ODIOS ANCESTRALES, ODIOS INMORTALES
Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA
Se sabe que el odio personal y concretamente profesado es una potencia que a menudo opera constructivamente, como estímulo eficaz para sobreponerse a una derrota o doblando empeños para vencer; sin embargo, el odio impersonal, englobante, colectivo, suele ser opresor y destructivo, difícil de organizar o canalizar para obtener de él alguna utilidad.
En ese tipo consiste, más o menos, el que se dispensan judíos y musulmanes, que no solo alimentan sus diferencias ancestrales sino que, en tal empeño, acaban por involucrar al resto del mundo. Y cuando sus resentimientos recíprocos se politizan, al tóxico caldo racial se añade la ponzoña ideológica, que no es poco veneno.
Actualmente, los socialistas de izquierda y de derecha suelen afiliarse a la causa palestina, y los que no lo son, a la israelí; pero no siempre fue así. Los venerables íconos del socialismo europeo, por ejemplo, eran furiosamente antisemitas. Revisemos algunos testimonios: “¿No son los judíos con sus costumbres mercantiles, la lepra y la peste del cuerpo social?”, clamaba Charles Fourier, al tiempo que Proudhon aseguraba: “No hay más remedio que enviar a esta raza al Asia o exterminarla”. “El negro judío Lassalle –escribía Karl Marx a F. Engels, en 1862– quien felizmente sale de viaje este fin de semana, ha vuelto a perder 5.000 táleros en una especulación fallida. Ahora me resulta del todo claro que, como lo demuestran su formación craneana y su cabellera, desciende de los negros que siguieron a Moisés en su salida de Egipto (si su madre o abuela paternas no se cruzaron con un negro). Ahora bien, esa unión entre el judaísmo y el germanismo con la sustancia básica negra, debe generar un producto especial. La impertinencia del tipo es también negroide”. En este punto conviene recordar que Marx fue nieto de rabinos por parte de padre y de madre, y que Ferdinand Lasalle fue su compañero de ruta hasta que discreparon en una cuestión política coyuntural.
Cuando gente de mente lúcida incurre groseramente en extravíos de este tipo, generalmente le sucede porque se lanzó a caminar entre riscos emocionales, tropezando a cada paso con sus resentimientos, obsesiones y antipatías, intentando avanzar por un sendero cuyo final nadie avisora. Casi siempre terminan alimentando rencores inmortales, como el de aquel que repetía: “No tengo prejuicios ni discrimino a nadie pues odio a todo el mundo por igual”.
Tanto el judaísmo como otras religiones primitivas afilaron sus primeras lanzas en el pedernal del odio al extranjero, al gentil, al diferente; no tenían otra fuerza anímica para prevalecer. Mucho después, Mahoma recurrió a la misma herramienta. “No toméis a los judíos y a los cristianos por amigos; algunos de ellos son amigos de los otros, y quien de vosotros se amista con ellos, ciertamente es de ellos”, advierte en el Corán (Azora V. La Mesa); agregando en otro lugar, por si no quedó claro: “Matad a los que no creen en Alá ni en el Día el Último, y que no se vedan lo que vedó Alá y su Enviado, y que no cumplen la ley de la verdad…”
En cuanto al mensaje de amor, caridad y perdón del Cristianismo, está visto que no germinó más que precariamente en pocos surcos. Los luteranos expresaron su aborrecimiento a los papistas en todas las formas posibles. Los católicos romanos arreciaron durante siglos contra paganos, infieles, herejes y cismáticos. Aún en el seno del clero católico las aversiones se dispensaban generosamente entre dominicos, jesuitas y hasta, a veces, alcanzando a la apacible y seráfica orden franciscana.
Montesquieu solía afirmar que “Nunca ningún reino tuvo tantas guerras civiles como el reino de Cristo”.
Hace algún tiempo aparecieron en Asunción profusos carteles publicitarios con una extraña exhortación: “¡Perdoná!”. Aparte del siempre excelente negocio de gastar el dinero de donantes lejanos, nadie explicó qué misión cumplían tales mensajes en un país como este, donde, entre sus contadas virtudes figura la feliz carencia de malquerencias colectivas y prejuicios raciales o religiosos ancestrales. ¡Qué bien hubieran estado esos carteles en las calles de Damasco y Homs, de Jerusalén y Gaza! Pero aquí…
Amor y odio son sentimientos igualmente poderosos y eficientes, mas para ganar una guerra solamente sirve el segundo; el conflicto palestino-israelí es una guerra; quien no lo vea así es porque está ciego. Luego, que cada quien adhiera a la causa que le plazca, pero cuidando reconocer sinceramente que asume una opción emocional, para no engañar ni engañarse.
Fuente: ABC Color (Online)
www.abc.com.py
Sección: OPINIÓN
Domingo, 02 de Diciembre de 2012
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