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MARÍA IRMA BETZEL

  MEDIO PUÑO - Por MARÍA IRMA BETZEL - Año 2019


MEDIO PUÑO - Por MARÍA IRMA BETZEL - Año 2019

MARÍA IRMA BETZEL

Nació en Goya, Provincia de Misiones - Argentina. Está radicada en Paraguay con su familia formada desde 1986. Es hija del escritor Rodolfo Pablo Betzel (Premio Nacional Arturo Mejía, Bs. As., 1985). Es bióloga por la UNNE (Argentina) y Licenciada en Ciencias de la Educación como también Diplomada en Metodología de la Investigación Cientifica (UNIBE, Paraguay).

Publicó las novelas Savia Bruta, Virusón (infantil), Los 15 de Ana Paula y El ayudante de los genios (adolescente) y los libros de cuentos Los mil y un caminos; Memorias de un viejo baúl. Posee publicaciones colectivas en Paraguay y en la Argentina.

Algunos de los premios y menciones obtenidos son: Primer Premio Concurso de Cuentos Breves Coomecipar (1997), Mención de Honor en el Concurso de Cuentos auspiciado por la Cámara de Senadores, la Fundación en Alianza y el diario Última Hora (1997), Primer Premio Concurso de Cuentos Breves Coomecipar (1998), Mención de Honor en el Concurso de Ensayos Rafael Barrett organizado por la Secretaría de Cultura - Paraguay (2014) con la obra El ombligo desterrado. Mención de Honor concurso de Cuentos Digital Itaú (2018).

Es socia de EPA.

 

 

 

MEDIO PUÑO

 

Por MARÍA IRMA BETZEL

 

Cuando Anselmo apura los bueyes con el arreador en alto, me acuerdo de los cintarazos que me daba Casildo y miro hacia adelante, donde están las huellas firmes que dejan las camionetas cuatro por cuatro de los patrones.

Las que va dejando nuestro carro, atrás, son marcas culebreras finitas, que apenas se notan en el arenal.

Por suerte, Anselmo a veces se deja llevar nomás y me mira con los ojos medio cerrados encendidos de ganas. Yo le sonrío, mientras mi falda flota en el aire por encima de mis muslos, y porque las criaturas duermen o porque se me antoja, me pongo a pensar… Mi primer recuerdo es el de mi madre lavando una gran olla negra de tres patas. Agachada en el suelo la rascaba por dentro —no me olvido de esa bocaza oscura y grasienta— con una esponja y lejía hasta que quedaba lista para el nuevo locro de la peonada, al otro día.

Cuando nos mudábamos de una estancia a otra, mi madre llevaba siempre las semillas de su esponja. Trabajaba mucho, pero al menos, no tenía hombre que le jodiera la vida, apenas alguno como mi padre se le acercaba un tiempo, hasta que, a la primera borrachera, ella lo echaba con botella y todo.

Yo tuve un solo hombre y viví enamorada hasta que empezó a gritarme por cualquier boludez y después, a pegarme. Aguanté mientras pude. Con dos hijos y sin plata, ¿qué iba a hacer?

Y Anselmo alza otra vez el arreador para azuzarles a los animales. Y entre latigazo y latigazo, sus ojos se vuelven duros, y como yo le clavé la mirada, me mira de reojo, medio desafiante, como se mira un bicho que molesta (¿o será que me imagino, nomás?).

¿Y qué iba a hacer con Casildo? ¿Dónde podía irme con dos criaturas? ¿Y cómo le iba a denunciar si los policías eran sus amigos?

Una vez lo hice, le encerraron unos días, después, me pegó peor.

Será por esas cosas que me vino la mala idea, sin pensarlo.

En esos días del ojo morado encontré la planta de esponja. Yo estaba tirada en el pastizal cuando la vi. La reconocí enseguida. Era seca y arruinada como yo.

La carpí con mis manos, la regué y le hice un cerco de palos para librarla de las gallinas.

Y creció linda bajo mi amparo. La regaba después de los golpes del mal hombre y éramos dos criaturas que llorábamos a la misma madre. La planta me daba sus esponjas para acariciar mi cuerpo dolorido.

Por ese tiempo, a Casildo, el patrón le dio el trabajo de fumigar la soja, y el veneno se guardó en un depósito, cerca del corral.

—No pongas en tu pieza porque es tóxico —le había dicho—. Para las plantas es buena, pero para nosotros, no.

Y repito, la mala idea me vino nomás, sin pensarlo. Un nuevo moretón me dolía en un seno. Agarré un puñado del veneno y lo tiré en la comida de Casildo, juro que mi intención no era matarle a él, sino a su maldad, lo hacía solo para ver si se abuenaba un poco. Seguía adobando su comida unos días. Como tenía remordimientos, empecé a poner solo la mitad de un puño y la otra mitad se la tiré a mi esponja. Después de unos días, sus hojas verdes y brillantes se bamboleaban como si estuvieran agradecidas. Entonces, seguí:

Medio puño para Casildo. Medio puño para la planta. Medio puño para Casildo. Medio puño para la planta…

La esponja, cada vez más fuerte.

Casildo, cada vez más débil, pero su maldad era la misma.

Esa noche de San Juan, cuando las criaturas dormían, me zafé de sus azotes a los empujones y al caerse, se golpeó la cabeza por el borde del estante. Y no se despertó más.

Era oscuro cuando lo arrastré al patio y yo sola, a palazos, con la lumbre de una vela, lo enterré como pude, cerca de mi planta.

Las  ruedas  resecas  chillan:  asesiiina,  asesiiina, asesiiina…

Pero yo sola las escucho... Anselmo también se durmió.

El carro, apenas, sigue pariendo sus marcas culebreras. Las de las vacas, son como puños afilados en medio del arenal.

La policía se cansó de oír que nadie sabía nada, que Casildo se fue nomás, y vinieron a revisar lacasa “por las dudas” (así dijo uno mientras me miraba fijamente).

Y entraron a mi patio. Yo temblaba, el entierro no era profundo.

Cuando vieron la tierra removida y pegaron un grito, el miedo me agarró como mil sanguijuelas adentro mismo de mi sangre.

Y empezaron a cavar con mi propia pala. Pero entre raíces fuertes como garras, solo levantaban tierra negra y restos blancuzcos que se quebraban como polvo. Siguieron cavando y cavando hasta que muy abajo, el suelo duro y seco les trancaba la pala. Se fueron sin despedirse y no volvieron más.

Mi planta, enorme y repleta de frutos, parecía reírse con el viento.

Tiempo después, por orden del patrón, tuve que abandonar el rancho. Salí con mis dos criaturas y con Anselmo, el peón que me había ayudado esos meses a arrear mis vaquitas lecheras, las que heredé de mi madre.

El carro no es tan grande, pero entró todo: el colchón, sobre el que vienen los niños, las frazadas, el roperito, mis ollas (la repisa dejé nomás), el estrebe, la paila… y atrás mis dos vaquitas, el ternero y los perros.

A otra estancia nos vamos donde Anselmo tiene conchabo para cosechar caña de azúcar.

El camino es largo, pero no tanto, porque no llueve, no hace frío ni demasiado calor y tengo un buen avío con estofado de gallina y mandioca nuevita, recién cosechada. Dicen que hay una escuela cerca…

Un viejo medio poeta, al que le gustaba escucharme, en la estancia donde crecí, solía decirme: Ud. tenía que ser maestra, señorita.

Por lo menos, mis hijos van a estudiar. Además —y por las dudas— llevo adentro de mi corpiño, un pedazo de esponja relleno con semillas, listas para la siembra. A veces les tengo miedo y me parece que estoy anidando garras de cuervo o de otra bestia que nunca se vio. Es que, así como yo cambié, mi planta también cambió. El veneno nos cambió a las dos. Mudamos de piel, como las víboras y dejamos nuestros pellejos de tontas tirados por ahí, para que se los coman los perros. Ahora somos malas y fuertes.

Y las ruedas, que siguen como idiotas las huellas de los patrones, chillan otra vez: asesiiina… asesiiina… asesiiina…

Y yo les quiero gritar: ¡Cállense, ruedas malditas! ¿Y Casildo qué era? ¿Qué era cuando me molía a golpes? ¿Eh?

¿Y cuánto tiempo le di el gusto en todo? En la comida y en lo otro… todo le hacía como él quería. ¡Cállense de una vez! Las criaturas se van despertando y también Anselmo. Miran los costados del camino, verde hasta el cielo de un lado y verde hasta el cielo del otro. De los sojales donde venimos, el verde solo estaba en el suelo. Ni un árbol se veía. Y menos cuando desde los aviones nos tiraban nubes blancas.

Anselmo apura los bueyes con el arreador en alto y me acuerdo otra vez de los cintarazos.

Entonces, donde abrigo las semillas, siento que algo, como uñitas suaves de recién nacido, tantean, tantean mi seno y suben, suben cada vez más, buscando el pezón…

Adelante, las huellas de los patrones, angurrientas, se hunden comiendo la tierra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 59 al 66

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