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LUIS AGÜERO WAGNER

  LA ERA DE STROESSNER - Ensayo de LUIS AGÜERO WAGNER


LA ERA DE STROESSNER - Ensayo de LUIS AGÜERO WAGNER

LA ERA DE STROESSNER

Ensayo de LUIS AGÜERO WAGNER


 

UN PARADIGMA SITUACIONAL: EL CASO FILÁRTIGA

Era la edad de la muerte

Las furias transitaban las tinieblas,

telúricos espacios de maldad


clamaba el firmamento por la vida

y las parcas terribles

derrumbaron un sueño


Un diamante muy joven

devoró su ternura en el amor


Dos rubias cabelleras

transportaron tu amor hacia el silencio

escoltaron tu féretro hasta el sol


Las selvas centenarias

y un río con sus lunas

te buscan todavía.


Los fusiles del alba

buscan el viento asesino,

claveles de la patria

guardan tu soledad.


Joel, siempre es divina la belleza

inmenso el tiempo de la azul realeza,

espéranos allí, en la eternidad.


Miguel Ángel Caballero Figún


Organismos de inteligencia de los Estados Unidos trabajarían con suma eficacia para convertir al Paraguay de Stroessner en la más formidable fortaleza represiva del continente y al mismo tiempo, en un seguro refugio para los más grandes estafadores y traficantes de drogas del mundo e incluso, para el célebre criminal de guerra nazi Josef Mengele, el ‘ángel de la muerte’ del campo de concentración de Auschwitz, o el ‘científico loco’ Eugenio Berríos, fabricante del gas Sarín para la DINA de Pinochet. El paso de Mengele por Paraguay inspiraría incluso la película ‘Los niños del Brasil’, con los legendarios actores Gregory Peck y Lawrence Olivier.

El asilo a Auguste Ricord, un ex colaboracionista que había trabajado para la Gestapo y se había convertido en el más grande traficante de heroína del mundo, derivaría en las primeras fricciones entre Washington y Asunción y pondría en evidencia lo seguro que Stroessner estaba de la complacencia que le debía Estados Unidos. En agosto de 1972 un emisario del Departamento de Estado norteamericano, Nelson Gross, se entrevistó con el dictador paraguayo y le presentó un virtual ultimátum del gobierno de los EUA para que deje de proteger a Ricord: “...El gobierno norteamericano revisará sus programas de ayuda económica y militar al Paraguay si no se concede inmediatamente la extradición”, declaró. Así se acabaron abruptamente 17 meses y 9 días de amparo que había gozado el traficante, que era defendido por connotados personeros del régimen stronista como luchador “anticomunista”. Es que el eufórico anticomunismo ‘maccartista’ de Stroessner era aprovechado por los más célebres delincuentes internacionales como Pierre Travers, el australiano Alexander Burton o los italianos José y Gerardo Vianini. Todos ellos se presentaban como luchadores ‘anticomunistas’ y se codeaban con altos personeros del régimen en Asunción.

Y el oficio de ‘inversionistas’, el más influyente en países que adoptan la mendicidad como política internacional y filosofía nacional, propiciaría escandalosas estafas contra el pueblo paraguayo como la perpetrada por los norteamericanos Philipe de Bourbon y Marcel Degraye a través del negociado de REPSA. También honraría con su presencia al Paraguay el célebre torturador estadounidense Dan Mitrione, cuyo secuestro en el Uruguay por los tupamaros inspiraría a la película “Estado de sitio”. Luego se sumaría a este honorable equipo el infame dictador ‘vampiro’ de Nicaragua, el traficante de plasma Anastasio Somoza. Pero el régimen no reeditaría esta hospitalidad con encumbradas personalidades del mundo cultural paraguayo e internacional, como el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel o el escritor Augusto Roa Bastos. La dictadura justificaría la expulsión del más reconocido de los literatos paraguayos con un documento proporcionado por la embajada norteamericana que revelaba que Roa había visitado Cuba. No había nada que discutir.

El realismo mágico del Paraguay presentaba múltiples vertientes. El país ostentaba los peores índices de salud pública de Latinoamérica y en proporción a su PBI era el que menos invertía en educación en el mundo, pero quienes integraban el privilegiado círculo íntimo del dictador recibían atención médica en los mejores centros cardiológicos de Houston o en la ‘Mayo Clinic’ y enviaban a sus hijos a Oxford.

La policía no solo vigilaba el pensamiento, también tenía participación en el negocio de automóviles robados. Los generales, que usaban a las tropas para tareas domésticas en sus hogares y otros asuntos particulares, se llenaban los bolsillos con el narcotráfico y no conspiraban, desechando el patriotismo y optando por la traición: en los cuarteles se consumía leche en polvo argentina de contrabando.

Los obreros y campesinos no podían pagar el ticket de autobús, pero los capataces nativos conducían Rolls Royce, Cadillacs y Mercedes Benz y volaban en primera clase o en avión particular.

En las áreas rurales las parasitosis, el mal de Chagas, la intoxicación con DDT y la desnutrición infantil estaban a la orden del día entre la población económicamente desfavorecida, que vivía en harapos hacinada en ranchos sin losa y techo de paja, pero los miembros de una élite que ni Mosca ni Pareto jamás imaginaron se vestían en Dior, Yves Saint Laurent y Harrod’s, revestían sus fastuosas residencias con mármol de Carrara y viajaban por el mundo tomándose tiempo para cenar en el Maxim’s de París y hospedándose en los Waldorf Astoria. La clase media, una amalgama de mazorqueros, indiferentes y cobardes, a pesar de estar en el vagón de 3a clase del tren, despreciaba la caña paraguaya y bebía Chivas Regal.

La ignorancia era el principal requisito para los más delicados puestos técnicos de la administración pública y lo inmoral una virtud: la prostitución era alentada desde los círculos oficiales.

Es que el Paraguay de los años 60 y 70 no solo era un país materialmente devastado, también estaba moralmente destruido. “Todavía existe el legendario héroe revolucionario que puede derrotar incluso a la televisión y la prensa: su mundo es el de los países subdesarrollados” predicaba aludiendo al CHE Guevara Herbert Marcuse desde la Universidad de California y llamaba a los conscientes y excluidos del mundo a la acción: “Liberarse de la necesidad es preferible a la necesidad, y una vida inteligente es preferible a una vida estúpida”. Desde el surrealista zoológico que tenía en San Diego, el coautor de una tesis de Heidegger nacido en Berlín inflamado de romanticismo político arriesgaba más: “Ningún intelectual o educador del mundo puede condenar de manera justificada a aquellos que optan por el riesgo de la revuelta violenta contra la opresión establecida”. En una valiosa crónica sobre la OPM, un último y digno intento radicalizado por forzar un cambio del estado de cosas, el doctor Alfredo Boccia recreó la falsa percepción subjetiva que enmarañaba la atmósfera del bucólico Paraguay de aquellos días:

“Olvidado del mundo, oprimido por su mediterraneidad, la vida transcurría a ritmo cansino en el Paraguay. La dictadura lo tenía todo controlado y sus actos políticos eran como los discursos de Stroessner: previsibles, grises y repetitivos. Cada tres meses un decreto renovaba la vigencia del estado de sitio”.

En los días en que la OPM se encontraba en estado embrionario, una de las figuras consideradas más peligrosas por el régimen era un médico rural y artista plástico de creciente prestigio: el doctor Joel Filártiga, quien luego sería interpretado en la película testimonial “ONE MAN WAR” por el laureado actor inglés Anthony Hopkins. Aunque hijo de un rico hacendado, Filártiga había optado por la defensa de los desheredados y sin inhibiciones se codeaba con los más acérrimos críticos de Stroessner, mantenía contactos con los opositores paraguayos exiliados en Argentina y su obra artística había ganado reconocimiento en Estados Unidos. Exponía sus obras en la universidad de California, en Los Ángeles, en la universidad de Yale, en New Haven y en la universidad de Harvard, alternando con personalidades destacadas del ambiente cultural y político estadounidense ante quienes denunciaba los abusos del autoritario régimen.

En una oportunidad, llegó a reunirse con la familia Kennedy en Boston. La dictadura, que ya no podía contener su inquietud y había arrestado a Filártiga varias veces, decidió asestar un golpe bajo. Joelito, el hijo menor de los Filártiga que alentado por su padre asistía a uno de los principales dirigentes de la OPM, Constantino Coronel, sería secuestrado por la policía política de la dictadura la noche del 29 de marzo de 1976. La prueba de sus actividades subversivas era que un vecino, hijo del comisario Américo Peña, le había incautado un libro de Eduardo Galeano.

En la comisaría primera, el adolescente de apenas 16 años fue maniatado y golpeado con cachiporras, a golpes de puño y puntapiés, con colillas de cigarrillo le quemaron la piel de todo el cuerpo y le hicieron pasar corriente eléctrica en las partes sensibles. A las 02.00 de la madrugada del 30 de marzo Joelito sufrió un paro cardíaco y ya no despertó. Los desconcertados policías, con un cadáver y sin ninguna confesión, planearon presentar el homicidio como un crimen pasional perpetrado por un vecino de los Filártiga.

Teniendo muchos motivos para dudar de la versión oficial sobre el crimen, el doctor Filártiga rompió con el temor de enfrentar a la dictadura y tras una dolorosa investigación descubrió que el autor material del homicidio era el torturador Américo Peña.

Acusado ante los estrados judiciales, jueces corrompidos permitirían que el torturador Peña siga en libertad con total impunidad una y otra vez. Abrumado por el escándalo, Peña decidió al fin huir a Estados Unidos, ingresando como turista por Miami para luego dirigirse hacia el norte y perderse en la inmensidad de la ciudad de New York.

Como obra de un duende jugando a los dados, un periódico de Asunción publicó una desprolija entrevista al doctor Filártiga con fotografías de la casa de Américo Peña y la de los Filártiga, pero en los epígrafes se habían invertido los nombres. Esto hizo que un cartero incauto entregase una carta de Peña a su familia en el domicilio de los Filártiga, dos casas de por medio. En el sobre figuraba la dirección de Peña en Brooklyn, New York.

“La lucha contra el imperialismo -ilumina el doctor Filártiga- es como en el yudo japonés. El pequeño, para vencer, necesariamente debe valerse de la fuerza del grande”.

Es así que valiéndose del mismo FBI, Filártiga logró que Peña sea arrestado en Estados Unidos y sometido a un juicio que acaparó la atención de la prensa mundial. El historiador Richard Alan White, amigo de los Filártiga, testimonia al respecto:

“A principios de 1979, cuando por fin nos encontramos cara a cara con el comisario de policía Américo Peña en Nueva York, lo acusamos de haber torturado y matado a Joelito Filártiga. Los argumentos planteados por demanda y defensa no podían ser más antagónicos. La posición de la defensa descansaba en que el supuesto crimen había sido cometido en Paraguay, por un paraguayo, contra otro paraguayo. Por tanto, ningún tribunal de EUA podría juzgar el caso. Nuestra respuesta fue: No, señor torturador, usted está totalmente equivocado. Usted es un criminal internacional, enemigo de toda la humanidad y, como el pirata o el traficante de esclavos en el pasado, es obligación de cualquier tribunal en cualquier país del mundo procesarlo”.

Peña sería finalmente encontrado culpable y el juez Eugene Nickerson el 12 de enero de 1984 suscribiría la sentencia final del caso, fijando el monto total en concepto de compensación por el asesinato de Joelito y por los daños y perjuicios causados a la familia Filártiga en una suma superior a los 10 millones de dólares. Pero lo más valioso es que la sentencia sentó un precedente que sería luego utilizado contra infames autócratas de todas las latitudes: el dictador Marcos de Filipinas, el argentino Suárez Masón y más recientemente contra el ex dictador chileno Augusto Pinochet. Al decir de un abogado del Center for Constitutional Rigths de New York, Peter Weiss, “aunque no fue posible traer de vuelta a Joelito, el legado Filártiga contra la opresión y la tiranía ha sido más que duradero”.



 

 

EL ÚLTIMO VUELO DEL CÓNDOR

Los pies del hombre descansaron de noche

junto a los pies del águila,

en las altas guaridas carniceras

y en la aurora

pisaron con los pies del trueno la niebla enrarecida

y tocaron las tierras y las piedras

hasta reconocerlas en la noche o la muerte.

Pablo Neruda


La inteligencia militar de los Estados Unidos derrocó en 1954 al presidente de Guatemala Jacobo Arbenz Guzmán. Tropas munidas con armas norteamericanas y una fuerza aérea organizada por la CIA de P-47 Thunderbolts cayeron como una bestia apocalíptica sobre el antiguo feudo de la United Fruit. La operación se concretó bajo la aprobación total del presidente Dwight Eisenhower, quien más tarde confirmó el papel de Estados Unidos en un discurso en 1963 y en sus memorias. “Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder” justificó Eisenhower (discurso en la ABA, Washington, 10 de junio de 1963). Poco antes de este oprobioso atropello imperial, el consejero de la embajada norteamericana en Guatemala, William L. Krieg informaba puntillosamente al Departamento de Estado que uno de los principales líderes históricos del Partido Comunista paraguayo, Obdulio Barthe, había sido cordialmente acogido por altos jerarcas y diplomáticos en el país centroamericano. Krieg advertía espantado que el mismo presidente de la Corte Suprema de Justicia de Guatemala, Marcial Méndez Montenegro, había ido a esperar a Barthe en el aeropuerto. Barthe había sido secuestrado en Buenos Aires el 23 de julio de 1950 en las calles Corrientes y Newbery por la policía argentina, y tras dos semanas de torturas en la sección especial de la institución argentina, fue entregado al gobierno paraguayo de Federico Chaves. Según Humberto Rosales “El gobierno reaccionario del demagogo-populista Perón que ya había ayudado a la tiranía morínigo-guionista para el aplastamiento de la insurrección democrática de 1947, con armas y dinero, nuevamente estaba de acuerdo con el gobierno de Chaves en la inhumana y criminal actividad de perseguir a los exiliados democráticos paraguayos refugiados en la Argentina”.

Era el tiempo en que en Cuba la cruel dictadura de Fulgencio Batista causaba estragos. La CIA había establecido y apoyado en la mayor de las Antillas a la BRAC, una fuerza policíaca anticomunista que ganaría fama por la brutalidad de sus métodos. Algunos años más tarde, en la invasión de Playa Girón, se encontrarían cuatro cadáveres de pilotos estadounidenses. La CIA reconoció haber gastado 20 millones de dólares en las elecciones brasileñas apoyando a candidatos opositores a João Goulart, y la misma cifra fluyó hacia Chile en 1964, cuando Eduardo Frei derrotó a Salvador Allende.

En marzo de 1964 la rama brasileña de un organismo de inteligencia estadounidense, la AIFLD, convocó a sus graduados para desarticular la subversión en Brasil y los pundonorosos soldados y humanistas austeros de la Institución militar expulsaron al gobierno civil de Goulart, quien se había permitido atrevimientos inconcebibles. A principios de 1962 el gobierno de Brasil expropió a una subsidiaria de la todopoderosa ITT, en noviembre del mismo año exigió a Washington el traslado de un diplomático estadounidense por interferir en política interna y como broche de oro reanudó relaciones con la Rusia comunista.

Con el viento a favor y a precios de ruina, Ford, Chrysler y Willys tomaron por asalto en Brasil bajo dictadura militar puntos estratégicos de la industria automotriz, y con el mismo modus operandi Wyeth, Bristol, Mead Johnson y Lever fagocitaron el 80% de los laboratorios y monopolizaron la industria farmacéutica, los esplendorosos recursos mineros y la industria metalúrgica del país fueron al buche de Anaconda, Union Carbide, American Can, American Machine and Foundry y un consorcio de empresas y organismos financieros manejados por Rockefeller y un puñado de peces gordos. La economía de Brasil se convirtió en un juguete a control remoto manejado desde las mesas de poker de Wall Street. Por ese entonces había pasado un siglo de la invasión propiciatoria -en un combate con diferentes características que derivó en un genocidio y el asesinato del jefe de Estado- que abriría las puertas al capital monopolista en Paraguay, pero salvando las distancias esotéricas del tiempo a uno y otro lado de la cordillera del Amambay, los puntos de vista por ese entonces ya comunes conservaban algunas pequeñas impurezas. En setiembre de 1969 el Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro se propuso habilitar una vitrina dedicada al Mariscal Francisco Solano López. La punta de lanza de la rebelión militar que expulsó a Goulart, el general Mouráo Filho, se interpuso amenazante e indignado vociferó ante los periodistas: “Un viento de locura barre este país. Solano López es una figura que debe ser borrada para siempre de nuestra historia, como paradigma del dictador uniformado sudamericano. Fue un sanguinario que destruyó al Paraguay, llevándolo a una guerra imposible”. A propósito de aquello de ‘dictador uniformado sudamericano’ es obvio que con el clima dirigido meteorológicamente desde la avenida Pennsylvania, Filho podía manejar a sus tropas en pijama.

Transcurrían los años difíciles de la guerra fría, y la doctrina de la seguridad nacional había militarizado el poder político en toda Latinoamérica. La “oficina de bromistas a sueldo” de Estados Unidos, su Central de inteligencia, plagaba el tercer mundo con sus bromas pesadas. En Bolivia un equipo de agentes secretos de la CIA participó en forma decisiva para capturar a Ernesto CHE Guevara y el mismo ministro del Interior boliviano de entonces, Antonio Arguedas, aceptó más tarde haber sido un obsecuente servidor de este polémico organismo de espionaje, intervencionismo y terrorismo estadounidense.

En Ecuador, el presidente Julio Arosemena fue desestabilizado por la CIA y finalmente derrocado por un golpe militar en julio de 1963. Sus pecados eran haber intentado estrechar lazos con Europa Oriental y no romper relaciones con Cuba. “El presidente Arosemena no quería romper relaciones con Cuba pero lo obligamos” recordó con cinismo el agente de la CIA Philip Agee. En un libro que publicó posteriormente en Londres titulado ‘Inside the Company’ Agee describió cómo un pequeño contingente de la CIA en Ecuador, operando con un presupuesto muy cercano a un millón de dólares al año, fue capaz de penetrar sin gran esfuerzo todos los importantes partidos políticos, la policía, los militares, el gabinete, los medios de publicidad y los sindicatos de este país sudamericano.

El apoyo logístico a los represores, que debían proclamarse pública y periódicamente rabiosos anticomunistas, cuando no era directamente al contado y en dólares se canalizaba a través de instituciones financieras controladas por el gobierno norteamericano como la AID, el Export-Import Bank, el Inter-American Development Bank, el International Monetary Fund y el World Bank. En Uruguay, pocos días después de secuestrar a Mitrione, los tupamaros exhibieron a la prensa los documentos que habían incautado al catedrático de represión y tortura, entre los que no faltaban una credencial de la AID.

Para John Marks, un ex asistente de la oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado norteamericano y el experto en seguridad nacional Robert L. Borosage, organismos como la CIA constituyeron siempre una amenaza para la misma democracia norteamericana: “Para la protección de nuestra propia sociedad, el departamento de ardides sucios debe ser identificado como lo que es, una empresa criminal. Su desmantelamiento y el evitar su reaparición con disfraces nuevos y más sutiles, sería uno de los primeros actos de una nueva administración genuinamente preocupada por preservar la libertad constitucional y por terminar los destrozos que nuestros bromistas a sueldo están causando en el mundo”. No hubiese compartido esta opinión el ex director de la CIA William Colby, quien el 25 de octubre de 1974 declaró que “Estados Unidos tiene derecho a actuar ilegalmente en cualquier región del mundo, acumular investigaciones en los demás países y hasta llevar a cabo operaciones tales como la intromisión en los asuntos internos chilenos”. El 11 de setiembre del año anterior la insurrección militar de Pinochet había volteado al gobierno constitucional de Salvador Allende y enterrado a Chile en una trágica pesadilla de sangre, tortura y destierros. “No sé por qué necesitamos estar a un lado y observar que un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, razonó Henry Kissinger, un intelectualoide con cara de bonachón hoy acusado de ideólogo de terrorismo institucionalizado internacional en junio de 1970 en alusión al Chile de Allende.

El mismo William Colby, en su testimonio ante el comité de la Cámara sobre los Servicios armados de Estados Unidos, el 22 de abril de 1974 aceptó un voluminoso flujo de fondos en dólares desde su oficina hacia Chile para desestabilizar a Allende.

A inspiración del imperialismo estadounidense, nació la internacional del terror en Sudamérica conocida como Operación Cóndor. El 22 de agosto de 1979 el periodista Jack Anderson, del ‘Washington Post’ escribía un artículo titulado “Cóndor: los criminales de América del Sur”, llamando al contubernio inicuo de las dictaduras del Cono Sur “corporación internacional de la muerte”. “Las policías secretas de por lo menos seis regímenes militares sudamericanos -informaba Anderson- llevan a cabo una operación secreta conjunta cuyo objetivo es el asesinato de los enemigos comunes en los países extranjeros”. El sagaz periodista había logrado acceder a un informe de la Comisión de Asuntos Extranjeros del Senado norteamericano y al de un coronel al servicio del FBI, Robert Scherrer. “Operación Cóndor es el nombre en código para la recolección, intercambio y almacenamiento de información de inteligencia sobre los llamados izquierdistas, comunistas o marxistas, que se ha establecido hace poco entre los servicios de inteligencia de América del Sur que cooperan entre sí para eliminar de la zona las actividades terroristas-marxistas. Además la Operación Cóndor propicia operaciones conjuntas contra objetivos terroristas en los países miembros para llevar a cabo represalias que llegan al asesinato contra supuestos terroristas o sus apoyos y soportes, o a perseguirlos en las naciones miembros de la Operación Cóndor”.

El presidente Jimmy Cárter había revalorizado la promoción de los derechos humanos en el mundo y a nivel oficial el respaldo a las dictaduras había empezado a ser minado por las ambigüedades, pero el capital monopolista seguía erigiéndose en pilar del terrorismo de estado en el tercer mundo. El doctor Orlando Rojas recuerda que cuando en Uruguay arreciaban las hábiles acciones de la guerrilla urbana independentista de los Tupamaros, “las empresas extranjeras obligaban a sus mismos funcionarios de baja jerarquía a adiestrarse para reprimir en forma violenta la revuelta popular”.

“Las multinacionales de Estados Unidos -recuerdan Borosage y Marks- incluyendo a la Pan American Airways, la ITT y la W.R. Grace, hace tiempo que encubren miembros de la CIA en sus nóminas”.

“El bolchevismo, el fascismo y las corporaciones multinacionales -advierte el prestigioso intelectual estadounidense Noam Chomsky- provienen de las mismas raíces intelectuales que suponen ser grandes entidades orgánicas por encima y más allá de la gente. Bueno, yo no veo ninguna razón para aceptar eso. No veo ninguna razón para aceptar el bolchevismo o el fascismo, como tampoco las estructuras impuestas por las corporaciones. De modo que todo el sistema es ilegítimo desde un inicio”.

Las cifras proveídas por la CIA para derrocar a Allende, son irrisorias en comparación a las fabulosas sumas con las que los simpáticos y elegantes ejecutivos de la ITT o la Anaconda Cooper apostaron por Pinochet. “No hay límites para esta gente rica, ella nunca dirá ‘tengo suficiente’ -observa Chomsky-, Los poderosos nunca dirán tengo suficiente poder. Stalin nunca tuvo suficiente poder y Rockefeller nunca ha tenido suficiente dinero”. ¿Cosas del pasado? En diciembre de 1998, en el marco de lo que se ha dado en llamar guerra de baja intensidad, una empresa infiltrada en la administración del presidente Bill Clinton agredió biológicamente en forma ilegal, inconsciente y criminal a una ignota localidad suburbana de Paraguay arrojando un letal cóctel de químicos tóxicos precursores de armas químicas aplicables a la guerra bacteriológica. Hubo muertes, intoxicados y una bacteria genéticamente modificada acabó con la vida vegetal de este lugar alejado de la mano de Dios pero muy cerca de la mano invisible de la globalización neoliberal. Además de la presión psicosocial creada, era más barato que gastar en el costoso tratamiento de eliminación de estas sustancias en enclaves controlados por el ejército norteamericano en el Atolón de Johnston (océano Pacífico) o en Groenlandia. Aunque hubo denuncias formales, a nivel oficial el caso fue ignorado sencillamente por ser políticamente delicado. El presidente de la empresa en cuestión, la Delta and Pine Land co. de Mississipi, Roger Malkin, declaró en Estados Unidos que “organismos competentes” de Paraguay certificaron que jamás existió el incidente bio-eco-colonialista.

Stella Calloni encuentra indicios de participación de empresas en las que son accionistas Kissinger y Bush, en el asesinato del vicepresidente paraguayo Luis María Argaña en marzo de 1999, en lo que aparentaba en principio la traducción final de un conflicto interno de la extrema derecha que se venía agudizando. Hubo cambio de ministros y la enigmática filial de una corporación multinacional perdió a su principal contacto con el poder local, la paradigmática cabeza visible de una cofradía secreta internacional: el inefable Conrado Pappalardo, a quien el nuevo gobierno dejó huir. Personeros de la nueva administración curiosearon imprudentemente y la empresa, en la que tienen participación los inquietos anticastristas cubanos de Miami, apelaron a sus contactos en Washington. El “halcón” republicano Jesse Helms, prohombre de la ley Helms-Burton contra Cuba, propició un bloqueo diplomático también al Paraguay, negándole embajador de su país y mofándose de las normativas expresas en las leyes paraguayas. Por si fuera poco, se permitió enviar por conductos oficiales una furibunda carta de advertencia a la impertinente oligo-pluto- kakistocracia de Asunción, recordándoles que están solo para velar por la ruina histórica del país. El desinformado ministro que creó el conflicto, José Alberto Planás -acusado de administrar los bienes del ausente feudatario Alfredo Stroessner- recibió una quirúrgica y humillante sutura que le selló los labios. Por supuesto que estos vejámenes no hieren el orgullo de quienes con los bolsillos llenos y vacíos de conciencia nacional y por ende social, viven en una privilegiada burbuja de consumo sin restricciones.

En 1993 Juan Carlos Wasmosy asaltó la presidencia del Paraguay con los pies sobre un escandaloso fraude del que supo todo el país. Wasmosy había birlado el triunfo a su rival por la nominación presidencial del Partido Colorado, cuya proyección popular le da en Paraguay carácter nacional, pisoteando la ley y la voluntad popular. Lo había logrado con la ayuda del hombre fuerte del ejército, Lino César Oviedo, vinculado por la inteligencia estadounidense al narcotráfico, el negocio de la prostitución y para colmo, a la contrainteligencia alemana. Las posteriores reyertas internas en la dupla usurpadora sumirían al país en el caos y llegarían al grado de escándalo internacional. Wasmosy reveló pronto con gestos elocuentes los matices que teñirían su gobierno: apenas asumió, rindió honores y entregó condecoraciones a David Rockefeller, de visita por Asunción. Detrás de este curioso y recurrente homenaje a la dinastía que alimentó una masacre entre dos ejércitos descalzos, en tiempos en que aún viven muchas de las víctimas -algunas de ellas mutiladas- de aquella carnicería absurda, aparecía nuevamente la sombra siniestra de Conrado Pappalardo. En el típico clima de libertades civiles restringidas de las democracias tuteladas, durante el reinado de Wasmosy cayeron asesinados en defensa de latifundios 32 campesinos indigentes, se perpetraron los saqueos de fondos públicos más vergonzosos en la historia del país, el Paraguay se consagró entre los dos países más corruptos del mundo y la banca nacional se derrumbó como las piezas de un dominó en un terremoto ante una gélida brisa llegada desde latitud norte. Cual un tendal de contusos luego de ser atropellados por un tren quedó la población económicamente activa del país que perdió sus ahorros de toda la vida. En medio de suicidios, gente que suplicaba por su dinero alegando necesidades médicas y paros cardíacos, con la característica frialdad de los ladrones de guante blanco, cual un Moisés que había bajado del Sinaí, ensayó Wasmosy una explicación: había seguido mansamente las instrucciones dictadas por las gemelas de Bretton Woods, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Las pruebas del ignominioso fraude que propició todo esto, las actas de los resultados de la votación en las internas del Partido Colorado a fines de 1992, ardieron en una pira cual papiros de Alejandría en manos del Islam.

A pocos días antes de aquellas elecciones, cerca de la Navidad de 1992, una noticia fechada en Paraguay recorrió el mundo: la base de datos paraguaya de la Operación Cóndor había sido localizada. El artífice de la hazaña era el abogado y pedagogo Martín Almada, antigua víctima del Cóndor, quien había actuado con la eficacia y el coraje de un Elliott Ness. “Asunción fúe evidentemente un centro en las ‘guerras sucias’ y de baja intensidad (CJHI) libradas por Estados Unidos en el marco del conflicto este-oeste”, dice Stella Calloni, quien incluso revela vínculos entre Paraguay y el escándalo “Irangate”.

El documento fundacional del Operativo estaba fechado en Santiago de Chile, 29 de octubre de 1975, y la creación del mando centralizado se basaba en el argumento ideológico según el cual “La subversión se encuentra presente en nuestro continente amparada por concepciones político-económicas que son fundamentalmente contrarias a la historia, la filosofía, la religión y las costumbres propias de los países de nuestro hemisferio”.

El descubrimiento permitió hilar cabos sueltos y reveló datos sorprendentes: el ave de rapiña sudamericana había volado sin complejos por varias capitales del primer mundo. Se supo los vínculos del asesinato del coronel uruguayo Ramón Trabal en París y entre otras acciones, el crimen del dirigente demócrata cristiano en el exilio Bernardo Leighton en Roma, a pocas cuadras del mismo Vaticano. Pero Paraguay aparece en forma decisiva en el entramado de la más espectacular acción del Cóndor.

A las 9.30 de la mañana del 21 de setiembre de 1976 el Chevrolet celeste en que viajaba el ex diplomático y exiliado chileno Orlando Letelier voló en mil pedazos cuando rodeaba Sheridan Circle, una plaza circular de Washington en la avenida Massachusetts al 2.000. Letelier, cuyo cadáver sin miembros y partido en dos podía recogerse en una bolsa de plástico, fue acompañado en su viaje sin retorno por su compañera en una filial en Washington, de un centro de estudios políticos con sede central en Amsterdam, Ronny Moffit. Los asesinos eran un agente de la DINA chilena, Armando Fernández Larios, y el terrorista contrarrevolucionario cubano José Dionisio Suárez, ambos diligentemente asistidos por un representante de la CIA en Chile, Michael Townley. Según Saúl Landau y John Dinges, la investigación del crimen no prosperó jamás por presiones de Kissinger y Bush.

Hoy se conoce positivamente que Townley y Fernández Larios llegaron a Washington procedentes de Asunción. “En 1976 -señala la investigadora argentina Stella Calloni-, Conrado Pappalardo, un funcionario cercano al dictador Stroessner, presionó abiertamente al embajador de Estados Unidos, George Landau, para que otorgara las visas a estos dos supuestos paraguayos. Previamente, el entonces vicedirector de la CIA visitó Paraguay a principios de 1976 para reunirse con Pappalardo y otros altos oficiales”, como la autorización de Stroessner -quien estaba al tanto de todo- no bastaba, Pappalardo invocó a Vemon Walters para que Landau entregue los sellados. Posteriormente, Walters negó a Landau saber del asunto y el embajador yanqui en Asunción, espantado, exigió a Pappalardo la devolución inmediata de los documentos. Estos volvieron con alguna que otra mancha de sangre desde Washington y el 29 de octubre de 1976, el pundonoroso funcionario paraguayo en propias manos devolvió los humeantes pasaportes a Landau.

Sobre este crimen entre millares, hubiese tenido que responder el infame asesino serial chileno Augusto Pinochet de no haber perdido el juicio y las facultades mentales durante su cautiverio de un año y medio en Londres iniciado en octubre de 1998. Luego de asimilar una patética humillación global, pletórico de oprobio regresó a Santiago en un avión de la Fuerza Aérea chilena, tras ser declarado demente por una junta médica británica. ¿El último vuelo del cóndor?


 

 

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