Portal Guaraní - EL PRIMER «STAND UP» PARAGUAYO - Anécdotas fundacionales, I - Por JUAN PASTORIZA CENTURIÓN

Hoy, que hubiera estado de cumpleaños, es un buen día para recordar a uno de los músicos populares más queridos de Paraguay, al autor de temas tan célebres y tan celebrados como «Nde sapatúre» o «Relación-relación», al cantautor y humorista Amado Sarabia Morínigo (1938-2008), «Amado del Paraguay», nacido un 8 de marzo como este, pero del año 1938, en el tradicional barrio de Pinozá. Así lo hace Juan Pastoriza en el siguiente artículo.

Hoy queremos recordar algo de la personalidad y del carisma del compositor, humorista y cantante Amado Sarabia Morínigo, «Amado del Paraguay», nacido en 1938, un 8 de marzo como este, en el musical barrio Pinozá de Asunción, junto a las sirenas de la laguna «pytã», y fallecido el 19 de noviembre del 2008, afectado por un cáncer de pulmón. Los médicos le habían dado dos meses de vida, pero él peleó casi tres años contra el mal gracias a la terapia o quimioterapia de la guitarra, siempre recomendando a su mujer, Minerva, que lo recordaran como un hombre valiente, que no se había quejado nunca, ni una sola vez. Y en realidad fue así; nos consta.

Recuerdo aquel primer, fortuito encuentro en «Carlito’s», pizzería del compatriota Carlos López en Sydney, Australia, donde lo escuchamos cantar y lo vimos desplegar, sin soporte técnico alguno, su capacidad innata de «showman» para una audiencia que no tenía ni idea de dónde quedaba nuestro país.

«Ah, Uruguay, Centroamérica», decían los más, preocupados ante todo por las cervezas, el críquet, las mujeres en topless en la playa y el gran tiburón blanco asesino, la «máquina de matar» que de tanto en tanto hacía de las suyas, llevándose pedazos de algún desprevenido bañista de aguas profundas o atacando barcos.

Los arponeros de la guardia costera jamás lograron atrapar a aquella monstruosa leyenda urbana (como nunca lo he visto, pienso que tal vez sea una creencia popular, nada más –aunque, por eso mismo, respetable–), que a veces incluso llegaba a asomar con su sonrisa mefistofélica casi en la misma arena, observando a sus posibles víctimas.

Sin ínfulas de estrella, Amado no tenía remilgos para arremangarse y amasar la deliciosa pizza en días de chistes, espumantes bebidas y la cortante nostalgia infaltable. Una polquita, el tereré y el sin par guaraní, que afuera suena como una contraseña o un código. Muy folclóricos, por cierto, como todo paraguayo que está lejos, se da cuenta de que quiere a su país, había sido, y no puede salir de la telaraña de sus nostalgias ni a golpes de hacha. Ah, no olvidemos el bife a caballo de carne de canguro boxeador –el animal más representativo de Australia, junto al koala– al estilo de la madrugada asuncena, que era francamente delicioso, aunque sangriento. El tránsito australiano deja cada amanecer en las autopistas cientos de estos bichos muertos, encandilados por las luces de los vehículos, y hay que aprovecharlos, decía el hombre sin problemas, o sea, Amado.

Un buen día, nos llegó una imprevista invitación a pasar un par de semanas en su fastuosa –me enteré al llegar de que lo era– residencia de Manila, capital de Filipinas, país insular del sureste asiático, en el océano Pacífico, donde era un astro musical, al igual que la cantante Pilita Corrales, su esposa.

Ni cortos ni perezosos, ya en plan de aventuras, fuimos allá, para encontrar que el régimen dictatorial del presidente Ferdinand Edralin Marcos, autocracia que pisaba la cabeza de la gente desde 1965, ya no soportaba la caldera de la presión social. En las calles, la siniestra policía militar, que ya no tenía lugar en las cárceles para depositar más presos, repartía culatazos y golpes de palos eléctricos a mansalva, o, directamente, ejecutaba manifestantes entre gases lacrimógenos y ráfagas de metralleta. Dicen sus enemigos que, en medio de los lujos más obscenos, Marcos practicaba el canibalismo. Su esposa, Imelda Remedios Visitación Romuáldez, más conocida como Imelda Marcos –que cuando, en una gira por Filipinas, se negaron a actuar para ella en una función privada, casi mandó linchar a los Beatles– tenía tres mil pares de zapatos en el Palacio de Malacañarg, mientras el pueblo se moría de hambre.

Amado no era solo un gran anfitrión: era además, descubrimos, la estrella del momento. En los hipermercados no paraba de firmar autógrafos y recibir besos de sus admiradoras, con muchas de las cuales se escabullía, como buen paraguayito que no niega su nación. Esos días en Filipinas nos revelaron los picos de popularidad alcanzados por un compatriota que nunca hizo aspavientos por sus logros. Amado del Paraguay fue un auténtico rey con toda su corte, pero de su carrera en Filipinas solo quedan leyendas. Hablaba siete idiomas a la perfección, dominaba la más popular de las ciento setenta lenguas autóctonas filipinas, el tagalo, y había recorrido cerca de cien países.

Amado fue el primer artista paraguayo del «stand up». Fue a comienzos de los noventa, en el Rancho de Carlitos Vera. Por entonces habíamos cubierto el éxito de «Salsa criolla», del humorista argentino Enrique Pinti, en Buenos Aires, para un medio local. Poco después de eso, Amado, en una mesa de amigos, nos lanzó el desafío, y en casa de Carlitos y, entre una olorosa parrillada de achuras (sobre todo, chinchulines), que se nos quemó, unas cuantas botellas de «ari» con pomelo y prácticamente tres noches sin dormir, estuvo listo el libreto, que resultó tan sabroso como las pizzas australianas, pero con más condimentos.

Era un estilo inédito en nuestro medio: solo él, un micrófono y su alma. Fogonazos de su vida: su carrera en conjuntos históricos como Los Zorzales Guaraníes, Los Mensajeros del Paraguay, Los Guayaquíes, y México y Europa con Los Comuneros del Paraguay, y África y Oriente con Los Amadores y con Pedro Ortega y el Trío Los Millonarios, y el encuentro con la estrella de Malasia Pilita Corrales, y al fin, un día cualquiera en que, al bajar del avión, renació de sus cenizas, como él dijo, el regreso a Asunción.

Él y sus memorias llenas de «techaga’u» en un monólogo de dos horas, entre canciones, anécdotas, citas de famosos locales e internaciones e imitaciones de sus ídolos –Presley, Paraná, Sammy Davis Jr–. Y durante cuatro fines de semana el lugar se llenó. Ganamos, por vez primera, un poco de plata con el arte, por lo menos para comprar un pollo asado.

Esta experiencia primera del «stand up», estilo sin mucho apoyo y sin patrocinadores aquí y entonces, se perdió con un manuscrito con correcciones en rojo y un libreto mal tipeado en una vetusta máquina de escribir, que no sería extraño que, llevados por algún seco e inmisericorde viento norte, hayan terminado bajo los zapatos de los transeúntes apurados por ganarse el pan de cada día, o tragados por el raudal. Total, qué nos importa. Gracias por los aplausos.

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