NOVENA PAJHÁ

Cuento de CARMEN ESCUDERO DE RIERA

NOVENA PAJHÁ

"Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores..." Siete o seis mujeres, de edad indefinida y vestidas de negro rezaban el primer rosario. Al llegar las habíamos encontrado instaladas en el patio de la casona. No eran las únicas, campesinos madrugadores las acompañaban.

Frente a la "mayoría" desmontamos. La peonada, sombrero en mano, se iba acercando en un silencio respetuoso. Las tres leguas que nos separaban del pueblo habían concluido. Allá quedó la iglesia, allá quedaron las campanadas lúgubres llamando a misa de difuntos, los pésames más o menos sentidos, los abrazos más o menos sinceros. Una vez terminado el oficio, encabezamos la caravana. Los caballos desde la madrugada esperaban; montados de buen andar, dóciles a las riendas, de buena alzada; eran el orgullo del establecimiento. La marca "Kuruzú" extendía su buena fama hasta las Fronteras más lejanas.. Chapoteando entre barro y pastizales o haciendo sonar los cascos en la tierra seca de los lugares altos, fuimos acercándonos a la estancia. A lo lejos divisamos los eucaliptos del frente de la casa. Hacía mucho frío. El aire transparente de las mañanas invernales imprimía un aura especial al lugar. Tal vez fuera el último homenaje a quien tanto había querido esas tierras y a su gente.

Mi suegro había muerto en Asunción, un 26 de julio, una semana antes de esto que estoy relatando.

Nos habían solicitado autorización para preparar una novena pajhá en su memoria; fue concedida.

El viejo caserón encalado, de inmensos corredores con sus pisos enladrillados, sus ventanas enormes, sus techos altísimos, centraba la ceremonia ritual que comenzaba.

"Padre nuestro que estás en los cielos...". Como un murmullo confuso se oían las continuas oraciones. Hombres y mujeres en actitud tímida y callada iban llegando; venían de sitios distantes, de alejadas compañías, de toda la zona. En el piquete iban quedando carretas y montados. Eran muchos. El patio, a medida que se iba llenando de gente, hacía que ésta se fuera acomodando a la sombra de las carretas con sus bueyes desuncidos o recostados sobre los "ovechá piré" de sus monturas.

Frente al que fuera dormitorio del patrón, iban apiñándose las personas. Cerca de la puerta estábamos sentados sus hijos, recibiendo las condolencias tan sabidas, en guaraní, en español, a veces con sólo una mirada. Seguía el ruido monótono de las incansables rezadoras. Se habían apropiado del sitio. Una corona de hojas verdes entrelazadas con jazmines y violetas adornaba la entrada del mentado cuarto en el que un altar de nueve peldaños desbordaba el espacio colmando la habitación con sus velas, imágenes y estampas.

La mañana iba transcurriendo, un mate oportuno y muy bien cebado hizo su primera ronda. Algunos que llegaban rezagados, medio vergonzosos se iban arrimando; los rezos continuaban. A un rosario siguió un segundo y un tercero y otro más. No sé si fue entre el cuarto y el quinto que empezó a sentirse una mezcla de olores difícil de olvidar: el del chipá, el de la sopa paraguay, el tufillo del caldo avá y el de la carne asada. La carneada se había llevado a cabo al amanecer. Las mujeres habían trajinado del mortero a la cocina y de la cocina al tata-kuá durante toda la mañana. Se interrumpieron las plegarias y se sirvió la comida sin olvidar el postre: queso fresco, cuajada y miel de caña.

Y siguieron: "Santa María, madre de Dios....". El sol pálido desaparecía en el horizonte; los árboles, perfiles negros en el oro cobrizo del atardecer, parecían siluetas oscuras que iban perdiéndose en el campo. Se alternaban rezos y mates. Copitas de licor de anís eran bien recibidas.

La noche se iba viniendo, todos estábamos cansados, incluso las implacables rezadoras. De pronto, sin saber cómo, un mágico collar de candilejas se encendió. Pequeñas luces, muy cerca unas de otras, hicieron la noche menos noche. Candiles, colocados en medios pomelos, alumbraban; misteriosas llamitas titilaban dando marco al escenario de ese encuentro que estaba llegando a su fin.

A pesar del cansancio, el rosario final, el noveno, congregó a todos los presentes. Pareció renovarse la fuerza y la unción de las plegarias. Pero todo tiene su término. Las velas se iban quemando en el altar de nueve peldaños. Pronto los candiles apagarían su fulgor, las voces serían susurros, después silencio. Los caballos cada vez más lejanos llevarían sus jinetes y las carretas tras los bueyes harían retornar a familias enteras a los ranchos de donde habían venido. La noche se adueñó de todo. Quedamos los hijos juntos, conmovidos y callados y sólo entonces me atreví a quitar del último peldaño del altar la estampa policromada que había presidido el día de oración: la Gioconda. La habían entronizado, la habían preferido, con sentido estético envidiable, a una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro que quedó arrumbada en un cuarto de al lado.