PANCHITO
Por BEA BOSIO
beabosio@aol.com
Recuerdo haberme topado con una anécdota del coronel Panchito López, en uno de los libros de Efraim Cardozo, de la colección “Hace 100 años”. Narraba lo que recordaba el coronel Centurión, testigo del último natalicio del Mariscal López. Corría el 24 de julio de 1869, en pleno horror de la Guerra Grande y el día había amanecido claro. ¿Cómo sería el humor de aquél onomástico que celebraba 42 años de vida, bordeando el gran abismo de la incertidumbre, contemplando tal vez ya el vacío posible de la muerte? Según cuenta Centurión, el día fue místico y solemne. Como si ya presintiera el mariscal que llegar a los 43 (o 44, las fechas difieren) sería una hazaña poco probable. Cuentan que el festejo fue temprano, con gran suntuosidad religiosa. Un cura joven dio un discurso y por la tarde una procesión acompañó a la estatua de San Francisco Solano hasta la subida de la Cordillera de Azcurra. (Hoy Cordillera de Altos). La idea era que el santo “dominara con su mirada el campo enemigo”.
Imagino el momento. Aquel acto de fe en medio del desespero. El santo oficiando a la vez de vigía y poderoso amuleto. Como un cuento de realismo mágico. Y como si aquello fuera poco, el coronel Panchito –hijo del mariscal– y adolescente jefe del Estado Mayor, jurando que aquel día ¡el santo había inclinado la cabeza y hasta movido los ojos! Tal fue su convicción que hasta el mismísimo mariscal aguardó que todos se marcharan de los festejos y preguntó a varios de los jefes aún presentes si aquello que decía Panchito era cierto.
¿Añoraba un milagro el mariscal? ¿Un designio divino que deshiciera todo lo hecho? ¿Qué habría pensado Panchito esa noche cuando fue a dormir, convencido de aquél santo movedizo? ¿Lo tomaría como un presagio? Su cuerpo adolescente tendido en la penumbra. El espíritu abatido ante la enormidad de la guerra. Ante la inminencia –y quizás indicio– de una muerte prematura.
En la lectura vuelvo a encontrarme con Panchito, ya el primero de marzo de 1870, en el mismo compendio de Cardozo que esta vez recurre a Alberdi y al vizconde de Taunay para el recuento de la experiencia. Aparentemente, mientras López resollaba sus últimas bocanadas de vida a orillas del Aquidabán Nigüi, Panchito peleaba ferozmente también en Cerro Corá. El joven se batía con furia cerca del carruaje donde su madre, Elisa, y sus hermanos menores. El coronel Martins que lo había arrinconado se defendía de los golpes que le propinaba Panchito.
–¡Entrégate niño! – rugió el brasileño, midiendo la joven estampa del enemigo de quince años.
Su madre angustiada, que lo veía –y presentía– todo suplicaba:
Ríndete Panchito, ¡Ríndete!
Pero no había nada que detuviera los bríos de aquella lucha encarnizada.
–¡Un coronel paraguayo no se rinde! – Grito Panchito como una última exhalación de vida antes que el golpe de un fusil lo postrara en la quietud irreversible de la muerte.
Elisa vio horrorizada a su hijo tendido en la tierra y sintió un dolor indescriptible atravesarle las entrañas. Salió del carruaje, lacerada, y a trompicones llegó al cuerpo de su hijo y lo tomó en sus brazos para apoyarlo sobre las almohadas de la banqueta del coche.
Todo lo demás, el miedo al enemigo, al peligro, se perdió en los sollozos desgarradores que retumbaron en la selva en esa tétrica estampa. Aquel niño a quien había tenido en brazos cuando llegó a este páramo solitario de Sudamérica detrás de una aventura cargada de promesas. Trató de abrir los ojos de su niño, presa del delirio, como si pudiera despertarlo del sueño inerte de la muerte.
Mas no hubo grito mencionando su nombre que lo hiciera volver a este mundo. El niño estaba lejos, ya muy lejos. Fatal e irremediablemente. Cuentan que era una imagen verla vestida en medio del horror con tanto lujo. La seda negra de su vestido, premonición del luto. Los puños y pecheras blancas para llorar la infancia perdida en una guerra absurda. No había maquillaje que escondiera su tragedia, ni fulgor de los diamantes de sus dedos que ocultaran la verdad oscura, irrefutable, del deceso de aquel amado fruto de su vientre.
La sangre de Panchito le manchó el traje, y aquel recuerdo vívido se le instaló en el alma para siempre. Probablemente supo después que el mariscal dijo ese día que moría por o con su patria. De nada le servían las versiones de la frase heroica, y poco le importaban las discordancias.
Aquel día Elisa Alicia Lynch enterró a su hijo y a su hombre con sus propias manos en medio del horror del exterminio. Lejos quedaba aquella promesa de ser la reina de aquel ignoto país que en ese instante padecía y parecía olvidado de Dios y del mundo.
*Ilustración de la artista Yuki Yshizuka.
Fuente: www.lanacion.com.py
Domingo, 15 de Marzo de 2020
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