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Ticio Escobar

  PALABRAS Y POROS EN LA PIEL, 2012 - CONVERSACIONES EN LA CABAÑA - KEVIN POWER Y TICIO ESCOBAR


PALABRAS Y POROS EN LA PIEL, 2012 - CONVERSACIONES EN LA CABAÑA - KEVIN POWER Y TICIO ESCOBAR

PALABRAS Y POROS EN LA PIEL

CONVERSACIONES EN LA CABAÑA

KEVIN POWER Y TICIO ESCOBAR

 

 

Conversaciones en la cabaña, no 1

Palabras y poros en la piel.

Conversación entre Kevin Power y Ticio Escobar

PISUEÑA PRESS. 2012

  Editores: Kevin Power y Mónica Carballas

Consejo editorial: Victoria Civera, Michael Nyman, Tom Patchett, Marga Sánchez y Juan Uslé

Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro - Director: Osvaldo Salerno

Museo de Arte Indígena - Directora: Lía Colombino

Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo - Director: FélixToranzos

Asesores: Carlos Colombino, Ticio Escobar

Secretaría General: Diego Pedrozo

Departamento de Documentación e Investigaciones

Diseño y diagramación: Fernanda Algorta

Corrección: Derlis Esquivel, Cristina Cámara

 Dibujo de portada: Abraham Lacalle

Título de la obra: Conversaciones en la cabaña. Palabras y poros en la piel

Primera edición: Pisueña Press, 2012, Guarnizo, Cantabria

Segunda edición: CAV/Museo del Barro, 2012,

Asunción, Paraguay

Impresión: AGR

© CAV/Museo del Barro y Pisueña Press

Asunción, Paraguay

2012 (86 páginas)

ISBN: 978-99953-869-6-2

 

 

 

         CONVERSACIONES EN LA CABAÑA

 

         La panzada de la conversación toca,

         saborea, lo que sea que somos

         Cid Corman

 

         La conversación abre los poros de la piel, propone una medida del hombre.    Vivimos en un mundo perturbador, informe, que a menudo se nos presenta como un lugar triste y, a la vez, como algo maravilloso; un mundo que se desvanece, incorpóreo, pero aún así emite un canto tan pleno como la música; un mundo en el que se escucha cada vez menos y, al otro, a menudo nada en absoluto. Sea el que sea, no es el que pensamos que es, y hemos de estar agradecidos por su resistencia, agradecidos por no lograr entenderlo.

         La conversación es un ritmo de atenciones: un acto de complicidad educada.   Esta serie de Conversaciones en la cabaña pretende proporcionar un contexto y un tiempo, una soledad y un silencio, para el intercambio no apresurado de ideas y observaciones. No siempre será posible para los conversadores estar aquí, en la cabaña, pero la invitación está abierta y el placer sería nuestro. El valle es bello; el verde es infinito y los sonidos solitarios se acumulan esperando a las palabras. La esperanza es encontrar a personas que quieran hablar la una con la otra y que su placer sea palpable en el texto.

         Los límites, dijo un poeta, son los que vivimos adentro; nuestra tarea es conocerlos no empujar contra ellos. Llegamos a una edad en la que la mente se encuentra sin hogar, sin lugar a donde ir. En busca de amor, dice el poeta George Oppen, vamos a la montaña de la carne humana. Y quizás sea así. En busca de palabras, vamos donde ellas van, viajeras en un tren verbal: un tren que va adonde va y no pedimos el destino.

         Es un placer poder inaugurar esta serie con conversaciones que comenzaron hace unos años, que han seguido desarrollándose y que continuarán, y es en este hecho en el que reside su bendición. De modo que empezamos con el principio e incluso los principios son todo lo que tenemos, sobre todo cuando sube la marea y nos arrastra con fuerza.

         Así, reitero, ha sido y es un placer escuchar y hablar con Ticio Escobar, Juan Enrique Bedoya, Mondongo y Juan Uslé.

 

         Kevin Power

 

 

 

 

 

 

 

 

PALABRAS Y POROS EN LA PIEL*

 

* Esta conversación tuve lugar en dos etapas, la primera en 2007 y la segunda en 2010.

 

 

1

 

         Kevin Power: Has vivido el periodo completo de la dictadura en Paraguay, un proceso cruel, asesino y corrupto que se traga varios años cruciales de tu vida. Ha tenido que dejar secuelas y heridas profundas. ¿Podrías hablarme de tu participación en el ámbito de la oposición política y del desarrollo del arte contemporáneo en estos años?.

 

         Ticio Escobar: Extrañamente, la etapa moderna -en sentido estricto- de las artes visuales en el Paraguay coincidió casi de manera exacta con el tiempo aciago de la dictadura de Stroessner (1954-1989). La modernidad paraguaya comenzó muy retrasada, pero culminó a tiempo: la caída de Stroessner, contemporánea de la caída del Muro de Berlín, bien puede trazar el tajo que marca la ficción del fin de un momento histórico y el inicio de otro. Todo hito indicador de cambios epistémicos implica una convención arbitraria, pero hay acontecimientos intempestivos que actúan como trazas reales de la historia. La división entre el tiempo de la dictadura y el de la Transición a la Democracia tuvo bordes bien nítidos, palpables casi. Derrocado el tirano, no se detuvo la corrupción ni se enmendaron las brutales desigualdades sociales, pero de golpe cesaron la tortura, los allanamientos y los exilios de opositores, el sofoco de la represión y la humillación del miedo, la desaparición de presos políticos.

         Apremiado por los reordenamientos del libreto mundial, este giro tuvo repercusiones fuertes en la sensibilidad colectiva y en las instituciones culturales, pero el proceso de la cultura, incluido el de las artes visuales, no sigue el mismo paso de la historia y precisa a veces bastante tiempo para reelaborar las condiciones nuevas. Por otra parte, la lectura misma de la historia se complica porque han cambiado sus paradigmas de lectura: la pretensión de detectar etapas en torno a una línea más o menos hilvanada se ha perdido. Y esto, que causa desconcierto por un lado, abre, por otro, posibilidades interesantes de pensar anacrónicamente -de contramano y a contratiempo- los sucesos; aun aquellos que constituyen hitos fuertes.

         El gran cambio de los tiempos pos dictatoriales ocurrió a nivel de los derechos humanos o, por lo menos, de ciertos derechos humanos vinculados con la libertad personal (que no de los derechos económicos, culturales, sociales). Se dio un trabajo serio de reinscripción de la memoria, ya se sabe: el mismo que ha ocurrido en todo el Cono Sur luego de las dictaduras militares. Se han abierto dispositivos interesantes para que el Estado asuma su responsabilidad histórica, al menos en este plano. Luego de discutir con militantes de derechos humanos en el Paraguay y en la región, yo mismo decidí hacer al Estado una demanda indemnizatoria por las torturas que padecí. Este gesto, vinculado con diversas acciones ciudadanas, adquiere un sentido político en el contexto de demandas más amplias. Pero, el esquema de poder, la estructura de dominación, profundamente antidemocrática, se mantiene intacta en el Paraguay: las opulentas oligarquías consolidadas durante la dictadura siguen empotradas en el poder, engordadas ahora con los beneficios que deja a los gobiernos locales el capital transnacional. Obviamente esta continuidad ocurre en desmedro de la economía del país y del bienestar de su población castigada.

 

         Fue en aquel momento de la transición cuando asumiste el cargo de director de Cultura, ¿cuáles eran tus planteamientos entonces y cómo evalúas los resultados?

 

         Lo que intenté desde mi cargo de director de Cultura de Asunción (1992-1996) fue consolidar la institucionalidad cultural de la ciudad mediante dos tareas: el reforzamiento de las instancias ciudadanas de participación (organización de la sociedad cultural) y el fortalecimiento de los dispositivos oficiales en este ámbito. Es decir, se trataba de aportar a la reconstitución de una escena cultural pública deshecha durante la dictadura. (En ese momento acababa de caer Stroessner: no existía aparato cultural ni a nivel de estado ni de municipalidad: ésta era apenas una sección dependiente del gobierno central). De hecho, luego de la elección del primer intendente elegido democráticamente, la Dirección de Cultura alcanzaba una proyección nacional (contaba con mucho más presupuesto y medios que el Vice ministerio de Cultura). Por un lado, se convocó a la dispersa comunidad cultural para integrar un circuito de reuniones sectoriales y foros generales para la elaboración de planes estratégicos y políticas culturales y, juntamente con los departamentos de acción social de la municipalidad, se promovió una red cultural de juntas vecinales, asociaciones comunitarias y centros barriales. Por otro, se crearon nuevos organismos institucionales para promover el desarrollo cultural, no sólo en su sentido de difusión y consumo, sino, sobre todo, en sus momentos de producción y distribución de los bienes y servicios culturales. No tengo la objetividad como para evaluar los resultados de este trabajo, pero me gustó mucho hacerlo. La verdad es que tuve bastante suerte, porque me tocó un momento propicio para ese trabajo: después de décadas de dictadura, los sectores culturales se encontraban preparados, ansiosos de cohesión social, presencia pública e institucionalidad. De este modo, mi tarea consistió, simplemente, en dar un oportuno empujón a quehaceres madurados por la sazón de la historia, listos para salir a escena.

 

         Los males de las dictaduras tienden a extenderse en el tiempo: el miedo, la corrupción, el estancamiento. ¿Cómo consiguió el partido de Stroessner perpetuarse en el poder? La mediocridad y el clientelismo en los sistemas académicos se trasladan también a la universidad. ¿Explicaría eso tu poca vinculación con esta institución? Recuerdo que, después de la Revolución de los Claveles en Portugal, desde la izquierda se decía: o cerramos la universidad y empezamos de nuevo o reconocemos que el enemigo está dentro.

 

         El partido de Stroessner logró perpetuarse en el poder por razones exteriores (el apoyo de los Estados Unidos a las dictaduras militares durante la Guerra Fría) e internas (la inteligente creación local de una plataforma hegemónica basada en la corrupción y la represión). Lamentablemente el sistema universitario no cambió demasiado; quizás el enemigo quedó adentro.

 

         ¿Cuál es tu visión de aquel periodo ahora, casi veinte años después? Pienso que realmente es poco en cuestión de tiempo y nada en cuanto al proceso psicológico de cicatrización de las heridas dentro del tejido social. Me gustaría que me hablaras de tu lectura sobre la situación política contemporánea paraguaya. Me refiero al hecho de que un periodo tan largo de dictadura se convierte en el único modelo y en el contexto que ha formado a la mayoría de la gente que ostenta hoy el poder; al menos ésta ha sido la situación en la transición española; es una realidad natural e inevitable y a menudo un modelo asumido inconscientemente.

         El mito de la inmovilidad de la dictadura funcionaba tan bien que, durante mucho tiempo, era impensable un después de Stroessner. Ahora, pasados casi veinte años desde su derrocamiento, uno advierte que los trastornos que dejó la dictadura fueron mucho más graves de lo que parecían en su momento. No me refiero sólo a experiencias traumáticas relacionadas con el dolor y el miedo, sino al sistemático trabajo de deshilachado del tejido social que emprendiera la dictadura como estrategia política definida y eficiente. Consecuentemente, a la sociedad civil le cuesta recomponerse, no tanto ya de cara a un estado autoritario, sino ante un estado corrupto, formateado en clave de mercado y sujeto a los nuevos guiones transnacionales.

         La situación actual es muy difícil: como si el Paraguay no hubiera podido sobreponerse a la tragedia de su propia historia. No quisiera caer en la simplificación de explicar las adversidades de este país por sus grandes catástrofes históricas, empleadas comúnmente como coartadas míticas (como la Guerra de la Triple Alianza entre Brasil, Argentina y Uruguay, que literalmente desmanteló el Paraguay a fines del siglo XIX y, después, la interminable dictadura de Stroessner), pero a veces da la impresión de que realmente el Paraguay no pudo recuperarse totalmente de esas desgracias aplastantes que pasaron a formar parte de cierto imaginario trágico; Roa Bastos dice, en este sentido, que el Paraguay es un país enamorado del infortunio. En este mismo momento, el Estado ha devenido un botín disputado por facciones fraudulentas1.

         Luego de caída la dictadura, mi participación en el poder se redujo a un momento puntual. En 1992 se produjeron las primeras elecciones municipales libres en el Paraguay. Resultó ganador Carlos Filizzola, un dirigente social izquierdista de 32 años, que pasó a ser el primer intendente municipal no designado por el dictador. Durante su gobierno, yo fui director de Cultura de la Ciudad de Asunción, pero terminado el periodo municipal en 1996, volví a ocupar mi puesto en la sociedad civil. En este sentido, la transición fue diferente en el Paraguay con respecto a España, porque, acá, el Partido Colorado (el manejado por Stroessner) nunca dejó el poder y sigue detentándolo hasta hoy: no hubo alternancia. La oposición sólo accedió al Parlamento, a intendencias municipales y a gobernaciones departamentales. El Poder Judicial sigue estando en manos del Partido Colorado, aunque integre figuras de la oposición.

 

         ¿Cuáles eran tus actividades a lo largo de aquellos años, la década de los setenta principalmente, en los que te formabas como filósofo y abogado?

 

         Por un lado, trabajaba en un banco para la subsistencia (Banco de Asunción); por otro, militaba fuertemente en un doble nivel: uno, público: era secretario de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos y miembro directivo y fundador de la Juventud Paraguaya por los Derechos Humanos; el otro operaba a nivel clandestino, durante una década fui activista de una organización de izquierda relacionada con los movimientos revolucionarios del Cono Sur (Tupamaros, ERP, Montoneros, etc.), aunque en una línea más moderada que privilegiaba el momento político y no llegó a recurrir a la violencia armada. Después, una a otra, todas las organizaciones consideradas "subversivas", lo fueran o no, fueron reprimidas salvajemente y desmanteladas por la represión. Yo estuve cinco veces preso pero nunca caí por mi actividad desarrollada en el segundo nivel (no hubiera sobrevivido); lo hice por mi militancia opositora en el ámbito de la promoción de los Derechos Humanos y por tareas "visibles" relacionadas con mi posición de izquierda.

 

         ¿Podrías comentar la situación artística durante aquel periodo? Me pregunto hacia dónde se dirigía la producción, pues si iba exclusivamente hacia el consumo nacional, lógicamente, habría problemas con lo que se podía decir o no. En la medida en que la oposición se manifestaba desde el ámbito visual ésta debió haber sido de forma codificada. Pienso quizás, no tanto en una pintura figurativa que podría parecer demasiado evidente y atraería enseguida la atención de la censura (aunque siempre existen posibilidades de enmascarar el contenido real a través, por ejemplo; de alegorías clásicas) sino en una pintura abstracta, una especie de versión sentida y torturada que trasluce la angustia existencial; con obras oscuras, matéricas, informales y gestuales... También me pregunto cómo actuaba la censura en aquel momento; si de manera caprichosa, por ignorancia, o de forma sistemática y omnipresente.

 

         Por lo que te expuse recién, queda claro que el Paraguay es un país duro de ser vivido. Pero tiene como contrapartida, como compensación a veces, la fuerza de sus culturas diversas. Las propias situaciones de aislamiento, que en cierto sentido duran hasta hoy, facilitaron la emergencia de algunas formas artísticas intensas y oscuras, desarrolladas al margen de los dictados de las modas y los antojos de las tendencias internacionales. El aislamiento y la marginación tienen su precio, claro, pero cuentan con el contrapeso de cierta protección de formas que precisan desarrollar sus procesos históricos sustraídos en parte a las coerciones del capital.

         Durante los tiempos de Stroessner, las culturas, incluidas la erudita, se vieron obligadas a apelar a su memoria y a sus propios recursos para asumir las circunstancias difíciles que les tocaba enfrentar. Sorteando la represión y la censura, imágenes y discursos oriundos de mundos diferentes y expresivos de prácticas e historias distintas, lograron conectarse con la sensibilidad colectiva y producir una furtiva cultura de la resistencia o la sobrevivencia. Esta cultura (que en verdad incluye modalidades muy diversas) pudo acoger y expresar verdades, recuerdos, valores y deseos ignorados o perseguidos por el régimen.

         Ante las culturas populares e indígenas; el sistema de Stroessner tuvo actitudes distintas; por un lado, censuró todo elemento disfuncional al mito conciliador de la cultura oficial y de su ideología desarrollista y persiguió todo modelo cultural opuesto al desarrollismo oficial. El etnocidio fue ejecutado metódicamente a través de programas estatales y mediante la acción de misioneros religiosos empeñados en "civilizar" a los indígenas y extirpar todo rastro de atraso y "barbarie".

         Por otro lado, el régimen desconoció sistemáticamente todo valor artístico, expresivo o pragmático de las manifestaciones populares, consideradas como artesanías, supersticiones y resabios de un mundo retrasado que debía ser enmendado mediante los valores de la educación cristiana. Colonialismo clásico. Consecuentemente, se estimuló una visión pintoresquista y banal de la creación popular, encarada como insumo turístico o expresión folclórica: producto inofensivo, carente de dimensión simbólica y de posibilidades críticas. A pesar del desprecio y las discriminaciones, a pesar de los programas etnocidas y las manipulaciones folcloristas, diferentes comunidades étnicas y campesinas, así como sectores populares varios, continuaron manteniendo núcleos de cohesión desde los cuales pudieron seguir renovando sus formas y reacomodarlas a las nuevas condiciones históricas sin perder su carácter propio, su fuerza expresiva y su valor formal.

         Tanto como el pensamiento, el arte vanguardista de tradición ilustrada fue mirado con desconfianza y recelo por la dictadura y sólo excusado en el límite, como un mal inevitable cuya presencia debía ser vigilada y restringida. Las instituciones encargadas de la administración pública de la educación y la cultura se encontraban a cargo de funcionarios ineptos en el ámbito de sus competencias pero guardianes celosos de los dogmas oficiales y ejecutores eficientes de la denuncia y la delación, a partir de las cuales funcionaban las medidas represivas. Después de muchos años de controles, restricciones y sanciones, la censura funcionaba también de manera automática: la autocensura llegó a constituir un medio tan eficiente, que el gobierno ni necesitaba ya confiscar o prohibir publicaciones, cerrar exposiciones y funciones de teatro o apresar y exiliar a sus autores. Cuando en 1986 publiqué el libro El mito del arte y el mito del pueblo2, por más osadamente crítico que fuera el texto, hube de recurrir a prudentes desvíos, perífrasis y omisiones; por ejemplo, el título del libro de Giuseppe Prestipino La controversia estética en el marxismo3, tuvo que ser mutilado y convertido en La controversia estética, a secas, de modo que la comprometedora expresión "en el marxismo" fue cautelosamente tachada.

         El arte, pues, creció como práctica marginal. Ahora bien, este hecho adverso, tan perjudicial en un plano, abrió en otro la posibilidad de que ciertos artistas y operadores culturales parapetados en sus espacios propios, lograran crear microcircuitos alternativos desde los cuales pudieron resistir las presiones de la dictadura y proponer imágenes alternativas a los dogmas oficiales. Así, durante ese tiempo, el arte ha cumplido en parte el viejo sueño ilustrado de desempeñar un papel crítico, aunque no fuera revolucionario, claro, ni siquiera transformador en lo inmediato. Este momento disidente debe ser buscado no en las proclamas, declaraciones y consignas que invocaban, disciplinadamente, el "compromiso con la historia", y no en la deseada constitución de frentes de creadores y pensadores adscriptos a movimientos revolucionarios: el aporte contestatario de los artistas debe ser rastreado en cierta desestabilización del discurso autoritario a través de imágenes. Las obras más consistentes de ese momento lograron perturbar ciertas certezas que fundamentaban el discurso dictatorial: el mito del "Paraguay eterno", sustraído a todo devenir y afirmado al margen de la diferencia. Muchas imágenes ayudaron a revelar los conflictos de la historia, su contingencia y sus riesgos; permitieron vislumbrar alternativas y anticipar otros tiempos posibles. Y lo hicieron promoviendo oportunas sacudidas de la sensibilidad entumecida y discutiendo las fórmulas de la representación y los límites de los imaginarios colectivos. Los acercamientos oblicuos del arte han servido, sin duda, para burlar el cerco estricto de la censura y esquivar la represión. Pero las estrategias veladas de la retórica no sólo permitieron disimular el deseo transgresor: las metáforas y sus juegos de máscaras, sombras y reflejos, el trabajo de la apariencia, también sirvieron para impugnar la figura de verdades absolutas y sentidos únicos y para imaginar terceros lugares (para levantar la escena de la diferencia que sólo puede ser entrevista de manera ladeada).

 

         Me gustaría ir introduciendo poco a poco tus textos en nuestra conversación. En El arte fuera de sí4 hablas del impacto del arte conceptual; en efecto, como dices, se trata de un discurso autorreflexivo sobre el lenguaje del arte y sus propios mecanismos retóricos, pero también funciona como una crítica al sistema del arte en sí mismo y a su muy perfilada naturaleza mercantil, aunque para la mayoría de los países latinoamericanos esta complicidad sistema-mercado apenas existía, por lo reducido de este último. Comentas que las reverberaciones del arte conceptual llegaron a Paraguay a principios de los años setenta, es decir, después de su finalización en el contexto norteamericano (1955-65), y mencionas, además, que inevitablemente se adaptó a las condiciones particulares y específicas del país. Rechazó abandonar el vínculo con la figuración, o lo que tú defines como la re-figuración y reconoció que ciertos hechos debían ser específicamente dichos o expresados dadas las condiciones sociales predominantes. Me parece una línea de argumentación interesante y, a la vez, resbaladiza.

 

         A mí me resulta llamativo el fenómeno a partir del cual una dirección hegemónica se instala de manera desplazada, adulterada y tardía en una región periférica. Creo que, sobre todo durante la modernidad, esos desfases y desvíos aseguraron un margen de apropiación cabal de hechos y tendencias ajenas (abrieron espacios de diferencia). Es decir, el hecho de que el conceptualismo del mainstream (me refiero, obviamente al de los cincuenta-sesenta) haya sido empleado en el Paraguay de manera diferida indica no la aceptación refleja de una moda, sino la necesidad de emplear determinados recursos en la medida en que ellos sean requeridos por una coyuntura específica, independientemente de su vigencia en la metrópolis.

         La modernidad del arte latinoamericano se desarrolla de manera entrecortada, descentrada por los desplazamientos, deslices y lapsus que sufren las formas artísticas centrales que, al ser trasplantadas a suelos "bárbaros", se ven forzadas a hacerse cargo de otras historias. Las obras más interesantes se originan a partir de destiempos y malentendidos: anacronismos que perturban el ritmo y la lógica de los modelos coloniales. Los códigos, los deseos y las sensibilidades diferentes trastornan el sentido y la sintaxis de los lenguajes artísticos del centro: los desmontan y los rearman según memorias particulares e historias que nada tienen que ver con los contextos y las razones que condicionaron la emergencia de tales lenguajes. Y nada tiene que ver con sus plazos. Eso es lo que sucedió con el arte conceptual de los años setenta en el Paraguay: transpuestas tardíamente a una circunstancia brutal, las tendencias reflexivas se vieron desbordadas por las urgencias de una historia que rebasaba el concepto; presionadas por el empuje de realidades excesivas tuvieron que desencastrar el círculo soberano del lenguaje. Por eso, la re-figuración paraguaya significa una negociación entre la autorreferencia del concepto y una figuración crítica cargada de dramatismo, expresionista casi. Suena raro, pero en ella, la "opción analítica" sirve simultáneamente para apuntalar la instancia sintáctica y, mediante esa misma torsión que la vuelve sobre sí, tramitar contenidos políticos fuertemente contestatarios. La re-figuración seguía los dictados analíticos metropolitanos que exigían revisar escrupulosamente los mecanismos del lenguaje, pero empleaban ese mismo expediente formal para encubrir la denuncia o, por lo menos, la referencia a los aspectos más sombríos de la dictadura.

         El anacronismo produce siempre resultados extraños: paradójicamente ese anticuado conceptual paraguayo terminaba más cerca del conceptual de los noventa que el de los cincuenta-sesenta: éste concebía el concepto como dispositivo formal, idea o propuesta y, en torno a él, exigía el análisis del funcionamiento sintáctico de la obra. El conceptual contemporáneo concibe el concepto pragmáticamente: atiende más los contenidos extra-formales y los impactos sociales que su propia economía lógica. Más que un reflejo de sí, el concepto deviene destello de lo real imposible.

 

         A tenor de las reflexiones sobre el conceptual en América Latina, resulta sorprendente observar que en ninguno de los dos textos más relevantes sobre el tema: el influyente ensayo de Mari Ramírez para el catálogo de la exposición Global Conceptualism: Points of Origin, 1,950's-1980's' (1999) y el reciente libro de Luis Camnitzer Conceptualism in Latin American Art6 no aparecen referencias a la producción conceptual en Paraguay. En otras palabras, pareciera que no ha pasado el test. Me gustaría saber cuál es tu impresión sobre estos dos textos tan significativos y necesarios. A mi parecer Mari Ramírez aporta un importante reequilibrio dirigido a los ojos eurocéntricos. Propone claramente que el conceptual, casi por definición, ha de encontrar su idea y raíces ideológicas en el propio contexto. Con respecto al texto de Camnitver, lo veo más arriesgado por su intento de anclar los orígenes de lo conceptual en los gigantes de la literatura, como Aub o Borges, en la figura de Simón Rodríguez o incluso en las acciones de los Tupamaros, entendidas como un protoconceptual revolucionario. Aunque traza los nombres principales, de nuevo deja a un lado los países pequeños, abandonados a su suerte. Lo que podríamos ver hoy como una doble marginación -la internacional y la continental-. Hasta cierto punto se trata de un reconocimiento explícito de la realidad, pero queda algo cojo en el sentido de que estas pequeñas narraciones resultan contextualmente tan específicas como las mayores. Por consiguiente, en mi opinión opta por evitar un análisis más intrigante y problemático acerca de los procesos de filtración de estos lenguajes e imágenes y sobre las propias actitudes de los artistas y cómo las utilizan. ¿Cuál es tu visión de estos dos textos?

 

         El arte producido en el Paraguay es omitido no sólo en esos textos, sino en toda la bibliografía referida a este ámbito: no forma parte de la teoría ni de la historia oficial del arte latinoamericano. Algunos artistas aparecen en los circuitos de exposiciones internacionales, pero en general este país es sistemáticamente apartado de cualquier reflexión sobre el arte del continente. Sostener que esta exclusión resulta limitante no corresponde a motivaciones nacionalistas o a intentos de reivindicación de los rincones relegados de América Latina (por la propia América Latina), sino a la consideración de que ciertas prácticas producidas en recodos oscuros y circunstancias crispadas pueden acercar claves importantes para reflexionar acerca de la diferencia en la periferia. Seguir estas pistas menores, estos pequeños relatos, para usar tu expresión, podría ayudar a detectar no raíces ancestrales o algo así, sino particularidades específicas: respuestas alternativas, otras sensibilidades, formas paralelas a las señaladas por el mainstream. Sí, creo que los grandes nombres del arte latinoamericano resultan fundamentales, claro, pero habría que arriesgarse a explorar, también, las historias menudas, los rastros mínimos, invisibles casi.

         No creo en una exaltación romántica de lo marginal por lo marginal, pero el arte es producto de límites, de bordes, de márgenes. Creo, por ejemplo, que uno de los lugares más potentes del arte latinoamericano actual ocurre en las intersecciones entre lo culto y lo popular. Hay algunos nombres consagrados, como Bispo7, por citar un caso, pero hay muchos otros que deberían ser considerados, independientemente de su reconocimiento por los circuitos consagrados del arte.

         A este nivel de la conversación no me estoy refiriendo ya a los textos de Maricarmen Ramírez y Luis Camnitzer que, por supuesto, significan aportes fundamentales y complementarios para reflexionar sobre ciertas líneas históricas del arte latinoamericano. Entiendo que ellos seleccionan determinados casos sin pretender que sean los únicos; no creo que exista pretensión exhaustiva alguna en sus investigaciones (ninguna lectura contemporánea pretende ser antológica y completa).

 

         En El ante fuera de sí mencionas a Carlos Colombino, Osvaldo Salerno, Bernardo Krasnianhsy y Luis A. Boh, artistas que utilizaron como punto de partida modelos conceptuales para sus propios fines. ¿Podrías hablar de obras específicas que muestren cómo ponen estas estrategias en práctica?.

 

         Para no extenderme demasiado, me referiré sólo a dos obras, a título de ilustración. La primera es Et (de la serie 1979) de Carlos Colombino. Esta xilopintura (madera tallada y coloreada al óleo) forma parte de una serie titulada Reflexiones sobre Durero, que se apropia de imágenes del maestro alemán para reflexionar sobre el lenguaje pictórico, revisar los dispositivos de la representación y delatar la ficción de sus recursos figurativos. Por un lado, la obra ironiza acerca de su condición meta lingüística, por otro, la madera se exhibe en su materialidad, muestra sus vetas y texturas, simula su mismo color y revela el engaño de la escena ostentando sus mismos expedientes retóricos. Pero estas jugadas autorreflexivas no se agotan en su gesto narcisista: el discurso de la obra logra desprenderse de sí mismo y se vuelve sobre la historia desde la perspectiva despejada de un lenguaje sometido a crítica y revisión. Reflexionar sobre Durero no implica sólo una táctica ingeniosa para inspeccionar el mecanismo de la imagen, sino reconocer el semblante de Occidente en el fondo de una memoria colonizada y, a partir de ese gesto, oponerle una práctica nueva, abrirlo a nuevos sentidos. Y esos sentidos tienen que ver con el tiempo propio: el presente de la dictadura. La obra representa una figura monolítica y ahistórica, al margen del cambio, a salvo de toda práctica transformadora: la representación de Maximiliano de Austria es desplazada sin duda por la figura atemporal de Stroessner (recuerda el eslogan oficial "El Paraguay eterno con Stroessner"). Los mismos recursos que niegan la transparencia de la representación refutan la solidez inmutable del tirano: el cuerpo compacto del personaje aparece descabezado, suturado, estirado hacia el afuera del cuadro, por encima del lenguaje, y expuesto, así, en su artificio ideológico. Vaciado de su sustancia, reducido a boceto de una obra ajena, se transforma en un caparazón hueco, en una mole expuesta a la intemperie de todos los vientos de la historia. Este juego le permite a Colombino discutir desde la metáfora ciertos mitos del régimen dictatorial basados en la inmutable estabilidad de las instituciones y la omnipotencia del poder.

         El segundo caso se encuentra ilustrado por el grabado Las llaves, de Osvaldo Salerno, realizado en 1974, durante los años más duros de la dictadura militar del Paraguay. Luego de entintarla de negro, Salerno estampa una llave real repitiendo su impresión obsesivamente como si las figuras fueran caracteres de una tipografía conocida y reglamentada; todas las llaves de la serie se encuentran quebradas, salvo la última, que aparece entera. Concebido su espacio gráfico como plano de inscripción lingüística, la obra entra a discutir los mecanismos del significado: impresas directamente, las llaves se representan a sí mismas desde la fidelidad denotativa avalada por el vestigio de su propia impresión, pero, al tratar de fijar la llave real, su huella termina indicando una ausencia: las sombras del objeto sustraído. Tal concepto se inscribe sin duda dentro de la agenda de la reflexión sobre los mecanismos del lenguaje, que anticipa la discusión contemporánea acerca de la paradoja de la representación: signos de sí, las imágenes devienen adversarias de las cosas que suplantan y cuya presencia intentan usurpar.

         Pero ese momento reflexivo se abre enseguida a otras cuestiones. Metáforas de la represión y del impulso libertario, las llaves se repiten obsesivamente como cifras de palabras y deseos encerrados, pero también como posibilidades de forzar imaginariamente la puerta bloqueada por la censura autoritaria, de transgredir la dirección única marcada por el poder. La reiteración de las llaves corresponde a una compulsión a inscribir lo que no puede decirse pero necesita desesperadamente ser dicho. Esta redundancia asume los mecanismos del orden simbólico; repetidas, las imágenes funcionan como las unidades lingüísticas de un texto articulado. La ruptura de la secuencia compromete, así, tanto el plano de la imagen como el de la escritura. La última llave, la entera, la sublevada, introduce la figura de la diferencia, perturba el orden del discurso y desplaza bruscamente la dirección del sentido. Y este giro, señal del deseo libertario, sirve para anticipar imaginariamente la perturbación en el rumbo de una historia prefijada, el desvío que altera el esquema inquebrantable del poder.

         Vuelvo a tu vivencia durante el periodo de transición para hablar específicamente de tu experiencia en el Museo del Barro8, un proyecto creativo e imaginativo que formaba parte de ese nuevo clima optimista. Como museo que sobrevive con fondos privados, el Estado pareciera haberle dejado definir y encontrar su propio camino antes de apoyarlo activamente. ¿Tiene el Estado una política cultural de financiación de proyectos?

         Por otra parte hablas de la euforia en el periodo de transición y su rápida caída en otras realidades más complejas y potencialmente violentas. Esto me hace pensar en el caso español, que tuvo su propia versión de transición, más condicionada, si quieres, por el denso peso de la historia europea y los modelos inmediatos a los cuales aspiraba España. En efecto, una de las mayores preocupaciones psicológicas de la sociedad española era su reincorporación a Europa y su participación en las atracciones de la economía y cultura europeas al otro lado de los Pirineos. Era claramente excesivo esperar que la transición iba a resolver los problemas enquistados del franquismo, o transcurrir sin dificultades, como se puso de manifiesto con el intento, hoy caricaturesco, de Golpe de Estado del 23 F.

 

         Apenas caída la dictadura e iniciado rápidamente el proceso de la transición, los mecanismos represivos fueron desmontados, levantada la censura y asegurada una escena, desconocida hasta entonces, de libertades civiles. Los conjurados (los creadores, los pensadores) comenzaron a emerger de sus reductos para enfrentarse a un paisaje extrañamente despejado. La situación planteaba desafíos nuevos y exigía nuevas tareas políticas: la articulación de fuerzas dispersas, la construcción de tejido social (la restauración de la esfera pública), la conquista de ámbitos disciplinarios propios y el inicio, inédito, de estrategias negociadoras con el nuevo gobierno. Sí, había, obviamente, un clima de entusiasmo optimista: los sectores culturales se sentían llamados a restablecer la República. Por primera vez se daba la posibilidad de un poder específicamente cultural que irrumpiera como fuerza específica en el escenario social; por primera vez los sectores culturales encontraban habilitada esa escena y ellos mismos se hallaban dispuestos a ocupar posiciones, medir fuerzas, negociar acuerdos y discutir espacios; participar como sujetos políticos, en suma, no como furgón de cola de los partidos políticos o del gobierno, sino desde su propio ámbito definido vagamente como "ciudadanía cultural".

         Sí, el Museo del Barro era parte de este clima, parte importante. De hecho, en febrero de 1989, el mismo mes en el que la dictadura fuera derrocada, el museo convocó una asamblea que bajo el título de Trabajadores de la cultura reunía un grupo importante y sumamente representativo de artistas e intelectuales. Durante las reuniones, realizadas en el local del museo, se discutía sistemáticamente el papel de la sociedad cultural ante las nuevas circunstancias y se analizaban estrategias de participación y negociación; las conclusiones eran previsibles pero cargadas de vehemencia. La gente de cultura debía promover la consolidación de la escena pública sin sacrificar la especificidad de su ámbito, lo que suponía consolidar sus organizaciones sectoriales y afirmar el lugar de sus propias prácticas y sus discursos.

         Pero las cosas no resultaron tan fáciles. Pronto los movimientos culturales comenzaron a menguar sus empujes y bríos y comenzó a desteñirse su presencia en la nueva escena pública. Esta decepción se explica, por cierto, por el rápido desengaño que produjo un modelo fraudulento de transición: la conciencia de que el cambio significaba nada más que el aggiornamiento del régimen, su adecuación a los nuevos libretos globales; las estrategias del mercado transnacional exigían, ya se sabe, modalidades diferentes, que incluían el respeto de los derechos humanos y, por ende, el fin de los formatos dictatoriales.

         Pero el desencanto de la transición coincidía además con el espíritu de los tiempos, entibiado por la apatía posmoderna y vinculado con específicas situaciones locales. El tiempo heroico de resistencia a la dictadura y al imperialismo, el sueño de cambiar definitivamente la sociedad había terminado bruscamente. La nueva situación exigía negociaciones y concertaciones sobre el fondo de un incierto clima crepuscular que borroneaba las posiciones, tan claras durante la época del régimen dictatorial, cuando los "trabajadores de la cultura" conformaban un sector marginado y perseguido y se sentían parte de un frente común antidictatorial y progresista.

         Es que, aunque las dictaduras militares latinoamericanas intentaron destejer los tejidos sociales, no pocos grupos culturales resistentes fundaron certezas y diseñaron insignias de identidad en su oposición al despotismo, tanto como en sus propios miedos y esperanzas. Ser anti-Stroessner constituía la primera seña de una identidad compartida por partidos, movimientos y sectores varios.

         Después de Stroessner las posiciones no son ya definitivas, ni es tan tajante el límite que separa aliados y adversarios, ni tan sagrados los fundamentos de las verdades. Por eso, desorientados en un terreno desconocido, faltos de convicciones y rumbos, aquellos sectores disidentes han sido incapaces de proponer, a través de las figuras y los discursos cuyo hacer les compete, símbolos que promovieran la cohesión social, conceptos que aventurasen perspectivas de conjunto e imágenes que promovieran identificaciones colectivas y anticipasen tiempos deseables. Cito un texto mío escrito en los inicios de la transición: "Cruzada por tensiones insolubles, la transición es vivida más como escisión que como esperanza. Manifiesta la incapacidad de conciliar el desencanto que sucede a la pérdida de los mitos con la exigencia de encontrar sentidos nuevos que conviertan en historia tanto esfuerzo social disperso, tantos fragmentos de antiguos sueños". Lamentablemente este párrafo sigue teniendo vigencia hoy. Existe una producción intensa de obra, pero, diseminada, la misma no logra ser inscripta en proyectos que reconozcan pistas en ellas.

 

         Lo que también me sorprende de tu argumento en este libro (aunque se trata de una sensación que he tenido a menudo en América Latina) es la evocación poco simpatizante de lo que entiendes como un posmodernismo neutro, pos-histoire y decadente, como otra imposición teórica colonial. Digo esto ya que, desde mi perspectiva, la teoría posmoderna proporciono un   vehículo crítico para el análisis de las condiciones socioculturales de las sociedades postecnológicas, aquí cito, por supuesto, la definición de Jameson, quien inicialmente atacó la cultura posmoderna desde una postura marxista pero más tarde cambió de orientación y abarcó una tarea más necesaria; es decir, el análisis crítico llevado a cabo desde el interior del proceso. Hablamos de un proceso que dados su orígenes neoliberales y socioeconómicos se convertiría en el modelo que Estados Unidos y los países de la incipiente Unión Europea buscaban imponer a -y sacar provecho de- países menos desarrollados, capaces de proporcionar materia prima y mano de obra barata. Bueno, todo esto es algo sabido, sin embargo, aunque no se compartan las aspiraciones económicas de este modelo, este mismo periodo también se caracterizó por una extraordinaria renovación cultural.

         Mi propia preparación vino a través de poetas norteamericanos como Charles Olson, el que fue rector del Black Mountain College, una propuesta educativa experimental. Tan pronto como en 1958, Olson ya reclamaba una alternativa al mundo egocéntrico del modernismo y la necesidad de definir un hombre posmoderno capaz de adoptar posturas más excéntricas. De pronto, la poética norteamericana logró abrir toda una serie de opciones tanto teóricas como vivenciales: la imagen profunda, etnopoesía, la escuela de la costa oeste, la poesía Beat, etcétera. Cage apareció en la música y sus textos influyeron tanto en el arte como en la poética, y, a la vez, fue una figura clave para la nueva música norteamericana de Steve Reich, La Monte Young, hasta Terry Riley, etc. La misma ruptura de estructuras y normas tuvo lugar en el jazz con la aparición en escena del free jazz de Ornette Coleman y la vuelta a las raíces africanas a través de la música de Coltrane, así como la poesía casi oral de I mi Baraka y el movimiento Black Power. Sin mencionar el innovador empuje de lo que se denominó la New Fiction: una novela posmoderna de estilo metaficcional que, de forma muy semejante al arte conceptual, cuestionó las reglas del género, abandonando el personaje, la trama, y el desarrollo lineal, en favor de lo que Donald Barthelme definió como dreck (sobras), blague (broma) y digresión. Eran preocupaciones algo cínicas y apolíticas quizás pero muy afines a las condiciones psicológicas de la sociedad norteamericana.

         Este estallido de energía me intereso mucho más que el esfuerzo de tardío y algo patético de Harold Bloom  de restaurar un canon occidental al marchitado. También estaban muy presentes el arte pop, el minimalismo y el arte conceptual (más o menos los mismos jugadores). Fue en este mismo clima, en estas mismas fechas cuando tuvo lugar la devolución de algunas colonias a sus legítimos dueños y la subsiguiente aparición de la teoría poscolonial. A la par, en el contextode Europa oriental se vivía el colapso de los modelos ideológicos polarizados  y el final de la Guerra Fría. Hubo, inevitablemente, o así lo veo, una pérdida o una falta de creencia y, como consecuencia, la aparición de un cinismo no forzosamente sin energía, sino creativo. Los países latinos, por supuesto, no vivían las mismas pautas. Su posicionamiento con relación a la teoría posmoderna cuando no fue un rechazo directo, consistió en dar forma a estas preocupaciones adaptándolas a sus variantes regionales, como sucedió, como tú mismo has dicho, con el arte conceptual en Paraguay. En otras palabras, esta variante, no entró dentro del marco transnacional. De todas maneras, lo que me importa señalar es que el impulso posmoderno no es solamente una extensión de los objetivos socioeconómicos o socioculturales de un capitalismo avanzado, sino un modelo critico de análisis de los mismos.

         Teóricamente este modelo parece ofrecer ciertas posibilidades de adaptarse a las circunstancias y diferencias locales de otros países que están entrando en el embrollo neoliberal. El posmodernismo teóricamente abraza la dinámica de interacción entre centro y periferia. A mi parecer, a diferencia de muchos colegas latinoamericanos, no creo que fuera sencillamente un esfuerzo más para imponer una filosofía neocolonial tardía, que pretendiera abrazar -cuando ya estaba claro en sus textos teóricos que no fue así- modelos económicos neoliberales. Aunque también es cierto que en Estados Unidos se mantenía un debate candente entre los pensadores conservadores posmodernos y, por falta de otro término, los teóricos liberales. Todos los temas alrededor de la diferencia: feminismo, etnicidad y preferencia sexual, reconocidos como valores positivos y no sencillamente como realidades, podrían ser entendidos como igualmente significativos en los dos contextos, el anglosajón y el latino. El énfasis iba a ser diferente pero reinaba la misma ceguera y prejuicio en los dos contextos. ¿Cuál es tu postura actual con relación a la teoría posmoderna y cómo ha ido evolucionando a través de los años?.

 

         Posiblemente se cometa una cierta injusticia hoy con el término "posmoderno" que, considerado en un primer momento como una panacea, ha pasado a ser tratado progresivamente sólo desde sus aspectos más negativos: la fórmula trivializante de "lo políticamente correcto", su seducción por las industrias culturales (su "integración" en el sentido de Eco), su populismo, su adhesión acrítica al multiculturalismo académico norteamericano, su anti-utopismo intransigente, su celebración apresurada de toda mescolanza, su tendencia, bastante irresponsable, a echar por la borda alegremente grandes figuras del pensamiento occidental y hasta grandes conquistas de su historia.

         Aun sus aportes se han vuelto sospechosos: la diferencia posmoderna se ha folklorizado; la diversidad, exotizado; la política de la identidad ha esencializado las particularidades y llevado al encapsulamiento de lo sectorial en detrimento de la articulación social que requiere el espacio público; el elogio de la hibridez ha terminado por oscurecer las particularidades locales, etc. La crítica del posmodernismo tiende a leerlo sólo como una mezcla, de filiación ilustrada, del cinismo del "todo vale" y la intransigente candidez del "alma bella" hegeliana, entretenida, en este caso; con las formas culturales alternativas. En fin, la buena conciencia occidental reajustada a los requerimientos globales. Quizás la fuente mayor de confusión de este término derive del hecho de que llamamos "posmoderno" -y no tenemos otra opción que hacerlo- tanto al sistema histórico del capitalismo avanzado como a su crítica: abolida, posmodernamente, toda diferencia entre el dentro y el afuera, la disidencia forma parte del sistema. (Y se ufana de hacerlo).

         El problema es que la cara oscura del posmodernismo impide leer sus aportes fundamentales que, aunque hayan banalizado la filosofía de la diferencia y en general el pensamiento posestructuralista francés, abrieron sin duda caminos a la tolerancia y el reconocimiento de la diversidad cultural y sirvieron para cuestionar, en los hechos, el paradigma unilineal, teleológico y evolucionista de la cultura ilustrada y el autoritarismo discriminatorio de la sociedad patriarcal y su modelo heterosexual, masculino y blanco. Y también sirvieron, sin duda, para alertar acerca del colapso planetario desde la perspectiva ecológica.

         Creo que en el plano del arte el posmodernismo actuó de manera atolondrada. Proclamó demasiado pronto el levantamiento de todas las fronteras, la equiparación de todas las formas, la anulación de todas las distancias. Y eso jugó a favor del esteticismo light de los mercados transnacionales. Y, consecuentemente, en contra de las dimensiones más oscuras y complejas -las más fecundas, las más intensas- del arte. Y no hablo, obviamente, sólo del arte ilustrado.

         El posmodernismo animó con fuerza la escena cultural mundial, sacudió sus figuras, abrió caminos y fijó posiciones, pero intentó convertirse, a su vez, en un modelo. Un modelo moderno, sancionador de todo lo anterior a sí y aspirante, a su pesar quizás, a construir totalidades (blandas, pero totalidades al fin). Pero, bueno, ese es el pecado de todo pensamiento occidental, que no puede rebelarse contra su vocación y su destino de devenir paradigma universal. Creo, en última instancia que el posmodernismo configura un panorama epocal más y cabe ante él lo que corresponde hacer ante cualquier condicionamiento histórico: asumirlo y enfrentarlo, cuestionarlo, aprovechar sus contribuciones y discutir sus certezas en pro de los afanes de la sensibilidad y la inquietud del concepto.

 

         Hablábamos hace un momento sobre el Museo del Barro, quería preguntarte cómo pusiste en marcha la definición de los ejes de la colección y el programa del museo. Está claro, por un lado, que se trató de una respuesta a las realidades inmediatas e históricas de la constitución étnica de la sociedad paraguaya, pero a la vez, sospecho que también tuvo la intención de proponer una contra respuesta a la manera en que los poderes hegemónicos entienden, leen, y construyen la historia de arte en términos de su propia producción, una visión habitualmente presuntuosa, prepotente y ciega. También constituye, a mi parecer, un proyecto modélico en términos de la museografía no solo en el ámbito latinoamericano sino a nivel internacional. Sin embargo, se trata de un modelo poco común. En Brasil Emanoel Araújo ha hecho esfuerzos hercúleos para trasladar la atención hacia la cultura afro-brasileña, aunque quizás al mostrarla como un fenómeno separado no se establece la relación de paralelismo con el arte contemporáneo.

         También recuerdo el Museo Afro-brasileño de Salvador de Bahía que me pareció un triste espectáculo; afirmación miserable y menor del arte dominante de la región. Quizá se explica por razones de presupuesto, pero incluso si es así, se trata de un índice de cómo se distribuye el dinero. Pero aun más grave, en mi opinión, es que buena parte de América Latina ha dado la espalda al arte indígena como una manifestación de lo contemporáneo. Otro aspecto que resulta preocupante es que, en los países más pequeños, el arte contemporáneo es a menudo producto exclusivamente de una clase burguesa. La explicación a esta circunstancia es clara porque tienen los medíos para acceder, pero las implicaciones son más complejas y problemáticas.

 

         El Centro de Artes Visuales/Museo del Barro está constituido por un complejo museal que expone en pie de igualdad el arte indígena, el popular y el erudito, por llamarlo de alguna manera. Todas estas manifestaciones son tratadas como formas de arte y como expresiones contemporáneas, aunque algunas de ellas (correspondientes sobre todo a las culturas indígenas) se hayan vuelto arqueológicas en el curso de pocos años.

         Creo que el uso del término "arte indígena" no sólo permite expandir el panorama de las artes contemporáneas, mutilado por un concepto demasiado estrecho de lo artístico, sino promover la diferencia cultural: reconocer formas de arte alternativas a las del occidental e impugnar el prejuicio, claramente etnocéntrico, de que existen formas culturales superiores e inferiores, merecedoras o no de ser consideradas formas privilegiadas del espíritu. Por eso, el uso de ese término también permite apoyar la reivindicación de la diversidad y la defensa de los derechos culturales. La autodeterminación de las culturas indígenas requiere el respeto de sus propios sistemas de sensibilidad, imaginación y creatividad, mediante los cuales refuerzan la autoestima comunitaria y afirman la cohesión social. Por último, la defensa de otras formas de arte puede promover miradas nuevas sobre hombres y mujeres que, cuando no son despreciados, sólo son considerados -desde la compasión o la solidaridad- como sujetos de explotación y miseria. Reconocer en ellos a artistas, poetas y sabios obliga a estimarlos como figuras notables, sujetos complejos y refinados, capaces no sólo de profundizar su propia comprensión del mundo, sino de alentar con los argumentos de la diferencia el deprimido panorama del arte universal.

 

         Entonces, ¿cuáles fueron las consecuencias de la dictadura para las comunidades indígenas? Si lograron una cierta aceptación social, ¿tomaron conciencia la sociedad y los intelectuales sobre su contribución cultural y riqueza? Recuerdo que en los años sesenta en Estados Unidos ciertos poetas importantes se volvieron hacia la cultura india norteamericana, alguno de ellos llegó a vivir en las reservas. Es decir, la poesía, el arte y la crítica comienzan a interesarse por la antropología o por un pensamiento interdisciplinar.

 

         La dictadura veía la cuestión indígena como un problema: un signo de atraso que debía ser eliminado. Carente de toda política en ese plano, relegó el trabajo sucio a ciertos misioneros, encargados de aplicar programáticamente el etnocidio.

         En cuanto a si los artistas e intelectuales tomaron conciencia de esa condición, sí, muchos de ellos y muy destacados no sólo fueron conscientes de esa situación, sino que lucharon en pro de sus derechos postergados. El libro editado por Roa Bastos, Las culturas condenadas9, es apenas un ejemplo de una amplia bibliografía sobre el tema que tuvo su correlato en trabajos importantes de promoción de la causa indígena y denuncia de las violaciones de sus derechos a la diferencia étnica. Pero este interés no se manifestó mucho en una interdisciplinariedad artística: los creadores miran con respeto las culturas indígenas pero, en general, no se atreven a incursionar en sus imaginarios y buscar cruces con ellos. Es como si temieran caer en folclorismos indigenistas o supusieran que los códigos de base (los indígenas) fueran más fuertes que los lenguajes que recayesen sobre ellos, riesgo común en este tipo de apropiaciones transculturales. De todos modos, hay casos interesantes de artistas que incorporan temas y figuras provenientes de la cultura indígena. Ahora bien, el movimiento contrario sí es muy común: las diferentes etnias no tienen ningún problema en apropiarse de signos, imágenes y discursos provenientes de la cultura masiva y, aun, de la ilustrada. Este hecho asegura una saludable posibilidad de mantenimiento de las formas étnicas a través de su readaptación a nuevas situaciones.

 

         Has sido curador por Paraguay de la Bienal de São Paulo durante diez ediciones, una plataforma privilegiada del arte contemporáneo en América Latina. Desde esta perspectiva, ¿cuáles serían las mayores transformaciones que han sucedido, a tu parecer, en el campo de lo contemporáneo y a dónde te gustaría ver que se dirige?

 

         Sí, en verdad fueron diez ediciones a lo largo de veinte años, lo que supone un tiempo muy largo. Con relación al desarrollo de la institución Bienal de São Paulo durante este tiempo, creo que la mega-exposición se desinfló bastante, parece desorientada y confusa, sin rumbo ni designios claros; quizás sea su formato demasiado grande para ser asumido curatorialmente desde una perspectiva unificada. De todas maneras, la Bienal de São Paulo debe ser urgentemente actualizada y esa tarea debe comenzar por la renovación de su propia sede de la bienal, a todas luces vetusta, inapropiada para sostener un planteamiento curatorial contemporáneo.

         Con relación al discurrir del arte contemporáneo durante estos años, ocurrieron muchas cosas, ¿no? Pero es difícil detectarlas conceptualmente desde la posición en un tiempo que involucra a uno mismo como partícipe y testigo. Quizás el arte contemporáneo ganó definición en lo referente a un auto cuestionamiento que pasa por remarcar sus límites y poner en cuestión su propia institucionalidad. Y de hacerlo sin radicalismos, con cierta calma, con cierta resignación casi. Creo que el arte salió favorecido en su pérdida de soberbia: asume melancólicamente no sólo las ruinas de sus certidumbres (el fracaso de la representación, la imposibilidad de lo real), sino la contingencia de sus lugares: ya no tiene territorios asegurados ni puestos fijos, sino que debe ocupar emplazamientos provisionales, inventar sitios provistos de un valor específico, relacional. Esto podría ser leído en clave de derrota, sin duda, pero también considerado como una posibilidad de reinventar funciones y recuperar la fuerza de lo imaginario en medio de una escena desencantada (o encantada sólo en registro de mercado).

 

         Está claro que el lenguaje del modernismo produjo figuras muy importantes en Argentina, Brasil y otros países del Cono Sur. Paraguay tuvo sus propios nombres pero, como señalas, sufrió un doble peso de influencias; por un lado la de sus grandes y poderosos vecinos y, por otro, la del mundo europeo. ¿Cuáles son las figuras que destacan en la historia paraguaya? Había artistas paraguayos afincados en el extranjero cuya obra te parece significativa? Estoy pensando, sobre todo, en figuras secundarias que necesitarían aún una investigación más completa.

         Ciertos fecundos artistas paraguayos modernos no son modernos y extraen su fuerza de ese anacronismo. Cito un solo caso: el de Ignacio Núñez Soler, desconocido fuera del país (aunque la editorial del Banco Velox publicó un libro sobre su obra, de alcance regional rioplatense, y Roberto Amigo, un historiador argentino del arte que le dedicó un trabajo10). Núñez Soler desarrolló una obra potente, descaradamente libre de presiones metropolitanas; cruzada por temporalidades diferentes, animada por estilos, acervos culturales e imaginarios de procedencia múltiple; crecida entre la cultura masiva, la popular y la erudita, desdeñosa de todo canon. Una obra rigurosamente responsable de sus aspectos formales y, al mismo tiempo, obsesionada por las situaciones (las anécdotas, las grandes gestas) que ocurren fuera del círculo del arte. En fin, una obra contemporánea que amerita ser considerada por la historia y la teoría de las artes visuales latinoamericanas, demasiado distraídas en relación con lo que acontece al margen de los circuitos canónicos.

 

         Recuerdo las fotos de Fredi Casco11, con las que participó en la Bienal de Valencia en 2007, en las que utilizaba, quizás por primera vez en el arte contemporáneo paraguayo, la imagen de Stroessner. Es un indicio de la extensión de la sombra del dictador, que llega hasta hoy.

 

         La verdad es que la imagen de Stroessner aparece muy poco en las representaciones del arte paraguayo; de hecho, Colombino fue el único que representó al tirano, sin rodeos, en plena dictadura. Quizás esta ausencia iconográfica se deba, primero, a la intención de evitar represiones; quizás al deseo de olvidar, después. O, tal vez, se deba al hecho de que esa figura, demasiado pesada para el imaginario local, pueda desfondar cualquier lenguaje. Como intentando reparar esa falta, Fredi no sólo usa la imagen sino que abusa de ella, la reitera. Interviene digitalmente fotografías originales del dictador rodeado de su corte de esbirros y aduladores y, mediante esa operación, duplica la presencia de Stroessner e introduce en la escena una amenaza siniestra. La experiencia histórica, tanto como la narrativa mítica que como decís, sigue arrojando sombras, fuerza a percibir esta reiteración como una pesadilla: la angustia de ver a Stroessner como un personaje auto-mutante, reproducible elección tras elección, omnipresente, eterno. El ya citado eslogan "El Paraguay eterno con Stroessner" aparece acá deconstruido desde su puesta en imagen.

 

         En 1988 escribiste el libro titulado Misión: etnocidio12 que trata sobre el esfuerzo continuado, que comienza con las misiones jesuitas hasta los evangelistas norteamericanos contemporáneos de convertir o erradicar a los pueblos indios que viven en la selva aislados de las influencias occidentales. Has estudiado y analizado las costumbres de ciertos grupos tribales, sobre todo los de la zona del Chaco, llamando la atención sobre los problemas radicales y, a menudo violentos, que surgen como consecuencia de las intervenciones de los misioneros, ya sean católicos o evangelistas norteamericanos. Haces hincapié en los peligros de la cooperación y señalas la constante manipulación de valores y costumbres que han provocado. El texto fue Construido alrededor de una serie de entrevistas que hiciste a chamanes, antropólogos, historiadores y curas. Nos presenta un marco perturbador de lo que estaba sucediendo y de lo que iba a suceder en un futuro inmediato. La Iglesia aparece en su absoluta gloria criminal. ¿Cómo ves la situación actual desde el punto de vista político y social, después de más de veinte años?

 

         Históricamente, las misiones católicas coloniales constituyeron la otra cara de la expansión colonizadora con la que compartían un mismo proyecto. La "conquista espiritual" fue tan necesaria para conquistar América como la militar y sirvió para aportar los argumentos teológicos a través de la teoría salvacionista y etnocida de la "Guerra Justa". Absolutista, autoritaria e intolerante, la evangelización católica se auto asignaba una misión redentora: liberar a los indígenas del destino de salvajes y civilizarlos mediante el mensaje cristiano. El indígena debía renegar de su mundo cultural entero y aceptar en bloque los dogmas cristianos. Más allá de los objetivos redentores declarados, la consecuencia del etnocidio misionero fue la resignada sumisión del indígena y su integración, degradada siempre, al modelo civilizatorio occidental. (Me refiero, obviamente, a los indígenas sometidos a las reducciones misioneras).

         En pleno siglo XX reaparece otro modelo misionero, orientado a responder a las nuevas necesidades de la expansión capitalista en terrenos que permanecen obstinadamente bárbaros. EL libro Misión: etnocidio toma como caso central el de la Misión A Nuevas Tribus (To New Tribes), que no es la única misión etnocida, pero que representa mejor que ninguna ese modelo. Constituida por un conjunto confuso de sectas apoyadas directamente por Stroessner y fundamentadas en una interpretación reaccionaria y fanática del pensamiento protestante, la Misión A Nuevas Tribus buscaban (buscan aún) imponer coactivamente las verdades cristianas entre los grupos más "salvajes" a través del chantaje y la persecución, la destrucción de las comunidades, la evangelización compulsiva y la seducción tecnológica. Estas medidas coercitivas funcionan bien con comunidades desesperadas, acosadas por la expansión neocolonial y despojadas de sus territorios y sus recursos naturales. Los misioneros ofrecen protección, tierra y comida a cambio de que los indígenas se entreguen a las reducciones, que básicamente son las mismas que las instaladas en el siglo XVI.

         Actualmente, este férreo sistema se ha aflojado. Las misiones católicas comenzaron a aplicar modelos más tolerantes de evangelización y, algunas de ellas, a promover labores de acompañamiento a las comunidades indígenas en sus procesos de autodeterminación política y en sus demandas de recuperación de tierras. Por otra parte, derrocado Stroessner, la Misión A Nuevas Tribus se retrajo, aunque sigue operando con perfiles bajos sin renunciar a sus metas salvíficas. Pero en un país carente de políticas públicas eficaces y escindido por brutales desigualdades, la situación de los indígenas sigue siendo muy grave en todos los ámbitos. Las únicas posibilidades de reafirmación étnica pasan por la autogestión de los pueblos. Y esto supone no sólo la consolidación interna de las comunidades, sino la consolidación de una sociedad tolerante y pluralista y la vigencia de un estado plenamente democrático, es decir, capaz de promover la equidad social y garantizar el respeto de la diferencia cultural.

 

         En 1986 publicaste El mito del arte y el anuo del pueblo, que en ciertos aspectos ya planteaba algunos de los temas que se subrayaron en la Bienal de Valencia. Estos han sido temas centrales de tus propias preocupaciones a lo largo de los años, tanto intelectualmente como de comportamiento cívico relacionado con los derechos humanos.

         Pero resultó llamativa la escasa crítica que suscitó aquella Bienal (una circunstancia que podría ser vista como un comentario indirecto sobre el estado de la crítica en el país, o incluso, de los pequeños y miserables intereses extra-artísticos) que trataba preocupaciones tan centrales en el contexto de lo contemporáneo y que no afloraron, ni positiva ni negativamente a nivel crítico, y aún más, teniendo en cuenta que el impacto visual de la muestra no hacía otra cosa sino enfatizar la convivencia en perfecta comunión del arte indígena, el arte popular y el arte contemporáneo. Todas estas obras se mostraron en un mismo espacio como manifestaciones de lo contemporáneo.

         Ni que decir tiene que en Cuba o Brasil, por ejemplo, buena parte del movimiento modernista surge específicamente como una fusión de lo popular con el desarrollo particular y peculiar del modernismo en el país. Al mismo tiempo quizás valdría la pena señalar que el movimiento modernista europeo también tuvo raíces significativas en la cultura popular urbana (jazz, circo, music hall, máquinas, etc.), es decir, lo que no existía en el contexto europeo era raza y etnicidad.

         En el libro mencionado planteas el espinoso tema de qué es el arte, es decir, cuales son los criterios utilizados para establecer tal definición y, a la vez, cuestionas radicalmente los sistemas desde los cuales emanan estos criterios; como la parafernalia masiva del proteccionismo occidental y su obsesión por imponer su propia historia del gusto y del arte, incluyendo el mito central del estatus excepcional del artista. También pones en cuestión la idea kantiana de la belleza pura exenta de función. Pero más tarde en tus textos argumentas a favor de la restauración del aura, e incluso a favor de cierto esteticismo formal. Reconozco que estas posturas quizás no se encuentren en oposición pero, ¿podrías hablar un poco más acerca de tus ideas a este respecto?

 

         Creo que recuperar la presencia del arte popular resulta fundamental en América Latina. Y, tal como te decía antes, no sólo por razones políticas, sino porque esa presencia marca fuertemente la diferencia de la producción desarrollada en las periferias y aporta pistas fundamentales al despistado arte contemporáneo. De entrada, el hecho de hablar de "arte popular" contamina lozanamente el espacio del arte, discute sus alcances y trae a colación un tema que resulta fundamental hoy en el debate teórico. Me refiero a la definición del propio concepto de arte, que ha quedado colgado tras el colapso de su bastión fundamental: la autonomía de la forma.

         El terreno de la estética se define con Kant en el siglo XVIII sobre la base de la autonomía formal, que supone la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. El problema es que la modernidad nace sobre una doble identificación. En primer lugar, la equiparación entre arte y estética, que reserva lo artístico solamente para aquellas obras en las cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). Una vez copado el ámbito de lo artístico, la autonomía formal promueve otras exigencias: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad; la obra debe ser creada ex-nihilo, a partir de una inspiración privilegiada; y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura con la tradición en la cual se inscribe.

         La segunda identificación, consecuencia de la primera, vuelve equivalente el concepto de arte con el de arte occidental. Y esto es así porque en ciertas modalidades alternativas de arte la forma no puede ser desprendida limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia. El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de imágenes sensibles para movilizar el sentido colectivo, trabajar la memoria común, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Sin embargo, sus expresiones no son reconocidas como artísticas y terminan siendo (des)calificadas dispersa y desganadamente como artesanías, ritos, folclore, cultura material, etc. Esto ocurre, como queda dicho, porque sus formas no son independientes de empleos sociales varios, es decir, no son formalmente autónomas. Tal restricción instala una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por hechos y productos en los cuales el nivel estético no desplaza los contenidos, significados y funciones extra-estéticos.

         Ya se sabe que el requisito de la autonomía y las exigencias que derivan de ella son privativas de la modernidad, corresponden a un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables al arte popular, como, tampoco, a otros modelos no modernos de arte. De hecho, toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como paradigma universal, pero, para legitimar la tradición hegemónica ilustrada, la historia oficial no tiene problemas en reconocer la "artisticidad" de culturas que carecen de las notas del arte moderno toda vez que no constituyan culturas populares en sentido estricto (arte chino, babilónico, griego, egipcio, gótico).

         Ahora bien, todo este montaje teórico ideológico, que interviene fuertemente en la definición del arte moderno, entra en crisis cuando el arte contemporáneo impugna el predominio del nivel estético y, por lo tanto, la autonomía de la forma. Ya se sabe que, a partir de esta crisis, el arte se encuentra hoy ante una encrucijada grave. Por un lado, su espacio aparece invadido por el concepto. Parecería, pues, a punto de cumplirse la predicción hegeliana: al no ser necesaria ya la forma sensible, el puro concepto no precisará la medición del arte y éste quedará como "cosa del pasado". La contraofensiva de los contenidos discursivos y pragmáticos del arte parecen no sólo acabar con el predominio moderno de la forma, sino con la forma misma: la obsesión por lo real imposible (el retorno ontológico), así como las condiciones de enunciación y recepción de la obra y sus efectos sociales (el tema de la performatividad) dejan de lado toda preocupación por lo estético formal.

         Por otra parte, desde una dirección contraria, el esteticismo planetarizado irrumpe sobredeterminado por las lógicas comunicativas, mercantiles y políticas de la cultura de masas (la bella forma ha sido cooptada en clave informativa y publicitaria). Acosado entre el desborde de los contenidos y el exceso de las formas y las imágenes, el arte se halla en situación difícil: si se entrega, complaciente, a las seducciones de la estética global, pierde su densidad y reniega de su vocación contestataria; pero, si renuncia sin más a la estética, si deserta de toda autonomía formal, termina por disolverse en discursos y programas, en conceptos, prácticas y enunciados ajenos al hacer de la mirada; es decir, termina por perder su propio espacio.

         El dilema del arte es que no puede ni defender la autonomía formal ni rebatirla; en ambos casos desaparecería. Bueno, creo que acá es donde entra a tallar la cuestión del arte popular, que ofrece salidas interesantes a esta cuestión porque trata la oposición forma/contenido no como una disyunción binaria, sino, para usar terminología derrideana, como un indecidible. La autonomía de la forma no es absoluta, depende de contingencias, de situaciones específicas, de juegos de posiciones, de lugares de enunciación. El arte popular acude a la forma, pero no la absolutiza; hace de ella un argumento para sostener otras verdades, que nada tienen que ver con la estética. Así, por ejemplo, un traje ceremonial precisa los refuerzos de la belleza para sostener mejor el mundo de significados plurales a los que se abre; apela a la forma sensible, a la apariencia, pero no se rige por los puros valores de la imagen, sino que apunta a sostener funciones y empleos extra-artísticos. Lo estético, como en Hegel, es un medio.

         Entonces, hay un instante de forma, un destello de autonomía formal, pero no una presencia cerrada de la forma autosuficiente. Derrida acerca un instrumento interesante para destrabar la oposición forma/contenido: la figura de párergon que, tomada de Kant, se refiere al estatuto oscilante del encuadre de la obra, que conforma y no conforma parte de ella. El párergon es el marco incompleto, la forma entreabierta, que, por un lado, se opone a la autonomía cerrada, absoluta, del arte, y, por otro, conserva un cierto encuadre, una referencia formal.

 

         Argumentas en este texto que el mito da forma a la identidad indígena y añades, además, el que me parece un astuto y provocador argumento: que la belleza buscada a través de la pintura sobre el cuerpo, el arte plumario o los piercings, contribuye a ampliar y aumentar los poderes del mito. Así sugieres que el valor estético proporciona un punto de diálogo entre el mundo indígena y nuestra propia visión.

 

         Creo que el formato dúctil que tiene hoy el concepto de identidad -más cercano al concepto psicoanalítico de "identificación" que al término "idéntico" (en sentido lógico metafísico)- posibilita que las identidades sean entendidas no como esencias, sino como constructor históricos, contingentes. Y permite comprender mejor los juegos y los desplazamientos entre identidades distintas. Sí, compartir un mito tribal puede constituir un factor de autorreconocimiento étnico y constituir una variable identificatoria (el grupo define un nosotros a partir de un mito compartido). Pero las apropiaciones que realizan los diferentes pueblos del acervo imaginario global también constituyen factores de construcción de identidad; empleos locales de signos de vigencia planetaria. La forma estética resulta una eficiente insignia de identidad, en ese sentido un tatuaje realizado en una comunidad ishir es equivalente a uno empleado por una tribu juvenil urbana que necesita autoafirmarse y desmarcarse de otros grupos mediante cifras específicas que los sellan para adornarlos, diferenciarlos y apuntalar la cohesión grupal. El adorno es un buen ejemplo de lo estético aplicado a la construcción de una imagen propia, y esto ocurre en cualquier cultura; es claro que también en estos casos lo estético es apenas un momento de lenguajes más complicados que trascienden la mera ornamentación.

 

         A finales de los años sesenta, el poeta norteamericano Jerome Rothenberg en su magnífico texto titulado Technicians of the Sacred, que supuso una ruptura significativa en el campo de la poesía, llama la atención sobre cómo utiliza la imagen la poesía primitiva con recursos como, por ejemplo: el juego con la tensión y extensión de la brecha entre una imagen y otra; la construcción de una cadena densa de imágenes o la sutileza de su capacidad metafórica inventiva. Afirma que todo esto tenía mucho en común con la forma en que se empleaba la imagen en la poesía de la vanguardia y sobre todo en la poesía posmoderna. Hace hincapié en la sofisticación de lo primitivo. Una antología más tardía del mismo autor, Shaking the Pumpkin, recoge estas mismas interrelaciones entre la poesía primitiva o indígena, centrándose, esta vez, en la poesía india norteamericana. Estos acercamientos pos-Levi-Strauss estaban en el aire. Por supuesto, Estados Unidos tiene su propio pasado colonial y también ¡su versión oficial del mismo! Sin embargo, en el caso de Paraguay o de las culturas andinas, estas fusiones probablemente son más complejas, totalmente integradas en su historia, si no completamente, junto con las secuelas de la cultura colonial.

 

         Yo creo que estas confrontaciones transculturales resultan no sólo válidas teóricamente (son fundamentales para la antropología y la crítica cultural), sino fecundas en términos de interpretación y producción de obra. Los indígenas tienen un alto sentido poético, más cercano, estoy de acuerdo, a la sensibilidad posmoderna o contemporánea que a la moderna. En el Paraguay existen recopilaciones importantes de poesía aché y guaraní. Los guaraníes, específicamente, tienen un lenguaje cargado de metáfora y de sugerencias poéticas: las palabras y las frases se construyen de acuerdo a patrones altamente retóricos. Pero es cierto lo que decís, en el Paraguay -como supongo, también sucede en la zona andina- las fusiones son mucho más complejas porque, de hecho, el idioma principal que se habla en el Paraguay es el guaraní (el 84% de la población se comunica en esta lengua), lo que hace que el propio idioma español paraguayo se encuentre en gran parte moldeado o, por lo menos permeado, por la sensibilidad guaraní. Esta presencia del idioma popular es aún mayor en la literatura, y no sólo en la escrita en guaraní, sino en la producida en español, marcado por imágenes, percepciones y construcciones sintácticas derivadas de la cosmovisión lingüística guaraní.

 

         De modo que me pregunto ahora cuáles serían los cambios que has notado en los últimos veinte años en la recepción de estos argumentos y de qué manera ha evolucionado el estatus de la población indígena, asumiendo, por supuesto, que les interesa más el reconocimiento de sus derechos (y tú has trabajado mucho al respecto) que integrarse en la sociedad.

 

         Es difícil percibir cambios radicales en este ámbito. Lo que es seguro es que existe hoy una conciencia mucho más clara acerca de la importancia de reconocer la presencia del guaraní y luchar por su reconocimiento pleno como lengua propia del Paraguay (donde el español y el guaraní son los idiomas oficiales, aunque en total se hablen diecisiete idiomas). En cuanto a la extremadamente difícil situación actual de las poblaciones indígenas, creo que la cuestión pasa por no considerar como una disyunción incompatible el reconocimiento de los derechos, por un lado, y la integración en la sociedad, por otro. Es indiscutible que tiene que lucharse por un reconocimiento cabal de toda forma de diferencia cultural; pero también tienen que apoyarse las reivindicaciones étnicas de su derecho a la autogestión. Son los propios indígenas quienes tienen que decidir si integrarse o no, y cuándo y cómo hacerlo. Lo que el Estado tiene que hacer es garantizar condiciones democráticas de integración. Y cuando hablamos de "integración", hablamos de participación en la escena pública nacional en términos pluriculturales; no de dilución de lo indígena en esa escena (lo que constituiría más bien un caso de "desintegración"). Es decir, en ningún caso la presencia del indígena en la esfera pública nacional debe suponer la renuncia de sus particularidades culturales.

 

         Como hemos contentado antes, la forma de presentar las obras en el Muso del Barro hace de la separación y la co-habitación un principio determinante. Las obras son co-contemporáneas. En ocasiones has descrito el arte indígena como arte total, como espectáculo (algo peligroso en estos tiempos), una especie de estética de la performance. Visto desde esta perspectiva el reconocimiento de su valor debería resultar relativamente fácil. Me pregunto si este término de arte total no conlleva ciertos peligros.

 

         Sí, se pretende que las obras de arte indígenas, populares y eruditas que integran el Museo del Barro sean contemporáneas entre sí, es decir, que sean equivalentes y equiparables en el tiempo-espacio que abre la escena museal. Las piezas indígenas y populares son contemporáneas además en el sentido de que son actuales y tienen vigencia. Con eso se quiere discutir el prejuicio de que sólo el arte de tradición ilustrada tiene acceso a la contemporaneidad. Por eso no clasificamos las piezas en indígenas, populares y contemporáneas. Y esta restricción nos causa problemas porque los términos "erudito", "culto", "letrado" o "ilustrado" aparecen hoy cargados de connotaciones restrictivas, cuando no abiertamente peyorativas, que no hacen justicia a su dimensión autocrítica y sus pretensiones democratizadoras.

         En cuanto al hecho de hablar del arte indígena como obra total o espectáculo; sí, es cierto, estos términos son riesgosos y pueden prestarse a confusiones. Lo que pasa es que la médula del arte indígena es el ritual, que significa una representación y una puesta en obra del complejo sistema de expresiones que conforman el acervo estético del grupo. Uso "arte total" como conjunto que articula expresiones que Occidente separa: la danza, el teatro, la literatura y las artes visuales. Este complejo cultural cumple en cierto sentido con el sueño contemporáneo de imaginar diagramas flexibles, capaces de desmontar el sistema compartimentado de los géneros, sin anular las particularidades formales y expresivas de cada uno de ellos. Cuando se habla de "totalidades" se menciona el hecho de que en el ritual, la sociedad se autoimagina entera. Creo que esa operación -más allá del paralizante temor que inspiraba la palabra totalidad a los primeros posmodernos recupera una posibilidad de que el cuerpo social se muestre como tal, aunque fuera solamente a través de las apariencias del arte y sólo en el momento relampagueante del acontecimiento ritual. La sociedad no es un todo, pero puede construir imágenes que, fugazmente, inventen un contorno capaz de sostener la cohesión social y articular sus esfuerzos dispersos. Tampoco el término "espectáculo" es muy oportuno, ciertamente. Pero creo que resulta claro que no se lo está empleando acá según la acepción de Debord, sino en su sentido de representación. En cierto sentido, la cultura es la puesta en escena de la sociedad, que deviene teatro, espectáculo de sí. Las cosas se complican cuando toda escenificación, al ocurrir en clave de mercancía deja de constituir acontecimiento para volverse espectáculo.

 

 

NOTAS

 

1Momento anterior a las elecciones presidenciales a ser realizadas en abril de 2008.

2ESCOBAR, Ticio. El mito del arte y el mito del pueblo, RP ediciones y Museo del Barro, Asunción, 1986

(reeditado por la editorial Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008).

3PRESTIPINO, Giuseppe. La controversia estética del marxismo, ed. Palumbo, Palermo, 1974. Editado en español: La controversia estética del marxismo, (Alfonso García trad.), ed. Grijalbo, México, 1980.

4ESCOBAR, Ticio. El arte fuera de sí, ed. Centro de Artes Visuales-Museo del Barro, Fondec, Asunción, 2004.

5Exposición comisariada por Luis Camnitzer, Jane Farver y Rachel Weiss y organizada por el Queens Museum of Art de Nueva Yorir en 1999.

6CAMNITZER, Luis. Conceptualism in Latin American Art: Didactics of Liberation, University of Texas Prees, Austin, EE.UU., 2007. Existe una versión en español: Didáctica de la liberación. Arte conceptualista latinoamericano, ed. Cendeac, Murcia, 2009.

7Arthur Bispo do Rosario (Sergipe, 1909-Río de Janeiro 1989) era esquizofrénico paranoide, vivió cincuenta años en un hospital psiquiátrico en Río de Janeiro. En su obra utilizó el ensamblaje de materiales de deshecho, los signos y la palabra para recrear un universo personal de objetos. N. de E.

8Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, Asunción, Paraguay. Creado en 1979, en sus salas se expone simultáneamente arte popular, arte indígena y arte contemporáneo.

9ROA BASTOS, Augusto. Las culturas condenadas, ed. Siglo, XXI, México, 1978 (primera edición).

10ESCOBAR, Ticio (textos) y SALERNO, Osvaldo (curador). Ignacio Núñez Soler, ed. Banco Velox, Buenos Aires, 1999.

11 Fredi Casco (Asunción, 1967) utiliza en la obra fotografías de archivo intervenidas. Ha realizado una serie sobre Stroessner. Ha participado, entre otras exposiciones, en la V Bienal Mercosur, Porto Alegre.

12ESCOBAR, Ticio. Misión: etnocidio, ed. Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas, Asunción, 1988.

 

 

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