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BEA BOSIO

  PANCHITO - Por BEA BOSIO - Domingo, 15 de Marzo de 2020


PANCHITO -  Por BEA BOSIO - Domingo, 15 de Marzo de 2020

PANCHITO


Por BEA BOSIO

 

 beabosio@aol.com

Recuerdo haberme topado con una anécdota del coro­nel Panchito López, en uno de los libros de Efraim Car­dozo, de la colección “Hace 100 años”. Narraba lo que recordaba el coronel Cen­turión, testigo del último natalicio del Mariscal López. Corría el 24 de julio de 1869, en pleno horror de la Guerra Grande y el día había ama­necido claro. ¿Cómo sería el humor de aquél onomástico que celebraba 42 años de vida, bordeando el gran abismo de la incertidumbre, con­templando tal vez ya el vacío posible de la muerte? Según cuenta Centurión, el día fue místico y solemne. Como si ya presintiera el mariscal que llegar a los 43 (o 44, las fechas difieren) sería una hazaña poco probable. Cuentan que el festejo fue temprano, con gran suntuosidad religiosa. Un cura joven dio un discurso y por la tarde una procesión acompañó a la estatua de San Francisco Solano hasta la subida de la Cordillera de Azcurra. (Hoy Cordillera de Altos). La idea era que el santo “dominara con su mirada el campo enemigo”.

Imagino el momento. Aquel acto de fe en medio del des­espero. El santo oficiando a la vez de vigía y poderoso amuleto. Como un cuento de realismo mágico. Y como si aquello fuera poco, el coronel Panchito –hijo del mariscal– y adolescente jefe del Estado Mayor, jurando que aquel día ¡el santo había inclinado la cabeza y hasta movido los ojos! Tal fue su convicción que hasta el mismísimo mariscal aguardó que todos se marcha­ran de los festejos y preguntó a varios de los jefes aún presen­tes si aquello que decía Pan­chito era cierto.

¿Añoraba un milagro el mariscal? ¿Un designio divino que deshiciera todo lo hecho? ¿Qué habría pensado Panchito esa noche cuando fue a dormir, convencido de aquél santo movedizo? ¿Lo tomaría como un presagio? Su cuerpo adolescente ten­dido en la penumbra. El espí­ritu abatido ante la enormidad de la guerra. Ante la inminen­cia –y quizás indicio– de una muerte prematura.

En la lectura vuelvo a encon­trarme con Panchito, ya el primero de marzo de 1870, en el mismo compendio de Cardozo que esta vez recu­rre a Alberdi y al vizconde de Taunay para el recuento de la experiencia. Aparente­mente, mientras López reso­llaba sus últimas bocanadas de vida a orillas del Aquidabán Nigüi, Panchito peleaba feroz­mente también en Cerro Corá. El joven se batía con furia cerca del carruaje donde su madre, Elisa, y sus hermanos menores. El coronel Martins que lo había arrinconado se defendía de los golpes que le propinaba Panchito.

–¡Entrégate niño! – rugió el brasileño, midiendo la joven estampa del enemigo de quince años.

Su madre angustiada, que lo veía –y presentía– todo supli­caba:

Ríndete Panchito, ¡Ríndete!

Pero no había nada que detu­viera los bríos de aquella lucha encarnizada.

–¡Un coronel paraguayo no se rinde! – Grito Panchito como una última exhalación de vida antes que el golpe de un fusil lo postrara en la quietud irre­versible de la muerte.

Elisa vio horrorizada a su hijo tendido en la tierra y sintió un dolor indescriptible atrave­sarle las entrañas. Salió del carruaje, lacerada, y a trompi­cones llegó al cuerpo de su hijo y lo tomó en sus brazos para apoyarlo sobre las almohadas de la banqueta del coche.

Todo lo demás, el miedo al enemigo, al peligro, se perdió en los sollozos desgarradores que retumbaron en la selva en esa tétrica estampa. Aquel niño a quien había tenido en brazos cuando llegó a este páramo solitario de Sudamé­rica detrás de una aventura cargada de promesas. Trató de abrir los ojos de su niño, presa del delirio, como si pudiera despertarlo del sueño inerte de la muerte.

Mas no hubo grito men­cionando su nombre que lo hiciera volver a este mundo. El niño estaba lejos, ya muy lejos. Fatal e irremediable­mente. Cuentan que era una imagen verla vestida en medio del horror con tanto lujo. La seda negra de su vestido, pre­monición del luto. Los puños y pecheras blancas para llorar la infancia perdida en una gue­rra absurda. No había maqui­llaje que escondiera su trage­dia, ni fulgor de los diamantes de sus dedos que ocultaran la verdad oscura, irrefutable, del deceso de aquel amado fruto de su vientre.

La sangre de Panchito le man­chó el traje, y aquel recuerdo vívido se le instaló en el alma para siempre. Probablemente supo después que el mariscal dijo ese día que moría por o con su patria. De nada le ser­vían las versiones de la frase heroica, y poco le importaban las discordancias.

Aquel día Elisa Alicia Lynch enterró a su hijo y a su hom­bre con sus propias manos en medio del horror del exter­minio. Lejos quedaba aque­lla promesa de ser la reina de aquel ignoto país que en ese instante padecía y parecía olvidado de Dios y del mundo.

*Ilustración de la artista Yuki Yshizuka.


Fuente: www.lanacion.com.py

Domingo, 15 de Marzo de 2020
















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