PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
BERNARDO NERI FARINA

  EL CUARTO BALAZO - Cuento de BERNARDO NERI FARINA - Año 2009


EL CUARTO BALAZO - Cuento de BERNARDO NERI FARINA - Año 2009

EL CUARTO BALAZO

Seudónimo: TESTANOVA

Tercera Mención Concurso de Cuentos "ELENA AMMATUNA" 2009

Autor: BERNARDO NERI FARINA


Tengo más años que un siglo. Algunas veces pienso que la muerte se olvidó de mí y me dejó viviendo en esta inercia sedosa, en esta extrema vejez en la que el tiempo es una lenta marcha hacia ninguna parte.
 
Mi pasado es cada vez más constante en mi exagerado presente. Vivir en la senectud es caminar en círculos sin acercarse mucho a ese horizonte vago que es el futuro. Me es difícil avanzar. Entonces, retrocedo a mi infancia, allá por el mil novecientos, desde donde observo a este siglo XXI en el que la gente se comunica más, se entiende menos y se queja de la inseguridad.
 
Desde esta centuria bisoña oteo el camino que hollé en tantas décadas. Ser desmesuradamente viejo me permite ver la vida desde dos perspectivas.
 
Mi mente se introduce en laberintos inacabables. Oigo sonidos familiares, conversaciones sordinadas, risas, llantos. Truenos, cañonazos, el letal recado de las armas automáticas. Todo parece tan real. La crueldad de los barrotes, el alarido en el suplicio, las voces de mando, las órdenes fatales. El tren que pita al irse. El estrépito. El grito. El silencio atronador que sucede al horror.
Nací en una Asunción pasmada de pobreza a finales del siglo XIX. Una ciudad terrosa, de olores rancios que venían de lejos, de taperas erectas en el yuyal.
 
Asunción andaba al compás cadencioso de los bueyes famélicos. Era un transitar impreciso, como el de quien tantea el terreno para no pisar en falso. Vacilante, como el de quien tuviera inyectada en sus talones la pereza interminable de la derrota. Asunción, la aldea derrotada en aquella Guerra Grande cuyos ecos no cesaban.
 
Las calles eran sendas de soledad intermitente. Trochas hostiles para los pies sólo cubiertos con la cruda piel de la plantilla, blindaje de costra callosa ante el filo de las piedras y el espoleo de las espinas.
 
Esas calles sostenían el elástico andar de las mujeres, cuyos cuerpos menudos se esfumaban en sus enaguas de reflejos deslucidos. Con sus rebozos negros sobre el pelo enmarañado, contenido y continente eran un todo indiviso. Mujeres. Hijas bastardas ellas. Bastardas de guerra, procreadoras de bastardos de paz.
 
Pero la paz tampoco germinaba entre esos sobrevivientes atizados por una violencia que latigaba a la mansedumbre. La calma sufría la permanente irrupción de rudezas viriles. De estallidos de hombres que veían en el conflicto la razón de su entidad y el corolario irremediable de su ocio. A la guerra con los enemigos del exterior sucedieron las guerras internas que instalaron la miseria material y moral. Y expandieron el luto como banderas desplegadas al galope de los caballos ante la descarga fatídica de la fusilería.
 
Yo fui hijo bastardo. No conocí a mi padre. Ni me hizo falta. Mi madre me dio el cobijo que yo necesitaba. Me alimentó y me abrigó en aquella casa de paredes francesas cuya tripa de picanillas asomaba entre las úlceras expuestas del adobe. Era su única posesión. Mi abuela la había ocupado a su regreso del peregrinar de las Residentas. Y nadie le reclamó nada después.
 
Era una construcción rústica pero sólida. Unos horcones macizos sostenían el techo de paja sabiamente entramada. Jamás goteó dentro en las tormentas. Nuestro rancho servía de refugio a los vecinos cuando la tempestad se abatía con una furia que hacía trepidar de miedo. En esos momentos, mi madre echaba trocitos de palma sagrada y reseca sobre el brasero y entre el humo picante rezaba el Bendito y alabado, lanzando potentes clamores al espacio. Las vecinas guarecidas la secundaban en su vociferante oración.
 
Los más pequeños, acurrucados en los catres, nos tapábamos los oídos cuando el destello vivaz del cielo anunciaba el inmediato detonar del trueno. El susto y la curiosidad nos mantenían atentos. Yo vigilaba las reacciones de mis vecinitos. No les permitía ni llorar por temor ni reírse por lo que fuere. Todos debíamos permanecer callados. Así lo quería yo sin saber siquiera por qué.
 
No logro recordar cómo me separé de mamá. Ni su muerte, ni cuándo me fui de aquella casa en la que mi niñez se vistió con la felicidad posible. Es raro.
 
Entre brumas se me viene la imagen del capitán Odón Samudio, seguidor del coronel Chirife en la revolución del 22, quien me enroló en las filas levantiscas.
 
Y estremecido por el tableteo de una ametralladora, vuelvo a sentir el dolor caliente de aquel balazo en Ka'i Puente, hasta donde habíamos llegado tras ser derrotados en Asunción. Y la fiebre. Y el delirio en la agonía. Y aquel enfermero oriundo de la asuncena loma San Jerónimo que me decía que viviría; que si me reponía mi existencia sería muy larga.
 
Me recuperé ya con la revolución perdida. Con nuestro jefe, el coronel Adolfo Chirife, muerto en Ytakyry de una enfermedad que le afectó los pulmones.
 
Con el gobierno constitucional de Eligio Ayala vino un tiempo de calma. Trabajé como asistente de un acopiador de frutos del país con quien aprendí el arte del regateo. Junté un capital y yo también me hice acopiador y exportador.
 
Durante la guerra del Chaco me asignaron a la Comisión de Comercio que trabajaba con la Junta de Aprovisionamiento. En el 36, con la revolución de Smith que puso en la presidencia al coronel Rafael Franco, caí en desgracia. Me acusaron de liberal y confiscaron mis bienes. Sobreviví apenas con un almacén en Loma Cachinga, donde recalaban bohemios y conspiradores. Mi instinto de comerciante hizo que luego del contragolpe de agosto del 37, ya sin el acoso del Gobierno, volviera a acumular algún dinero.
 
Ya cuarentón me casé con Gregoria, hija de Eugenio Narváez, el español que atendía un almacén muy bien surtido frente al puerto.
El 7 de marzo del 47 volví a ver la mueca de la muerte. A las 10 de la mañana estaba yo para renovar mis documentos en Identificaciones de la Policía, cuando civiles armados irrumpieron baleando. Dos oficiales cayeron. Vi rodar a un anciano azotado por una ráfaga. Otro civil, Giménez Gamón, con quien me hallaba conversando, murió en el instante en que una bayoneta le traspasó el pecho. Ahí padecí de nuevo la punzada ardiente de un balazo. Desperté no sé cuántos días después en el Hospital Militar. Gregoria me contó luego que el médico que me operó le dijo que yo resistiría a la herida. Su marido podrá vivir todo lo que quiera, fue lo que escuchó mi esposa.
 
En el 47 no tuve problemas porque varios caudillos pynandí eran de mi barrio; clientes a quienes fiaba mortadela, galleta y caña.
 
En tiempos de Stroessner fui apresado y torturado. Me acusaron de epifanista por haber conversado alguna vez con Epifanio Méndez Fleitas. Me liberaron gracias a unos amigos colorados acreedores de antiguos favores de mi parte.
 
Para rehacerme financieramente me dediqué al contrabando desde Clorinda a donde viajaba diariamente en una canoa bamboleante. Varias veces sufrimos mis compañeros y yo el acoso de los gendarmes argentinos. En mi último viaje, advertí otra vez el ardor de un proyectil. Un gendarme me había enfocado en su mira. No falló. Sentí que se me astillaban los huesos del hombro. Don Pedrina, el canoero, amplificó sus músculos y su bote atravesó ágil los sinuosos penachos del agua rumbo a Varadero. En el Hospital de Clínicas me devolvieron a la vida.
 
Historias. La inseguridad entre mil albures. Tantas vicisitudes se me agolpan en la mente.
 
De nuevo me llegan voces nítidas. Inmóvil, tal como gasto el tiempo aquí en mi cuarto mirando sin ver a través de la ventana, oigo llantos, gritos, disparos, alaridos. Todo me parece tan real. La puerta. El estrépito. Aquellos hombres que irrumpen.
 
-Qué hacemos con este viejo.
 
-Sacudile un tiro.
 
El comisario Flores miró a su alrededor con espanto. Los asaltantes habían actuado con una ferocidad descomunal. Mataron a la empleada doméstica, a la dueña de casa, a otra mujer que estaba de visita y al abuelo. Un anciano al que el oficial reconoció como quien había aparecido días atrás en un artículo periodístico que le dedicaron por sus 105 años de edad. "Pareciera que la muerte se olvidó de mí", recordó Flores que declaró el viejo tras narrar que cruzó el centenario pese a que en tres ocasiones otros tantos balazos le pusieron al borde de la frontera final. Ahora, el cuarto balazo había sido letal.
 
El oficial abrió su agenda y, vislumbrando que la tragedia originaría una nueva andanada de quejas de la gente por la inseguridad reinante en los últimos tiempos, escribió, previo a consignar los datos, la fecha de la masacre: 2 de setiembre del 2003.
 
Fuente: PREMIO “ELENA AMMATUNA” DE CUENTO CORTO 2009 (3ª EDICIÓN). De esta edición © Lazos de Cultura Elena Ammatuna © Arandurã Editorial. Asunción-Paraguay, 2009.
 
 
 
 
 
 
 
 
 





Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA