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GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

  RUIDOSA MELANCOLÍA - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 16 de Setiembre de 2012


RUIDOSA MELANCOLÍA - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 16 de Setiembre de 2012

RUIDOSA MELANCOLÍA

 

 Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

Se diría que entre el talante alegre y extrovertido de andaluces y extremeños, y la típica melancolía guaraní, el paraguayo mestizo heredó mucho más de sus madres aborígenes que de sus padres conquistadores, detalle anotado por casi la totalidad de los observadores que nos visitan a lo largo de los últimos cuatro siglos.

“¿Qué denominador común existe en el Paraguay –preguntaba recientemente un extranjero residente– entre los festejos de Navidad y Año Nuevo, el lanzamiento de una candidatura política, las festividades patronales, las celebraciones de los 15 años femeninos, el gol anhelado, el inicio de una marcha de protesta, de una huelga o de un desfile, el Domingo de Pascua, las fiestas de San Juan, un mitin cualquiera, el final de una ceremonia de casamiento o de un escrutinio electoral, una recepción en el aeropuerto, el apogeo de un jolgorio, un asado entre amigos o de encuentro barrial, el ingreso de un equipo de fútbol a la cancha o la largada de una carrera, en fin, una clausura protestataria de rutas, una manifestación frente al Congreso, un escrache o una celebración patriótica?”.

“No lo sé –respondí–. Es una adivinanza complicada”. “No la es” –replicó–. El denominador común son los petardos. En todas esas ocasiones suenan bombas. ¿Qué significan para la cultura nativa?”, preguntó. “No lo sé”, tuve que repetir.

Lo que recuerdo haber leído al respecto –prosiguió– es lo que relataba el cronista jesuita Antonio Sepp, hacia finales del siglo XVII: “es lamentable que los indios en su torpeza no aprendan a disparar correctamente, en parte también porque son muy espantadizos y se asustan si se produce una detonación”. Y como, según entiendo, los conquistadores españoles no malgastaban la preciosa pólvora en chimangos, hay que inferir que en aquella época los estampidos serían muy raros.

“Si vuestros ancestros no gustaban del alboroto –concluyó el buceador antropológico de los abismos del alma nacional–, esta afición extraordinaria por él debe provenir de la influencia china, los inventores del explosivo”, agregó. “Posiblemente –asentí–; desde que hay chinos aquí, cambiaron muchas cosas. Hasta nuestro viejo guiso se llama ahora chop-suey”.

“En fin, debo presumir pues que, para el paraguayo actual, provocar estruendos expresa regocijo –prosiguió–. ¡Qué contentos se ve a los que revientan bombas los domingos a las seis de la mañana!, por ejemplo. ¡Y qué alegría contagiosa para el vecindario! ¿Esto no desmiente acaso el temperamento taciturno atribuido a los habitantes de esta tierra? Es curioso esto –continuó aventurando–, porque hay que ver que si no fuera por esto de hacer ruido, diría que los paraguayos sois tan inconmovibles como el faquir Prahlad Jani, que no come hace 70 años y solo orina cuando se le da la gana”.

“¿Cómo y cuándo fue que Asunción, esta madre de ciudades, dejó atrás la selva aromada de pajarillos de mil colores para transitar hacia chacariteños barrios poblados de estrepitosos pájaros de cuenta, petardistas y bombiteros?”, preguntaba, en el momento en que un atronador saludo de fuegos artificiales ofrecido a una pareja de novios fue apagando sus palabras.

Cuando cesó el ruido, le escuché formular finalmente su explicación: “el paraguayo, habitualmente tímido, inseguro, apocado, luchando con frecuencia contra ciertos complejos de inferioridad y resentimientos que carcomen su temperamento, encuentra en los más altos decibeles el modo de ocultarlos y de atenuar su íntima melancolía. Es entonces cuando el gozo se convierte en sinónimo de estrépito, cuando el júbilo se forja en la química de los petardos o en la física de los altoparlantes. La alegría en el Paraguay, para llegar a cuajar como se espera, tiene que tener mucho estruendo. Y para matar la tristeza, más estruendo aún”.

No le había dado yo tanto crédito a esta hipótesis hasta que un día, Viernes Santo, a las tres de la tarde, sorprendido por un fogoso bombapu, inquirí a uno de los festivos por el motivo. “Es que en la quiniela nos salió el 033 –me explicó–. ¡La edad de Cristo!”.

 

Fuente: ABC Color (Online)

www.abc.com.py

Sección: OPINIÓN

Domingo, 16 de Setiembre de 2012

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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