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CARMEN ESCUDERO DE RIERA (+)

  LA CALLE DEL POZO AMARGO... y ENCUENTRO (Cuentos de CARMEN ESCUDERO DE RIERA)


LA CALLE DEL POZO AMARGO... y ENCUENTRO (Cuentos de CARMEN ESCUDERO DE RIERA)

LA CALLE DEL POZO AMARGO, UNA LLAVE, UN RETRATO

y ENCUENTRO

Cuentos de CARMEN ESCUDERO DE RIERA

 

 

CARMEN ESCUDERO DE RIERA : Nacida en San Sebastián, España, naturalizada paraguaya, casada, madre de cinco hijos y abuela de muchos nietos, que a veces deja de serlo para escribir experiencias de vida, recuerdos de familia y algunos cuentos para quienes quieran leerlos.

 

 

LA CALLE DEL POZO AMARGO, UNA LLAVE, UN RETRATO

 

Una llave, una dirección y un cuadro. Extraña herencia, la llave y la dirección la tienen obsesionada; el cuadro la fascina. La llave está guardada en un estuche de terciopelo verde y raído. Recuerda, cuando su padre, con emoción contenida en la voz, le contó de ella.

Muchos años atrás, muchísimos; esa llave, cerró la puerta de una casa en una bella ciudad, la más bella de España, Toledo. Cerró la puerta, un judío que arrastraba tras sí, una familia hacia otras tierras, hacia otra vida. Cruzaron el puente de la Alcántara, atravesaron el almenado torreón de la salida y comenzó la peregrinación.

Dentro del estuche verde y raído, un papel amarillento y una dirección: calle del Pozo Amargo, número treinta.

¿Y el cuadro?, los críticos opinan que es obra de algún aficionado y que fue pintado rondando el 1500. Es el retrato de un joven que ejerce una atracción poderosa en Raquel. Horas y días lo contempla, se siente misteriosamente atraída. No puede escapar a la magia de esa imagen. Raquel, escuchó miles de veces las mismas historias, trágicas, legendarias, románticas. Sabía que fue su familia la que cruzó un día, el puente de la Alcántara, la que recorrió caminos muy largos, la que atesoró esa llave, esa dirección y ese cuadro, que hoy son suyos.

Al tomar, por primera vez la llave en las manos, sintió, voces silenciosas que la llamaban. Estaban dentro de ese hierro forjado hace quinientos años. Viajará, sueña con recorrer las callejas torcidas de sus mayores, con encontrar la calle, la casa, la puerta.

Llegó a Toledo, un atardecer cualquiera, a la hora en que se la ve como si "se hubiesen concertado el polvo de los siglos y el oro del sol". El taxi, la dejó en la calle del Pozo Amargo, número treinta. Se vio ante una casona, fachada de piedra; tres pisos y tres ventanas por piso. Un imponente portal la enfrentó. Miró hacia la torre mudéjar que estaba cerca, como pidiendo ayuda a moros o cristianos. Con temblor, introdujo la llave en el cerrojo y casi sin aliento, la presionó, insistió con un poco más de fuerza; cedió. El ruido, le hizo saber que la traba se había deslizado, no tenía más que empujar el portalón y entrar.

Las frías y gastadas lajas la fueron llevando al interior. Poco a poco, sus ojos acostumbrados a la poca luz, fueron distinguiendo detalles. Sillas, sillones, bargueños, muebles austeros y paredes cubiertas unas de cuadros, otras de tapices. En una estrecha galería, que encontró al transponer una puerta, se vio rodeada de retratos, todos colgados a una misma altura. La pátina del tiempo, los había igualado en su color, pero sus rasgos, ¡también eran semejantes!. Se vio retratada en uno de ellos, ¡qué parecido asombroso!, se sintió acompañada... Siguió andando, al final de la galería, subiendo por una escalera de madera, se encontró en una pieza mucho más iluminada. Tenía las ventanas orientadas hacia el oeste, aprovechando así al máximo, la luz del día. Las paredes, ocultas tras los anaqueles llenos de libros, la hicieron saber que se encontraba en la biblioteca. Una alfombra descolorida, amortiguaba los pasos. En el centro, una mesa y un sillón, invitaban a la lectura. No salía de su asombro. Era tal su emoción, que tardó en darse cuenta que sobre la mesa, estaban libros abiertos y papeles escritos. Parecían apuntes y tenían fecha reciente. Tampoco había percibido que la casa estaba sin polvo, cuidada y sin olor a encierro.

Iba anocheciendo, seguía inmóvil, se sentó en el sillón pensando en el porqué, en tantos años, nadie volvió a la casa. Ensimismada en sus pensamientos, de pronto escuchó pasos, no se movió. Aguzando el oído, con mayor atención, de nuevo escuchó ruidos. Eran pasos, tuvo miedo, los pasos se acercaban, los pasos seguían, corrían, subían las escaleras. No tenía escapatoria. Con espanto, estremecida de pánico, sudando de angustia, vio como alguien entraba.

Petrificada y a pesar del terror, reconoció, en el intruso, al joven del cuadro; los mismos ojos grises, el mismo mentón.

-¿Qué hace usted aquí?, ¿quién es usted?.- Fueron las mismas palabras y al unísono. Se enfrentaron confundidos y consternados. El tiempo parecía haberse detenido. Se miraban como viejos amigos. ¡Rasgos tantísimas veces contemplados! Raquel, encontraba al doncel del cuadro y Diego, descubría esa imagen, tan inútilmente soñada. Con cara de susto primero y una sonrisa después, se dijeron:!

-Soy Diego Castro, los que llevan mi apellido, han sido los que han tenido a su cargo, el cuidado de esta casa. Extrañamente, en cinco siglos un solo miembro de la familia Cohenca, sus propietarios, ha vuelto a pisar el lugar en que nacieron.

-Me llamo Raquel Cohenca, he llegado hoy y he podido entrar gracias a esta llave,- contestó enseñándosela, - ha pertenecido siempre a mi familia. Sé de su origen, pero nada del misterio que la envuelve.

-Me alegra que al fin se enfrente al destino y más aún que seas tú, la encargada de ello.- Entre preguntar y contar, Diego prosiguió:

-¿Tienes una idea del porqué, jamás, alguien de los tuyos, volvió a la tierra de sus mayores?.

-Se hablaba en casa de la expulsión de los judíos, de los Reyes Católicos, no eran muy venerados. De padres a hijos se transmitía la nostalgia junto a la llave, la dirección, el cuadro y el secreto que no osábamos revelar,

-Cohenca y su familia, abandonaron Toledo, según cuentan, poco antes de ser promulgado el edicto contra el pueblo judío.

-¿Antes?

-Sí, antes y los motivos fueron los que fundamentan la leyenda del Pozo Amargo.

-¿El nombre de la calle?.

-Ni más, ni menos.

-¿Qué tenemos que ver con todo esto?.

-Te lo contaré: corría el año del señor de 1490, como se decía entonces, cuando la hermosa judía, curiosamente llamada Raquel; se enamoró perdidamente de un caballero cristiano. No sabían los amantes del odio de raza y religión. En noches de luna, se encontraban en la plazoleta, al final de la calle en que ella vivía, junto a un pozo de agua dulce y cristalina. Una noche, un puñal se hundía en el pecho del enamorado. Esa fue, la primera en que el pozo, recogió suspiros y amargas lágrimas de Raquel. Fueron tantas las noches, tantas las lágrimas y tan amargas, que el agua dejó de ser dulce. Desde ese día se lo llama el "Pozo Amargo". El padre de Raquel, cobró con sangre, la osadía del joven cristiano y queriendo poner distancia, decidió abandonar Toledo. Cohenca, así se llamaba el intolerante, partió junto a todos los suyos para no volver, jamás.

-Esa es la historia-, reflexionó Raquel en voz alta.- Yo te añadiré, que siempre hemos sabido de la tristeza de aquella Raquel, la que mitigó sus penas, pintando el cuadro de quien se adueñó de su ser.

-Así sucedieron las cosas, la ciudad entera fue testigo y así nació la leyenda.

-Al fin me explico tanto misterio, tanto secreto.

-¿Cómo es que cuidas esta casa?-, preguntó curiosa.

-Antes de alejarse, Raquel tuvo la osadía de pedir a los padres de quien fuera su dueño, que cuidaran la casa que pronto dejarían, y eso es todo.

-Y, ¿eres tú, el que sigues heredando el mandato?

-¿Acaso, no eres tú heredera de la llave?

Esta es la leyenda del "Pozo Amargo", llena de magia y hechizo. Dicen que todo terminará el día en que una Raquel judía y un Diego cristiano, cumplan el juramento de amor que la luna escuchó, una noche junto al pozo, al final de la calle.

La población toledana, no sabe a qué atribuirlo. La noticia corrió de boca en boca; de calle en calle. El río Tajo se ha adueñado de ella, la lleva al mar, la proclama al mundo. Las aguas del Pozo Amargo, se han vuelto dulces. La casa, la llave, el cuadro están para siempre unidos. Una copla se oye cantar:

 

Carmen E. de Riera

 

Las campanas de Toledo,

       Ya repicaron.

Porque Raquel y Diego,

     Ya se casaron.

 

 

ENCUENTRO

           

¡Qué desperdicio hacerse cura!

Ya no era la niña de rodillas arañadas. En sus caminatas por el campo, no corría, andaba, andaba esa tierra navarra, tierra áspera, fértil y generosa; tierra que se deja andar entre senderos y huertos, a la sombra de higueras y ciruelos, a la vera de viñedos. No compartía con nadie estos momentos desde la muerte de su padre.

Años hacía, no tantos, que había terminado sus estudios. La educación, en esa época era poca y mala y más aún en un pueblo. En el colegio de monjas, al que fue interna, aprendió a leer, escribir, hacer cuentas, a coser y bordar; también a rezar. Llegaron los exámenes, notas excelentes, la banda de honor que cruzaba su pecho, la llenaba de orgullo. Finalizaron las clases y volvió a casa. La esperaban la austeridad de su madre, jamás pudieron entenderse, y la alegría de su padre. Pasarían el tiempo leyendo, conversando, unas eternas vacaciones. Era su preferida.

Las limitaciones, que la condición de mujer imponen en aquellos días no la afectan; inquieta, inteligente, Luciana se adelanta a su tiempo. La unión con su padre se hace más fuerte, en cambio la brecha con su madre, es cada vez mayor. Juntos recorren las viñas, la bodega, hablan. De pronto, la enfermedad inesperada, la angustia febril, la muerte, el silencio. Su padre, su compañero no estaba. Se encuentra sola. Se refugia en la biblioteca, entre aquellas paredes, junto a los libros tan compartidos; busca a su madre, pero es tarde, no la encuentra.

Sus años escasos y su temple hicieron que fuera resignándose. El que se fue, sería recuerdo presente. La vida seguía. Una cosecha vino tras otra; la bodega se llenó y se vació de uva negra y dulce más de una vez; de nuevo los campos la vieron pasar.

Un verano, corrió la voz: el hijo de los Barain llegaba. Serían sus últimas vacaciones, pasaría un mes en casa antes de regresar al convento y tomar los hábitos; cantaría su primera misa.

La villa entera no tenía otro tema de conversación. ¡Qué alegría!.

¡Qué emoción!, otro hijo del pueblo se haría fraile. Y seguían las habladurías: ¿cómo lo celebraría la familia?; ¿habría fiesta?; ¿quiénes serían los invitados?. Su madre y su hermana, con ella sí se entendía, vivían pendientes del acontecimiento; a Luciana la tenía sin cuidado. El luto había terminado para ellas meses atrás, feliz y oportuno; como si hubiera fecha para ello. Los dos años requeridos por la sociedad y el buen parecer, se habían cumplido. Podrían aceptar la invitación, sin temor a ser criticadas; invitación que por supuesto confiaban en recibir y que recibieron.

Luciana apartada del bullicio que la llegada del futuro curita había generado, recorría cuestas y caminos. De casualidad, sin desearlo siquiera, lo vio. ¡Qué guapo es!, muy guapo. ¡Qué desperdicio hacerse cura!, pensó. El sentimiento religioso, profundo a su manera, no muy conformista, le creaba conflicto entre fe y creencias que el viejo cura del pueblo no sabía resolver.

Un día, como cualquier otro se encontraron, se miraron. No se dijeron ni grandes palabras ni muchas siquiera pero sí sintieron necesidad de estar juntos, piel con piel.

Las horas pasaban inexorablemente, el pueblo continuaba con los preparativos del festejo. Llegó el gran día. Al alba, el tren lechero, tras anunciarla partida con lastimero silbato, abandonaba la estación desierta. Dos sombras, un hombre y una mujer subieron a uno de los vagones rumbo a su destino. No habría fiesta.

 

Carmen Escudero-Riera.

 

Fuente:

Dirección:
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
© EDITORIAL DON BOSCO
Tirada: 750 ejemplares
IMPRENTA SALESIANA.
Asunción, Paraguay
1992 (152 páginas)
 
 
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