CONFINAMIENTO II
Por BEA BOSIO
beabosio@aol.com
En la ciudad sitiada que Mariel observa desde la ventana, el anciano del piso tres está contento.
– “Ya vuelvo, Teresa”– le dice Hermann en alemán perfecto a su mujer que está recostada en una poltrona con la mirada extraviada en algún sueño. Teresa lanza un suspiro, pero no responde porque hace años olvidó el idioma de su marido y ni siquiera está claro que lo esté oyendo. Hermann igual le besa la frente y la deja flotar en su vuelo porque ya son casi las cinco y se le hace tarde para el concierto. Se acerca al tocador del camarín improvisado y con las manos temblorosas se pone fijador en el pelo. Al hacerlo, el espejo le devuelve un reflejo distinto y se le ensanchan los hombros y se le yergue el pecho. Teresa también se ve más joven en la imagen refractada y de pronto parece que ya no están en España – donde por fin aceptaron su talento–, sino en Alemania, en la fábrica gris donde se conocieron.
Él era soltero y de la zona.
Ella, recién llegada –y recién viuda– buscando un trabajo para juntar dinero y sostener a sus hijos en el intento.
A él le había gustado el acento con que ella peleaba el alemán aprendido en largas noches de desvelo, la tez aceituna de su pasado moro y la dignidad de su esfuerzo. A ella, su corazón bueno y la caricia de la armónica que alumbraba las noches heladas del destierro. Y aquel amor que se instaló en invierno creció y venció contra toda inclemencia de geografías, idiomas y tiempos. Trabajaron codo a codo hasta que se jubilaron y volvieron a la España natal de Teresa para disfrutar del retiro, y se entendieron en alemán y español –y sobre todo en amor– a través de acordes, caricias y gestos.
Como pasaba ahora que el Alzheimer de Teresa le había hecho olvidar el alemán aprendido y a él ya empezaba a fallarle el español por viejo. Cuando recién diagnosticaron a Teresa, Hermann soplaba el fuelle de su armónica con la esperanza de reavivar en ella los recuerdos. A veces, aquel instrumento mágico la regresaba a la tierra y la posaba junto a él, y Hermann quería abrazarla, pero seguía tocando para poder retenerla por más tiempo. Pero ella siempre volvía a marcharse de nuevo. ¡Si supiera que ahora se volvió famoso! ¡Si pudiera entenderle que había cumplido por fin su sueño! La primera vez que pasó, intentó decirle en español y luego mejor en Alemán, y luego solo tocó una canción y abrió la ventana para que ella oyera que lo estaban aplaudiendo. Teresa no tiene idea de la pandemia. No sospecha que en el encierro, los vecinos conocieron el talento de Hermann y que él toca todas las tardes y que su audiencia va creciendo.
¡Por fin ahora no está tan solo! ¡Por fin se siente útil de nuevo! Y los aplausos le conmueven porque sabe que en algo está contribuyendo. Ya son casi las cinco y cuando llega Tamara, Hermann la ve desde el espejo:
– “¿Cómo me veo?”– le pregunta sonriendo.
Tamara le acomoda el cuello y le dice que se ve perfecto.
Entonces Hermann empieza a oír las palmas que lo llaman y se asoma a su escenario y se entrega a la música con toda la fuerza de su cuerpo. Termina agotado en un último soplido y el público lo aclama entre vítores y aplausos.
– “¡Teresa, oye cómo me aplauden!”– exclama emocionado. – “¿Lo estás oyendo?”.
Teresa sonríe, aunque no es claro que lo entienda. Pero esta vez no importa tanto porque todas las penas y olvidos se disuelven en ese instante tan mágico.
* Esta pequeña ficción está basada en la historia real de Hermann y Teresa, una pareja de ancianos que vive en España. Hermann –que también tiene Alzheimer, pero más leve que el de su esposa– sabe de la pandemia y toca todas las tardes, convencido de que aplauden su talento en la armónica a la hora que la gente sale a ovacionar al personal sanitario. La historia se ha vuelto viral por su enfermera, que lo ha filmado, y desde entonces sus vecinos también comenzaron a aplaudirle e incluso a llamarlo por su nombre. Maravillas humanas del COVID-19.
Fuente: www.lanacion.com.py
Domingo, 05 de Abril de 2020
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