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HORACIO C. SOSA TENAILLON

  LOS TIMBRAZOS (Cuento de HORACIO C. SOSA TENAILLON)


LOS TIMBRAZOS (Cuento de HORACIO C. SOSA TENAILLON)
LOS TIMBRAZOS
Cuento de
HORACIO C. SOSA TENAILLON
(ENLACE A DATOS BIOGRÁFICOS Y OBRAS
EN LA GALERÍA DE LETRAS DEL
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LOS TIMBRAZOS
Yo trabajaba en aquella casa desde hacía algunas semanas cuando, un día cualquiera, a eso de las tres de la tarde, intempestivamente, sonó el timbre de la calle. Me asusté. Lo reconozco. Soy miedosa.
 
La señora había salido y, por lo tanto, era yo sola y mi alma la que estaba ahí. Yo estaba segura de que ella no esperaba a nadie porque, de lo contrario, me lo hubiera dicho. Y, por mi parte, nunca recibo visitantes.
 
Quizá fuesen las compras ordenadas por la mañana -fue lo primero que pensé- pero no porque ya las habíamos recibido todas. ¿Y los chicos de la escuela? Tampoco, porque sus llamadas, entre la una y la una y media de la tarde, son más largas; oprimen el botón de forma sostenida, pulsándolo rápidamente una y otra vez, al final, antes de salir corriendo. Quisiera saber por qué las madres no enseñan educación a sus hijos, o las maestras; nadie enseña educación a los chicos de hoy y por eso el mundo está como está. ¿El recolector de basuras? ¿Por qué habría de serlo?, si hacía horas que, convenientemente embolsada, yo misma la había sacado y puesto en la vereda, en la canasta metálica de los residuos, lejos del alcance de los perros. Incluso la había salpicado con kerosén para evitar que si, por ahí, a algún perro de esos grandes se le ocurriera fisgonear en procura de restos de comida -que siempre hay-, rompiera la bolsa y desparramara su contenido; que todos sabemos lo que significa: traer la escoba.. la palita y una nueva bolsa (con lo caras que están éstas; caras y cada vez más pequeñas), reamontonar los residuos, embolsarlos de nuevo, reatar la bolsa y volverla a la canasta; a lo que cabe agregar la necesidad de lavar de nuevo todo ese sector de la vereda. Y fue entonces cuando, sumida en tales reflexiones, contra todo lo que era dable esperar, volvió a sonar el timbrazo. Es decir, tuve la impresión de que volvió a sonar porque, en ese momento, ya de nada estaba segura. Pero, ¿será posible? -me dije-, no puede ser, no pudo haber sonado. Y, partiendo de esta afirmación, que para mí era convicción porque era lo único que yo quería y podía aceptar en aquel momento, nada hice por acercarme a la cancel. No lo hice no porque rehuyera el cumplimiento de mis obligaciones domésticas, ni porque fuese una haragana. No. Sencillamente me quedé esperando ver cómo se desarrollaban los acontecimientos; para ver qué pasaba; para ver si estaba en lo cierto; para ver si se repetía por tercera vez aquel llamado.
 
Entretanto, de dos cosas estaba completamente segura: primera, el timbre no pudo haber sonado y, segunda, jamás me iban a tomar desprevenida. Sólo Dios sabría el significado de aquellos llamados y no era el caso de que yo corriera el innecesario riesgo de abrir la puerta. No. En tales circunstancias, ¡nunca!
 
Estaba tan segura de que esos llamados no eran sino parte de una artimaña, cuyo objetivo final era que yo cayera en la trampa, que decidí quedarme expectante. No ceder a lo que a primera vista parecía lógico, sino esperar. Pero al sonar por tercera vez ya no me cupo duda alguna porque lo escuché nítidamente. Es decir, escuché claramente el repiqueteo del timbre y, mientras sonaba, estuve segura de que nuevamente era aquel maldito llamado pero, al cesar, mi seguridad se tambaleó. ¿Por qué? Porque se presentaron nuevas circunstancias. En primer lugar me pareció que esta última vez lo hacían sonar con mucha insistencia, como quien pierde la paciencia, como quien está fuera de sí, como quien está encolerizado. Y, además, porque escuché voces llamándome, "María, María, ¡abra la puerta!". Y lo más serio, golpes dados con violencia, una y otra vez. Parecía que fueran a echar la puerta. Eran golpes claros, timbrazos vibrantes y gritos destemplados como reforzándose unos a otros. Por eso titubeé, es cierto; pero seguí inmóvil sin decidir nada a pesar de que mi conciencia me decía a gritos que atendiera el llamado. Y eso es otra cosa que también la tuve bien en claro en todo momento: mi conciencia me imponía responder al llamado y abrir la puerta. Pero algo, por otra parte, me decía que no lo hiciera. Y esto último fue lo que me impulsó a luchar contra mi sentido del deber, con la seguridad de que a esa hora el timbre no tenía por qué llamar. Y vencí. Me planté y tampoco atendí entonces. Pero ... Eso sí, debo reconocer que la decisión tomada estaba violentamente contrapuesta a mi cabal noción del fiel cumplimiento de mis obligaciones. ¿Ve usted cuando misteriosas líneas de fuerza parecen tenderse súbitamente entre algo que una debe hacer y otro algo -inexplicable- que parece ahogarnos desde nuestro interior para que no lo hagamos? ¿Lo ve usted? Pués ese era mi caso. Una lucha frenética entre dos fuerzas en medio de las que finalmente, fui hacia la puerta. Pero no vaya a creer que fui hacia ella para abrirla y sanseacabó. ¡No! ¡De ninguna manera! Tomé mis precauciones. Me quité las sandalias y, furtivamente, me dirigí hacia uno de los lados de la pared junto a la puerta, tratando de no producir el más mínimo ruido que pudiese delatar mi presencia o mis intenciones. Lo hice de forma tal que nadie pudo haberse percatado de ello y, al llegar, poniéndome de espaldas, extendí los brazos en cruz y así, pegada a la pared, en esa posición que le digo, mediante pasitos laterales ejecutados dentro de la mayor discreción posible, me fui acercando, lenta e inexorablemente, hasta tocar con la mano izquierda el marco, el marco de la puerta. ¡Exito! Y, entonces, ¡la gran decisión!: con un brusco movimiento giré sobre mí misma para ponerme de cara a la pared y, levantando suavemente la mano derecha, toqué la chapita metálica que cubría la mirilla y la hice girar silenciosamente. Sólo lo hice para ver qué sucedía, porque no miré a través de ella. ¡Ah, noo! ¡Imagínese si yo iba a hacer eso! No podía ser tan ingenua porque en aquel momento ya tenía la completa seguridad de que alguien, estaba del otro lado de la puerta llamando. Que fue mi temor desde el primer momento, plenamente confirmado. Entonces... ¡Ahora o nunca. . ! -me dije- y salí disparando por el living hacia la escalera que conduce al primer piso; ascendí por ella a saltos y entré, rápidamente, en el primero de los dormitorios, cerré la puerta y la, aseguré con el pestillo. Y me tumbé en la cama. Ahí, por lo menos, aunque los golpes y los timbrazos los seguía escuchando muy amortiguados, ya no oía más voces. ¡Qué alivio!
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HORACIO C. SOSA TENAILLON
 
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Imprenta-Editorial
Casa América,
Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
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