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Nicodemus Fermin Espinosa (NICO)

  KOSTIA - Textos de ISAAC KOSTIANOVSKY - Humor gráfico de NICODEMUS ESPINOSA - Año 2012


KOSTIA - Textos de ISAAC KOSTIANOVSKY - Humor gráfico de NICODEMUS ESPINOSA - Año 2012

KOSTIA

Textos de  ISAAC KOSTIANOVSKY

Humor gráfico de NICODEMUS ESPINOSA

Colección GRANDES HUMORISTAS PARAGUAYOS Nº 10

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Coordinación: NICODEMUS ESPINOSA

Asunción - Paraguay

2012 (96 páginas)

 

 

 

"BAR Y BAÑOS"

 

         Donde muere Garibaldi, donde hoy existe una dependencia de la Apal, funcionaba hasta hace unos cincuenta años el Bar y Baños San José, precursor de esos establecimientos de sauna y masajes que empiezan a menudear, respondiendo a la demanda del refinamiento de la burguesía asuncena. En el "Bar y Baños", como acostumbrábamos a llamarlo chicos y grandes, se podía beber un buen chopp o un amargo "Mandarín", casi al pie de la vaca, por cuanto las dos cervecerías estaban a una cuadra, y la fábrica del sabroso aperitivo, calle por medio. Por lo común, los parroquianos bebían mientras esperaban su turno para darse una ducha tan pronto se desocupaba y limpiaba uno de los numerosos compartimientos, que a manera de celdas de presidio se proyectaban a ambos costados del patio.

         Cada celda disponía de una ducha que despedía su potente chaparrón durante unos quince minutos, tiempo suficiente para eliminar la mugre y el calor del cuerpo. La tarifa de dos pesos daba derecho al uso de una toalla desinfectada y lavada a vapor, y el consumo de un perfumado jaboncito de coco. Un poderoso surgente natural proveía del agua a los baños y a un lavadero contiguo, al que la Mihanovich encomendaba la limpieza de la mantelería y lencería de camas de los "paquetes" del servicio con Buenos Aires.

         En los pocos meses de frío funcionaban unas pocas duchas con agua caliente, cuya tarifa era algo más subida, tres pesos.

         La mayoría de los "bañistas" era gente del barrio, especialmente en la época de sequía en que se agotaban los aljibes, y los aguateros no abastaban más que el agua de beber y cocinar.

         Durante mucho tiempo el establecimiento era atendido por un concesionario escrupuloso, que advertía por un aviso, fijado a la entrada, que estaba terminantemente prohibido el baño compartido por parejas de distinto o idéntico sexo. Pero, con los años, a pesar de la falta de aguas corrientes, las casas de la vecindad comenzaron a disponer de artesianos o mayores reservorios privados que permitían la instalación de lo que se daba en llamar "baño moderno", y el establecimiento de la calle Estrella, donde se estrella Garibaldi, perdió clientela y patente de moralidad. Encargados inescrupulosos comenzaron a admitir que los borrachos del puerto, por un peso, pudieran "yerar" bajo las duchas y que, por unos cinco o diez, ingresaran por las noches embarcadizos en compañía de mujeres alegres que merodeaban la zona.

         Advertido de esto, el dueño del edificio lo clausuró, vendió el tanque, caños y griferías, y lo alquiló como depósito de mercancías. Sin embargo, para los mitaís siguió funcionando otro baño público y, además gratuito, cuál era el "chorro" del Parque Caballero, donde nos era permitido refrescarnos donde lo hiciera el prócer, antes de ir a arrojarnos a la "piscina" barrosa y contaminada donde varias promociones juveniles se proveyeron de lo que los hombres sabios denominaban anticuerpos, a los que en buena medida debemos la saludable vejez que seguimos disfrutando.

 

 

PLAYA CASOLA

 

         Ahora hasta el carbón viene en bolsitas de plástico; lo venden los despenseros coreanos que los sábados y mañanas de domingos lo exponen en altas estibas en la puerta para cierta clientela afecta al asado bucólico, que se procesa en rueda de amigos con un preludio de chorizos y tragos para despertar el apetito. Son los alegres asadetes domingueros de las quintas suburbanas y los patios en que todavía se ventila la intimidad familiar y se agasaja a familiares y socios que generalmente llegan con una botella o un postre helado cuando no con la mujer, los hijos y el perro.

         Antes, hasta el advenimiento de las cocinas a queroseno, cuyo empleo nos persuadiera el buen Mareirian Pérez Ramírez, el combustible culinario era el carbón vegetal, que juntamente con la leña de los panaderos y los pobres causó casi tanto estrago como los madereros en la selva guaraní, de la que aún guarda memoria el cancionero nativo, trastornando los pronósticos pluviales Bertoni, el sabio, y el Almanaque Bristol,

         El carbón se emplea en hornallas y braseros, y era vendido por unos mitaís, jinetes de dóciles burritos, en bolsitas hechas con arpillera de envases desechados por los bolicheros. Dichas bolsitas tenían un peso aproximado de tres kilos, y se transportaban en una suerte de árganas de planchillas de hierro, de una de las cuales pendía una campanita de bronce que tenía el compás del trote del borriquito, acelerado comúnmente a tirones del pelo de la grupa. Costaba, lo recordamos muy bien, dos pesos cada bolsita de carbón sin envase, se entiende.

         La mayoría de estos carboneritos servía a aprovechados empresarios que adquirían el carbón de los chateros que lo traían desde cerca de Arroyos y Esteros por el Manduvirá, hasta la playa de la calle Montevideo, donde también se descargaba la yerba virgen que por otros afluentes del río epónimo llegaban de lejanas reservaciones, juntamente con "el legítimo yateí-caá", cuya venta exclusiva prestigiaba al almacén "El Yacaré", instalado en la misma playa Casola, frente a la proveeduría de este nombre que se hizo extensivo al atracadero.

         El gran almacén y bar de Casola, hoy demolido, estaba instalado en la esquina de la derecha bajando al río y abastecía de casi todo lo indispensable a los macateros y establecimientos ganaderos e industriales del litoral, y de la mejor caña a los numerosos peones que movilizaba aquel activo apéndice portuario.

         La playa Casola mereció unos hermosos versos de Julio Correa, creador del teatro guaraní y gran amigo nuestro, versos de un alucinante impresionismo, como su "Arroyo Jaén" y otros tantos.

         Y, volviendo a aquellos pequeños proletarios: Llevaban las bolsitas, de las que no cabían más de una decena a cada lado de la albarda, para salir a venderlas a la gente de medianos ingresos, porque los pobres perseveraban en la leña, comúnmente autoabastecida, y los más pudientes compraban el carbón por bolsas grandes o carretadas.

         Ahora, hasta que los sabanudos de la Opep lo permitan, transitamos el ciclo del gas licuado, que se distribuye en camionetas que por los barrios se anuncian con las mismas campanitas de los carboneritos de nuestra niñez.

 

 

UN PRECURSOR (II)

 

         Está próxima a arribar a Katmandú, para iniciar el escalamiento del Himalaya, una docena de montañistas homosexuales ingleses, de la docta Cambridge, que se propone demostrarnos que su equívoca inclinación no está reñida con la valentía, cualidad indispensable para arribar al techo del mundo, a "la raíz del oxígeno" hablando como el chileno aquel.

         No era indispensable tan temeraria demostración que ya la teníamos de Julio César, Lawrence de Arabia y algunos otros guerreros victoriosos.

         Esta noticia nos trajo a la memoria un episodio de más de treinta años atrás, cuando en un diario porteño, un compañero de redacción, de cuyos desvíos sexuales teníamos fundada sospecha, por ciertas reiteradas referencias al eglógico Coridón, nos espetó esta insólita pregunta:

         - Che... ¿Hay muchos maricas en tu país?

         Sin meditar la respuesta, dijimos simple y espontáneamente:

         - Dos.

         Hacíamos memoria de Marculino, un pobre mendigo tarado, y el famoso Arno Halve, un alemán que ejercía el comercio en las horas hábiles y consagraba las otras a merodear la Plaza Uruguaya al acecho de muchachones, si posible fueran "grandes, pechudos y de Yaguarón", como expresó más de una vez en indiscretas confidencias. Porque Arno Halve no era un homosexual vergonzante.

         Aquella nuestra monosilábica respuesta nos valió la recriminación de algunos compañeros, que no esperaban una revelación tan "humillada". A este respecto, nos advirtieron que mucho se relacionan el progreso, la riqueza y la cultura de los pueblos con la corrupción de las costumbres. Por esa época, la Policía de Buenos Aires, un tiempo "la mejor del mundo", tenía prontuariados a más de seis mil maricones, cifra modesta comparada con la del Berlín de entre ambas grandes guerras que acreditaba más de sesenta mil, sin contarlo a nuestro Arno Halve, que ya había emigrado a este país de austeras y elementales costumbres.

         No tenemos noticia de un antecesor de Arno Halve, por lo que lo conceptuamos un verdadero precursor. Desde aquel tiempo en adelante, hemos progresado en todos los órdenes, sin rezagarnos en lo que toca al deterioro moral. Basta recordar que hace dos décadas se registró aquel memorable escándalo que acuñó la expresión "108", correspondiente al censo de los pederastas.

         Cuando esto ocurrió, nos vimos tentados de escribir a los viejos colegas de la prensa porteña, enviándoles las crónicas de la prensa y los mordaces chistes de Botti (como aquellos de los "108 y un quemado"), para que actualizaran su concepto merced a esa cifra ya considerable.

         Muchos seguirán recordando a Arno Halve; alto, rubio, delgado, sin mayor amaneramiento, frecuentador de la cárcel pública por sus reiteradas quiebras comerciales y su conducta escandalosa, donde era recibido por la población penal con júbilo y despedido con un anheloso y unánime: "¡Hasta pronto!".

         No se han vuelto a tensar los emuladores de este curioso personaje, pero son muchos los que afirman a ojo de buen cubero, que a aquella cifra podría agregarse un cero a la derecha.

         Tal vez no sean ni tantos ni tan pocos.


 

 

PUIGBONET

 

         Ya remontando la adolescencia, que nos urgía capacitarnos para el ingreso a esa juventud que Ruperto Resquín llamó específicamente "la generación paraguaya", inquieta, ávida de saber y protagonizar, acechada por los profundos sacudimientos ideológicos, las nuevas formas de pensar y las modernas corrientes estéticas y literarias; ya tocados por el afán de ingresar a los corrillos del viejo Colegio Nacional y del Petit Boulevard, nos era sacramental la frecuentación de la Librería Puigbonet, instalada acera por medio de la que es hoy plaza del Panteón, en ese tramo de Palma donde se apiñan numerosas casas de óptica, que parecieran persuadirnos una mejor visión de las cosas.

         Don Santiago Puigbonet era, de los tres catalanes libreros (los otros dos fueron Segalés y Trasfi, este último, el del "Siglo Ilustrado" de la recova), el más preocupado y, por supuesto, el más beneficiado, por acercarnos al saber universal. Exhibía en sus vidrieras frecuentes novedades, como eran entonces las obras de Keyserling, Spengler y Ortega y Gasset para los inclinados a pensar; las de Papini, Valle Inclán, Unamuno y D'Ors para los de igual vocación, pero más apasionados; las de Remarque, Frank y Barbusse, que enjuiciaban el pasado reciente, y las de Valery, Machado y Juan Ramón, para la "inmensa minoría" que decía éste proveer.

         La Librería Puigbonet convocaba a mucha gente ilustrada y a cuanta aspiraba emularla. Allí, en vísperas del 30, era frecuente ver a Domínguez, Díaz Pérez, Justo P. Benítez (con quien fundamos en Buenos Aires, muchos años después, la hibernada Academia Paraguaya de la Mala Lengua), Lorenzo Codas, César López Moreira y Jóver Peralta, todos estos últimos parlamentarios; lo que no ocurre en los tiempos que corren, en los que no se ven legisladores en las librerías, tal vez porque todo lo tienen leído y sabido.

         Don Santiago distribuía, además de las más diversas publicaciones argentinas, que llegaban en todos los "internacionales" y los "paquetes", diarios y revistas de España, que vivía las vísperas de su segunda e infortunada República, como la Revista de Occidente, de Ortega, y la Estafeta Literaria, que fundara nuestro muy conocido y controvertido Giménez Caballero.

         Para los jovencitos con curiosidades menos formales, Puigbonet disponía de unos anaqueles discretamente reservados con lo que, más que erótica, era literatura prohibida, como las novelas de Guido Da Verona, Felipe Trigo, Pittigrilli y Joaquín Belda, que de vivir aún se ruborizarían con la lectura de los best-sellers de Mailler, Durrell y Miller. De Trigo, que se suicidara muchos años atrás, conservábamos la curiosidad por "La sed de amar", de Belda, las sátiras históricas como "Alcibíades Club" y "La suegra de Tarquino", de Pittigrilli "Cocaína", "Dolicocéfala rubia" y "El experimento de Pott, y de Da Verona los numerosos novelones que nos envolvían en la encantadora atmósfera burguesa de la Italia elegante.

         Pero, asimismo, llegado su tiempo, nos facilitó las lecturas requeridas para una mejor interpretación de los tiempos que se avecinan.

         Puigbonet, que abasteció de lectura a la brillante generación de la víspera de la guerra chaqueña, no tuvo oportunidad de hacerlo con la que derivó de ella eufórica y protagonista. A poco de terminar la contienda falleció, y quienes lo sucedieron carecían de la mediana ilustración y la abundante astucia que requiere, para triunfar, el oficio de librero.

 

 

 

"EL NOTICIERO GALANTE"

 

         Prosiguiendo con la revista del periodismo insólito del tiempo lindo -lindo y bueno, con cielo despejado- en que transcurrió nuestra adolescencia, tampoco creemos que obre en la valiosa hemeroteca del amigo Pusineri algún ejemplar del semanario mundano, erótico, mendaz y celestinesco que, allá por el fin de la revolución de Chirife, levantó ronchas, verdaderas ronchas, en la juventud asuncena.

         Para no arriesgar injustas apreciaciones, omitiremos a su editor, puesto que a nuestra nubosa memoria acuden muchos nombres y fácil nos sería incurrir, por azar o mala puntería, en algún falso testimonio. Por eso, tampoco atinaremos a señalar la imprenta a cargo de la estampa de "El Noticiero Galante" que hoy, a la distancia, consideramos una afrenta al oficio periodístico en una época que se caracterizó por la ponderabilidad intelectual de la gente de prensa.

         Fue una expresión del pasquinismo irresponsable y canallesco. Se vendía como pan caliente, y muchos canillitas, para quienes su nombre resultaba exótico, lo rebautizaron "El Afilador", porteñismo que mejor lo definía.

         Los lectores desinformados (como se dice ahora) supondrán que "El Noticiero Galante" era una de esas publicaciones que se ha dado en llamar "del corazón", un buzón sentimental, un consejero de la juventud sobre la problemática (como también se dice ahora) del amor. Es muy probable que también contara con eso (no lo recordamos), pero, su verdadera fuerza vendedora, ya que acusaba una circulación envidiable para aquella época, estaba en las numerosas columnas destinadas a la chismografía, a la captación y generación de rumores de la vida galante ciudadana. La gente adquiría el pasquín para enterarse, por ejemplo, que "el flamante bachiller T.T. persigue tenazmente a la gentil N.N.N. (iníciales para el caso imaginarias) que, además de joven y hermosa, es heredera de una estancia y un palacete en la avenida Colombia".

         Verdad es que estas denuncias sentimentales, muchas veces malintencionadas, no daban de los nombres más que iníciales, pero la discreción se desvanecía en detalles delatores que facilitaban la identidad de los protagonistas. Muchas veces, estas noticias rozaban y hasta herían de gravedad ciertas reputaciones, deterioraban noviazgos y desquiciaban matrimonios. Los lectores lo recorrían con el temor de figurar y el deseo de encontrar a gente conocida. Era una suerte de "Inforcom" sentimental.

         Los principales ingresos de su editor no estaba en la venta callejera, que como decíamos era apreciable, sino que en el arancel establecido para la publicación de las notículas, por cuanto los colaboradores, todos espontáneos y anónimos, debían acompañarla de un billete de cinco pesos si deseaban verla en letras de molde en la edición inmediata y nunca se dio el caso de desabastecimiento (como se dice ahora, en la era de PETROPAR).

         Fue así como un amigo nuestro, cuya identidad nunca nos fue revelada, alguna vez envió a "El Afilador", junto con los indispensables cinco pesitos, la noticia según la cual "el rusito I.K. vive un romance apasionado con la mucama de los dueños del Hotel Cosmos".

         Desde la época de Irala no encajaba dicha inicial a otro. Ingresábamos entonces al Colegio Nacional, en plena transición infanto-juvenil, y ya nos expedían patente de "gaucho" que según, nuestra celosa consorte, conserva vigencia.

 

 

 

 

 

UN JUGLAR

 

         Cuando niños, una de nuestras preocupaciones frecuentes era la de saber qué peluquería prestaba su servicio a los enfermos crónicos y a los mendigos. Teníamos escrúpulos de compartir la butaca y el instrumental del fígaro con aquellos, en el justificado temor de adquirir por contagio sus taras y parásitos. Por esto, para el "recorte" mensual, o más espaciado aún, acudíamos al peluquero de la vecindad, donde teníamos la certeza de no encontrarnos con Lucio, Curé jhú o Marculino, porque los marginales de entonces no eran como los de estos tiempos que imitan a la juventud, leal a la moda, dejando que les crezca desprolijamente la pelambre. Así, nosotros éramos consecuentes con don Emilio Falgás, un alegre aragonés que, tarareando zarzuelas y aires baturros, nos hacía la poda de las crenchas, conforme a los cánones de la elegancia, como para presumir ante las vecinas y compañeras de estudio que ya despertaban a nuestra adolescencia los primeros escozores eróticos. Luego, ya mocitos, escalamos al "Blanco y Negro", no precisamente por razones de estatus, como hoy se dice, sino por su estratégica ubicación, a sólo tres pasos del billar de "El Polo".

         Aquellos mendigos y enfermos solían, de vez en cuando, aparecer prolijamente rapados, en oportunidades "con la cero", en cuyo caso era de suponer la higienizadora cooperación de alguna comisaría, en la que también era costumbre pelar impíamente a los muchachos que purgaban delitos menores, como el de fumar tempranamente o ejercitar las primeras experiencias plásticas en las paredes.

         En aquel lumpen asunceno se caracterizaba, entre otras cualidades, por su pulcritud, un vagabundo caracterizado, ni sucio ni mendicante. Porque Canuto Rivero ni pedía ni ahuyentaba. Lucía una cabellera muy cuidada y aceptaba monedas en retribución a su espectáculo, que solía convocar muchos curiosos. A la manera de los juglares del medioevo, tenía un repertorio breve, fruto de su propio numen; breves coplas, invariablemente de amor, como ésta, cuyos primeros versos recordamos:

         "Morenita de ojos negros, criatura angelical..."

         Diariamente hacía su "tournée" por el puerto, el petit boulevard y la Plaza Uruguaya, donde hacía un "bordereau" suficiente para su pan y el de sus mujeres, porque Canuto Rivero practicaba públicamente la poligamia. Era frecuente verlo salir de los matorrales que envolvían un cotarro ladero del Mangrullo, donde estaba su choza, suficientemente amplia para albergar a sus tres mujeres. Muchas veces éstas lo acompañaban, constituyendo una suerte de claque; una arrastrando a un párvulo, otra portando lactante y la tercera acusando una avanzada gravidez.

         - Hay que dar muchos hijos a la patria -decía-. Yo le doy uno trimestralmente.

         Las mujeres de Canuto lo acompañaban también por las noches hasta el artesiano de la calle Ayolas, donde lo bañaban y hacían sus propias abluciones.

         Canuto desapareció promediando el 20, si la memoria no nos es infiel. Ingresó en la leyenda ciudadana y no faltaron otros, con menos personalidad, que pretendieron cubrir su lírico vacío. El único que pudo apareársele fue Piloto del Ambiente, del que ya nos ocupamos alguna vez, pero que cultivaba la poesía abstracta, no la popular amatoria de Canuto Rivero, juglar y padrillo memorable.

 

 

 

LOS BURRITOS

 

         Tantos historiadores tuvimos y tenemos, sin embargo carecemos (suponemos que) de una historia de una actividad básica como es el transporte, desde las canoas indígenas que precedieron a los borgianos "barquitos pintados" de Ayolas, hasta los jets, pasando por las cabalgaduras de los conquistadores, los bueyes que impulsaron la agricultura mestiza y su mercadeo, los palanquines, los carros y, en fin, los burritos que, como aquellos, también se van extinguiendo. No quedará en nuestra Asunción más de una veintena de burreras, cuyas simpáticas y esforzadas cabalgaduras pronto cederán a la embestida de los "ponys" coreanos.

         En nuestra niñez, cuando asomaba la década del 20, eran más los burros (de cuatro patas, se entiende) que los autos, comprendidos camiones, particulares y "chapas blancas". Las burreritas de la nostálgica canción de Ortiz Mayans se contaban por centenares. Muchas recorrían los barrios proveyendo a las "marchantes" (expresión que los mercachifles gringos dieron la errónea acepción tan arraigada en la jerga popular), pero la mayoría derivaba, con los bastimentos de las huertas del contorno urbano, al mercado, la plaza guazú, en lo que hoy es la de la fuente.

         Los burritos llegaban antes que el sol al apeadero de la calle Oliva, sobre la actual vereda frontal del Hotel Guaraní, donde eran desmontados, liberados de sus pesadas árganas, que algunas llamaban "mburujacas", por ser comúnmente de cuero como las burujacas de los peregrinos españoles, y los arneses, para que emprendieran solitos y presurosos el camino al corralón de la calle Ypané, en que un funcionario municipal y pudoroso, los confinaba en áreas distintas, conforme a los sexos para que aquello no constituyera una orgiástica verbena. Por alojarlos en dicho corralón, la Municipalidad cobraba cinco reales por burrito y otros cinco percibían los mitaís, que los forrajeaban con hojas de cocotero y los trasladaban en tropel nuevamente al mercado a la hora del largo y lento regreso de las revendedoras a sus ranchos donde, suponemos, les aguardaba su ración de sandía-piré y diario tuyá-cué que, según decían algunos, tenía un singular poder afrodisíaco.

         Recordamos que, por ese tiempo, con un amigo de la edad y del barrio planeamos la aventura de proveernos de nuestros respectivos burritos. El peluquero Laguardia, un viejo bonachón muy afecto a turbar el magín de los clientes menudos, nos reveló que aquellos animalitos de Dios crecían y se multiplicaban libremente en el contorno del cerro Lambaré. Bastaba proveerse de una cuerda para enlazarlos, amansarlos con unas palmaditas, montarlos y traerlos.

         Un domingo tempranito, ambos, soga en mano, nos pusimos en camino por la arenosa e interminable calle Salinares, como nos había aconsejado el peluquero. En una larga hora, o serían dos, llegamos a la falda del cerro donde, tras impaciente búsqueda sorprendimos a un único burrito flacón y fláccido que enlazamos sin dificultades. Era manso, diríase que hasta sumiso. Lo atamos a un tronco y salimos en procura del otro que no apareció por lado alguno. Y ya estábamos resignados a llevarnos la única presa, tan distinta de los que imaginábamos libres y monteses como los del Libro de Job o el veloz y sabio tordillo, que Eddie Polo ensartara en su lazo en la serie que domingo a domingo proyectaba el cine de los Blasco. Lo llevábamos, repetimos, cuando apareció una anciana a aconsejarnos que lo dejáramos, que era su rymbá-cué, desahuciado por viejo, como el Platero del poeta andaluz, luego de muchos años de servirle lealmente.

         Y nos volvimos, a pata, bajo el ardoroso sol de aquel domingo, para llegar a tiempo a la mesa y salir presurosos al cine La Bolsa, a deleitarnos con las hazañas de nuestro mal emulado héroe del far-west.

 

 

 

CORILOPSIS

 

         Hay mujeres, y muy probable que hombres también, que gastan más en cosmética que en comer, en el afán de lucir más atributos físicos; que para ellas no rige aquello de "lo que Natura non da, Helenita Rubinstein non presta". En estos tiempos de confiada economía de consumo, todas las mujeres (y no pocos hombres, reiteramos) pueden aspirar a lucir mejor apariencia. Hay cremas, tintes, esmaltes y cuantas etcéteras se pidan para tal efecto, de todos los precios, es decir, al alcance de todas las billeteras y monederos. Y decimos monederos por suponer que se trata del bolso de los pobres, o las pobres, que hoy también tienen acceso a tan abundantes y publicitados recursos estéticos.

         En nuestro tiempo lindo, asomando la década del 20, las mujeres de escasos medios disponían de muy contados, aunque eficacísimos elementos complementarios para la seducción. Tales eran el delicado polvo "Vivitz" (vulgo "viví") y la exquisita loción "Corilopsis". Aquel era francés legítimo y ésta legítimamente guaireña. Recordamos que cuando, en tiempo de vacaciones, acompañábamos a la fámula al mercado guazú, compartíamos con ella los dos pesos con que "sobre facturábamos" la compra; nosotros, para saborear unos exquisitos mantecados, manjar que ha desaparecido de la repostería popular y que hemos vuelto a gustar en su cuna andaluza de Estepa, y la doméstica, para polvo y perfume con qué presumir en los sabatinos bailes del Frontón. Las revendedoras, que hoy llamaríamos "cosmetólogas", vendían el polvo "viví" fraccionando en sobrecitos, como los que empleaban los boticarios para expender bicarbonato o sal inglesa, pero de papel más ligero y colorado, el cual con sólo humedecerlo en la lengua permitía dar a las mejillas empolvadas el toque de rubor saludable, a la moda de entonces.

         El "Corilopsis del Japón", que así reza su dorada etiqueta, venía en el pequeñísimo frasco, para ser consumido en una aplicación. También costaba cinco reales. Era un verdadero filtro volátil para el amor y producido, como decíamos, en nuestra Villarrica industriosa, por un matrimonio suizo en un modesto laboratorio de Carovení, que alcanzamos a conocer por nuestra primera juventud. Entonces lo elaboraba y envasaba una viejecita, sobreviviente del aludido matrimonio, quien al morir a su vez se llevó la secreta fórmula del "Corilopsis", para perfumar las barbas de los santos. Alguna simpatía llegamos a merecer de ella, que nos lo proveía como a los mercaderes, tres frasquitos por un peso, con lo que podíamos perfumarnos muy a menudo.

         El "Corilopsis", perfume de los pobres, era de uso común a mujeres y hombres, "unisex" como se dice por estos tiempos. Tenía un aroma algo cítrico, tan agradable como el "Vetiver" y el "Varón Dandy", que años más tarde impusiera nuestro recordado Pansano desde el "The Derby".

         Alguna vez tuvimos la curiosidad de conocer el significado de aquel exótico nombre. Tuvimos que consultar un diccionario de muchos tomos, para enterarnos que se trataba de un arbusto que, principalmente, los japoneses cultivan en sus pequeños y vistosos jardines, con hojas semejantes a la del almendro (que tiene un nombre científico parecido) y unas flores de muy delicado aroma y color amarillo.

         Muchos guaireños nostalgiosos, al paso de una mujer bonita y envuelta en el halo suave y seductor de alguno de los finos perfumes franceses, que hoy complementan sus encantos, no podemos sustraernos a la tentación de elogiarla con una vieja expresión de allende el Tebicuary, en el decir de nuestro amigo Vera:

         Nde Ayacuá corilogsi...

 

 

MBOPI PUCU

 

         Por una innata aversión a cuanto con ella se relaciona, no conocemos hasta ahora el Museo de la Policía, a pesar de que nos acucia la curiosidad de saber si posee algún testimonio de las memorables andanzas del más memorable ratero asunceno, que la gente vieja suele referir gracias a los amenos relatos que de ellas hiciera don Feliciano Mosqueda, el casi legendario cronista policial de "El Diario", con quien compartiéramos labores en varias redacciones.

         Nos referimos a Mbopí pucú, a quien recordamos haber visto en nuestra niñez y cuyo verdadero nombre suponemos perdido hasta en los archivos penales. Era, como su apodo lo hace suponer, "alto de cuerpo y moreno de rostro" como el cervantino Monipodio, que tutelara las arduas empresas de Rinconete y Cortadillo, de andar siempre apresurado y sigiloso, siempre vigilante y vigilado, siempre improvisando astutas fechorías.

         Cuando aparecía por Colón, Palma o 25 de Mayo, los tenderos, almaceneros, zapateros y hasta los boticarios se ponían en la puerta, previniendo el riesgo de que se alzara con lo que encontrara al alcance de su larga mano. Porque Mbopí pucú era tan famoso como habilidoso para sus proezas rateriles, tan ingeniosas y variadas. Contábase de él, por ejemplo, que en una caliente siesta de verano ingresó de sopetón en una tiendita de la recova, frontera del mercado, allí donde hoy se yergue el Banco de Fomento, despertando al dueño que cabeceaba beatíficamente un sueñito para ofrecerle una pieza de percal, la tela que vestían las mujeres pobres, en ventajoso precio. Tras un breve intercambio de contraofertas, Mbopí salió con tres billetes de cien pesos en el bolsillo antes que el "paisano" advirtiera que su pichincha había sido sustraída del estante más próximo a la entrada de su baratillo.

         Por la vecindad del mercado guazú operaba con mayor frecuencia, rapiñando aquí una plancha, allí una silla o más allá unas ristras de ajos. Para todo tenía clientes o "reducidores", como se dice en la jerga policial.

         Una hazaña que fuera muy comentada, y hasta celebrada en nuestro barrio, tuvo por víctima a un rico empresario, don José Fassardi, de cuyo lujoso "Fiat, y en un descuido del chofer que no tenía el "honor" de conocerlo, sustrajo un fino paraguas inglés, que escondió lo mejor posible en una manga, para depositarlo un minuto más tarde en el perchero de la recepción del Hotel Cosmos. El paraguas permaneció allí unos días, como presumible de algún pasajero, hasta que Mbopí lo rescató y le sacó buen precio.

         Pero su aventura más recordada fue esta: Durante una huelga de estibadores, se ofreció para la descarga de un "paquete" de la Mihanovich del equipaje de unos inmigrantes. En plena tarea, tuvo la mala fortuna de que se le fuera al agua una máquina de coser, accidente que pasó inadvertido en su momento. Una semana después, Mbopí pucú, que era hombre de singular fortaleza física, se zambulló en el lugar, rescató la "Singer" y, con ella en las espaldas, nadó, nadó, nadó..., dicen algunos que hasta la costa argentina y otros que sólo hasta más allá de Itá Pytá Punta, para pignorarla finalmente en la Casa Rosada que, desde hace mucho más de medio siglo, es el más popular santuario de la usura.

         Nos decía don Feliciano, su mentado cronista, que las aventuras de Mbopí harían empalidecer a Arsenio Lupin, que tuvo la suerte de pertenecer a un país en que la delincuencia menor, y ni qué decir la mayor, siempre tuvo exégetas ilustres. Además, actuó en un tiempo en que nuestro país era pobre y su gente también, por lo que poco había para robar.

         Si dejó algunos herederos de sus singulares habilidades, seguros estamos que andarán señoreando en el provechoso negocio de los autos "mau" o alguna otra actividad aún.

 

 

 

LEY SECA

 

         A veces, el súbito encuentro con un viejo amigo nos transporta al tiempo que gustamos revivir en esta columna, algún episodio que hiberna en la memoria, que nos aviva el seso, al decir del clásico. Esto nos ocurrió días atrás, llegando a la chipera de O'Leary y Palma, al detenernos frente a Bozzano, el industrioso Humberto, cuyo astillero cedió a la "blitz-krieg" de los importadores de esos lujosos yates que nos dan testimonios de una clase social cada vez más opulenta.

         - Te leo los sábados... -nos dijo-. Espero que uno de estos días recuerdes la "ley seca".

         Se refería a nuestra "ley seca carapé".

         El lector desinformado (como ahora se dice) tal vez ignore, si no pertenece a él, que hubo un tiempo, que arranca del esplendor del cine, mudo aún, en que el género policial intimaba con la "ley seca", la norteamericana, madre del gangsterismo y los detectives, sus invariables vencedores. Se diría que aquella ley (que como nuestro controvertido "edicto" causó más daños que beneficios), fuera dictada para dar pábulo al naciente séptimo arte.

         La ley seca "made in USA" inspiró aquí, en nuestra Asunción, otra menos severa, que no fue precisamente obra de legisladores, sino una ordenanza municipal que imponía una suerte de descanso dominical: a los devotos de Baco. Por dicha medida se prohibía el expendio de bebidas alcohólicas en los días consagrados a la fe, el reposo y los ravioles. Estaba limitada a los establecimientos del ramo, exclusivamente. Y así como la ley de Coolidge inspiró las tremendas fabulaciones de Hollywood, la nuestra tuvo la virtud de aguzar el ingenio de bebedores y proveedores, así como el buen humor de cuantos la conceptuaban una mojigatería absurda, como hoy entendemos que lo fue.

         Como es axiomático aquello de "hecha la ley, hecha la trampa", tan pronto nuestra "ley seca" tuvo vigencia, los aficionados a la caña con soda, que constituían la clase media que hoy se ha pasado al whisky, se abastecía en la víspera con su buen litro "del puro", varios sifones de soda, media barra de hielo y algunos limones, que era lo indispensable para apintonarse en casa con algunos amigos. Los que iban a la cancha, regresando del partido, para celebrar el triunfo u olvidar la derrota, podían ingresar a cualquier bar y pedir, mediante una señal con el índice y el pulgar un "cafecito" a cualquier mozo avispado que le servía ceremoniosamente un pocillito, de los de café, por supuesto, del tónico prohibido, que se saboreaba en tres o cuatro camambuses.

         Por la periferia, en los bolichitos, quien requería un trago, "omyakysé ikorasó", como dice Kalaíto Pombero, era servido en un plebeyo jarro-lata, siempre que no merodearan los "particús", denominación que se daba a los pyragüés, entonces menos abundantes y antipáticos.

         Muchos se hicieron aficionados a la pesca, como varios amigos que recordamos, por cuanto la jurisdicción de la Policía terminaba donde comenzaba la de los marinos, siempre complacientes. Así, bajo los viejos muelles, sobre las jangadas de Fassardi y los botes de alquiler de nombres tan pintorescos como "Titanic", "Camalote" y "Subaivamo", podían verse flamantes aficionados a la pesca que, por lo general, entre pirañas y mandií, se despachaban una limeta del rubio taguató-resay.

         Fue la ley más burlada y, como es habitual, aquí y en cualquier otra parte infringir órdenes arbitrarias, tanto como en la zona del puerto, en torno al mercado, en la recova del ferrocarril y en los bailes populares, podía aspirarse un penetrante aroma de guarapo en los jarros de aloja y los vasos de manzanet.

         A comienzos del 30, nuestra "ley seca", como la de Estados Unidos, había caído en el mayor desprestigio y, antes que Roosevelt la cancelara en su país, el auge del cocktail y la ametralladora (caña y naranjín), sentenció la caducidad de la nuestra.

 

 

 

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