con la otra sobrina del Obispo, constituyó, dentro de sus planes, una jugada maestra. Un puntal como el Obispo era en sus manos factor decisivo para alucinar a las gentes.

El primero a quien Nuflo de Chaves mareó con sus descripciones sobre las riquezas de Santa Cruz de la Sierra fué precisamente el Obispo de la Torre, quien, a pesar de sus años, se sentía con fuerzas de no parar hasta el Amazonas, corriendo tras El Dorado. La esperanza encendida por el extremeño, de fáciles y rápidos enriquecimientos, produjo sus efectos en la mayoría de los pobladores de Asunción, siempre dispuestos a cambiar los rendimientos lentos de la agricultura por las minas de oro y plata que habían venido a buscar en América.

Nuflo de Chaves prometía llevarlos a su Gobernación, transformada por su propaganda en un país fabuloso, cuajado del metal amarillo que los conquistadores del Río de la Plata seguían persiguiendo con su imaginación, no del todo resignados por repetidos fracasos.

El entusiasmo despertado por Chaves amenazaba vaciar la Provincia. En todo caso, la expedición movida por el Gobernador de Santa Cruz de la Sierra produjo profunda división en las opiniones, con lo cual quedaba de hecho planteado un conflicto y no en forma desfavorable al prometedor de esperanzas y riquezas.

El primero en oponerse al peligroso éxodo era el Gobernador Ortiz de Vergara. Obró así en interés de la Provincia y el precipitado informe del Cabildo anota que al fin y solamente para evitar cualquier género de escándalo y ocasión de castigo se acordó dar (a Chaves) el aviamiento q' fuese posible para llevar su casa y numero de veynte y siete españoles q' le acompañaze para que con ayuda mejor pudiese sustentar la población que tiene comenzada.

El documento aclara con precisión a Su Majestad que la población comenzada por Chaves, es decir, Santa Cruz de la Sierra, lo fué todo a costa de esta cibdad y en tierra y parte descubierta y conquistada por sus vecinos y moradores, tan a su costa y mision q' con derecho y justo título le pertenecen.

En mérito de ello, el Cabildo asunceno pide al Rey la determinación de que dicha población sea en favor de esta Provincia, por los excesivos trabajos, continuos servicios, gastos de hacienda y derramamiento de sangre.

Cuando estas aclaraciones se asentaban en el Informe para el Rey, la partida de Chaves no se había producido aún. Parece inexplicable que después de todo, Ortiz de Vergara fuese ganado también a la empresa pro Santa Cruz y se plegase a ella, para su propia ruina.

Cómo cayó en la cimbra es cosa averiguada. Hacía seis años poco más o menos que nadie había vuelto a salir de Asunción para España. La elección de Ortiz de Vergara, por tanto, no había podido ser  comunicada a la Corte. Sobre el carácter provisional de su cargo comenzaron a hacerse, de pronto, críticas sugestivas, fomentadas por los partidarios de la expedición. Evidentemente, se trataba de impresionar el ánimo del Gobernador, tocando su interés personal, con la idea de acompañar a los viajeros hasta Santa Cruz y seguir después hasta Lima, donde podría gestionar la confirmación virreinal de su elección popular.

Tales argucias produjeron sus efectos en el espíritu reconocidamente apocado del Gobernador. Ortiz de Vergara cambió de frente, conforme deseaban sus enemigos, sin advertir que con ello perdía también apoyo de sus amigos, que le habían acompañado en su primera actitud.

El Cabildo le acordó permiso para que fuese a Reynos del Perú con número de cuarenta españoles y algunos hijos de la tierra a dar cuenta e aviso de todo lo subcedido; pero este permiso se acordó con visible irritación y solamente para evitar mayores males.

El resentimiento contra Ortiz de Vergara, el Obispo de la Torre y los principales funcionarios por lo que se calificaba el éxodo a Santa Cruz de la Sierra, surge palpablemente del Informe del Cabildo al Rey. Después de decir a Su Majestad que la Asunción es verdaderamente madre de todo, lamenta que los hijos que ha criado le son yngratos ayudandola siempre amenoscabar y gastar su poca posibilidad y no sustentar y favorecerla en cosa alguna.

Era la primera vez que el Cabildo asunceno informaba directamente al Rey, porque en los tiempos pasados -como expresa el mismo documento- Domingo Martínez de Irala y los Oficiales Reales se habían reservado para sí las comunicaciones con el soberano,

Así las cosas, con los ánimos nuevamente agitados, los expedicionarios salieron de Asunción en el mes de Octubre de 1564, en dieciocho navíos, gran cantidad de canoas, armas y municiones en abundancia y la compañía de más de mil indios amigos.

Más de setecientos caballos y yeguas, amén de otros elementos igualmente valiosos, fueron extraídos del Paraguay en esa oportunidad, con disgusto de cabildantes y vecinos principales.

Eran de la partida, además de Nuflo de Chaves y sus parientes, el Gobernador Francisco Ortiz de Vergara, el Obispo de la Torre, los Oficiales Reales Felipe de Cáceres y Pedro Dorantes, el Procurador General Maldonado, clérigos antiguos y modernos, etc.

Muchos conquistadores viajaban con toda su familia, ilusionados con aquella especie de tierra prometida, donde esperaban cambiar de fortuna de la noche a la mañana. Entre los que llevaban mayor impaciencia, ninguno como el Obispo; el informe del Cabildo no contaba con su regreso a la Asunción: va en la jornada al parecer para no volver. Se dijera que el prelado sacudía el polvo de sus sandalias para no retornar nunca de aquel reino de oro.

Las relaciones entre Chaves y Ortiz de Vergara, cordialisimas al partir, fueron cambiando de tono a medida. que la expedición se alejaba de Asunción. Cuando el caudillo extremeño se encontró en sus dominios, se descubrió de cuerpo entero. Con la llegada Santa Cruz de la Sierra -Mayo de 1565- arrojó las cartas falsas de su juego y prendió al Gobernador Ortiz de Vergara con todo su séquito. Luego se hizo humo, dejando a los prisioneros en poder de su lugarteniente. Hernando de Salazar, mientras él se adelantaba a trabajar en su provecho el ánimo de los personajes influyentes de La Plata.

Después de sufrir más de un año de cautiverio y privaciones, al fin pudo llegar Ortiz de Vergara a Charcas, acompañado del Obispo, los Oficiales Reales Cáceres y Dorantes, el Procurador General Maldonado, etc. Nuevos sinsabores le esperaban allí, pues la Audiencia, metiéndose en lo que no debía, según su costumbre, le impide seguir viaje a Lima hasta que no se justificase de ciertos cargos.

Ortiz de Vergara se ve aquí enredado en la madeja urdida por Nuflo de Chaves. Se le acusa por haber extraído del Paraguay tanta gente, es decir, por la expedición cuyo principal promotor no era él sino el otro.

Tiene que habérsela, además, con una montaña de 120 cargos que en su contra formula el Procurador Maldonado, instigado por Felipe de Cáceres. Y Ortiz de Vergara, en inteligencia con el Obispo de la Torre, responde con una querella que por su incitación entabla Hernando de Vera y Guzmán, un sobrino de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, contra Felipe de Cáceres y Pedro Dorantes por los desafueros cometidos contra su tío el Adelantado. Y así quedan detenidos en La Plata el Contador y el Factor, al igual que el Gobernador.

Verdad es que ambos consiguen quedar en libertad antes que Ortiz de Vergara, mediante el testimonio de la sentencia dada en España contra Alvar Núñez que los acusados pudieron presentar. Tomaron así la delantera ante el Virrey de Lima, comprendiendo que, en realidad, estaban librando una batalla en el vacío, por la incompetencia de la Audiencia de Charcas para decidir la cuestión relativa al Gobierno del Paraguay.

Después de mucho perder el tiempo, la Audiencia dió, en efecto, un parto de los montes que no quitaba y quitaba el cargo a Ortiz de Vergara, ya después que el Gobernador del Perú había resuelto por su cuenta y a su manera las reyertas de la cuadrilla asuncena, que tanto en Charcas como en Lima ofreció un mísero espectáculo.

El Licenciado Castro, aunque sin reconocerse jurisdicción para intervenir en el asunto, se creyó en el deber de aplicar un golpe de costado a Ortiz de Vergara. El 20 de Febrero convino una capitulación con Juan Ortiz de Zárate, por la cual se le daba la Gobernación del Paraguay, con cargo de obtener la confirmación de su contrato por el Rey.

Cometiendo torpezas tras torpezas en procura de una confirmación que no necesitaba gestionar ni en Charcas ni en Lima, Ortiz de Vergara acabó por perder la Gobernación misma. Tuvo la rara habilidad de concertar a todos en su contra: a los que quedaban en Asunción y a los que habían venido con él hasta el Perú, a la zaga de Nuflo de Chaves.

Cuando para colmar su desencanto supo que Juan Ortiz de Zárate designaba a Felipe de Cáceres por su Lugarteniente, para ejercer el mando en el Paraguay mientras aquel tramitaba en España la confirmación real, Ortiz de Vergara resolvió cancelar su regreso al Paraguay. Su desazón moral fué tanta que de Lima pasó directamente a España. En verdad, nada tenía que hacer en Asunción, después del ridículo papel que había desempeñado por oír a unos y desoír, a otros, a falta de un criterio propio.


 

 

EL OBISPO DE LA TORRE CONTRA FELIPE DE CACERES

 

I

Para el Obispo todo este negocio no pudo ser más desastroso. Ni él ni los que le siguieron, sugestionados por Nuflo de Chaves, encontraron las ansiadas riquezas. Sufrieron, en cambio, penurias sin cuento, humillaciones y desengaños. Particularmente él, ya muy anciano, debió sufrir más que ninguno. Además de no encontrar ni rastros de minas, de ida a los Charcas a punto estuvo de perecer a manos de los indios chiriguanás.

Fué un episodio tragicómico, que Ortiz de Vergas relata entre bromas y veras como sigue: En un punto -dice- se cubrió toda la tierra de indios, tocando a tambores y cornetas, y allí tuvimos una de las más bravas y peligrosas guazavaras que en toda la tierra yo he visto ni tenido... Dieron en el bagaje y tomaron nos algunos hatos, y entre ellos tomaron uno carga del Obispo en que llevaba su vestimenta y pontificial; y tomándolo comenzaron a vestirse y ponerse uno la casulla otro el albo y otro la mitra y ponensenos en lo alto de una sierva muy vestidos y sus miras puestas en tal forma que con toda nuestra mala ventura, su recocijo dellos nos provocó risa".

Como si todo esto fuera poco, la disputa por la Gobernación del Paraguay termina en Lima en la peor forma para el Obispo. Juan Ortiz de Zárate, paciencia y conformidad -diría el Santo Padre-; pero Felipe Cáceres en calidad de Teniente de aquél le sabia una tremenda coz. Decididamente, pareciera que Señor le tuviese muy abandonado de la mano en estas razas terrenales.

En Asunción ya habían tenido el jefe de la Iglesia y el Contador diferencias mortales. La discordia fué por los diezmos: el Obispo quería cobrarlos por sí y los Oficiales Reales, especialmente Felipe de Cáceres, resistieron ceder esa veta de los impuestos, es decir, de sus entradas.

Así como el impuesto del "quinto" había sido causa del conflicto entre los Oficiales Reales y Alva Núñez Cabeza de Vaca, los diezmos originaron un rompimiento violento esta vez entre Felipe de Cáceres y la Iglesia.

Esta cuestión de intereses estaba haciendo crisis cuando la expedición a Santa Cruz de la Sierra hizo desviar la atención general hacia los cuentos de Nuflo de Chaves. No obstante, el Obispo no llevaba su entusiasmo cruceño hasta el extremo de archivar sus resentimientos. Ya se verá cómo, además de ir por los metales preciosos, su intención era también jugarle una tan mala trastada a don Felipe en la ciudad de los Virreyes que le dejase allá sin su cargo.

Sigilosamente el Obispo hizo levantar una información de testigos sobre los antecedentes de Cáceres, con trece cargos comprometedores; todo un libelo acusatorio, con la vida pública y privada del Contador tan sucia como era posible.

En esta información Felipe de Cáceres aparece como un sujeto aleve contra la autoridad del Rey, jugador fullero, adúltero, libertino y hasta hereje. El documento, estrictamente secreto, lleva fecha 17 de agosto de 1564. Los expedicionarios partieron en el siguiente mes, o sea octubre. Asombra que se pudiese mantener la más absoluta reserva acerca de esta maquinación, si se considera lo reducido del ambiente, donde todo el mundo andaba con las orejas tiesas, atisbando a sus vecinos.

Con esta bomba bajo sus hábitos, enbarcó el Obispo. Fray de la Torre esperaba despacharla al Rey desde Lima. Los otros llevaban también sus argumentos secretos y confiaban por su lado, tanto como el jefe ele la Iglesia, en dar sorpresas a su tiempo. Maniobras cautelosas que recuerdan una ronda felina en la alta noche, en la que los personajes se deslizan pisando sobre terciopelo.

Cuando de pronto surgió en Lima el nombre de Felipe de Cáceres para Teniente de Gobernador de Juan Ortiz de Zárate, el Obispo apeló a su información secreta, seguro de poder fulminar tal nombramiento. La bomba explotó en sus manos, pues el Licenciado Castro aceptó al candidato sin impresionarse por los trece cargos engarzados en el documento, de cuya existencia venía así a enterarse, en ayunas, el señor Contador.

Cómo quedarían después de eso las relaciones entre el Obispo y el Teniente de Gobernador es fácil de imaginar. Y, sin embargo, juntos tuvieron que hacer el viaje de retorno al Paraguay, obligados a cumplimentar el uno con el otro, por razón de sus cargos; pero odiándose tan sinceramente que nada se podría objetar a la completa franqueza de sus sentimientos recíprocos.

A principios de 1568, Felipe de Cáceres y el Obispo pasaron por Santa Cruz de la Sierra, rumbo a la Asunción. Había en la comitiva frailes, civiles y hombres de espada y no todos los de sotana estaban con su Obispo ni todos los soldados con su general.

Era aquel grupo una especie de remolino humano que avanzaba en el desierto, con polvareda revuelta. Fray de la Torre decía que don Felipe no se recibiría del Gobierno. No lo decía en secreto, sino entre amenazas de excumuniones y maldiciones tendidas. Cada uno tenía el designio de llegar el primero a la Asunción, para ganarle de la mano a su contrario. Cáceres sostuvo que el Obispo llegó delante, a fin de impedirle la entrada, pero esta afirmación no parece exacta.

Ocurrió que a la altura del río Jejuy la expedición fué atacada por los guaraníes y el Obispo, aprovechar do la confusión, despachó un emisario con instrucciones de que Felipe de Cáceres no fuese recibido en el cargo que traía. ¡Obispo madrugador este Fray de la Torre! Su intención no prosperó, sin embargo.

Los viajeros se pusieron en la Asunción, entre truenos y rayos, el 11 de diciembre de 1568. Cuatro largos años habían pasado desde la partida ilusionada a Santa Cruz de la Sierra. Muchas miradas buscaron en vano a Ortiz Vergara entre los viajeros. El cambio de las primeras noticias no dejaría de reflejar extrañeza y desazón en los rostros: ¡al fin Felipe de Cáceres se salía con la suya! La vara del mando había sido siempre su ambición suprema. Asunción volvía a tener asunto de calidad para comentarios, murmuraciones rumoreos y... nuevas conspiraciones.

El discutido personaje dióse prisa en tomar posesión de su cargo de Teniente de Gobernador del Adelanta do ad referendum Juan Ortiz de Zárate, el mismo día de su llegada, sin tomarse siquiera tiempo de quitarse las armas que traía. Sin escándalo ni oposición prestó juramento ante Juan Ortega, Gobernado: interino en ausencia de Ortiz de Vergara, y el Cabildo reunido.

El gobierno en manos de hombre tan díscolo cual Felipe de Cáceres era un huevo crudo que debía llevarse con cuidado, sin cerrar con fuerza los puños como actor principal en todas las trifulcas asuncenas no era Cáceres ciertamente el más llamado a favorecer el sociego de los agravios pasados. El bando opositor a su gobierno renace sobre la línea ahora un tanto difusa, pero no enteramente borrada, de la revolución del 25 de abril de 1544.

Ya Ortiz de Vergara, quejándose al Rey desde La Plata por su injusta separación del Gobierno, advertía a S. M. que Felipe de Cáceres era un sujeto odioso en el Paraguay, que ha cometido escesos graves para ser castigados por ayer sido aleve contra vuestra real corona y preso vuestras justicias y que a traydo la tierra siempre alborotada e ynquieta e que lo mesmo ha de hacer agora.

E que lo mismo ha de hacer agora... No andaba muy desatinado Ortiz de Vergara en sus pronósticos. En el Guairá gobernaba Ruy Díaz Melgarejo, por comisión que le diera Juan Ortega. Como ya se sabe, Ruy Díaz era hermano del Gobernador burlado en Charcas y Lima, Ortiz de Vergara, mala pasada que avivó aún más el odio inextiguible que el Capitán del Guirá abrigaba hacia el antiguo Contador, cuya autoridad como Teniente de Juan Ortiz de Zárate desconoció, desde luego.

Felipe de Cáceres resolvió sustituirle inmediatamente. Para reducir el motín del guairá escoge entre sus hombres al que le parece el mejor: al Capitán Alonso Riquelme de Guzmán. Antiguo partidario de Alvar Núñez, yerno y acólito de Irala después. Alonso Riquelme actúa ahora incondicionalmente al servicio del principal victimario de Diego de Abreu, de quien fuera él, Riquelme, pariente cercano, confederado y amigo de infancia.

Es también Alonso Riquelme pariente de Ruy Díaz Melgarejo, con quien había conocido la cárcel, compañeros inseparables de la causa de Alvar Núñez. Ambos van a desenvainar ahora sus espadas por causas diferentes: Ruy Díaz, fiel a la línea tradicional de su conducta, sólo piensa en vengar a su amigo don Diego; Alonso Riquelme no está en la misma posición sino en la del tránsfuga que pacta con los adversarios para volverse contra los amigos de antes y de siempre.

El comisionado de Felipe de Cáceres se puso en camino hacia el Guairá con fuerzas suficientes para imponerse en caso de resistencia. Al tanto de esta expedición, Ruy Díaz responde en sus dominios con mi plebiscito de vecinos y soldados, que le proclama Capitán General y justicia Mayor en nombre de Ortiz de Vergara, el único a quien reconoce autoridad de Gobernador.

Y sin esperar más, marcha a presentar batalla a quien para él no es sino un traidor. Ni siquiera tiene necesidad de combatir para vencerle, pues los soldados de Alonso Riquelme acaban por pasarse todos, uno a uno, a las filas del pujante rebelde.

No entraremos a analizar si sus artimañas fuesen o no justificables, lo cierto es que Ruy Díaz volvió a Ciudad Real llevando delante de sí, en una hamaca, con dos pares de grillos, al enviado de Felipe de Cáceres, formada la gente en escuadrón, tocando pifanos y atambores.

Allá quedó preso Alonso Riquelme de Guzmán, sin que el Gobernador Cáceres pudiese hacer nada para libertarle ni para someter al Capitán amotinado. El Guairá estuvo así práctica y efectivamente fuera de la autoridad asuncena hasta que le tocó el turno a Felipe de Cáceres de salir desterrado y preso, por el mismo camino de violencia que él aventara contra el Adelantado Alvar Núñez.

Pero esto del Guairá no fué sino un incidente dentro lo principal, cuya madeja estaba manejándola el Sr. Obispo en persona.

II

Que las relaciones entre el Gobernador y el Obispo eran vidriosas por la cuestión de los diezmos, ya se sabe; pero hacía falta la chispa para prender fuego al combustible: esa chispa fué el incidente que podríamos llamar de "las varas y los palos".

El Obispo, que tenía sus tiradas de señor del Pretorio, puso dos alguaciles suyos con varas altas y delgadas: uno ordinario y de la Inquisición el otro, pues Fray de la Torre había traído de Lima esta novedad: la cruz negra en campo verde, del Santo Oficio, para meter en vereda a los herejes...

El caso es que el Gobernador suprimió uno de esos alguaciles, el de la Inquisición, humillando mortalmente al jefe de la Iglesia. La situación creada por ese conflicto político-religioso fué tan caótica que solo admite comparación con el estado de fuerza subsiguiente a la deposición del Adelantado Alvar Núñez. Exactamente como entonces, aparecieron bandos declarando pena de muerte a los que echan carteles difamatorios por las calles o los fijan en los lugares públicos, conforme a la Ley 4º, tomo 9, de la partida septima, etc. Las paredes asuncenas, ya veteranas para esta clase de periodismo clandestino, volvieron a llenarse de frases mortales y panfletos sangrientos.

Lo cierto era que la tierra estaba destruida. Para unos el culpable de esto era el Obispo: Dios perdone a quien fue causa de que a esta provincia viniese tal perlado porque en lugar de apacentar nos ynquieta y la tierra ha destruido (Martín de Orué, en carta al Rey) . Para otros el responsable era Felipe de Cáceres: pluguíere a Dios que no le hubiese enviado (Juan Ortiz de Zárate) porque tiene la tierra destruida e agora la a destruido del todo (Gregorio de Acosta, en Relación al Rey).

Relieves singulares tiene la épica lucha que se desencadena entre el Gobernador y el Obispo. Los personajes no pueden ser más desemejantes ni más dispares los medios de acción de que uno y otro disponen. Cáceres está en la plenitud de su personalidad, es un rudo soldado y arrastra sus espuelas con ruido y arrogancia; Fray de la Torre apenas puede con los achaques de su edad, pisando los ochenta años con el leve peso de los que contemplan el mundo, por su sagrado ministerio, desde el cielo. Desaprensivamente pareciera esto un duelo imposible entre el lobo y el cordero; mas es pura apariencia: si en uno hay soberbia, en el otro hay voluntad; la fuerza confiada que siempre pierde ante la astucia y la experiencia de los años. La verdad es que Felipe de Cáceres se estrella no contra una persona, a quien vé tan débil que le parece fácil apagarle con un soplo, como se apaga una vela; detrás del Obispo actúa una potencia que el Gobernador no percibe, la Iglesia. Aplastar a Fray de la Torre personalmente no era asunto de mucha monta para quien podía ufanarse de haber salido triunfante de empresas más aleatorias; pero dio lleno contra una institución, cayendo al pie de Cruz tan mal parado como don Quijote entre las aspas del molino de viento.

Veamos cómo , desplegaron sus recursos en la borrasca el Gobernador y el Obispo, dos colosos de su tiempo en la Capital de la Conquista.

III

Después de pisarle la capa al Obispo en el incidente de las varas y los palos, Felipe de Cáceres emprendió a mediados de 1570, una expedición al Río de la Plata en espera y socorro de la armada de Juan Ortiz de Zárate, dejando en Asunción por su Teniente Martín Suárez de Toledo,

Imprudencia de triunfador prepotente que el Obispo aprovechó para minar el terreno a sus anchas. Cuando Felipe de Cáceres regresó de aquella expedición, sin haber hallado rastro de armada alguna, notó que la hostilidad hacia él no sólo había aumentado sino que también estaba organizada. No era ciertamente hombre que se dejase ganar por los acontecimientos y no tardó en recoger los hilos de una vasta conspiración, urdida por el Obispo. El plan consistía en tomarlo preso, excomulgarle y formarle proceso por hereje ante el Tribunal de la Inquisición, que se organizaria especialmente para su caso

Felipe de Cáceres dejó andar la conjuración, tomando sus medidas para sorprender con las manos en la masa a los complotados. Era un lunes 5 de marzo de 1571, muy de mañana, cuando un mensajero anonimo deslizó al Gobernador, que aún no había dejado la cama, un aviso para que de ninguna manera acudiese a oír misa ese día en la Iglesia Catedral, pues estaban confabulados los "obispales" para arrestarle o matarle allí mismo, si se resistía.

No obstante, Felipe de Cáceres se presentó a oír misa a la hora que acostumbraba. Apostaría su gente en puntos estratégicos, presta a acudir a una señal convenida. Tales precauciones fueron notadas, sin duda, pues nada ocurrió en el templo. El Obispo, el Provisor Segovia y otro dignatarios se presentaron con roquete, bonete y sobrepellices; sabiéndose descubiertos explicaron su presencia diciendo que venían a visitar al Santísimo Sacramento...

Por supuesto, el Santísimo nada tenía que ver con todo aquello y después que Felipe de Cáceres se retiró del templo dispuso una vigorosa batida contra los obispales. Cayeron presos varios comprometidos, entre ellos un Pedro Esquivel, que fué ejecutado por traidor; pero el Obispo logró asilarse en el Convento de la Merced y el Provisor Segovia en la Catedral.

El 9 de marzo, o sea cuatro días después, Felipe de Cáceres suprime al Obispo la cuarta y media de su salario. El día 12 va más lejos, pues anuncia en un bando que ninguno trate con el Obispo y su Provisor, so pena de perder la mitad de sus bienes y ser desterrado por dos años.

Lo tenemos, pues, a Fray de la Torre en situación realmente desesperada: preso en un Convento, suspendido en su oficio episcopal y reducido a vivir de sus propios recursos. ¡Caso inusitado para aquellos tiempos de fe! Había fiebre de rebelión en las calles y Asunción estaba, una vez más, bajo el régimen del toque de queda: Que nadie sea osado de salir de sus casas...

El Gobernador extrema particularmente los rigores de la queda contra los mancebos de la tierra, nativos hijos de españoles e indias. Si son tomados en la vía pública después del toque consabido -dice su bando- se los ha de ahorcar de la picota y rollo.

Los obispales estaban aplastados. Así estuvieran quién sabe hasta cuándo si el Provisor Segovia, meditando entre los pilares del templo y humo de incienso, no encontrase una luz para guiarse en las tinieblas. Comenzó a escribir cartas tras cartas a Felipe de Cáceres, cada cual de más humilde y arrepentido pecador... El Gobernador, en la duda de que fuesen auténticas, destacó a dos escribanos con objeto de entrevistarse con el preso de la Catedral, el cual reconoció las cartas como suyas. Y no sólo eso sino que, ya combinado seguramente con el Obispo, echó sobre éste toda la culpa de lo pasado; hizo tales alabanzas de las virtudes cristianas de Cáceres, derramó lágrimas, se dió tantos golpes en el pecho con su rosario, que los escribanos apenas si daban crédito a sus sentidos. Terminó el Provisor suplicando perdón y que si fuese necesario iría a "arrodillarse a los pies del Señor General" para merecer esa gracia.

El Provisor Segovia debió representar a maravillas su papel, ya que Felipe de Cáceres le dejó suelto. Cometió con esto el mismo error de Alvar Núñez cuando le abriera a él mismo las puertas de la cárcel. Perdonó en falso y cayó en la trampa. El Provisor volvió a las andadas más activamente que nunca, al mismo tiempo que, con estudiada táctica, inspiraba al Gobernador rendida fidelidad.

A fines de 1571 Felipe de Cáceres anunció otra expedición al Río de la Plata. El Obispo creyó que llegaba otra vez su hora, que la plaza iba a quedar nuevamente libre; pero sus ilusiones pronto se trocaron en espanto: el Gobernador se proponía llevarle en la expedición, para remitirle al Perú por la vía de Tucumán.

Fray de la Torre comprendió que debía obrar con rapidez, arriesgándolo todo en una jugada decisiva. Veamos su maniobra maestra. Siguiendo la estrategia del Provisor Segovia, cantó su mea culpa, la inverosímil retractación del 2 de marzo de 1572. Ocurrió esto un domingo, en el Convento de la Merced, después de la misa mayor en la Iglesia Catedral. Acto solemne, con granado concurso de clérigos, funcionarios militares y civiles, vecinos de nota, etc., como pocas veces se viera antes en la Asunción.

Con voz grave y pausada, el escribano Bartolomé Gonzáléz dió lectura a una proposición, declaración, juramento y licencia del Obispo que, en suma, consistía en un acuerdo con Felipe de Cáceres para restablecer la paz en la República y el ejercicio del culto; un statu-quo hasta que el Rey resuelva el conflicto que había surgido entre ambos. Entre tanto, el jefe de la Iglesia aceptaba las medidas decretadas contra él por el Gobernador y prometía someterse a ellas cual un angelito, a trueque de algunas concesiones intrascendentes, sospechosamente intrascendentes.

Lo que Fray de la Torre deseaba era quedarse en Asunción. El pretexto para lograrlo, excelente: estamos en muy cargada vejez, enfermo y gotoso y deseamos quedar en algún reposo para procurar nuestra salud. En pago prometía cosas también excelentes al muy magnífico Sr. Felipe de Cáceres: obviar cualquier género de escándalo o alteración espiritual o temporal, con santo y cathólico celo. Pedía tan solo que algunos curas entrasen a decirle una que otra misita y algunos latines en su reclusión conventual; suplicaba que le devolviesen la cuarta y media de su suprimido salario y que se le permitiese salir de vez en cuando del Convento, para recreación y ejercicio de nuestra salud, hasta la viña que tenemos junto a esta ciudad.

Del Convento a la viña y de la viña al Convento, sin mezclarse en cosa alguna de la ciudad: el pacto era claro. Y Fray de la Torre asumía el compromiso de no yr ni venir por nos ni por ynterpositas personas, en público ni en secreto, contra todo lo que dicho es, es decir, contra el acuerdo.

Los juramentos del Obispo merecen los honores de una transcripción: por la presente dezimos, prometemos e juramos por Dios todopoderoso criador cielo y de la tierra y por la sacratysima virgen nuestra señora santa maría madre de nuestro Redentor y salvador Jesucristo dios hombre verdadero y por los bien aventurados apostoles sant Pedro y sant Pablo con thodo el Colegio de los doce apostoles y por la consagración y dignidad episcopal, etc.

Por si estos juramentos no fuesen suficiente garantía, dió además el Obispo cuatro fiadores, que respondiesen por él con sus bienes y rentas espirituales temporales: cuatro clérigos que también juraron por todos los santos del cielo, golpeándose el pecho al nombrar a cada uno, y prometiendo que seremos todos unánimes e conformes nimine discrepandum en le yr a la mano (al Obispo) estorvandole y contradiciéndole su falta. ..

Y por aquello de que lo que abunda no daña, el Obispo pidió a los caballeros e hijodalgos allí presentes que tuviesen por bien de le fiar e fiasen porquel cumpliría sin faltar cosa alguna lo contenido en su proposición.

Después de los juramentos, las firmas y los sellos. El Obispo, en nombre del Señor; el General, en nombre de Su Majestad; los fiadores y testigos, clérigos, caballeros e hijodalgos, por la señal de la Cruz. De esta manera, en nombre del cielo y de la tierra, de Dios y del Rey, obispales y caceristas sellaron la paz.

Sin duda, Felipe de Cáceres siente satisfecha su vanidad con este acuerdo; pero el Obispo alcanza su objetivo: se queda en Asunción, lo cual era su deseo desesperado. Felipe de Cáceres se marcha río abajo, sin Fray de la Torre, fiado en los juramentos y promesas de su adversario humillado. Cuando alguién va a perder una partida, son inútiles las advertencias del instinto.

IV

Llama la atención que Martín Suárez de Toledo y el Provisor Segovia estuviesen ausentes de la ceremonia del Convento de la Merced. Por lo menos sus nombres no figuran en la lista de los invitados distinguidos. De allí a poco, el 29 de marzo, Felipe de Cáceres, listo para partir al Sud, reemplaza repentinamente a Martín Suárez de Toledo por Adame de Olabarriaga en el cargo de Teniente de Gobernador para ejercer el mando en su ausencia. Destitución que debió tener sus motivos, así como la decisión tomada a última hora de que el Provisor Segovia forme en la lista de los expedicionarios.

Estas fueron las únicas precauciones de Felipe de Cáceres antes de dejar Asunción. Apenas se perdieron de vista las velas de los bergantines, el Domingo de Ramos de 1572, volvieron a sus conspiraciones los obispales.

Por aquel entonces había tomado cuerpo considerable en la vida asuncena un nuevo factor social y político, de gravitación decisiva por su número y homogeneidad: la población mestiza, elemento imprevisto, por cuya acción la tierra va a reconquistarse a sí misma con el correr del tiempo. Eran los mancebos de la tierra. Como hijos de hidalgos llevaban un palo, bastón o garrote, a modo de la espacia de los caballeros de Su Majestad. Nacieron y crecieron en medió de los tumultuosos acontecimientos que hemos reseñado. Ante sus ojos de niños pasaron con su prestancia guerrera, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Domingo de Irala, Diego de Abreu, Gonzalo de Mendoza, Nuflo de Chaves y otros capitanes, que llenaron con su fama y sus querellas los ámbitos de la Provincia. Ahora eran mozos, en la edad de los impulsos románticos y a su vez van a ser actores en las pasiones que dividieron antes y dividen ahora a sus padres, atraídos por

la voz de la sangre cuando no por los recuerdos que hirieron por primera vez su imaginación.

A 34 años de fundada la Asunción los "mancebos de la tierra" formaban ya un núcleo más numeroso que el de los conquistadores españoles. Aunque atraídos por confusas tendencias, en lo fundamental surgia con ellos una nueva conciencia colectiva, al punto , que algunos conquistadores vieron en esta transformación del cuerpo social una amenaza próxima para el predominio español. Así, Martín de Orué escribía alarmado al Rey porque ellos (los mancebos) son muchos y no bien inclinados y cada día son más y los españoles viejos y pocos. Reclamaba remedio a esta situación, que se presentaba con todas las características de una fatalidad aritmética.

La verdad es que el proceso biológico estaba completando un ciclo, a lo largo de más de un cuarto de siglo. La configuración política ha cambiado por completo en torno a Felipe de Cáceres, último representante del despotismo de aquel grupo de cuatro Oficiales Reales, que impusiera su poder desde 1544, y cuya fuerza declinante va chocando, desde la muerte de Irala, con las vanguardias siempre reforzadas de una nueva generación.

Un hecho que merece ser notado: la Iglesia es la primera institución que encarna en el nuevo elemento social, la población mestiza. La religión echa raíces profundas en la tierra y cumple la única conquista , verdadera de la época. Por eso, cuando Felipe de Cáceres arremete contra el jefe de la Iglesia, ésta puede resistir al dictador, porque hay suficientes "mata cebos de la tierra" que saben rezar. El Obispo dispone de un poder espiritual que no existe del lado opuesto. Ninguna institución política habíase consolidado aún y si ha de hablarse de la elección democrática de los gobernantes, accidentalmente derivada de la Cédala Real de 1537, Felipe de Cáceres no podía escudarse en ese principio para oponer una fuerza moral a otra fuerza moral.

No parece que para el Gobernador pasase inadvertido el peligro que para él representaba el dominio espiritual de la Iglesia sobre los mancebos de la tierra. A comienzo de su Gobierno Felipe de Cáceres quiso disputar al Obispo la atracción de esa masa, tan interesante como puntal político. Con propósitos proselitistas favoreció demagógicamente las inclinaciones donjuanescas de los mancebos, siguiendo las huellas de Irala. Era la forma más simple de sobrevivir, a expensas de la corriente; pero con riesgos de naufragar en ella.

Después de pulsar los resultados desalentadores de su política, Felipe de Cáceres se volvió contra los mancebos de la tierra con la brutalidad de sus ímpetus tiránicos, armado de horca, picota y rollo. Con ello unificó y ligó fuertemente al campo del Obispo el factor decisivo de la lucha y selló su caída.

Por eso los obispales arreciaron exitosamente contra el Gobernador, apenas se ausentó, una propaganda demoledora. Los conciliábulos de cuenta se realizaban en la morada del Obispo y los sacerdotes tenían sus medios de llegar hasta la masa del pueblo, cansado de arbitrariedades. Nuevos descontentos de talla, como Martín Suárez de Toledo, se suman a los obispales y el Provisor Segovia encuentra en otro clérigo, de nombre Ocampos, quien le sustituya con ventajas en ardor y entusiasmo revolucionarios.

El punto convergente de los ataques era el "luteranismo" de Cáceres, imputación que por supuesto apunta al Tribunal de la Inquisición, elástico como la conciencia de sus jueces; pero las circunstancias que favorecen el clima de la rebelión son, en el fondo, de carácter político: el pueblo repudiaba la opresión y todos abrigaban la esperanza de gozar de la libertad sin Felipe de Cáceres en el Gobierno.

Cuando a mediados del mes de julio de 1572 regresó la expedición, el amotinador por excelencia estaba sentenciado a caer por la misma pendiente. Todos estaban en su contra, resueltos a quebrar sus desplantes. Respondiendo a la hostilidad con la hostilidad, formó una guardia personal de 50 soldados, sin la cual no iba a parte alguna: reeditó sus bandos dictatoriales y tomó medidas contra algunos; pero era tarde para poner de nuevo las manos sobre el Obispo y sus principales partidarios.

Quedó Felipe de Cáceres casi solo, rodeado de sus lictores, al modo de un emperador romano, en la gráfica expresión de un historiador. Con todo su aparato militar, sus días de Capitán General estaban contados y no irán más allá de dos semanas.

No supo conservar siquiera, para afrontar estas borrascas, la amistad de antiguos compañeros como el Factor Pedro Dorantes, con quien se había enemistado a poco de llegar del Perú por unos clavos y atoperoles, que el Factor quería cargar en la cuenta del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, y Cáceres en la del Rey. A los insultos que en esa ocasión recibiera gratuitamente, Dorantes respondió con dignidad que el cargo no lo daba S. M. a ninguno para que dejase de tratar a los hombres como quien era. La réplica de Cáceres fué la de todos los tiranuelos: Incontinenti -cuenta Dorantes- con palabras que no me acuerdo mandóme encarcelar en mi posada. Comentando este desmán, decía el Factor: Esto viene seguramente en pago de mis servicios, pues fui parte para el cargo que truxo.

Con eso expresaba simplemente la verdad, confirmando con su amarga queja el tardío arrepentimiento de aquellos que, a su turno, deben sufrir también las consecuencias del sistema pernicioso que contribuyeron a crear.

Los dos Oficiales Reales que restan de la primera hora han variado por completo sus relaciones. Tan a menos le tiene Felipe de Cáceres a su antiguo colega que, habiéndole insinuado éste en otra ocasión la conveniencia de encontrar un arreglo a las discordias con el Obispo de la Torre, mandó por él a unos guardias para que le prendiesen. No le reconocía, pies, ni el derecho de opinar ni menos el de irle con consejos que no sonaban bien a sus oídos.

La situación real de Felipe de Cáceres en aquellos días álgidos, que preludiaron su próxima caída, se pinta con vivos colores en esta expresión de Dorantes: Para Felipe de Cáceres todos los que vyviamos en la plaza eramos unos traydores y amotinadores, si no es Geronimo Ochoa, su Tte.

Así, pues, el dictador tenía un solo amigo: su guarda espalda. Acorralado, desconfiaba de todos y de todo, sin embargo, escapó a su agudo olfato de perro de presa el sugestivo hecho de que el Provisor Segovia tuviese su morada en una casa contigua a la Iglesia Catedral. Ni por asomo pensó que un hueco en la pared medianera, entre la casa del Provisor y la Catedral, podría ser la clave de alguna conspiración para prender a un hereje... oyendo misa.

Curiosa falla mental. Ya una vez había salido airoso de un complot que debió estallar en ese mismo templo y, sin embargo, Felipe de Cáceres cae totalmente desprevenido en una segunda cimbra que allí mismo le preparan; pero esta vez los obispales jugaban a no perder.

En los primeros días del mes de agosto de 1572, quizá el primero, al amparo de la noche comenzaron a deslizarse sombras cautelosas hacia la casa del Provisor Segovia, lugar de cita de los conspiradores. Secretamente se reunieron allí no menos de 150 hombres firmados, en su mayoría "mancebos de la tierra". Era domingo y otra vez un lunes, por curiosa coincidencia, iba a ser el segundo golpe contra Cáceres, a la misma hora, en el mismo lugar,

Los conjurados, apiñados en su escondrijo, velarían en profundo silencio el lento paso de las horas. Vendría Cáceres a caer en el garlito? ¿O le salvaría algún presentimiento, alguna delación o circunstancia casual?

Al fin, la ansiedad se despejó. Felipe de Cáceres llegó al templo y entró sólo, sin su guardia. Iba a oír su última misa en la Catedral de la Asunción. Dice relato de la época: Y dicha la misa de anymas yda. la mayor parte de la gente, estando todavía Felipe Cáceres arrodillado ante el altar, diose la señal convenida. Los emboscados franquearon, el hueco secreto practicado en la pared medianera y en un instante la casa de Dios se llenó de marcial estrépito de espadas, arcabuces y ballestas en son de combate. Por la puerta de la sacristía entró el Obispo de la Torre como un numen de la tempestad, blandiendo en la diestra un crucifijo enlutado y dando voces a todo pulmón: ¡Viva la fe de Cristo y su santa Iglesia!.

El sorprendido Gobernador se incorporó rápidamente, echando mano a su espada. Uno de los suyos, Alguacil Diego de Ayala, arrojó al suelo su vara de justicia y desenvainando su acero se avalanzó hacia el Obispo y su Provisor; pero un tal López de Cuadros se interpuso, arrimando al Alguacil un golpe que salve a los dos clérigos de ser heridos en el lance. Felipe de Cáceres fué rápidamente dominado; hay quienes dictan que se defendió como bueno, al pie del altar. Sus guardías, atraídos por el tumulto, corrieron a defenderle, pero tuvieron que retroceder ante el número. Uno de ellos, Gonzalo Altamirano, que logró llegar hasta su general y pretendió escudarle con su cuerpo, cayó cubierto de heridas.

Felipe de Cáceres fué sacado violentamente de la Catedral y conducido al Convento de la Merced, donde tenía el Obispo su morada. En el camino sufrió toda clases de insultos y vejámenes: incluso le estiraron de la barba, entre la grita de la multitud, excesos quo en una noche de rebelión como esta, hacía 28 años, el mismo Cáceres había concitado contra un hombre indefenso: Alvar Núñez. Bien se acordaría el Contador insolente, al sufrir la oración por la pasiva, de aquella noche de San Marcos de 1544: E agora, señor don Alvar, sabreis como han de ser tratados caballeros como nosotros.

Así cayó Felipe de Cáceres, ejemplarmente castigado por su malsana ambición de mando y su temperamento arbitrario. Así cayeron, después de él, en la Asunción, todos los que pretendieron imponer por la fuerza su dominio personal sobre la voluntad del pueblo. Subir por medio de la violencia y caer también por la violencia, tal fué el comienzo y el fin de la carrera del turbulento Contador, despojado del mando ante el altar de Cristo, como debieran ser aleccionados todos los tiranos.

Como se habrá notado, la actuación del Obispo de la Torre no siempre fué irreprochable; pero preciso es reconocer que en el conflicto con Felipe de Cáceres tuvo la virtud y el acierto de hacer coincidir la posición de la Iglesia con el sentimiento general del pueblo. Cualesquiera fuesen sus errores pasados, los asuncenos de aquel tiempo absolverían de ellos a su Obispo, sin duda alguna, por el señalado bien de librarles de la opresión cacerista. La Fe y la Libertad aparecen así unidas bajo la acción del pueblo congregado a la sombra del templo de Dios. Quizá por ser tan profundamente cristiana el alma del pueblo paraguayo, ama también la Libertad como una religión.

V

Mientras en el interior de la Catedral ocurría la prisión de Felipe de Cáceres, sonaban tiros de arcabuces en la plaza. La revolución estaba de nuevo en las calles de Asunción. Martín Suárez de Toledo, con la vara de la justicia Real en sus manos, rodeado de mucha gente con las mechas de sus armas encendidas, tomaba el poder al grito de: ¡Libertad, Libertad1

El escribano Martín de Orué, paniaguado de Cáceres, llegándose a la plaza preguntó a Martín Suárez de Toledo que novedad era aquel tumulto. El jefe de la rebelión explicóle cuanto acaba de suceder y aseguro que, a decir verdad, no sabría asegurar quién le había puesto aquella vara en las manos ... No dijo que le cayera del cielo; pero sí que, en vista de tamaño alboroto y los males que podrían seguir de la anarquía, se había quedado con la vara de la justicia Real, por no estar presente ninguno de los Alcaldes ordinarios.

Respuesta de Orué: Me pesa mucho lo fecho, porque el caso es malo, siendo como eres caballero y de muy buena casta.

El diablo predicando moral. El caso es malo...; pero para Orué no fué malo el caso del motín contra el Adelantado Alvar Núñez, ni él se consideró de mala casta cuando, aprovechándose de la situación, se puso a pelarle las barbas al Alcalde Mayor, el pobre Juan Pavón de Badajoz, quien andaría ahora por la plaza pensando en el desquite de aquella atroz ofensa.

El golpe estaba consumado; pero esta vez no hubo los consabidos bandos: Nadie sea osado salir de su casa... Por el contrario, todos salieron a las calles a manifestar su júbilo. Cuando el pueblo triunfa no es menester tomar medidas contra él, y en este caso era el pueblo mismo que ponía fin a un Gobierno arbitrario. No obstante, no hubo elección plebiscitaria para designar sucesor a Cáceres. Hubo una variación en la aplicación de la Real Provisión del 12 de setiembre de 1537, en la siguiente forma: dos o tres días después de la revolución triunfante, se reunió el Cabildo y Martín Suárez de Toledo entregó la vara de la justicia a los Alcaldes y Regidores, para que ellos, en representación del pueblo, designasen reemplazante al depuesto Teniente de Gobernador, en nombre de Juan Ortiz de Zárate.

La designación recayó en Suárez de Toledo, figura descollante de aquella jornada. Era hijo de Hernandarias de Saavedra, Correo Mayor de las Indias en Sevilla, hijodalgo de ilustre linaje y aún más ilustre descendencia, como padre que fué del primer gobernador criollo del Río de la Plata, Hernando Arias de Saavedra.

VI

Triunfante la revolución, partieron veloces como flechas comisionados al Guairá llevando la buena nueva a Ruy Díaz Melgarejo. Se le proponía nada menos que la conducción de Felipe de Cáceres a España, preso, y revestido él con el cargo de Procurador General de la Provincia. Es de imaginarse la satisfacción con que recibiría aquel fiero soldado propuesta tan grata a su venganza. ¡Por fin, el ansiado día de ajustar viejas cuentas con el victimario de don Diego de Abreu!

Verdaderamente pareciera que los episodios de 1544 se reprodujeran, con papeles dados vueltas del revés para varios personajes. Como carcelero de Felipe de Cáceres, el Obispo no cedía un palmo en aspereza a Garci Venegas, Alonso Cabrera, Andrés Fernández el Romo, etc., los carceleros de Alvar Núñez. Fray de la Torre encerró a su prisionero en una oscura pieza, contigua a su propio dormitorio, donde le tuvo a pan y agua, cargado de cadenas. Los mancebos de la tierra, armados de arcabuces, montaban la guardia, turnándose de día y de noche, sin perder de vista un solo instante al cautivo Oficial Real. Pronto Felipe de Cáceres fué lo mismo que Alvar Núñez: piel y hueso.

Carcelero precavido, el Obispo tenía a su prisionero atado de la cintura con una larga cadena, cuyo extremo llegaba hasta su mismo lecho y no lo soltaba ni mientras dormía. Para hacer más completa la semejanza con los desafueros sufridos por el segundo Adelantado, se le confiscan todos los bienes a Felipe de Cáceres y también se los reparten entre sus peores enemigos, tal como él mismo, en otro tiempo, había procedido con sus adversarios indefensos.

Más parecía cosa de capitán de guerra que no de perlado relixioso, dice Martín de Orué, refiriéndose a tan áspera toma de bienes y guarda de arcabuceros.

El Provisor Segovia, por su parte, se dió prisa en recuperar aquellas sus cartas, secuestrándolas. Cosa que igualmente hizo el Obispo con los Informes y documentos que a su respecto había hecho preparar Cáceres con intenciones de hacerlos llegar á España.

Después de hacer sentir a tantos sus humos de amotinador audaz durante más de un cuarto de siglo, Felipe de Cáceres rodaba al fin por tierra, más humillado que ninguno. Y así como los: amotinados de 1544 escogieron a Garci Venegas y Alonso Cabrera para conducir preso a Alvar Núñez a España, los amotinados de 1572 ponen su vista, para igual misión con respecto a Felipe de Cáceres, en un hombre cuya sola sombra haría estremecer al antiguo Contador en su prisión: ¡el temido Ruy Díaz, el de la terrífica fama!

Las primeras disposiciones de Martín Suárez de Toledo y del Obispo fueron las relativas a la conducción de Cáceres a España. Con ese objeto se apresuró la construcción de una carabela y el acopio de cargos y pruebas contra el preso.

El 14 de abril de 1573 la nave zarpó de Asunción con el desterrado, reo del Santo Oficio de la Inquisición. Su piloto era Jacome Payva, que vino por tal en la armada de don Pedro de Mendoza, que aya gloria, que ya no resta otro; por maestre a Juan Cano y completaban la tripulación dos marineros de los antiguos, los cuales dexan en esta ciudad sus mujeres e hijos.

Además de Ruy Díaz Melgarejo, va también de custodia el Obispo de la Torre, quien a última hora, para estar seguro de su hereje, resolvió acoplarse como viajero libre.

De esta misma Asunción había levado anclas una mañana; el 8 de marzo de 1545, la carabela Comuneros, con Alvar Núñez a su bordo, depuesto y desterrado por un amotinado, que ahora, 28 años después, sale expulsado también por otro motín, que es el último reo del primero.

Y así, con la caída de Felipe de Cáceres se cancela la cuenta histórica de la deposición de Alvar Núñez, se cierra un periodo de historia revolucionaria del Paraguay, el de los primeros intentos democráticos de elección popular, con sus confusas luchas en torno o al margen de la concesión Real contenida en la Cédula de 1537.

No serían más de medio millar los conquistadores y pobladores españoles que entonces había en estos dominios y tentado se siente uno de decir, sumergido en tamaña suma de controversias y revueltas, que es mucho ruido para tan poca gente. Sin embargo, la vida es tan intensa en la pequeña semilla que germina como en la nebulosa que se transforma en estrellas.

Los mancebos de la tierra acaban de hacer su primera revolución. ¡Cuántas harán después! Y los primeros españoles, fundadores de la ciudad, han cumplido prácticamente su última azonada. Los hijos van ocupando los puestos de sus padres, ya muy cargados de años y fatigas, para agregar nuevos capítulos a la Irónica, que nosotros doblamos aquí.

De esta manera se cierra el período inicial de la vigila política paraguaya, más agitado quizá que ningún otro. Los principales actores desaparecen a su turno del escenario, arrancados por las violencias que ellos mismos provocaron; pero todos se van después de haber dejado algo de su vida en estos episodios, que tienen ya la pátina de los siglos y pueblan de recuerdos las calles antañonas de Asunción.

Estos primeros tiempos! De sus profundidades vienen, como de las entrañas misteriosas del germen vital, perdurando a través de las generaciones, las tendencias democráticas del pueblo paraguayo. La Real Provisión del 12 de septiembre de 1537 determinó indiscutiblemente un destino social y político, que tiene su expresión en una trayectoria hereditaria indestructible. El derecho de elegir a los gobernantes es el sentimiento más hondo del pueblo paraguayo, por cuanto con ese aliento nacen, crecen y luchan los primeros hijos de la Asunción, los mancebos de la tierra que doblaron la soberbia de Felipe de Cáceres. Por ese mismo derecho cruzaron sus espadas los primeros conquistadores españoles del Paraguay, unos para defenderlo y otros para desconocerlo.

Todo nuestro historial político, desde aquellos tiempos ya remotos, no es sino una continua y ardiente lucha por la Libertad y la Democracia. Por accidentada y dramática que fuese la aplicación de ese ideal de vida social y política en el escenario guaraní, nadie, ningún paraguayo de verdad debe abandonar la convicción profunda de que la soberanía del pueblo se afirmará definitivamente en nuestra tierra con raíces de siglos. Destruir esa aspiración, cortar ese nexo vital con el pasado sería matar al Paraguay mismo. Es nuestra tesis.


APENDICE

CEDULA REAL DEL 12 DE SEPTIEMBRE DE 1537

 

Dn Carlos por la Divina Clemencia y Emperador semper Augusto Rey de Alemania Da/Juana su Madre, y el mismo Dn Carlos, por la misma gracia, Reyes de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalem, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Cordoba, de Murcia, de Jaen de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias, Islas, y tierra firme, del Mar Oceano, Condes de Barcelona, Señora de Vizcaya, y de Molina, Duques de Athenas, y de la Patria, Condes de Flandes, y del Tirol &a. Por quanto vos Alonso cabrera, nro. veedor de Fundaciones de la Prova. del Rio de la Plata, vais por nro. capitan en cierta Armada a la dha. Prova. en socorro de la gente que allí quedó, que proveí en Martin de Orduña o Domingo de Somosa, y podría ser que al tiempo que Dn Pedro de Mendoza nro. Goror. de la dha. Prova. difunto salió de ella no hubiese dejado lugar Tte. ó el que hubiese dejado, cuando vos llegaredes fuese fallecido, o al tiempo de su fallecimto, o antes no hubiese nombrado Govor. o los conquistadores, y pobladores no lo huviesen elegido, vos mandamos que en tal caso, y no en otro alguno hagais juntar los dhos pobladores, y los que de nuevo fueren con vos, pa. qe. haviendo primeramente jurado de elegir persona, qual convenga a nro. serv°, y bien de diha tierra, elijan por Govor. en ntro. Nombre, y Capitan Gral. de aquella Prova. a persona, que, segun Dios, y sus conciencias pareciere mas suficiente, pa. el dho cargo, y la persona, que así eligieron todos en conformidad o la mayor pte. de ellos, use, y tenga el dho. cargo: al qual por la presente damos poder cumplido pa. que lo execute quanto nra. Merced, y voluntad fuere. Y si aquel falleciere se torne a prover otro por la orn. susodha; lo cual vos mandamos que así se haga con toda paz, y sin bullicio, ni escandalo aperciviendoos que de lo contrario nos tendremos por deservidos, y lo mandaremos castigar con todo rigor, y mandamos que en qualquier de los dhos casos que hallaredes en la dha. mra, persona nombrada por Govor. de ella le obedezcais, y cumplais sus mandamientos, y le deis todo favor, y ayuda; y mandamos a los nros: oficiales de Sevilla, que asienten esta nra. carta en los nros. Libros que ellos tienen, y que den orn. como se publique a las personas que llebaredes con vos en la dha. Armada. Dada en la Villa de Valladorlid a doce días del mes de Septiembre de mil, y quinientos, y treinta y siete años. - Yo la Reyna. - Y a las espaldas de la antecedente RI. Cedula estan unas firmas del tenor sgte. El Doctor Beltrano. - Lizdo. Luis de Carvajal. - El Doctor Bernal. - Lizdo. Gutierre Velazquez. - Yo Juan Marquez de Molina Secretario de su camara, y Catholicas Magistades: lo fize escrivir por su mandato. Bernardino Darias.

(Documento del Archivo Nacional de Asunción) .


 

 

TAPA DE LA SEGUNDA EDICIÓN DE LA OBRA

 





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REPÚBLICA
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