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SERGIO CÁCERES MERCADO

  WHITMAN: EL HOMBRE BICENTENARIO - Por SERGIO CÁCERES MERCADO - Sábado, 01 de Junio de 2019


WHITMAN: EL HOMBRE BICENTENARIO - Por SERGIO CÁCERES MERCADO - Sábado, 01 de Junio de 2019

WHITMAN: EL HOMBRE BICENTENARIO

 

Por SERGIO CÁCERES MERCADO

 

caceres.sergio@gmail.com

 

“El poeta es el ser que acaso carece de límites corporales”.

Vicente Aleixandre

De las muchas cualidades de los poemas de Walt Whitman (1819-1892) hay una que es destacada por los estudiosos; se trata de su particular modo de dirigirse al lector del futuro, a aquel que lo leerá, pero que ya no es su contemporáneo y que, sin embargo, lo comprenderá a cabalidad. En Whitman esta necesidad de comprensión por parte de las generaciones futuras es fácilmente explicable a partir del gran rechazo que tuvo su obra poética en el ámbito de la crítica establecida, por parte de los escritores y otros personajes del mundo literario. Pero podemos afirmar que tal negativa a la obra de un poeta tan revolucionario como él era de esperarse. Les ocurrió a otros y ocurrirá siempre en el mundo del arte en general.

En realidad, la apelación al lector futuro forma parte de ese abrazo con que Whitman quería abarcar el espacio e, incluso, el tiempo, a las personas pasadas, a las del presente y a las del futuro. Es parte de esa cosmovisión en la cual se sentía conectado con todos y con todo, y que es la sustentación de esa fuerza arrobadora que lo golpea a uno cuando se enfrenta a sus Hojas de hierba. Su lectura nos revela la apertura de un poeta, de un hombre, en una dimensión sobrecogedora, en una vitalidad a la que no se puede rehuir.

Whitman era consciente de lo que se enfrentaría cuando en 1855 sacó a la luz Hojas de hierba. La poesía en ese momento tenía unas formas bien establecidas y unos héroes a los cuales el mismo Whitman admiraba y que lo influyeron. Pero no podía contra ese destino que sentía encarnado en él y acometió contra todos cuando decidió aceptar lo que era: un poeta. Hojas de hierba era de una tal rebeldía que el mundo literario se estremeció, buena parte de rabia contra tal irreverencia, y otra poca encantada ante esa voz tan novedosa que clamaba poderosa y vital.

Ya es un clásico enumerar los epítetos que los críticos escupieron en su contra. Uno de sus biógrafos, Jerome Loving, nos cuenta que sus colegas periodistas bromeaban con él cuando llegaba al Pfaff' (popular bar) y lo recibían diciendo “¡Aquí llega el sucio cachorro del bosque!”, a lo que él respondía riendo, pues reconocía en dicha frase una de las tantas que se escribieron para denostar su persona y su pequeño libro. Sin embargo, prosigue Loving, nunca fue indiferente ante tal hostilidad. A su amigo Horace Traubel escribió: “No sé si has llegado a saberlo, a saber qué significa ser un horror a ojos de quienes te rodean: pero hubo un tiempo en que yo lo sentía en todo mi ser, cuando el enemigo –y entonces casi todos eran mis enemigos– no quería otra cosa que aplastarme sin compasión, barrer, sin escrúpulo ni piedad, mi presencia de su vista, dejarme sin voz: hacerlo todo, cualquier cosa, para librarse de mí”. La hipersensibilidad del poeta no podía ignorar tanto encono.

Pero sensible y todo, Whitman era un polemista, alguien a quien gustaba tocar las orejas y narices de poderosos y no tantos. Su copiosa labor como periodista lo atestigua. Fue contratado y echado de varios periódicos por sus ideas y la forma de expresarlas. Su escritura sin tapujos se trasladó a su consiguiente y definitiva vocación, la poesía, donde se ganó ese enemigo que describe a Traubel. En las siguientes ediciones de Hojas de hierba nada de lo que se decía en su contra parecía amilanarlo. Empeñado en su misión agregaba más y más creaciones a Hojas de hierba. En el prefacio a la edición de 1888 consigna: “No he buscado ni melifluos panegíricos, ni cuantiosas ganancias, ni la aprobación de las escuelas y convencionalismos existentes”. Nada podía detenerlo en ese viaje de redención. En el prefacio a la edición de 1872 comenta que en su ensayo Perspectivas democráticas encomendaba en los cantores y artistas la labor de “libertar a los Estados Unidos, y también a todos los países cristianos en todo el mundo, de la lata anémica, moribunda e insípida, aunque espantosamente extendida, de la poesía convencional, reemplazándola con algo realmente viviente”. Sí, a Whitman le dolía lo que el enemigo decía de él; pero él sabía el monstruo que despertaría con Hojas de hierba e, incluso, lo buscó para no perder su propia voz e identidad: “He dicho lo que quería decir, enteramente a mi manera, y he dejado puntualmente constancia de ello. El tiempo decidirá sobre su valor”.

¿Tanto jaleo porque alguien deja de usar rimas y otras formas de la poesía convencional? Al parecer no. Es más que claro que Whitman estaba convencido de que la poesía debía ser otra cosa. Y querer transformar algo en su esencia misma no es poca cosa. Ninguna forma artística acepta impasible cirugías mayores. El poeta de Brooklyn decidió hablar de cosas, temas y personas que hasta ese momento no eran dignas de los versos de los grandes poetas. Solo hay que leer lo que su compatriota Edgar Allan Poe (a quien conoció en faceta como periodista) escribía, o su amado Tennyson. En 1888 afirmaba Whitman que “es preciso recordar bien que la literatura de primera clase no brilla con su luz propia; ni sus poemas tampoco. Nacen de las circunstancias, y evolucionan. La verdadera luz viviente viene siempre, de modo extraño, de otra parte: brota de fuentes inexplicables, y es lunar, nada más que relativa”. Como William Carlos Williams diría en el centenario de Hojas de hierba: Whitman “enunció una verdad escandalosa: que el terreno de lo común es en sí una fuente para la poesía”. Era esta idea, más esa espiritualidad que brota por doquier en Hojas de hierba lo que convenció al filósofo Ralph Waldo Emerson a escribirle a Whitman una célebre carta. El más respetado de los pensadores estadounidenses le dio un apoyo que nadie se esperaba (y Whitman no lo desaprovechó y lo publicó sin permiso).

El poeta no quería hacer poemas como ya lo hacían otros, quería hablar de todos y de todo, sin excepciones ni prejuicios. Quería todo menos definir lo que era la poesía. No era ningún tonto (Thoreau lo visitó y dejó constancia de ello), y no iba a caer en el error de asentar una idea de lo que era la poesía, pues era consciente de que tal aserto fosilizaría la labor creativa de todo artista. “Que no me atreva, ni aquí ni en otra parte, ni para mis fines, ni para otros fines, a intentar la definición de la poesía, ni a responder a quienes preguntan qué es”.

Y aunque con sagacidad no diría lo que era la poesía, si dejaría constancia del trasunto de aquello que salía de su pluma. Estaba convencido de la grandeza de lo que escribía y de que la posteridad y ese lector futuro lo redimirían. “Considero que el hecho de haber logrado positivamente que se me oiga, compensa con creces a cualesquiera otras carencias y negativas. Esencialmente, ese fue desde el principio, y ha seguido siendo siempre, el principal objeto”. Y vaya que fue escuchado. Los poetas que le rindieron pleitesía luego, y aquellos a quienes influyó son innumerables como célebres. Doscientos años después lo seguimos escuchando (más que leyendo), así como el escuchó.

 

 

 

Walt Whitman. El poeta que se cantó a sí mismo y al universo.

 

 

 

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección CORREO SEMANAL

Sábado, 01 de Junio de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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