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MARIO ANÍBAL FERREIRO S.

  LA CASA VACIA - Cuentos de MARIO FERREIRO - Año 2012


LA CASA VACIA - Cuentos de MARIO FERREIRO - Año 2012

LA CASA VACIA

 

Cuentos de MARIO FERREIRO

 

Agradecemos a la familia Stampf el permiso

para publicar la foto de la portada.

La casa pertenece a la Sra. Greta Stampf.

2012

© MARIO FERREIRO

© CRITERIO EDICIONES

Caballero 270 c/ Mcal. Estigarribia

Teléfs.: 496 991 - 449 738;

fax: (595-21) 448 721

Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py

E-mail: agatti@libreriaintercontinental.com.py

Foto de tapa: MARÍA ELENA CABALLERO MORA

Foto de solapa: Carlos Troche

Diagramación: Gilberto Riveros Arce

Corrección: Arnaldo Núñez

Mucho celo y técnica fueron empleados en la edición de esta obra. No obstante, pueden ocurrir errores de digitación, impresión o duda conceptual. En cualquiera de las hipótesis, solicitamos la comunicación a nuestra Casa Central para que podamos esclarecer o encaminar cualquier duda.

La Editora y el autor no asumen responsabilidad alguna por eventuales daños o pérdidas a personas o bienes originados por el uso de esta publicación.

Hecho el depósito que marca la Ley N° 1328/98

ISBN: 978-99967-25-32-6

Asunción – Paraguay

2012 (127 páginas)

 

 

 

 

UNA BREVE GUÍA PARA LEER ESTE LIBRO

 

"La casa vacía" no se aleja mucho de las modestas intenciones originales de mi primer libro de cuentos, "El Tranvía". Aún así, el lector encontrará historias breves en las que se entremezclan realidad y ficción., en un juego-ejercicio en el que la literatura intenta hacer acto de presencia cuando menos en la ocurrencia feliz de una frase ingeniosa, o la transmisión de una idea valiosa. El primer cuento se llamó originalmente "Primer recuerdo" y consistió en el intento siempre vano de rescatar lo primero que se alojó en muestra memoria allá lejos en la niñez. Al final, la anécdota ingenua de aquella fuga infantil me condujo hasta el planteo profundo de haber buscado desde siempre una casa que en gran parte de mi vida me ha sido esquiva.

"El robo del siglo" comenzó como una reseña a la novela de una joven y talentosa escritora compatriota. Al final el personaje que estaba escribiendo ese comentario se transformó en un monstruo enloquecido por sus propias limitaciones y por la envidia. O sea, se hizo cuento y al mismo tiempo homenaje.

"Buenos Aires me mata" intenta describir un paisaje siempre atractivo para varias generaciones de paraguayos que hemos ido y venido de esa esa gran ciudad huyendo de nuestros peores fantasmas: el hambre, la guerra civil o simplemente de la realidad. Una urbe a la que siempre volvemos, o de la cual nunca nos fuimos del todo. "Será por eso que la quiero tanto", diría Borges.

La guerra grande reaparece en el relato "El paraíso improbable", intentando explicarme lo que jamás seremos capaces de comprender cabalmente: la demencial lógica de la guerra, que siempre termina matando niños, ya sea en Acosta Ñú, en Kabul o en Bagdad. Su tono es casi de letanía.

"La confesión", es una ficción que se apoya en la permanente vinculación de la violencia masculina y el maltrato sistemático a las mujeres. Una relación enfermiza que no puede tener otro final que aquel que se reproduce diariamente en los informativos de la televisión o la radio. La posesión del otro como prenda de guerra se convierte en un relato dramático y por momentos brutal.

"El blues del renegado", es un homenaje a Luis Gonzaga León Bareiro, amigo del alma y profesor particular involuntario de filosofa y literatura. Un ser tan odioso y adorable al mismo tiempo, como de hecho intenta transmitir el relato escrito a modo de tributo. Su partida fue devastadora.

"El clown", parte de una anécdota real que me contó Humberto Rubín en un estudio de televisión que luego me permití confirmar con la familia de José Olitte, agregándole por supuesto la invención casi total de una historia que terminó convirtiéndose en ficción, por lo menos en un noventa y cinco por ciento de todo el relato.

Finalmente, "El Capitán Marlboro" y "La brisa de la vida" buscan retratar de un modo imperfecto a dos personas que influyen hasta hoy en mi vida: mi padre Marcelino Rodolfo Ferreiro y la hermana Regina Sian. El primero ya fallecido hace treinta y dos años, y la segunda, con ochenta años recién cumplidos.

Puede que ambos sean los relatos menos literarios de todo el volumen, pero el sentimiento con el que fueron escritos me permite el atrevimiento de compartirlo con mis lectores en un libro de cuentos. Es mi deseo que lo disfruten.

Mario Ferreiro,

Asunción, marzo de 2012

 

ÍNDICE

DEDICATORIA

UNA BREVE GUÍA PARA LEER ESTE LIBRO

-         LA CASA VACÍA

-        EL ROBO DEL SIGLO

-        BUENOS AIRES ME MATA

-        EL PARAÍSO IMPROBABLE

-        LA CONFESIÓN

-        EL BLUES DEL RENEGADO

-        EL CLOWN

SEMBLANZAS

-        EL CAPITÁN MALBORO

-        LA BRISA DE LA VIDA

 

 

LA CASA VACÍA

 

Salí corriendo hecho una tromba y atravesó el patio de la tía China. Ella estaba como siempre atareada con los quehaceres de la casa, preparando la comida del mediodía, haciendo la limpieza con su criada y escuchando el programa de Chicle, su locutor predilecto, al que seguía con devoción.

El primero en darse cuenta de mi repentina ausencia fue como siempre mi primo Juan Carlos, que parecía mi sombra y estaba pendiente de todo lo que yo hacía. Aún así, como Juan estaba medio distraído juntando unos mangos sobre el piso de tierra recién regado, no pudo reaccionar hasta que puse velozmente mis pies sobre la calle de arena caliente.

Sé que era verano, y habrá sido en pleno enero, porque hasta ahora siento el intenso calor abrasando mis pies, y también recuerdo que mi primo no tardó en lanzarse tras mis pasos gritando como un desaforado.

Como era robusto tendiendo a obeso, el primo no pudo superar la primera cuadra y al promediar la segunda ya pude ver de reojo que volvía derrotado a la casa, echando maldiciones indescifrables y jadeando como un animal recién herido.

Aquello en vez de acobardarme, como debiera ocurrir con un niño que aún no cumplía los cinco años, pareció darme más ánimo y me empujó hacia delante con una fuerza inusitada. Con los ojos bien cerrados y los dientes apretados de rabia y angustia seguí avanzando como alma que se lleva el diablo de la siesta.

El desierto de la calle de arena era mi cómplice y el silencio de esa hora sagrada permitía que se escuche nítidamente mi respiración violenta y entrecortada como la de un fuelle descompuesto. También se escuchaba una suerte de llanto lejano que parecía más bien una protesta que nadie respondía en la quietud absoluta del lugar.

Ni siquiera los obstáculos normalmente evitados en otras siestas de exploración clandestina podían ahora detener o retrasar mi carrera. Pasé por la casa de don Comito, el temido borracho del barrio, sin sentir el habitual escalofrío de siempre ante la desvencijada puerta entreabierta. Aquel lugar hasta donde íbamos todas las tardes a arrojar cascotes, con el solo objetivo de molestar al pobre hombre que generalmente salía blandiendo un garrote para perseguirnos con aterrorizante furia.

No me asustaron las ociosas vacas pastando en el baldío de la otra esquina, ni el guardia armado del ministro, que apenas cabeceaba en su garita de madera sin prestar atención alguna a mi diminuto transcurrir. La siesta paraguaya es un territorio baldío en el que no se mueven ni los arbustos de tanto hastío acumulado. Yo, mientras tanto, levitaba de la rabia y volaba bajo por aquellas veredas inexistentes que marcaban un sinuoso camino cada vez más alejado de la casa de ladrillos y tejas de mi tía China.

A la cuarta o quinta cuadra comencé a escuchar los gritos de mi tía; pobre, hecha un manojo de llantos y lamentos, culpándose de tamaña desgracia, golpeándose el pecho aparatosamente, rezando a viva voz a todos los santos y a la virgen, que por qué su sobrino tan querido le hacia algo así, mientras los vecinos daban algún portazo de desaprobación ante tanto tumulto por nada y alguno que otro ensayaba una silbatina de castigo.

La tía era de esas mujeres que solo vive para su oficio, hecho de bondad y cacerolas. Maestra jubilada refugiada en su cocina de los fondos de su modesta casa; ella preparaba desde allí las pociones que proveían la energía necesaria para dar rienda suelta a nuestras cotidianas travesuras. Allí vi por primera vez cómo se degollaba una gallina, para luego desplumarla con arte delicado. En ese improvisado altar de sacrificios culinarios desayuné tortillas de almidón con cocido y volví a media mañana para reponer fuerzas con un bife con cebollas y huevo, todo revuelto en un plato, y con una galleta cuartel de acompañamiento.

Ya ni hablemos del almuerzo, que era un escándalo de sabores y aromas. Un mejunje de carnes asadas, chipa guasu, mbeyú, payaguá mascada y otras delicias tan típicas de nuestra cocina vernácula. Con sobremesa de dulces de mamón y queso Paraguay, o maní ku'i con miel negra. Una invitación segura a posteriores siestas imposibles de rechazar luego de tan opíparas comidas.

Ese era el reino de tía China, de quien dicen que me dio de amamantar cuando yo era pequeño por el estado delicado en el que dejé a mi madre tras el parto de su séptimo vástago. Ella, que hizo de mamá tan generosamente, ahora corría tras de mí, como quien corre por su vida, una vida que se le escurría de las manos por esas calles desoladas del maldito verano asunceño.

Al lado de la tía venía Juan, montado en su bicicleta Hércules como un heraldo protegiendo a su madre y dispuesto, ahora sí, a la cacería de su rebelde primo que seguía su carrera allá lejos, con el horizonte de la peligrosa avenida como telón de fondo. Como usaba gruesos lentes de aumento por su temprana miopía, el trayecto de la bici de mi primo era sinuoso pero de todos modos veloz y decidido.

Juan era mi compinche, pero también mi ocasional enemigo, como ocurre siempre con los niños, en el generoso universo de todo un día nos amábamos y nos odiábamos alternadamente. Él era de Cerro, yo de Olimpia. Yo estaba orgulloso de mi padre y el de él se había marchado de la casa. Yo siempre tenía dinero y él se privaba de todo con tal de dármelo a mí. A esa edad los niños se sacan todo en cara cruelmente y nosotros no éramos la excepción. Claro que de noche dormíamos invariablemente abrazados, cubiertos por un mosquitero solícitamente dispuesto por las generosas manos de la omnipresente tía China, quien nunca nos demostraba sufrimiento, angustia ni pena alguna.

Debajo de esa misma cama fumaríamos años más tarde nuestro primer cigarrillo, y claro, un tiempo después, encima de la misma intentaríamos nuestros primeros escarceos amorosos con alguna doncella de la servidumbre. De hecho recuerdo hasta hoy mis primeras incursiones en las casas de cita de los bajos fondos de la ciudad junto a mi primo y un puñado de amigos temblorosos con quienes hicimos nuestras primeras armas en el cenagoso terreno de las conquistas amorosas rentadas.

A mí no me importaba nada. No sé cómo ni en qué momento supe que lo único que quería era volver a mi casa paterna. Yo suponía secretamente que mis padres y el resto de mi familia estaban ausentes por algún motivo desconocido, y me habían dejado al cuidado de la querida tía China. Pero se dice que los niños y luego los hombres siempre buscamos el retorno al hogar. Ese lugar idealizado en nuestras mentes, como un refugio que ya nunca es el mismo que atesoramos de un modo tan perseverante en nuestra imaginación durante tantos años.

En un instante, que mi memoria ya no guarda con precisión, algo -alguien quizá-, me ordenó esa carrera contra la realidad y me provocó ese raudo escape hacia mi propio hogar. A pesar de mi corta edad, una fuerza superior me empujaba en esa alocada carrera para averiguar qué había ocurrido con mi casa, con mis padres y hermanos.

Y eso que la tía se deshacía en cuidados. Que la comida caliente, que el baño de la tarde, que no le falte nada al Chacho, como cariñosamente me llamaba, imitando un apodo con el que me había bautizado mi padre casi inmediatamente después de haber nacido. "Dónde está mi gran muchacho?", dicen que exclamaba él al volver todos los días del trabajo y yo salía disparado rumbo a sus brazos. Recuerdos prestados de relatos que jamás pude corroborar si corresponden a la realidad o fueron inventados para construir un afecto que nunca existió.

Pero igual, ahí estaba yo rechazando torpemente ese exceso de cuidados, corriendo detrás de un destino incierto, donde ya no existía nada más que aquella terrible realidad que estaba a punto de confrontar. Si tan sólo hubiera podido detenerme una cuadra antes de llegar, quizá todo hubiera sido distinto.

¿Por qué no opté por la rendición fácil a los cuidados tan cariñosos de la tía? ¿Por qué no tomé la opción de obligar a Juan a cumplir mis caprichos, manipulándolo como hacen los niños, usándolo como juguete de verdad para escapar de la soledad tan tempranamente impuesta? Algo me siguió empujando, y dale que dale, como si tuviera pólvora en los pies. "Como si tuvieras un cohete en el culo", solía decir mi abuela cada vez que se enojaba por lo traviesos que éramos. Corriendo como un desahuciado; llorando y gritando sin que nadie me escuche, buscando afanosamente lo que ya nunca podría encontrar.

Cuando llegué por fin mi casa era una desolación. El pasto había crecido hasta mis hombros, la verja pintada de verde estaba algo desvencijada, y en el patio soplaba un viento de muerte y soledad. Bajo el antiguo aguacate en donde jugábamos con mis hermanos sólo había un yuyal a medio crecer y un columpio inclinado sostenido por una sola cuerda. Las puertas y ventanas, tapiadas a cal y canto, tenían el aspecto lúgubre de los panteones que alguna vez vi en los cementerios.

Cuando llegué a la pista de baldosas rojas en donde solíamos patinar con mis hermanos mayores mis piernas comenzaron a flaquear. Caí de rodillas y los lagrimones no me dejaron ver más que mis modestos recuerdos de la primera infancia: la piscina de lona tipo Pelopincho, el televisor de 23 pulgadas emplazado en el patio para compartir con los vecinos cada tarde, y las fiestas ofrecidas por mi madre a sus compañeros y profesores de la Facultad de Derecho.

A los dos minutos o después de una eternidad, ya no lo sé, llegaron resoplando la tía China y Juan Carlos. La primera con su rosario liado al cuello y mi primo con una cara de susto que se le salía de los gruesos anteojos, que no alcanzaban a contener su asombro. La tía China me abrazaba llorando y riendo al mismo tiempo; me besuqueaba la cabecita rapada y la cara llena de mocos, diciéndome una y otra vez:

-¿Qué pasó, mi muchacho, qué pasó?  ¿Por qué me asustaste así?

Cuando creyó entender lo que me pasaba se echó a reír con ganas y me dijo: “pero si papá y mamá se fueron de viaje y ya vienen pronto”.  Yo, que había aprendido de las películas o de alguna historia remota que eso siempre se les decía a los niños huérfanos, lloré con más fuerzas, hasta que por algún misterioso motivo, probablemente por instinto de supervivencia, decidí creerle a mi tía y dar por acabado el escándalo.

La verdad es que nunca más volví a ver a mis padres y a mis hermanos. Muchos años después me contaron la confusa historia de un accidente automovilístico y de un largo viaje del cual nunca retornaron. Hoy que estoy en el final de mi vida todavía no me animo a preguntar demasiado y muchas veces me enfrento a la posible certeza de haber sido abandonado por motivos que ya no vale la pena saber.

Alguna vez llegué a pensar que soy hijo de desaparecidos. Que toda mi familia fue aniquilada por las ideas políticas de mis padres y yo me salvé por casualidad. Pero nunca me tomé el trabajo de averiguarlo seriamente.

Quizá por eso mi vida se sigue pareciendo a aquella alocada carrera rumbo a la nada. El vértigo cotidiano simula mi ansiedad y en el apuro de la huida no me doy tiempo para pensar en nada. Hay una casa vacía esperándome siempre al final de la calle y del día, pero yo sigo esperando que en algún momento la realidad cambie, y me sorprenda recuperando, después de tanto tiempo, a esa familia que perdí para siempre en un largo y triste verano. En el lejano e irrecuperable tiempo de mi solitaria niñez, solo acompañada fielmente por el amor incondicional de mi tía China y de mi primo Juan Carlos. Los únicos que siempre estuvieron allí para llenar aquel inmenso vacío del que solo logro huir contando estas breves historias de locura y desamor.

 

 

EL ROBO DEL SIGLO

 

A Mónica B., con envidia  y admiración

 

Esa tarde el maestro estaba insoportable. Una visita de la televisión a la casa de su hermana Manení -en donde se hospedaba habitualmente- lo había dejado de muy mal humor.

-Hay que ser bien pelotudo para confiar en esta clase de gente -refunfuñaba entre dientes nuestro escritor mayor mientras lo conducía presurosamente en mi desvencijado VW Golf rumbo a la Facultad de Filosofia de la Universidad Católica, en pleno centro de Asunción. Mi auto por cierto recalentaba, no tenía buenos frenos y para más iba al límite del combustible mínimamente necesario para completar el viaje.

En la Facultad lo esperaban centenares de jóvenes ilusionados en formar parte de un tiempo augural para nuestro país. El dictador parecía enfermo y el régimen mostraba algunas debilidades hasta entonces impensables para un gobierno que no había tolerado jamás algún tipo de disidencia. Unas pocas radios y los diarios comenzaban a criticar levemente al gobierno, e incluso se habían organizado con éxito pequeñas movilizaciones ciudadanas que reclamaban la urgente apertura política del país. Muchos creían que estábamos ingresando decididamente a una nueva época de conquistas, similares a las obtenidas recientemente por los países vecinos que conforman nuestra región.

Yo no pretendía tanto, y por cierto no me hacía ilusión alguna con la supuesta caída inminente del tirano.

Demasiadas veces nos habíamos engañado con un cambio que jamás llegaba y que, al contrario, cada vez que se insinuaba terminaba en más represión y menos espacio para vivir en paz y en libertad. La atmósfera del país era irrespirable. Los delatores del régimen estaban por todas partes y la única voz que se escuchaba era la oficial, imponiendo su verdad y su credo, que necesariamente pasaba por la unidad granítica del gobierno, el partido y las fuerzas armadas.

En realidad mi mayor aspiración no pasaba de estar cerca del autor de la novela por la cual acababa de dejar una promisoria carrera como arquitecto, con la firme intención de convertirme en escritor, si fuera posible uno tan grande como ese hombrecillo que llevaba con cara de pocos amigos en el asiento de adelante de mi baqueteado vehículo. Ese gigante que escribió "Yo El Supremo", Roíta, como solo le podía llamar Josefina Plá, estaba finalmente a mi lado, y no paraba de maldecir a los cuatro vientos. Se hallaba tan inmerso en su ira que ni siquiera prestaba atención a mis halagos circunstanciales u otros intentos infructuosos de cambio de tema que reiteré durante todo el trayecto.

La situación era nueva y por lo tanto extraña para mí, ya que en los días previos, cuando me ofrecí para hacerle de chofer en esta esperada visita a su amado país, Don Augusto se había mostrado afable y encantador. Incluso simuló un sincero interés en mi joven vocación y me alentó a publicar unos escritos personales que le comenté, aún sin la certeza de mi verdadera capacidad literaria. Sin embargo, en este nuevo encuentro su rostro estaba desfigurado por la rabia. Se asemejaba a un viejo dragón que echaba fuego por la boca, maldiciendo a quienes supuestamente lo habían embaucado con una nota televisiva que terminó intempestivamente con un robo.

-Esa gente me robó mis manuscritos -me dijo visiblemente ofuscado-. Yo sabía que no podía confiar en un animador de la televisión y un grupo tan extraño de personas. Pero me dejé llevar por esa cuestión tan mía de creer que la gente se me acerca siempre con buenas intenciones. ¡Quién lo diría che!: tantos años de andar por el mundo y sigo siendo un pajuerano - exclamó con una furia que se percibía con iracunda vibración dentro del habitáculo.

Yo intenté calmarlo de nuevo y le dije que si se trataba del famoso Porfirio Bustos no habría problemas. Que era un buen tipo y que en todo caso si se llevó algo debía ser por equivocación. Incluso traté de reivindicar la imagen del animador contándole una anécdota verídica:

-Tan de los nuestros es el Sr. Bustos -le dije enfáticamente a un Roa que me miraba con los ojos desorbitados-, que una vez marchó preso en la "Caperucita Roja" por hacer en su programa de televisión una caricatura del jefe de policía, el general Brítez Borges.

-¿Borges? -preguntó sorprendido el maestro-. Ese sí que escribe bien. Aunque no coincidamos en muchas cosas. Pero qué Borges ni qué Borges. ¡Por favor, mi hijo, deje de confundirme!

Era tanta la rabia de Don Augusto que ni siquiera lograba concentrarse en mis palabras. Así que mejor decidí cambiar de estrategia y fui directamente al grano:

-Dígame, maestro -balbuceé con el temor lógico de que rechazara de plano aquel pomposo título-. ¿Qué le hace creer que esta gente le robó efectivamente esos papeles? Usted mismo me contó ayer que es de aquellos que deja sus trabajos repartidos por toda la casa. Capaz que sus manuscritos están extraviados. En algún armario de la casa de su hermana. Además, entre nos, Don Roa -agregué en tono cómplice-: no lo veo a Porfirio Bustos robando literatura, discúlpeme, además todos sabemos que la gente de la televisión no es muy ilustrada.

Roa Bastos seguía sin darle la más mínima importancia a mis intervenciones. Era como hablar con una pared de la que rebotaba indefectiblemente cualquier intento de comunicación coherente. La tarde era calurosa pero no sofocante. Abril del año 1982 agonizaba y el otoño comenzaba a darnos un poco de respiro luego del interminable verano. En algunos barrios que atravesábamos ruidosamente -mezclando el rugido del motor con el freno hierro contra hierro de mi Volkswagen- Asunción todavía olía a jazmines, ese lugar común que inspiró tantas canciones dedicadas a nuestra capital que hasta hoy se escuchan en parrilladas y bares de mala muerte.

Don Augusto había declarado públicamente que el objetivo de su visita era reunirse con los jóvenes y juraba no poseer pretensiones políticas. Sin embargo, los cancerberos del régimen no le perdían pisada, y flotaba en el ambiente la sospecha de alguna acción artera de la dictadura en contra de nuestro máximo hombre de letras. Todos sabíamos que al actual Supremo no le simpatizaba la fama mundial del escritor y aunque resulte altamente improbable que haya leído su novela sobre el Dr. Francia, no faltarían los círculos intelectuales acomodados que le harían llegar al dueño del Paraguay los argumentos para la condena definitiva en contra de esa genial obra.

A su estilo, Roa evadía hábilmente todas aquellas referencias que faciliten una expulsión inmediata del país y contestaba entre otras cosas que había vuelto al Para guay con el propósito de nacionalizar a su hijo de nueve meses, Francisco, nacido en el exilio, producto de su tercer matrimonio con la española Iris Giménez.

Su agenda indicaba para la tarde del incidente con Porfirio Bustos una charla con los estudiantes de la Católica, al día siguiente sería el lanzamiento del libro del poeta Jorge Canese -"Paloma Blanca, Paloma Negra"-, que ya causaba anticipadamente un gran revuelo, y para el lunes se había marcado un encuentro con periodistas organizado por Toni Carmona y otros. Por lo tanto, era muy extraño que se concentrara tanto en un incidente menor con un presentador televisivo muy popular, pero inofensivo en términos de probable persecución política o, menos aún, con alguna intención aviesa de plagiar nada menos que a Roa Bastos.

Aún así, Don Augusto quería seguir hablando del tema y yo, por supuesto, le di el gusto escuchando atentamente:

-Esto se planeó perfectamente -me dijo en un tono siniestro-, me engatusaron con la historia que por fin el canal de televisión -propiedad del hijo mayor del dictador había permitido una entrevista conmigo y que eso denotaba una apertura importante en el futuro de la libertad de expresión en el Paraguay. Eso lógicamente me interesó. ¡Cómo no me va a importar cualquier apertura democrática en mi país! Pero jamás pensé que esta banda de facinerosos vendría a la casa de mi hermana con otras intenciones.

-¿No está exagerando un poco, maestro? -me animé a decir con un hilo de voz.

-¡Exagerando, nada muchacho! ¡Mucho cuidado con lo que decís! Mientras el tal Bastos o Bustos éste me mareaba con un aluvión de palabras triviales y frases hechas francamente deplorables, sus compinches, que fungían de técnicos, asistentes y camarógrafos, revolvían todo buscando lo que finalmente se llevaron. Es más, no sé cómo pude confiar en unos hermanos siameses que se movían por los cuartos con una destreza inquietante. Hasta me dieron risa por un momento, porque los tipos se pasaban peleando entre sí, y nunca parecían estar de acuerdo. Por un momento pensé tontamente en adoptarlos como personajes de alguna futura novela. ¡Pero ahora los recuerdo y tengo ganas de matarlos!

-¿Siameses? -murmuré inseguro-. ¿Usted está seguro, Don Augusto? ¿No será que tomó algún medicamento errado con el almuerzo?

-¡Ahora lo único que falta es que me acuses de borracho! -gritó Roa golpeando el parabrisas con un puño.  ¡Lo que te estoy contando es serio, caramba! Si te vas a burlar cambiemos de tema y terminemos este servicio que me estás haciendo, por cierto sin que yo te lo haya pedido jamás.

Un breve silencio se interpuso entre ambos hasta que, sin animarme a contestar nada, Roa Bastos volvió al tema:

-Los tipos hablaban en una jerga incomprensible. Se referían a una riña de gallos y a un tal "Crestaloca". Se reían a carcajadas festejando bromas que yo no en tendía, e incluso planeaban en voz alta otros golpes futuros como el robo del Ferrocarril o el rescate del Libro de Oro de la Guerra de la Triple Alianza. Yo pensé que hablaban por hablar y que, ellos sí, estarían algo borrachos. Con esa tendencia tan paraguaya de andar tomando caña a cualquier hora del día. Jamás pensé que fueran profesionales.

-¿Pero qué relación podría tener gente así con un tipo tan inofensivo como Porfirio? -me pregunté al tiempo de escuchar que el maestro retomaba la charla:

-Había un asistente al que llamaban "Niño Cotonete" o algo por el estilo. Se mostraba nervioso, incluso agresivo. Más todavía cuando le recordaban haber robado supuestamente el cráneo del Dictador Francia con un tal Cantinflas ¡Disparates de ese tipo! Pero ellos lo decían primero muy en serio y luego estallaban en risotadas groseras.

-¿Y cómo se llamaban los siameses? -atiné a preguntar por decir algo que enseguida me pareció absurdo, a lo que Don Augusto sin dudar un segundo me respondió:

-Gervasio derecha y Gervasio izquierda. ¿Podés creer? Así se hacían llamar los tipos con total naturalidad. Una deformación monstruosa de la naturaleza que yo intenté pasar por alto haciendo gala de mi formación humanista y no discriminadora. Pero la verdad es que estos monstruos de dos espaldas, como aquellos que relato cuando describo el coito en El Supremo, no podían pasar desapercibidos en ningún lugar. Eran grotescamente llamativos y para más no hacían esfuerzo alguno por dejar de llamar la atención. Gesticulaban ampulosamente, se lanzaban puñetazos mutuamente y discutían sobre cada paso que necesitaban dar coordinadamente. Yo creo que fueron ellos los que finalmente se llevaron mis manuscritos. Es elementalmente más fácil robar a cuatro manos. ¿No te parece?

-¿Eh? -pregunté sin pensar, mostrando mi evidente confusión mientras nos acercábamos a la explanada de la Católica, al lado de la Catedral Metropolitana. En la escalinata había un grupo de jóvenes muchachas esperando al maestro, lo cual logró por fin cambiar el semblante de mi ilustre pasajero, que aún así se tomó su tiempo para completar el relato:

-Fueron esos tales Gervasios o si no el otro personaje siniestro que merodeaba las habitaciones de la casa, un tal Elmer, muy parecido al Sr. Bustos -una especie de sosias, aunque menos social, valga la cacofonía-, y con una mirada torva que de verdad me dio en un momento algo de miedo. Te digo en serio, eran de terror estos tipos. Nunca vi cosa igual y justo yo les dejo entrar a la casa de Manení como si nada. Tengo el presentimiento que esto pasó por algo. No te extrañes que mañana me saquen a patadas del país o me pase algo. Por las dudas te ruego que me esperes hasta el final de la conferencia -me dijo como presintiendo que algo realmente malo se avecinaba.

-Por supuesto, maestro -dije con sincera convicción-. Para mí es un placer servirle. Lo espero tranquilo aquí mismo, o capaz me voy enseguida a tratar de escucharlo entre tanta gente.

El hombre de pequeño porte que despertaba tanta admiración en quienes anhelábamos algún futuro literario se perdió entre la multitud de jóvenes, principal mente muchachas, que lo esperaban inquietas en la escalinata de acceso a la universidad. Había que ver ese rostro recién crispado por la rabia, cómo se deshacía en ternura ante el primer contacto con aquellas estudiantes de florecientes sonrisas y fresca mirada.

Por un momento me quedé dormido en el auto y soñé que Roa en verdad estaba loco e intentaba involucrarme en una sórdida historia de robos y otros hechos extraños ocurridos en su casa para terminar culpándome a mí. Esa idea me agitó tanto que me desperté bruscamente, luego de ver cómo el escritor me tomaba de la solapa y me exigía a los gritos que le devuelva sus cosas. Volví a mí con la respiración entrecortada y los ojos abiertos de par en par. Cuando me recuperé del susto ya era de noche y apenas me acomodé en la cabina del auto vi que el maestro volvía de lo más sonriente, acompañado por  un, racimo de jovencitas que seguía preguntando al escritor cualquier cosa con tal de retenerlo un rato más. Las más osadas incluso le tomaban del brazo o inclinaban sus mejillas sobre el rostro del pobre Don Augusto que parecía un niño subyugado de tanta belleza y jovialidad circundantes.

Bajé presurosamente de mi automóvil para abrirle la puerta de atrás, algo que Roa respondió con una amplia sonrisa, haciendo un gesto con las manos y subiendo rápidamente casi como una estrella de rock que escapa de sus fans, al asiento delantero.

-Vamos -me dijo casi riendo-, antes de que las chicas suban al asiento de atrás y se vengan con nosotros.

-Por supuesto, Maestro -contesté feliz de verlo totalmente recuperado de la rabieta evidente del viaje de venida.

Apenas traspasadas las primeras cuadras me dijo:

-Estoy mejor, pero no me olvido de esos hijos de su madre que se llevaron mis papeles.

A lo que yo contesté cambiando una vez más de tema:

-¿Podemos parar un rato en la radio en donde trabajo, Don Augusto? -pregunté, aclarando rápidamente:

-No para entrevistarlo ni nada por el estilo, simplemente para abrir mi programa de las 8 de la noche y luego seguir viaje- completé el concepto.

-¡Claro, hombre!, ya es suficiente con el gran favor que me estás haciendo transportando a este anciano como para que me tengas que dar más explicaciones. Subí tranquilo me dijo -viendo que mi auto se detenía frente al edificio-, yo te espero tranquilo aquí leyendo algunas cosas.

Bajé presuroso y subí al noveno piso del Edificio Líder y dije las palabras de rigor:

-¡A partir de este momento Radio Cordillera FM presenta: Grandes Intérpretes, hoy con la historia musical de Bob Seger!

Acto seguido volví a bajar presuroso, recordando que en la guantera de mi VW Golf permanecía inerte mi ejemplar de "Yo El Supremo" que pensaba hacer firmar a Roa Bastos pero hasta ese momento no me animaba. Un absurdo ataque de timidez y miedo al ridículo me embargaba cada vez que me imaginaba a mí mismo haciendo una petición tan baladí ante quien yo consideraba poco menos que un monstruo mitológico.

Al volver al auto Roa escuchaba a Bob Seger cantando "Against the Wind" en vivo.

-Es bueno, ¿eh? -me dijo-, aunque a mí me gusta más la música paraguaya, especialmente el arpa. Una vez Borges se enojó conmigo porque llevé a un arpista compatriota a un congreso de escritores en Europa. Se pasó rezongando en contra de la música popular en general, incluyendo el tango y la chacarera de su país. En realidad Georgie -como le llamaba su madre- odia todo tipo de música. Vive pendiente solamente de la literatura. Se puede decir que es un escritor que se ha pasado la vida en un mundo en donde no existe nada más que los libros. No está mal, yo viví brevemente así en la biblioteca de mi tío, monseñor Hermenegildo Roa, en donde devoré la obra de los poetas españoles del renacimiento y el barroco. ¡Qué linda época! -dijo Roa suspirando, para luego abandonarse en un letargo que no quise interrumpir hasta llegar al destino final del viaje.

Al estacionar ruidosamente mi auto frente a la casa donde se hospedaba Roa, éste pareció despertar de golpe y retomó su enojo inicial, diciéndome tajantemente:

-Quizá vos no tengas vela en este entierro, pero a mí nadie me saca de la cabeza que estos tipos vinieron a robar en la casa de mi hermana y que este es apenas el comienzo de un gran problema para mí. Así que mejor te vas a descansar y yo me arreglo mañana como puedo. Ante tal desplante ni se me ocurrió pedirle el famoso autógrafo, y mucho menos preguntar si me necesitaría al día siguiente. Entendí perfectamente que acababa de ser cesado de mis funciones de chofer honorario por mi ocasional patrón e ídolo literario, y no había apelación posible ante tan definitivo fallo. Lo vi caminar presuroso -como temiendo ser vigilado- hasta la puerta de la modesta casa de clase media de su hermana Manení, en donde le abrieron no sin antes soportar una buena cantidad de insistentes golpes en la puerta principal.

La silueta de Roa se me borró súbitamente en medio de la noche oscura y me quedé pensando en la locura de un encuentro que finalmente no concluyó en nada provechoso para mí. Ni siquiera en la obtención del pretendido autógrafo. Apenas el testimonio triste de un hombre eternamente perseguido por sus más terribles pesadillas. ¿Un loco?

Sin embargo, al día siguiente algunas radios comenzaron a difundir el rumor de una posible expulsión de Roa Bastos del país, ya que no apareció en alguno de los lugares en los que había comprometido su presencia. Sus amigos se movilizaron rápidamente y lo ubicaron en Clorinda, hasta donde fue llevado por una comitiva policial. El 1 de mayo, Día del Trabajador, el diario Abc Color en su página 12 titulaba: "Augusto Roa Bastos habría sido deportado a la localidad argentina de Clorinda, en donde se encuentra desde ayer".

De pronto me di cuenta de que quizá Roa no había estado tan errado al relacionar el extraño incidente de Porfirio Bustos y sus muchachos con su inminente ex pulsión, y la teoría del robo cobraba ahora mayor veracidad. Aún así a mí me seguía sin cerrar la intención real de robar a alguien unos manuscritos que cualquiera sabría a quién pertenecían por los rasgos distintivos de una literatura genial e inimitable. Además, ¿justamente Porfirio? No, era totalmente imposible. A no ser que lo guarde durante mucho tiempo y lo reflote cuando la gente haya olvidado aquellas señales distintivas, vanguardistas y revolucionarias, de la escritura del gran maestro.

Algunos años después, en medio de una reunión social, le comenté la anécdota a Porfirio y se mató de la risa. El artista y ahora ex conductor de TV me dijo:

-Para mí que el viejo se hacía del loco y jugaba con todos nosotros. ¿A vos te parece que yo voy a tener la osadía de robarle unos escritos a Roa Bastos con la intención de plagiarlo? ¡Ja, ja, ja, ja!

-Bustos lanzó una risotada al aire y se olvidó rápidamente del asunto.

Yo intenté volver sobre el tema varias veces con Roa y éste fingió no recordar el asunto. Siempre me salía con evasivas, incluso en entrevistas radiofónicas o en encuentros literarios formales. El maestro por entonces ya había ganado el Cervantes y se había afincado definitivamente en el Paraguay, en donde vivía rodeado de un grupo que acaparaba toda su atención y su tiempo libre. Unas personas extrañas que prácticamente se habían apropiado del mito.

La última vez que se lo pregunté fue en una noche de invierno del 2004, casi un año antes de su muerte. En un acto frente el viejo Cabildo de Asunción. Me miró fijamente a los ojos y me dijo:

-¿Cómo andan tus escritos? Estoy esperando ansiosamente que publiques. ¡A ver cuándo te pasas a nuestra vereda hombre! -El inesperado elogio me abrumó tanto que logró el cometido de hacerme olvidar del propósito original de mi pregunta. Es que Don Augusto sabía de memoria cómo rascarnos allí donde más nos gustaba a los aspirantes a escritores que en verdad nunca concretábamos una obra literaria más allá de las fantasías estimuladas inútilmente por nuestra tonta vanidad.

Pasaron los años, Roa se murió el 26 de abril de 2006 generando una verdadera conmoción ciudadana, y fue despedido con todos los honores por la gente común y por los gobernantes de turno, muchos de ellos antiguos perseguidores y cuestionadores de su obra.

A mí me quedó, sin embargo, el regusto amargo de la duda. Aquella tarde de 1982 Roa no hablaba en broma cuando comentaba lo ocurrido, seguro de haber sido objeto de un robo.

Cuatro años después, el 25 de junio de 2010 a las 4 de la tarde se me reveló una visión que hasta ahora me carcome y tortura mi existencia. En ese momento, ante un auditorio de participantes, miembros del jurado e invitados especiales, la Editorial Santillana, en una feria del libro o algo por el estilo, dio lectura al veredicto del Premio Augusto Roa Bastos de Novela 2010, en el cual, participé sin mayores expectativas, dada la habitual mediocridad de un jurado que jamás sería capaz de valorar dignamente mi trabajo.

Luego de las presentaciones de rigor y el discurso insulso de algún representante de la Casa Editorial, al que ni siquiera presté atención, en su segunda parte el veredicto del jurado al que se estaba dando lectura en voz alta decidía: "Otorgar el Premio Augusto Roa Bastos de Novela 2010 por su calidad narrativa que logra amalgamar potentes imágenes, personajes desopilantes y lana visión descarnada de la realidad paraguaya con solvencia estilística, a la novela `Chico Bizarro y las moscas', presentada bajo el seudónimo Lixue La Roux. Abierto el sobre se constata que corresponde a la señorita Mónica Bustos".

Apenas completada la lectura salí corriendo del lugar envuelto en una turbación inédita en mí que se complementaba con ráfagas de rabia, frustración y locura. De repente se me vinieron a la memoria todos los detalles del relato de Roa y me dieron ganas de vomitar, ya no sé si del estupor o el asco.

Al día siguiente conseguí una copia de la novela ganadora y la devoré en una sola noche. Era tan buena que no hice sino profundizar mi rencor y mi convicción de que ese trataba de un asqueroso robo.

-¡el robo del siglo!-, y que en verdad la obra era parte de los manuscritos sustraídos al maestro 28 años atrás, con algunos retoques y actualizaciones mínimas quizá.

-¡Qué hijos de puta! - grité enloquecido en mi habitación tirando libros y manuscritos propios, infinitamente inferiores a la calidad demoledora de "Chico Bizarro y las moscas".

Yo rompiéndome el culo media vida para ser reconocido como escritor y este tipo usa a la hija para llevarse un premio que obviamente no merece -dije escupiendo con odio cada palabra.

Preso de un insomnio febril, volví a leer la novela y me gustó todavía más. Cada personaje era genial. Cada cuadro era maravillosamente roabastiano.

-¡Pero qué va a ser esta chiquilina! -volví a gritar desesperado en mi cuarto. Por internet averigüé que la supuesta autora tenía apenas 26 años, la mitad de los míos...

-¡Absurdo! -dije y caí en un extraño soponcio del que solo desperté para comenzar a escribir este testimonio que dejo para la posteridad antes de retirarme para siempre de la gris vida literaria que supe vivir sin pena ni gloria.

En los días subsiguientes deambulé por la ciudad sin rumbo fijo, apenas acompañado por una petaca de caña que guardaba en el bolsillo interno de un saco hecho jirones. Algunos amigos me contaron luego que me vieron merodeando la casa de la tal Mónica Bustos y que la familia tuvo que llamar un par de veces a la policía.

Ahora que estoy internado en el viejo manicomio de la calle Luna, donde tiran a todas las personas de bien de este país, recuerdo vagamente el incidente final que desembocó en mi injusta detención actual:

Un amigo intentó ayudarme confrontándome con la supuesta verdad. Me dijo varias veces que en 1982 no estábamos en el Paraguay, que andábamos rebuscándonos en la Argentina y que en realidad yo nunca había conocido personalmente a Roa Bastos. Que era una de mis típicas fantasías que todos toleraban porque las consideraban inofensivas. Igual que mí supuesta amistad con Sábato, la correspondencia apócrifa intercambiada con Julio Cortázar y ese tipo de cosas. Pero que ahora la cosa se había vuelto insostenible. Que debía aceptar de una vez por todas que jamás fui ni seré un gran escritor. Que...

¡Zas!, allí nomás le di un puñetazo en el medio del rostro y me abalancé sobre mi socio con intenciones de despedazarlo, hasta que fui detenido por varios policías que llegaron oportunamente al lugar, alertados por los vecinos.

Lo próximo que supe es que me doparon y me trajeron a este sitio, en donde por supuesto todos me tratan como a un loco, simulando creerla historia que les cuento una y otra vez sobre el descarado robo perpetrado en contra del mayor escritor de la historia del Paraguay. Ahora ya no me importa, que se vean aquellos que disfrutan de un premio que en todo caso nadie ha merecido más que yo en este país de piratas, ladrones y jueces literarios ignorantes.

 

 

EI CAPITÁN MARLBORO

 

Para M.R.F.

 

Creo  que lo supe mucho antes de que Él me lo dijera. Lo intuí en las primeras y esporádicas charlas de mi niñez. Lo presentí invariablemente en cada mirada imperativa. Lo fui confirmando minuciosamente en cada gesto severo, aunque nunca violento, de desaprobación. A veces pienso que era como una efigie, una estatua de mármol. Una flor inmarcesible que me acompañaría hasta la eternidad. Otras veces lo odiaba con toda mi alma, deseando que me deje en paz para poder emprender por fin el destino de mi vida. Al fin y al cabo: ¿Quién era este Dictador Perpetuo de mi existencia que la regía a su antojo sin que yo pudiese reaccionar?

Lo veía desde el rellano de mi vida infantil como a un gigante. Un hombre inalcanzable que volvía todas las tardes del trabajo con el saco colgado al hombro, la corbata a medio desatar y una amplia sonrisa. Dicen que al verlo llegar a casa yo me abalanzaba sobre sus brazos para extraerle todo el cariño posible. Poquita cosa para un niño necesitado de todo el amor del mundo. Mucho para quien seguramente tenía otros asuntos más urgentes y graves que atender.

Cariño a cuentagotas por esa multitud abigarrada de hermanos que yo tenía y por el escaso tiempo que mi padre siempre parecía disponer. Aún así, eso no hacía mella en mi amor incondicional, transformado en un peligroso fanatismo místico con el correr de los años. En la adolescencia ese sentimiento ya se había transformado paulatinamente en temor, y los brazos de aquel niño que ya no era, habían bajado en signo de un respeto que en realidad expresaba el más profundo miedo ¿A qué? No sé, a perderlo, a fallarle, a no poder ser nunca tan grande ni tan infalible como Él. Cuando uno se pone un parámetro de esas dimensiones, tamaño desafío, la vida puede convertirse fácilmente en un verdadero infierno.

Igual, hay que decir que yo siempre tuve dificultades para identificar un poder místico, superior a las cosas terrenales. Quizá por eso mi Dios simulaba ser un Dios de entrecasa. Un Ser superior cotidiano que desayunaba apurado y que apenas podía diferenciar sus turnos de oficina con los del hogar. Un Dios de saco y corbata, anteojos ahumados, rostro serio y sonrisa de compromiso. Rápido con los números, lento en las reacciones que exigían más afecto del que su agitada alma podía generar. Una deidad representada por una extraña masa de hielo que flotaba en el mar de la vida navegando a la deriva, mientras se incendiaba lentamente por dentro.

Sus costumbres eran sencillas, al igual que sus ritos, y siempre dejaban una ambigua sensación que variaba entre lo llanamente común y lo aparentemente inalcanzable.

Nuestro diálogo tenía un lenguaje compuesto de prolongados silencios y reflexiones, aunque algunas veces también se componía de largos monólogos suyos en los que yo creía ver el rostro sagrado de la verdad. El verdadero "Oráculo de Delfos". Yo disfrutaba de esos momentos durante los frecuentes viajes compartidos en automóvil y en las prolongadas sobremesas, solo interrumpidas por algún llamado inoportuno. Eran palabras infalibles, llenas de una sabiduría que solo podía ser celestial, jamás terrenal.

A pesar de compartirlo con tantos competidores inoportunos, pronto entendí que entre mi Dios y yo se había creado un lenguaje y una atmósfera particulares. Él establecía para cada caso un sistema diferente de comunicación, logrando de ese modo que cada uno de sus fieles tenga la ilusión de ser el único, el elegido, el gran discípulo. En mi caso, esto tenía que ver con algunos lineamientos bien precisos: la disciplina más rígida, solo aflojada cuando estaba por producir asfixia; el dinero, bien administrado, pero nunca escaso; y los placeres sencillos de la vida: viajes, un pasar confortable y un apellido respetado. Una divinidad ajustada perfectamente a mis necesidades más urgentes y mis sueños menos ambiciosos.

Mis formas de adoración y mis ritos tampoco eran demasiado llamativos: el respeto inquebrantable a su autoridad, solo suavizado por algunas objeciones exageradamente mesuradas a algunas de sus aseveraciones. Y sobre todo, una gran admiración, a veces sincera, a veces simulada. En realidad, como todo Dios, yo creía que éste también era infalible y por lo tanto indiscutible. Nunca pude reunir los argumentos necesarios para ensayar ningún tipo de cuestionamiento. Además: no creo sinceramente que él me lo hubiera permitido. Por lo menos nunca se me ocurrió ponerlo a prueba en ese sentido.

Contradiciendo mi obnubilado monoteísmo, él tenía muchos Dioses a quienes rendir cuentas, adorándolos a su modo y cumpliendo esforzadamente sus complicados ritos. Sin tener la seguridad plena de haber conocido a todos, yo identificaba a los Dioses de mi Dios como El Tiempo, detrás del cual siempre parecía estar corriendo, El Dinero, que lo obsesionaba, aliviando sus tensiones cuando abundaba, para arrastrarlo impiadosamente al límite de la locura cuando escaseaba; La Responsabilidad, su verdadera credencial, y las Buenas Costumbres, su disfraz eterno, su careta infalible ante el acecho constante de todos los ataques que sufría constantemente de parte de deidades inferiores y por supuesto envidiosas.

Fui conociendo esos ritos, amándolos y odiándolos a través de mí propio Dios, y muchas veces pude comprobar que eran éstos los que avivaban las llamas que lo consumían por dentro al mismo tiempo que reforzaban cada vez más su gélida fachada externa. Muchas veces me preguntaba entre admirado y absorto: ¿Cómo hace para simular tan bien? ¿De dónde sacaba siempre esa sonrisa de político en campaña para zafar de tanta angustia acumulada?

Tal vez podríamos agregar a un Dios auxiliar, de relativa importancia, que mi Dios -como probable consecuencia de alguna costumbre heredada- adoraba de un modo rutinario y persistente. Era Zeus, el vetusto Dios del Fuego, representado continuamente en el improvisado altar de sus labios por un cigarrillo eternamente encendido. Quizá por eso muchos de sus allegados lo llamaban "Capitán Marlboro", y yo mismo colaboraba con ese absurdo rito regalándole en cada cumpleaños una gruesa de la mencionada marca de cigarrillos, sin imaginar que en realidad estaba acelerando su apocalíptico final.

Ante tan discretos antecedentes, se sobreentiende que el recuento biográfico de mi Dios es irrelevante. No vale la pena entrar en detalles de una existencia que en la superficie no ofrece nada fuera de lo común. Sus sacrificios, triunfos y derrotas solo fueron grandiosos y trascendentes para mí. Así como su muerte, que si bien atrajo a una compacta multitud de curiosos y no pocos morbosos, solo consiguió mi consternación y la de unos pocos seguidores de su humilde credo. Es que los Dioses menores no son eternos, mueren un día y luego permanecen por largos años en nuestros sueños y en las largas charlas de diván que entablamos con algún desconocido a sueldo.

Pese a saber de su divinidad durante años, recibí la confirmación de sus propias palabras, solo unos días antes de su muerte, cuando me tomó del brazo y me dijo: "Ahora Vos sos el Capitán de este Barco’': En ese momento, como aturdido, bajé la mirada (en verdad, nunca pude sostenerla ante él durante mucho tiempo), y cuando la volví a levantarla, ya se había ido a morir. Miré entonces la casa buscando sin encontrarlo el imaginario barco de la metáfora evidente. Imaginé a mi familia, un poco después a mis amigos y, finalmente, a mi futura esposa.

En ningún caso pude descifrar en esos espejismos el verdadero significado de aquel confuso mensaje final.

¿Capitán de qué podía ser yo a los 21 años? De nada, apenas de un barco a la deriva que se dirigía a su inevitable naufragio en los años siguientes a esa muerte tan inesperada como injusta. Un comandante extraviado en su propia batalla personal, listo para atravesar infiernos de los que logré salir con vida solo de milagro. A los 30 años con mi propia familia hecha añicos y a los 40 en el colapso final de todos los excesos imaginables.

Aún así lo seguía soñando todos los días a mi viejo -digo Mi Dios-, regañándome una y otra vez por no tener una vida ejemplar. Era el cuco que me visitaba en las largas noches de insomnio para reclamarme la imposible rendición de una vida despreciable, sin nada bueno para resaltar. Será por eso que lo soñaba muerto en cajones de mimbre, espiando quizá por los intersticios la vergüenza permanente de una vida fracasada, destinada inexorablemente al cruel destino de las almas que deambulan por su triste existencia con abundante pena y sin ninguna gloria.

Recién al orillar los 50 pude perdonar a mi Dios y sobre todo perdonarme a mí mismo. De una manera inesperada comencé a entender de a poco que el pobre hombre solo intentó hacerlo de la mejor forma y que su divinidad no era otra cosa más que un burdo invento que yo pergeñé como una extraña fantasía entre mi niñez y mi adolescencia. Nunca sabré por qué lo puse en ese sitio inalcanzable, con su disfraz de Capitán Marlboro, con esa mirada inquisidora que pedía tanto y era incapaz de dar más que migajas de un afecto esquivo.

Allí recién entendí que mi padre nunca fue un Dios, que era de carne y hueso, lleno de errores humanos y de miedos terrenales. Un alma en pena viajando erráticamente hacia la dudosa eternidad, o directamente hacia la nada. Y para más la muerte tocó a su puerta demasiado temprano, sin dejarle el tiempo necesario como para hacer todas las reparaciones que probablemente su conciencia le exigía.

A partir de ese momento, cuando las lágrimas quedaron secas y después de viajar días hasta ver el mar y perderme solitariamente en mil laberintos, comprendí que la frágil embarcación que debía capitanear tarde o temprano era mi vida, y que en medio de una gran tormenta ésta había perdido para siempre a un almirante tan dubitativo como yo en el medio del océano infinito del universo.

Después de atar tantos cabos sueltos concluí que, a partir de este momento, yo sería el único comandante de mi propia nave. Ya no habría Dios que temer ni venerar, y eso me dio una serena alegría. Una paz interior desconocida hasta entonces. Treinta años después pude enterrar definitivamente a mi padre. Lo hice mediante una breve ceremonia en la que mi mente pudo acallar por fin su presencia opresiva y constante. Y, luego de esbozar una breve sonrisa, respiré hondo y me puse a llorar como aquel niño que buscaba afanoso el abrazo reparador de un Dios con pies de barro y el alma frágil, como un cigarrillo Marlboro que se extingue en un suspiro.

(Originalmente escrito el 7/07/1985;

corregido por primera vez en enero de 1996,

y vuelto a corregir en septiembre de 2011). 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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